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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Sharon Kendrick

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Traición entre las sábanas, n.º 2583 - noviembre 2017

Título original: The Pregnant Kavakos Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-528-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

ELLA PERSONIFICABA todo lo que él odiaba en una mujer y estaba hablando con su hermano. Ariston Kavakos la observó. Unas curvas hechas para despertar el deseo de un hombre, lo quisiera este o no. Y él, desde luego, no quería. Pero su cuerpo se negaba tercamente a obedecer los dictados de su mente y un potente rayo de lujuria cayó directamente sobre su entrepierna.

¿Quién demonios había invitado a Keeley Turner?

Estaba de pie al lado de Pavlos, con el cabello rubio ondulando bajo las luces de la elegante galería de arte de Londres. Alzó las manos como para enfatizar una frase y la mirada de Ariston se posó en los pechos más increíbles que había visto jamás. La recordó con un biquini mojado con chorros de agua bajando por su vientre al salir de las espumosas aguas azules del Egeo y tragó saliva. Ella era recuerdo y fantasía mezclados en uno. Algo empezado y nunca terminado. Habían pasado ocho años y Keeley Turner hacía que quisiera mirarla a ella y solo a ella, a pesar de las impresionantes fotografías de su isla griega privada que dominaban las paredes de la galería de Londres.

¿Estaría su hermano igual de embelesado? Confiaba en que no, aunque el lenguaje corporal de los dos, inmersos en su conversación, excluía al resto del mundo. Ariston echó a andar por la galería, pero si los otros notaron que se acercaba, no dieron muestras de ello. Ariston sintió una punzada de rabia, que se apresuró a ignorar porque la rabia podía ser contraproducente. La calma fría resultaba mucho más eficaz para lidiar con situaciones difíciles y había sido la clave de su éxito. El medio por el que había levantado del polvo la empresa familiar y la había reconstruido, ganándose fama de ser el hombre con un toque Midas. El reinado disoluto de su padre había terminado y Ariston, el hijo mayor, estaba al cargo. En aquel momento, el negocio de barcos de Kavakos era el más provechoso del mundo y tenía intención de que siguiera siéndolo.

Apretó la mandíbula. Para eso hacía falta algo más que tratar con consignatarios de buques y estar al día de la situación política mundial. Había que vigilar a los miembros más ingenuos de la familia. Porque en el imperio Kavakos se movía mucho dinero y él sabía cómo eran las mujeres con el dinero. Una lección temprana sobre avaricia femenina le había cambiado la vida para siempre y por eso andaba siempre vigilante. Su actitud conllevaba que algunas personas lo consideraran controlador, pero Ariston prefería verse como un guía, un capitán que conducía un barco. Uno se alejaba de los icebergs por razones obvias y las mujeres eran como icebergs. Solo se veía el diez por ciento de cómo eran en realidad, pues el resto estaba profundamente enterrado bajo la superficie egoísta.

Mientras andaba hacia ellos, no apartaba la vista de la rubia, sabedor de que, si llegaba a ser un problema en la vida de su hermano, él lidiaría con ella rápidamente. Curvó los labios en una sonrisa breve. Se libraría de ella en un santiamén.

–Vaya, Pavlos –dijo con suavidad cuando llegó hasta ellos. Notó que la mujer se ponía tensa al instante–. ¡Qué sorpresa! No esperaba verte aquí tan pronto después de la inauguración. ¿Has desarrollado un amor tardío por la fotografía o es que añoras la isla en la que naciste?

Pavlos no parecía contento con la interrupción, pero a Ariston eso le daba igual. De momento no podía pensar en nada que no fuera lo que ocurría en su interior. Porque, desgraciadamente, no parecía haberse vuelto inmune a la seductora de ojos verdes que había visto por última vez a los dieciocho años, cuando se había lanzado sobre él con un ansia que lo había dejado estupefacto. Su sumisión había sido instantánea, y habría sido completa si él no le hubiera puesto fin. Haciendo gala de la doble moral sexista que a veces le atribuían, la había despreciado por ello al tiempo que también se sentía embaucado. Había tenido que recurrir a todo su legendario autocontrol para apartarla y enderezarse la ropa, pero lo había hecho, aunque eso lo había dejado excitado y anhelante durante meses. Apretó los labios porque ella no era más que una golfa barata.

