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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

LA TRISTEZA DEL JEQUE, N.º 2 - abril 2013

Título original: The Sheikh’s Heir

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.a

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3021-9

Editor responsable: Luis Pugni

Imágenes de cubierta:

Hombre: YURI ARCURS/DREAMSTIME.COM

Desierto: ATAHACK/DREAMSTIME.COM

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

 

 

Para Max Campbell, por asegurarse de que mi iPhone reproduzca algo más que una canción de los Beatles.

Uno

 

¿No iba a terminar nunca aquella maldita fiesta?

En la antesala tenuemente iluminada del palacio de su amigo, el jeque Hassan Al Abbas dejó escapar un suspiro irritado y se giró hacia el hombre que estaba a unos cuantos pasos de él.

–¿Crees que cabe la posibilidad de que me marche y que ellos sigan adelante con esto, Benedict? –preguntó, consciente de lo que su leal ayuda de cámara inglés le iba a responder.

Se hizo una breve pausa.

–Sin duda se notará su ausencia, Alteza –respondió Benedict con cautela–. Es usted uno de los invitados más estimados entre los presentes. Y además su más antiguo amigo se ofendería si supiera que no ha querido quedarse para desearle felicidad la noche del anuncio de su compromiso.

Hassan apretó los puños dentro del traje de gala al que no estaba acostumbrado y que cubría su duro cuerpo. Odiaba que le apretara el cuello y llevar corbata. Ojalá pudiera vestir una suave túnica de seda sobre la piel desnuda. Ojalá pudiera estaba cabalgando, libre, a lomos de su caballo con el cálido viento del desierto azotándole el rostro.

–¿Y si yo, en el fondo de mi corazón, supiera que ese deseo de felicidad es inútil además de hipócrita? –respondió–. Creo que Alex está a punto de cometer el mayor error de su vida.

–Es difícil que dos hombres estén de acuerdo cuando se trata de opinar sobre las mujeres –respondió Benedict diplomáticamente–. Sobre todo en lo referente al matrimonio.

–No es solo la elección de la novia lo que me desagrada –afirmó Hassan sin poder contener la frustración que había creciendo dentro de él desde que el príncipe Alessandro Santina, su amigo más antiguo, anunciara que iba a casarse con Allegra Jackson–. Aunque eso ya es bastante malo de por sí. Lo peor es que haya abandonado a la mujer con la que estaba prometido desde que nació. Una mujer de cuna noble que hubiera sido una esposa mucho más adecuada.

–Tal vez su amor sea tan fuerte que...

–¿Amor? –interrumpió Hassan. Podía sentir el nudo de amargura en la garganta. Una breve pero inconfundible punzada de dolor le atravesó el corazón. ¿Acaso no sabía él mejor que nadie que el amor no era más que una ilusión capaz de destruir vidas con su poder de seducción?–. El amor no es más que un nombre bonito para el deseo –afirmó–. Y un gobernante no puede permitirse el dejarse llevar por la entrepierna o por los latidos de su corazón. Debe anteponer el deber al deseo.

–Sí, Alteza –murmuró Benedict, obediente.

Hassan sacudió la cabeza. Seguía negándose a aceptar que su amigo, todo un príncipe, hubiera bajado tanto el listón.

–¿Te das cuenta de que el futuro suegro de Alex es un ex jugador de fútbol con una larga lista de esposas y amantes a las que les ha sido públicamente infiel?

–Algo al respecto he oído, Alteza.

–No puedo creer que esté dispuesto a entrar en una familia tan poco respetable como esos Jackson. ¿Viste cómo se han comportado durante el baile? Me daban náuseas al verlos beber el champán como si fuera agua y hacer el ridículo en la pista de baile.

–Alteza...

–¡Esa mujer, Allegra, no puede convertirse en la esposa de un príncipe heredero! –Hassan dio un puñetazo furioso contra la mesita auxiliar que tenía al lado–. Es una golfa, igual que su madre y que sus hermanas. ¿Has visto el espectáculo que me ha hecho venir a esconderme aquí, cuando la hermana de la voz de urraca subió al escenario con ánimo de cantar?

–Sí, Alteza, la he visto –aseguró Benedict con suavidad–. Pero el príncipe heredero está decidido a casarse con la señorita Jackson, y dudo mucho que ni usted pueda hacerle cambiar de opinión. ¿No debería volver usted al salón de baile antes de que su ausencia empiece a ser comentada?

