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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Sandra Myles. Todos los derechos reservados.
FALCO, EL PROTECTOR, N.º 51 - marzo 2011
Título original: Falco: The Dark Guardian
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9828-7
Editor responsable: Luis Pugni

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Falco, el protector

Sandra Marton

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Capítulo 1

ESTABAN los que decían que Falco Orsini era demasiado rico, demasiado guapo o demasiado arrogante para su propio bien. Falco habría estado de acuerdo en que era rico y probablemente arrogante. Además, si se juzgaba el aspecto físico por la interminable cantidad de mujeres hermosas que entraban y salían de su cama, habría tenido también que admitir que tal vez él tenía algo que atraía a las damas.

También estaban los que lo consideraban cruel. Con eso, Falco jamás habría estado de acuerdo. No era cruel, sino sincero. ¿Por qué permitir que un competidor se quedara con un importante banco inversor si podía adquirirlo él? ¿Por qué permitir que un competidor se llevara la mejor parte de un acuerdo financiero si podría ser él quien se la quedara? ¿Por qué seguir fingiendo interés por una mujer si ya no sentía ninguno?

Falco no era la clase de hombre que hiciera promesas que no tenía intención de cumplir. Por lo tanto, no era cruel, sino sincero. Y, además, estaba en la flor de la vida.

Falco era como sus tres hermanos, un hombre alto. Casi un metro noventa de estatura. Rostro duro. Cuerpo duro. Un cuerpo que atraía a las mujeres sí, aunque, en realidad, la razón por la que Falco lo mantenía así no tenía nada que ver con la vanidad. Estaba en forma del modo en el que un hombre debe estarlo cuando sabe que su estado físico podría marcar la diferencia entre la vida y la muerte.

Ya no llevaba esa clase de existencia. Al menos, con frecuencia. O, por lo menos, no hablaba de ello.

A sus treinta y dos años, Falco había vivido lo que muchos podrían considerar una vida interesante.

Con dieciocho años, agarró su mochila y recorrió el mundo haciendo autoestop. A los diecinueve, se alistó en el ejército. A los veinte, se convirtió en un miembro de las Fuerzas Especiales. En el transcurso de esos años, consiguió reunir una gran cantidad de créditos universitarios, una gran habilidad para los juegos en los que se apuesta mucho dinero y, al fin, una gran pasión por la inversión al más alto

Vivía según sus propias regalas. Siempre lo había hecho. Las opiniones de otros no le preocupaban lo más mínimo. Creía en el honor, en el deber y en la integridad. Los hombres que servían con él o que se relacionaban con él no tenían siempre buena opinión de él. Era demasiado distante, según algunos, pero la mayoría lo respetaba tanto como las mujeres lo deseaban.

O lo odiaban.

No importaba.

La familia lo era todo.

Adoraba a sus hermanos del mismo modo en el que ellos lo adoraban a él, con una ferocidad que los convertía a los cuatro en una fuerza formidable en los negocios y en todo lo demás. Además, Falco habría dado su vida por la de sus hermanas, quienes, sin dudarlo, habrían hecho lo mismo por él. Además, adoraba a su madre, quien adoraba a todos sus hijos tal vez como sólo pueden hacerlo las madres italianas.

En cuanto a su padre...

¿A quién le importaba su padre?

Falco, como sus hermanos, se había distanciado de Cesare Orsini hacía muchos años. En lo que se refería a su mujer y a sus hijas, Cesare era un honrado empresario, dueño de algunas de las propiedades inmobiliarias más caras de la ciudad de Nueva York.

Sin embargo, sus hijos sabían la verdad.

Su padre era el jefe de algo a lo que él se refería tan sólo como La Famiglia. En otras palabras, lo que algunos delincuentes como él habían creado en Sicilia en la última mitad del siglo XIX. Nada podría cambiar este hecho, ni los trajes de Brioni ni la enorme mansión en la que vivía en el Greenwich Village, en lo que en el pasado había sido Little Italy. No obstante, por el bien de su madre, Falco y sus hermanos dejaban en ocasiones este hecho a un lado y fingían, aunque fuera por un instante, que los Orsini eran tan sólo una enorme y feliz familia italoamericana.