«De tal madre, tal hija», pensó sombrío. Y ese era un tipo de mujer con el que no quería que se relacionara su hermano.

–Ah, hola, Ariston –contestó Pavlos, con aquel aire relajado que hacía que la gente se sorprendiera cuando se enteraba de que eran hermanos–. Así es, aquí estoy de nuevo. He decidido hacer una segunda visita y encontrarme al mismo tiempo con una amiga. Te acuerdas de Keeley, ¿verdad?

Hubo un momento de silencio mientras los ojos verdes brillantes de ella se posaban en los suyos y Ariston sentía el fuerte golpeteo de su corazón.

–Por supuesto que me acuerdo de Keeley –dijo con brusquedad, consciente de la ironía de sus palabras.

Porque para él las mujeres eran fáciles de olvidar y eran solo un medio para un fin. Sí, a veces podía recordar unos pechos espectaculares o un trasero respingón. O si una mujer tenía un talento especial con los labios o las manos, quizá se mereciera una sonrisa nostálgica de vez en cuando. Pero Keeley Turner había sido especial en ese terreno y nunca había podido borrarla de su mente. ¿Porque era fruta prohibida? ¿O porque le había dado una muestra de increíble dulzura antes de que se viera obligado a rechazarla? Ariston no lo sabía. Era algo tan inexplicable como poderoso, y se sorprendió observándola con la misma intensidad con que miraba la gente cercana las fotos que adornaban las paredes de la galería.

Pequeña pero con curvas imposibles, su espeso cabello le colgaba por la espalda en una cortina de ondas rubias. Llevaba unos vaqueros corrientes y un jersey anodino, pero eso no parecía importar. Con un cuerpo como el suyo, podía ir vestida con un saco y seguir siendo esplendorosa. El tejido barato se tensaba sobre la exuberancia de sus pechos y los vaqueros azules acariciaban las curvas de su trasero. No llevaba los labios pintados y muy poco los ojos. No tenía un aspecto moderno y, sin embargo, había algo en ella, algo indefinible, que tocaba un núcleo sensual en el interior de él y hacía que quisiera arrancarle la ropa y montarla hasta que gritara su nombre. Pero quería que se fuera más de lo que quería acostarse con ella, y pensó que ya era hora de trabajar en aquella dirección.

Se volvió hacia su hermano y sonrió débilmente.

–No sabía que erais amigos –comentó, excluyéndola intencionadamente de la conversación.

–Hacía años que no nos veíamos –repuso Pavlos–. Desde aquellas vacaciones.

–Sospecho que aquellas vacaciones es algo que ninguno de nosotros quiere recordar –replicó Ariston, y disfrutó del sonrojo que cubrió el rostro de ella–. ¿Pero habéis seguido en contacto todo este tiempo?

–Somos amigos en las redes sociales –Pavlos se encogió de hombros–. Ya sabes cómo es eso.

–La verdad es que no lo sé. Conoces mi opinión sobre las redes sociales y no es positiva –contestó Ariston–. Tengo que hablar a solas contigo.

Pavlos frunció el ceño.

–¿Cuándo?

–Ahora.

–Pero acabo de encontrarme con Keeley. ¿No puede esperar?

–Me temo que no –dijo Ariston.

Vio que su Pavlos miraba a Keeley pesaroso, como si quisiera disculparse por el comportamiento brusco de su hermano, pero le dio igual. Se había esforzado toda su vida por procurar que Pavlos se mantuviera alejado del tipo de escándalos que habían tragado a su familia en otro tiempo, decidido a que no siguiera el camino lastimoso de su padre. Se había asegurado de que asistiera a un buen internado en Suiza y a la universidad en Inglaterra, y había influido con cautela en la elección de sus amigos… y amigas. Y aquella golfa guapa, con su ropa barata y sus ojos que invitaban al sexo estaba a punto de descubrir que no podía acercarse a su hermano.