Pero Hassan no estaba escuchando, al menos no a su ayuda de cámara. Alzó una mano para ordenarle silencio y aguzó el oído. El cuerpo se le puso tenso. ¿Había oído algo? ¿A alguien? ¿O los duros meses que había pasado recientemente en la guerra le llevaban a sospechar que el peligro acechaba por todas partes? Y sin embargo, podría haber jurado que la habitación estaba vacía cuando entró allí buscando un escape.

–¿Tú has oído algo? –preguntó a Benedict, sintiendo cómo se le ponía la piel de gallina.

–No, Alteza. No he oído nada.

Se hizo un breve silencio antes de que Hassan asintiera. Algo de su tensión corporal se alivió, tranquilizado por su ayuda de cámara. Tal vez aquella fuera la peor fiesta que recordaba, pero al menos la seguridad era férrea.

–Entonces volvamos a esta farsa de celebración. A ver si encuentro una mujer lo bastante atractiva como para bailar con ella –soltó una carcajada burlona–. Una mujer que sea la antítesis de Allegra Jackson y su vulgar familia.

Dicho aquello, los dos hombres salieron de la habitación en penumbra mientras Elsa Jackson, escondida tras un arcón tallado situado en una esquina de la amplia habitación, lamentaba no poder abrir la boca y gritar de rabia y frustración.

¿Cómo se atrevía?

Esperó unos instantes para comprobar que de verdad había salido y luego estiró las piernas, que le dolían por haber estado tanto tiempo sentada e inmóvil. Aspiró con avaricia el aire para llenarse los pulmones, porque había tenido que contener el aliento para no ser descubierta. Hubo un momento en el que pensó que iba a descubrirla. Y se sintió afortunada de no haber sido descubierta por aquella bestia arrogante que había insultado no solo a Allegra y a Izzy, sino a toda la familia Jackson.

El otro hombre lo había llamado Alteza, y el tono que había empleado parecía sin duda regio. Tenía una voz profunda y con algo de acento, no era una voz que se escuchara todos los días. También sonaba mandona y orgullosa. ¿Podría tratarse del poderoso jeque del que todo el mundo hablaba? ¿El amigo más antiguo del novio, al que esperaban en la fiesta para recibirlo como si fuera una estrella de cine?

Elsa se puso de pie. Estaba incómoda, la pedrería de su elaborado vestido se le clavaba en la piel y su melena rizada necesitaba urgentemente un buen cepillado. Tendría que tomar alguna medida drástica para recuperar una buena apariencia antes de pensar en volver al follón de la fiesta de compromiso de su hermana Allegra con el príncipe heredero de la familia Santina. Aunque habría dado el sueldo de un mes por no tener que volver al salón de baile.

Resultaba irónico que se hubiera escapado de la fiesta por la misma razón que el jeque. En cuanto su hermana Izzy subió al escenario para cantar, a Elsa se le cayó el alma a los pies y deseó que se la tragara la tierra. Quería mucho a Izzy, pero ¿por qué tenía esa tendencia a ponerse en ridículo? ¿Por qué cantar en público cuando no tenía ningún talento?

Elsa se había retirado a la oscura antesala y el instinto la llevó a agacharse y esconderse detrás del arcón cuando escuchó el sonido de unos pasos que se acercaban. Luego alguien cerró la puerta y soltó una palabrota. Y entonces fue cuando escuchó las palabras de aquel hombre haciendo jirones a su familia.

Aunque lo cierto era que había dicho la verdad. Su padre tenía una larga lista de mujeres con las que había intimado. Tenía dos ex mujeres, según el último recuento, y con una de ellas se había casado dos veces. Luego estaban todas las amantes, algunas de las cuales aparecían en los periódicos, mientras que a otras había podido mantenerlas ocultas.

¿Acaso la vida de su propia madre no se había visto destruida por el inútil anhelo de amar a un hombre incapaz de ser fiel? Su dulce y tonta madre, que nunca había visto nada malo en su veleidoso marido y por eso se había casado dos veces con él. Y por eso también había permitido que la tratara como a un felpudo.