Aquel día, por ejemplo. Aquella hermosa y soleada tarde de otoño, Dante acababa de contraer matrimonio. A Falco aún le costaba hacerse a la idea.

Primero Rafe, luego Dante. Dos hermanos casados. Además, resultaba que Dante no era sólo marido, sino también padre.

Nicolo y Falco se habían pasado el día sonriendo, besando a sus recién estrenadas cuñadas y bromeando con Dante y con Rafe. Habían hecho todo lo posible para no sentirse como idiotas por decirle cositas a su sobrinito, algo que, por cierto, no era nada difícil. El niño ciertamente era el bebé más guapo e inteligente del mundo. Habían bailado con sus hermanas y habían tratado de no hacer caso a las indirectas poco sutiles de Anna e Isabella sobre el hecho de que éstas tenían unas amigas que serían unas perfectas esposas para ellos.

A última hora de la tarde, los dos estaban más que dispuestos para marcharse de allí y brindar por su soltería con unas cervezas bien frías en un bar que era propiedad de los cuatro hermanos. El establecimiento se llamaba, simplemente, The Bar.

Sin embargo, antes de que pudieran llegar a la puerta, Cesare los detuvo a los dos. Quería hablar con ellos.

«Otra vez no», pensó Falco con agotamiento. Miró al rostro de Nick y supo que su hermano estaba pensando lo mismo que él. Su padre llevaba meses echándoles el discurso de «cuando yo me muera...». La combinación de la caja fuerte. Los nombres de sus abogados y de su contable. El lugar en el que se guardaban papeles importantes. Ninguna de esas cosas importaba lo más mínimo a los cuatro hermanos. Ninguno de ellos quería ni un solo centavo del dinero de su padre.

El instinto de Falco le dijo que no debía prestar atención a su padre y que debía seguir andando. En vez de esto, miró a su hermano. Podría ser que aquel día tan largo los hubiera puesto a ambos de buen humor. O tal vez el champán. Fuera lo que fuera, los dos hermanos terminaron cediendo.

Su padre había insistido en hablar con los dos por separado. Felipe, el lugarteniente de Cesare indicó con un movimiento de cabeza que Falco debía entrar el primero. Éste, por un momento, sintió deseos de agarrar al delgaducho hombre por el cuello, levantarle del suelo y decirle que era un canalla por haberse pasado toda la vida como perro guardián de Cesare, pero la celebración familiar aún estaba teniendo lugar en el patio acristalado que había en la parte trasera de la casa.

Por lo tanto, se limitó a sonreír de un modo en el que un hombre como Felipe entendería perfectamente, pasó a su lado y entró en el despacho de Cesare. Felipe cerró la puerta a sus espaldas.

Falco se encontró sometido a un combate de resistencia.

Su padre estaba sentado a su escritorio. Las cortinas que había a su espalda estaban echadas, por lo que la enorme sala parecía aún más lúgubre que de costumbre. Cesare asintió y le indicó que se sentara, gesto que Falco ignoró, para luego pasar a examinar el contenido de una carpeta.

Según el antiguo reloj de caoba, perdido entre los pesados muebles que decoraban la estancia y las pinturas religiosas y fotografías familiares que colgaban de las paredes, pasaron cuatro minutos.

Falco permaneció perfectamente inmóvil, con los pies ligeramente separados y los brazos cruzados. Sus ojos oscuros no dejaban de mirar el reloj. El minutero iba avanzando poco a poco hasta que, por fin, la manecilla que marcaba la hora dio un salto casi imperceptible. Entonces, Falco descruzó los brazos, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

–¿Adónde vas?

Falco ni siquiera se molestó en darse la vuelta.

Ciao, padre. Como siempre, ha sido un placer.

La butaca crujió. Falco sabía que su padre se estaba poniendo de pie.

–Aún no hemos hablado.