–Es un asunto de negocios –dijo con firmeza.

–¿Más problemas en el Golfo?

–Algo así –repuso Ariston, irritado por la actitud de Pavlos, que parecía olvidar que no se hablaba de negocios delante de desconocidos–. Podemos ir a uno de los despachos de la galería. Nos lo prestan –añadió–. El dueño es amigo mío.

–Pero Keeley…

–Oh, no te preocupes por ella. Estoy seguro de que tiene imaginación suficiente para cuidar de sí misma. Aquí hay mucho que ver.

Se volvió a mirarla y le habló directamente por primera vez.

–Y muchos hombres encantados de ocupar el lugar de mi hermano. De hecho, veo que un par de ellos te están mirando. Seguro que puedes pasarlo muy bien con ellos, Keeley. No permitas que te entretengamos más.

Keeley sintió que se quedaba paralizada. Le habría gustado que se le ocurriera una respuesta apropiada que lanzar a aquel griego arrogante que la miraba como si fuera una mancha en el suelo y le hablaba como si fuera una ramera. Pero lo cierto era que no se atrevía a hablar, por miedo a decir solo cosas sin sentido. Porque ese era el efecto que le producía él. El efecto que producía a todas las mujeres. Hasta cuando hablaba con ella con desprecio en los ojos podía reducirla a un nivel de anhelo que no era como lo que sentía con la mayoría de los hombres. Podía lograr que fantaseara con él aunque solo exudara oscuridad.

Keeley había visto cómo lo había mirado su madre. Veía cómo lo miraban las otras mujeres de la galería, con miradas hambrientas pero nerviosas, como si observaran a una especie diferente y no supieran bien cómo lidiar con él. Como si comprendieran que debían apartarse, pero se murieran por tocarlo de todos modos. Y ella no podía juzgarlas por eso, ¿verdad? Porque había pegado con fuerza su cuerpo al de él y ansiado que saciara el profundo anhelo que sentía dentro. Se había comportado como una tonta, había malinterpretado un gesto sencillo de él y se las había arreglado para empeorar una situación ya de por sí mala.

La última vez que lo había visto, su vida se había derrumbado y ocho años después seguía lidiando con los efectos colaterales. Keeley apretó los labios. Había sufrido demasiado para permitir que aquel multimillonario arrogante le hiciera sentirse mal consigo misma. Sospechaba que el reto burlón que brillaba en los ojos azules de él iba destinado a conseguir que se excusara y desapareciera, pero ella no haría eso. En su interior empezaba a forjarse una rebelión silenciosa. ¿De verdad creía él que tenía el poder de echarla de aquella galería pública como la había echado de otro tiempo de su isla privada?

–No iré a ninguna parte –dijo. Vio que los ojos de él se oscurecían de rabia–. Estaré encantada de mirar las fotografías de Lasia. Había olvidado lo hermosa que es la isla y puedo entretenerme hasta que vuelvas –sonrió–. Te espero aquí, Pavlos. Tarda todo lo que quieras.

Obviamente, no era la respuesta que quería Ariston y Keeley vio que la irritación endurecía los hermosos rasgos de él.

–Como quieras –dijo–. Aunque no sé cuánto tardaremos.

Ella lo miró a los ojos con una sonrisa.

–No te preocupes. No tengo prisa.

Él se encogió de hombros.

–Muy bien. Vamos, Pavlos.

Echó a andar con su hermano al lado y Keeley, aunque se dijo que debía apartar la vista, no pudo hacer otra cosa que mirarlo fijamente, como todas las demás personas de la galería.

Había olvidado lo alto y duro que era, porque se había obligado a olvidarlo, a purgar su memoria de una sensualidad que la había afectado como ninguna otra. Sin embargo, tenía la impresión de que parecía incómodo con el exquisito traje gris que llevaba. Su cuerpo musculoso parecía constreñido, como si estuviera más a gusto con los vaqueros cortados que había llevado en Lasia. Pero de pronto se le ocurrió que no importaba lo que llevara ni lo que dijera porque nada había cambiado. Lo veía y lo deseaba, era así de sencillo. Pensó en lo cruel que era la vida porque el único hombre al que había deseado en su vida era un hombre que la despreciaba.