Si Elsa quisiera alguna vez saber cómo no debía ser una relación no tenía más que mirar el ejemplo de sus padres. ¿Acaso no había prometido que nunca permitiría que un hombre la tratara de ese modo?

Se agachó y sacó del bolso un cepillo de cerdas anchas que era el único capaz de domar sus suaves pero alborotados rizos. ¿Se atrevería a encender la luz?

¿Por qué no? Seguramente el prepotente jeque no pensaba volver. Estaría buscando a alguna mujer «lo bastante atractiva» para bailar. Elsa compadecía a la elegida. Bailar con alguien con un ego tan grande no dejaría espacio para moverse en la pista.

Encendió una luz que iluminó el regio esplendor de la enorme antesala y miró a su alrededor hasta que encontró un espejo en un antepecho. Dio un paso atrás y se miró en él con ojos críticos. El vestido de pedrería plateada era un poco corto, pero estaba muy a la moda, y la imagen era fundamental para su trabajo. Sus ostentosos clientes esperaban que reflejara sus valores, que destacara y no que se fundiera con el fondo. Como organizadora de eventos para los nuevos ricos del mercado, Elsa había decidido aprovecharse de la notoriedad de su familia trabajando con gente que tenía dinero de sobra pero poco gusto.

Había aprendido rápidamente las normas. Era una alumna aventajada, como buena superviviente, tras haber vivido entre escándalos y habladurías durante la mayor parte de su vida. Si una modelo llegaba a la iglesia en un carro forrado de diamantes, la novia esperaba que la organizadora de su boda le buscara algo que brillara de forma similar. Y Elsa lo hacía. Lo había convertido en un arte. Con su habitual lápiz rojo en los labios, se ponía ropa de moda para impresionar a sus clientes. Cuando necesitaba que las cabezas se giraran para mirarla, lo conseguía.

Pero todo eso formaba parte del espectáculo. Ella mantenía a la auténtica Elsa encerrada donde nadie pudiera encontrarla. Ni hacerle daño. Cuando estaba en casa con ropa cómoda la historia era muy distinta. Allí podía ser la persona de la que su familia siempre se reía cariñosamente. Sin maquillaje, con vaqueros y camiseta, a veces con pintura bajo las uñas. Ojalá pudiera estar allí en aquel momento, en lugar de tener que soportar la velada más larga de su vida. Una noche que nunca creyó que llegaría a vivir.

Un miembro de su familia iba a entrar en una de las familias reales más antiguas y respetadas del Mediterráneo... y las espadas estaban desenvainadas. ¿Acaso no había oído ella misma a través del arrogante jeque cómo se juzgaba a todo el clan Jackson y se dictaminaba que no estaban a la altura? ¿No estaba cierto sector de la prensa observando cada uno de los movimientos que hacían para regocijarse con júbilo de lo mal que casaban los Jackson con la aristocracia?

Bien, Elsa se lo demostraría. Se lo demostraría a todos. Sus crueles comentarios no la afectarían, porque no lo permitiría. Se mordió el labio inferior, sintiéndose vulnerable debido al peso con el que siempre habían tenido que cargar sus hermanas y ella. Trabajaba duro para ganarse la vida, siempre lo había hecho. Y sin embargo, el apellido Jackson hacía que la gente la encasillara. Pensaban que se pasaba la vida tumbada, bebiendo champán y dando gritos de alegría, cuando no había nada más lejos de la realidad.

Se pasó el cepillo por los rizos rojo oscuro, comprobó que no tenía manchas de rímel y finalmente, se aplicó una desafiante capa de lápiz de labios rojo escarlata.

Ya estaba.

Los deslumbrantes pendientes se movían despidiendo brillos, e incluso la sombra de ojos azul echaba chispas. Tenía la armadura en su sitio y estaba preparada para enfrentarse a la masa. A ver quién se atrevía a toserle.

El sonido de la música y las voces se hizo más alto cuando recorrió el corredor de mármol con sus zapatos nuevos. Eran de charol negro brillante y tenían unos altísimos tacones plateados que eran el sueño de cualquier adicta a la moda y la pesadilla de un cirujano ortopédico. Pero le hacían parecer más alta y más estirada y aquella noche lo necesitaba.