–¿Hablado? Fuiste tú el que me pediste que viniera aquí –replicó Falco, dándose la vuelta para mirar a su padre–. Si tienes algo que decir, dilo, pero te aseguro que recuerdo aún tus emotivas palabras de la última vez que te vi. Tal vez tú no te acuerdes de mi respuesta, así que permíteme que te la recuerde. Me importa un comino tu caja fuerte, tus documentos, tus intereses empresariales...

–En ese caso, eres un necio –le espetó Cesare con voz suave–. Todo eso vale una fortuna.

Una fría sonrisa frunció las comisuras de la boca de Falco.

–Yo también la valgo, por si no te había dado cuenta –le dijo. Entonces, la sonrisa se le borró de los labios–. Y, aunque no fuera así, no tocaría nada de la tuya. Eso ya deberías saberlo.

–¡Qué drama, hijo mío!

Questa verità! Querrás decir que qué verdad, padre.

Cesare suspiró.

–Está bien. Ya has hecho tu discurso.

–Y tú el tuyo. Adiós, padre. Le diré a Nicolo que...

–¿Qué estabas haciendo en Atenas el mes pasado? Falco se quedó completamente inmóvil.

–¿Cómo?

–Es una pregunta sencilla. Estabas en Atenas, ¿por qué?

La mirada que Falco dedicó a su padre habría hecho que cualquiera diera un paso atrás.

–¿Qué clase de pregunta es ésa?

Cesare se encogió de hombros.

–Una muy sencilla. Te he preguntado que...

–Sé lo que me has preguntado –dijo Falco, entornando los ojos–. ¿Hiciste que me siguieran?

–Nada tan malintencionado–replicó Cesare. Entonces, extendió la mano hacia una caja de madera ricamente tallada–. Puros habanos –añadió mientras abría la caja para dejar al descubierto una docena de puros–. Cuestan un ojo de la cara. Toma uno.

–Explícate–insistió Falco con frialdad sin ni siquiera mirar a la caja–. ¿Cómo sabes dónde estaba yo?

Cesare volvió a encogerse de hombros.

–Tengo amigos por todas partes. Estoy seguro de que esto no te es desconocido.

–En ese caso, supongo que también sabrás que estaba en Atenas de viaje de negocios para Orsini Brothers Investments –replicó Falco, aún más fríamente–. Tal vez hayas oído hablar de nosotros, padre. Una empresa que iniciamos sin ningún tipo de ayuda por tu parte.

Cesare mordió la punta del puro que había escogido, giró la cabeza y lo escupió a una papelera.

–Incluso en estos malos momentos para la Economía, conseguimos que nuestros inversores sean hombres ricos. Y lo hemos hecho honradamente, un concepto que no creo que tú puedas entender.

–Durante tu estancia en Atenas, añadiste un banco a la colección –dijo Cesare–. Muy bien hecho.

–Tus cumplidos no significan nada para mí.

–Sin embargo, no sólo te ocupaste de los negocios durante tu estancia allí –comentó el Don suavemente. Levantó la mirada y observó a Falco–. Mis fuentes me han dicho que durante esos mismos días, un niño, un muchacho de doce años, al que los insurgentes habían secuestrado para pedir un rescate en las montañas del norte de Turquía, pudo regresar milagrosamente con su fami...

Falco rodeó el escritorio en un abrir y cerrar de ojos. Agarró la pechera de la camisa de su padre con una mano y lo hizo ponerse de pie muy violentamente.

–¿Qué es esto? –le gritó.

–¡Quítame las manos de encima!

–No lo haré hasta que consiga algunas respuestas. No me siguió nadie. Nadie. No sé de dónde te has sacado todas esas tonterías, pero...

–No fui lo suficientemente estúpido como para pensar que nadie pudiera seguirte y poder vivir para contarlo. Suéltame la camisa y tal vez te dé una respuesta.