Apartó la vista con un esfuerzo y se obligó a concentrarse en una fotografía que mostraba la isla que llevaba generaciones en la familia Kavakos. Lasia era conocida como el paraíso de las Cícladas, con buenos motivos, y Keeley había tenido la sensación de que entraba en el paraíso en cuanto había pisado su arena plateada. Había explorado con placer su interior exuberante, hasta que la sorprendente caída en desgracia de su madre había hecho que tuvieran que acortar la visita. Jamás olvidaría las hordas de periodistas ni el flash de las cámaras en el rostro cuando bajaban del barco que las había llevado de vuelta a El Pireo. Ni los titulares a su vuelta a Inglaterra, o las vergonzosas entrevistas que había dado su madre después y que solo habían servido para empeorarlo todo. Keeley se había visto manchada por el escándalo, una víctima de circunstancias más allá de su control, y las repercusiones continuaban todavía.

¿No era eso lo que la había hecho ir allí esa tarde a verse con Pavlos y recordar la belleza del lugar, como si así pudiera trazar una línea debajo del pasado y cerrarlo de algún modo? Había confiado en poder erradicar parte de los recuerdos y reemplazarlos por otros mejores. Había visto una foto de Ariston en el periódico, de la noche de la inauguración, con una guapa pelirroja colgada del brazo. Desde luego, no había esperado encontrárselo allí esa tarde.

–¿Keeley?

Se volvió hacia Pavlos. Ariston estaba un poco detrás de él y no se molestaba en ocultar una sonrisa de victoria.

–Hola –dijo ella–. No has tardado mucho.

–No –musitó Pavlos–. Oye, me temo que tengo que irme. Tendremos que posponer el encuentro. Ariston quiere que vaya a Oriente Medio a ocuparme de un barco.

–¿Ahora? –no pudo evitar preguntar ella.

–En este mismo momento –comentó Ariston–. ¿O debería haberlo consultado antes contigo?

Pavlos se inclinó y le dio un beso en cada mejilla.

–Te pondré un mensaje luego –dijo, sonriente–. ¿De acuerdo?

–Bien –repuso ella.

Lo observó alejarse, consciente de que Ariston seguía detrás de ella, pero sin atreverse a mirarlo. Se esforzó por concentrarse en la foto que tenía delante, una bahía donde se divisaban formas de tortugas gigantes nadando en las aguas cristalinas. Quizá él captara la indirecta y se marchara.

–No sé si ignoras totalmente mi presencia –dijo él, con su voz grave– o si te encanta ignorarme a mí.

Se había acercado hasta ponerse a su lado y Keeley alzó la vista y se vio atrapada en la penetrante mirada de color zafiro de él. La sangre se le subió a la cabeza. Y a los pechos, que sentía pesados y doloridos. Se le secó la boca. ¿Cómo hacía él aquello? Se sentía casi mareada, pero se las arregló para decir con frialdad:

–¿Por qué? ¿Las mujeres siempre notan tu presencia cuando entras en una habitación?

–¿Tú qué crees?

Y entonces Keeley se dio cuenta de que no tenía que jugar a aquel juego. Ni a ningún otro. Él no era nada para ella. Nada. «Pues deja de portarte como si tuviera algún tipo de poder sobre ti». Sí, una vez había cometido un error estúpido. ¿Pero y qué? Hacía mucho tiempo de eso. Era joven y estúpida y había pagado su precio. No a él, sino al Universo. Pero no le debía nada. Ni siquiera educación.

–¿La verdad? –soltó una risita–. Creo que eres increíblemente grosero y arrogante, además de tener el ego más grande que ningún hombre que haya conocido jamás.

Él enarcó las cejas.

–E imagino que habrás conocido a unos cuantos.

–Seguro que menos que las mujeres que has conocido tú, si hemos de creer a la prensa.

–No lo niego. Pero si quieres jugar al juego de los números, me temo que no ganarás nunca –a él le brillaron los ojos–. ¿Nadie te ha dicho que las reglas para hombres son muy distintas a las reglas para mujeres?