El salón de baile estaba abarrotado. Elsa deslizó la mirada hacia la pista. Los miembros de la realeza se mezclaban con estrellas televisivas de medio pelo y con antiguas figuras del fútbol que empinaban el codo con su padre en la barra del bar. Vio a varios miembros de su familia pasándoselo muy bien. Demasiado bien. Su padre estaba apurando una copa de champán, su madre andaba cerca con su eterna sonrisa esperanzada en la cara. Lo que significaba que le preocupaba que su padre fuera a emborracharse. O que intentara ligarse a alguien con edad para ser su hija.

«Por favor, que no se emborrache», pensó Elsa. «Y por favor, que no intente ligarse a la novia de alguien. O a la mujer de alguien».

Allí estaba su hermana Izzy bailando, agitando las caderas de un modo que llevó a Elsa a girar la cara avergonzada. Consciente de que sería inútil tratar de razonar con su díscola hermana, dirigió la vista otra vez hacia la pista de baile. El corazón empezó a latirle con fuerza cuando posó los ojos sobre un hombre cuyo exótico aspecto le hacía destacar del resto.

Elsa parpadeó. En una sala en la que no faltaba precisamente glamour, atraía todas las miradas. Y al mismo tiempo parecía completamente fuera de lugar entre la multitud centelleante, y no terminaba de entender por qué. No se trataba solo de que fuera más alto que cualquier otro de los presentes, ni que su poderoso cuerpo fuera todo músculo. Parecía hambriento. Como si no hubiera tomado una comida decente desde hacía meses. Elsa deslizó la mirada por su rostro. Un rostro cruel, pensó con un repentino escalofrío. Sus ojos negros parecían vacíos de emoción y tenía la sensual boca curvada en una sonrisa cínica mientras escuchaba a su rubia interlocutora, que había alzado la barbilla para charlar con él.

A Elsa le dio un vuelco al corazón. Era él. Se lo decía el instinto. El hombre que había hablado con tal inexplicable desprecio de su familia cuando ella estaba escondida en la antesala. El hombre al que había juzgado en silencio como arrogante y prepotente. Y sin embargo, ahora que lo tenía delante no podía apartar los ojos de él. Le brillaba la piel aceitunada como si estuviera hecho de algún metal precioso en lugar de ser de carne y hueso. Vio cómo una bella pelirroja pasaba a su lado, vio el modo en que él dirigía automáticamente la vista hacia su escote.

Era una mezcla explosiva de sexualidad y peligro. El tipo de hombre al que las madres preferirían que no se acercaran sus hijas. Elsa sintió una debilitadora patada en el vientre cuando algo en su interior respondió a él. Como si hubiera descubierto a un nivel interno algo que ni siquiera sabía que estuviera buscando.

Entonces él levantó la cabeza y Elsa observó el modo en que se quedó paralizado. El modo en que entornó los oscuros ojos mientras recorría el salón de baile con la mirada hasta que la posó sobre ella. Como si fuera un cazador, pensó.

Elsa se sintió como si hubiera quedado atrapada bajo una luz cegadora. Notó cómo se sonrojaba, fue un calor lento que comenzó en la coronilla y se expandió hasta los dedos de los pies. ¿Se habría dado cuenta de que lo estaba mirando? «Aparta la vista», se dijo. «Aparta la vista de él ahora mismo». Pero no podía. Era como si le hubieran lanzado un poderoso hechizo.

Desde la pista de baile, los ojos negros del hombre se volvieron algo burlones mientras mantenían el contacto visual. Alzó las cejas de ébano hacia Elsa en arrogante y muda pregunta y al ver que ella seguía sin moverse se inclinó para susurrarle algo a la rubia al oído.

Elsa fue consciente de que la mujer se daba la vuelta y la miraba, y de que el hombre de los ojos negros se dirigía hacia ella. «Corre», se dijo. «Sal de aquí antes de que sea demasiado tarde».

Pero no pudo hacerlo. Era como si se hubiera convertido en árbol y estuviera enraizada en la tierra. Ahora el hombre estaba prácticamente a su lado, y su presencia resultaba tan abrumadora que sintió cómo se le secaba el aire en la garganta. Su sombra se movió hacia ella cuando se acercó, envolviéndola. Y de pronto fue como si todas las personas que había en el abarrotado salón hubieran dejado de existir.

Se hizo una pausa mientras el hombre recorría sin ninguna vergüenza su rostro y su cuerpo con la mirada, igual que había hecho con la pelirroja.