Falco sintió que se le aceleraba el corazón. Sabía muy bien que nadie lo había seguido. Era demasiado bueno como para permitir que eso ocurriera. Y sí, aunque jamás lo admitiría delante de nadie, en su viaje a Grecia había hecho mucho más que limitarse a adquirir un banco. Había ocasiones en las que sus habilidades de antaño le venían muy bien, pero mantenía en secreto aquella parte de su vida.

Miró con desaprobación a su padre. Silenciosamente, se maldijo por haber sido un idiota. Hacía años que no permitía que Cesare lo afectara con sus palabras. Quince años para ser exacto, la noche en la que los matones de su padre lo habían sorprendido entrando a hurtadillas en la casa familiar a las dos de la mañana.

Su padre se puso furioso, no por el hecho de dónde podría haber estado su hijo de diecisiete años ni de cómo había podido evitar que saltara la alarma, sino porque hubiera conseguido burlar a los silenciosos guardias que vigilaban la casa desde las sombras de la calle o entre los muros del jardín.

Falco se había negado a explicárselo, pero hizo mucho más que eso. Se había reído como sólo un adolescente rebelde podía hacerlo. Cesare lo abofeteó con fuerza.

Aquella vez, fue la primera que su padre le pegó. Cuando se había parado a pensarlo, se sintió muy sorprendido, no por el golpe sino por el hecho de que no hubiera ocurrido antes. Siempre había existido una cierta tensión en el aire entre padre e hijo, que se hizo mucho más fuerte cuando Falco alcanzó la adolescencia.

Aquella noche, había explotado por fin.

Falco se mantuvo inmóvil durante el primer golpe. El segundo hizo que se tambaleara sobre los talones. El tercero le llenó la boca de sangre. Cuando Cesare volvió a levantar la mano, Falco le agarró por la muñeca y le retorció el brazo hasta colocárselo detrás de la espalda. Cesare era fuerte, pero, con diecisiete años, Falco ya lo era más. Además, su potencia física se veía acicateada por años de odio.

–Si me vuelves a tocar –le susurró–, te juro que te mato.

La expresión del rostro de su padre experimentó un ligero cambio al escuchar aquellas palabras. No era miedo, ni ira, sino otra cosa. Algo rápido y furtivo, que no debería haber aparecido en los ojos de un hombre que acababa de perder una batalla.

A la mañana siguiente, el rostro de Falco estaba muy magullado. Su madre y sus hermanas le preguntaron qué le había pasado. Falco respondió que se había caído en la ducha. La mentira funcionó con ellas, pero no le resultó tan fácil engañar a Nicolo, Raffaele y Dante.

–¡Vaya caída tan rara! –le dijo Rafe–. Es increíble que te haya puesto el ojo morado y que también te haya hinchado el labio.

Falco sabía que su hermano sospechaba lo ocurrido, pero jamás le contó a nadie la verdad. ¿Acaso la paliza le resultaba demasiado humillante como para hablar de ella? ¿O la razón era más bien que la ira hubiera estado a punto de adueñarse de él? Por fin lo comprendió.

Aquella noche, el poder había cambiado de manos. Había pasado de las de Cesare a las de él... para regresar a las de Cesare. Lo que había visto en los ojos de su padre era que, a pesar de la amenaza que pudiera suponerle Falco, él había ganado la batalla porque el joven había permitido que la ira se apoderara de él. Había perdido el control sobre sus sentimientos y, de algún modo, no sabía cómo ni por qué, le había dado el poder a otra persona.

Ahora, quince años después, había vuelto a perder el control.

Con mucho cuidado, soltó la camisa de su progenitor. Cesare volvió a caer sobre la butaca con el rostro rojo de furia.

–Si no fueras mi hijo...

–No soy tu hijo en ninguna de las maneras que importa. Hace falta algo más que esperma para conseguir que un hombre se convierta en padre.

Cesare apretó la mandíbula.

–¿Acaso ahora te gusta la filosofía? Confía en mí, Falco. En muchos sentidos, tú eres más mi hijo que el resto de tus hermanos.

–¿Y qué se supone que significa eso?