–Solo en el Universo anticuado que pareces habitar tú.

Él se encogió de hombros.

–Puede que no sea justo, pero me temo que es un hecho de vida. Y a los hombres se nos permite comportarnos de un modo que se censuraría en una mujer.

Su voz se había convertido en una caricia aterciopelada. Keeley sintió que se ruborizaba e intentó alejarse.

–Déjame pasar, por favor –dijo, intentando que no le temblara la voz–. No tengo necesidad de seguir aquí oyendo teorías de neandertal.

–En eso tienes razón –él le puso una mano en el brazo–. Pero antes de irte, quizá esta sea la oportunidad ideal para dejar algunas cosas claras entre nosotros.

–¿Qué clase de cosas?

–Creo que sabes de lo que hablo.

–Me temo que no –ella se encogió de hombros–. Nunca he podido leer el pensamiento.

La mirada de él se endureció.

–Pues permíteme que lo deje claro. No te acerques a mi hermano, ¿de acuerdo?

Keeley lo miró incrédula.

–¿Cómo dices?

–Me has oído. Déjalo en paz. Búscate otro al que clavarle las garras. Seguro que habrá muchos que estén deseándolo.

Keeley sentía los dedos de él a través del jersey y era casi como si la marcara con su contacto, como si prendiera fuego a su piel. Se soltó con rabia.

–No puedo creer que tengas el valor de decir algo así.

–¿Por qué no? Me preocupo por él.

–¿Quieres decir que te dedicas a espantar a los amigos de Pavlos?

–Hasta ahora no he sentido la necesidad de hacer otra cosa que vigilarlos un poco, pero hoy sí –él sonrió sin humor–. No sé cuál es tu índice de éxitos con los hombres, aunque imagino que debe de ser alto. Pero creo que debo aplastar cualquier esperanza que puedas tener diciéndote que Pavlos ya tiene novia. Una mujer hermosa y decente que lo quiere mucho –le brillaron los ojos–. Y yo que tú no perdería más tiempo con él.

–¿Y él tiene algo que decir en el tema? –preguntó Keeley–. ¿Has elegido ya el anillo de compromiso y decidido dónde va a ser la boda y con cuántas damas de honor?

–Aléjate de él, Keeley –repuso Ariston, cortante–. ¿Entendido?

Lo irónico de aquello era que Keeley no tenía inclinaciones románticas hacia Pavlos Kavakos y nunca las había tenido. Su amistad, si podía llamarse así, no iba más allá de pulsar un «Me gusta» o un emoticono sonriente cuando él colgaba en las redes fotos de sí mismo disfrutando al sol con amigos. Verlo ese día le había resultado reconfortante porque se había dado cuenta de que a él no le importaba lo que había ocurrido en el pasado. Pero Keeley sabía que se movían en mundos totalmente diferentes que nunca chocaban. Él era rico y ella no. Le daba igual que tuviera novia, pero la orden imperiosa de Ariston era para ella como si agitaran un trapo rojo delante de un toro.

–Nadie me dice lo que tengo que hacer –repuso con calma–. Ni tú ni nadie. Veré a quien yo quiera y tú no puedes impedírmelo. Si Pavlos quiere contactarme, no lo rechazaré porque lo digas tú. ¿Entendido?

En la cara de él vio incredulidad, seguida de rabia, como si nadie nunca se hubiera atrevido a desafiarlo tan abiertamente, y ella intentó ignorar el mal presentimiento que la embargó de pronto. Pero había dicho lo que quería y ahora tenía que alejarse antes de que empezara a pensar lo que había sentido cuando la tocaba.

Se volvió y salió de la galería, sin darse cuenta de que su chal de color crema había resbalado de sus dedos insensibles. Solo era consciente de la mirada de Ariston clavada en su espalda, lo que hacía que cada paso le pareciera un paseo lento a las galeras. El ascensor de cristal llegó casi inmediatamente, pero Keeley temblaba cuando llegó a la planta baja y, cuando salió a la ajetreada calle de Londres, tenía la frente cubierta de sudor.