–¿Nos conocemos? –le preguntó.

A Elsa no le hizo falta escuchar su acento y su voz grave para saber que sí. Era él. El hombre prepotente que había hablado de forma tan desagradable de su familia. Ya había decidido que era orgulloso y arrogante, pero no esperaba que fuera tan carismático. Ni que ejerciera sobre ella un efecto tan intenso que apenas fuera capaz de pensar con claridad. Y tenía que pensar con claridad. Aquel no era el momento de que su cuerpo le demostrara que había cobrado vida propia. Lo único que tenía que hacer era recordar sus imperdonables insultos.

–Hasta ahora no –aseguró Elsa con tono indiferente, confiando en resultar convincente.

Hassan deslizó la mirada sobre ella, interesado en el ramillete de emociones que se reflejaban en su rostro ovalado, parecido al de una madonna renacentista. Lo había estado mirando como si quisiera arrancarle la ropa a dentelladas. Era una reacción bastante frecuente en las mujeres, la verdad. Y ella era lo bastante guapa como para considerar la idea durante un instante. Pero su mirada inicial de deseo había sido sustituida por otra de recelo. Hassan sintió la leve corriente de hostilidad que emanaba de ella y eso bastó para despertar su interés.

–¿Estás segura de eso? –murmuró.

Su voz de acento marcado le acarició la piel y Elsa se preguntó inexplicablemente cómo sería sentir aquella voz murmurándole cosas dulces al oído.

–Completamente –afirmó con frialdad.

–Me estabas mirando como si me conocieras.

–¿No estás acostumbrado a que las mujeres te miren? –le preguntó ella con inocencia.

–No, nunca me había pasado con anterioridad –aseguró Hassan con ironía, preguntándose cuál sería la causa de que pasara tan rápidamente del frío al calor. Se quedó mirando el provocativo brillo escarlata de sus labios y sintió una repentina oleada de deseo–. ¿Cómo te llamas?

Elsa deseó que sus senos dejaran de vibrar, igual que la parte inferior de su vientre. No quería sentir aquello por un hombre que acababa de hablar de su familia como si fueran animales de cloaca. Se lo quedó mirando fijamente, desafiándolo a contradecirla.

–Me llamo... Cenicienta.

Hassan esbozó una lenta sonrisa.

–¿Ah sí?

Así que quería jugar. De acuerdo, a él le parecía bien. Le gustaban los juegos, sobre todo los de naturaleza coqueta y sensual. Y especialmente con jóvenes atractivas de labios rojos y carnosos y cuerpos firmes, embutidos en vestidos plateados que enfatizaban sus curvas. Cuando era niño, los únicos modelos femeninos que conoció fueron las sirvientas, y al hacerse adulto descubrió que las mujeres solían ser depredadoras y que casi siempre se podía uno acostar con ellas.

Sintió una nueva oleada de deseo anticipado al mirarla.

–Entonces creo que el cuento de hadas se ha hecho realidad, Cenicienta –afirmó–. Porque acabas de conocer a tu príncipe.

Era la frase más cursi que Elsa había oído en su vida, y sin embargo funcionó. Por alguna absurda razón le hizo sonreír. Pero ella no era de las que se creían las frases hechas y vacías, ¿verdad? ¿Acaso no había aprendido, gracias al humillante ejemplo de su padre, que los hombres se pasaban la vida diciéndoles a las mujeres cosas que en realidad no se creían? ¿Y no había prometido ella que nunca sería una de esas mujeres que se tragaban los cumplidos y terminaban con el corazón roto?

Elsa echó los hombros hacia atrás y se quedó mirando al hombre de aspecto exótico, contenta de llevar unos tacones tan ridículamente altos que le permitían mirarlo a los ojos.

–Así que eres un príncipe de verdad, ¿eh?

–Por supuesto que lo soy –Hassan sintió una punzada de impaciencia. No le gustaba que lo reconocieran por su sangre real, pero al mismo tiempo le resultaba irritante que no se considerara su estatus regio. No esperaba que aquella mujer le hiciera una reverencia, pero sí un poco de deferencia, o al menos de asombro–. Lo cierto es que soy jeque –afirmó con orgullo–. Me llamo Hassan y soy un príncipe del desierto.

–¡Vaya!