–Significa que lo que tú tan enconadamente dices que odias en mí también se encuentra dentro de ti. La atracción por el poder absoluto. La necesidad de controlar –dijo Cesare entornando los ojos–. La disposición para derramar sangre cuando sabes que debe derramarse.

–¡Maldito seas! –exclamó Falco inclinándose por encima del escritorio para acercar su airado rostro a pocos centímetros del de su padre–. ¡Yo no me parezco en nada a ti! ¿Me oyes? ¡Nada! Si me pareciera a ti, Dios, si me pareciera a ti...

Se echó a temblar. Entonces, se apartó de su padre y se irguió. ¿Qué estaba haciendo dejando que su padre lo llevara a su terreno de aquella manera?

–¿Es esto de lo que querías hablar? ¿Decirme que has encontrado la absolución para ti mismo diciéndome que tengo tus genes y comparto tu destino? Bien, pues no te va a servir de nada. Yo no soy como tú. Y esta discusión no...

Cesare tomó algo de la carpeta que tenía sobre el escritorio y lo empujó hacia Falco. Parecía un anuncio arrancado de la página de una revista.

–¿Conoces a esta mujer?

Falco apenas miró la fotografía.

–Conozco a muchas mujeres –dijo él fríamente–. Estoy seguro de que tus espías te lo habrán contado.

–Te pido que la mires.

¿Y qué diablos importaba? Falco tomó el recorte. Era un anuncio de algo muy caro. Perfumes. Joyas. Ropa... No estaba seguro. Sin embargo, estaba claro cuál era el centro de atención de aquella fotografía.

Era la mujer.

Estaba sentada de lado en un sillón, con una larga pierna sobre el suelo y la otra apoyada sobre el brazo de la butaca. El zapato que le colgaba de los dedos de los pies tenía la clase de tacón que se debería declarar arma letal. Iba vestido de encaje color rojo. Un body o algo parecido. No tenía ni idea de lo que era, tan sólo que dejaba mucho al descubierto.

Un cuerpo espectacular. Un rostro igualmente espectacular. Ovalado. Delicado. La esencia de la feminidad. Altos pómulos. Ojos como el ámbar. Largas y espesas pestañas del mismo color que su largo y liso cabello.

Estaba sonriendo a la cámara. Al espectador.

A él.

Sabía que se trataba de una ilusión deliberada, pero realmente eficaz. Su sonrisa. La inclinación de su cabeza, incluso su postura, desafiaban a un hombre a desearla. A ser lo suficientemente necio como para pensar que podía poseerla. Aquella sonrisa ofrecía tanto placer sexual como un hombre pudiera desear en una vida entera.

Algo cálido y peligroso recorrió el vientre de Falco.

–¿Y bien? ¿La reconoces?

Levantó la mirada. Su mirada se cruzó con la de Cesare. Falco arrojó la fotografía sobre el escritorio.

–Ya te he dicho que no. ¿Está bien? ¿Hemos terminado ya?

–Se llama Elle. Elle Bissette. Era modelo. Ahora es actriz.

–Me alegro por ella.

Cesare sacó algo de la carpeta. ¿Otro anuncio? Fuera lo que fuera, se lo ofreció a Falco, pero este no se movió.

–¿Qué es esto? ¿Acaso esperas que juegue contigo a decirte el nombre de personas famosas cuando tú me enseñes sus fotografías?

Per favore, Falco. Te lo suplico. Mira la foto.

Falco enarcó las cejas. ¿Su padre suplicando? ¿Pidiendo algo por favor? Jamás había escuchado aquellas palabras en boca de su padre, ni en italiano ni en inglés, ni ninguna otra expresión que se le pareciera. La curiosidad pudo con él y tomó la fotografía.

Se le hizo un nudo en la garganta.

Se trataba de la misma fotografía, pero alguien había utilizado un rotulador rojo para tacharle los ojos. Para dibujar una desagradable línea de puntos de sutura sobre los labios de la mujer. Para marcar una línea roja a través de su garganta y puntos rojos que le caían desde ésta hasta los senos. Para rodearle los senos con un círculo de la misma desagradable manera.

–La señorita Bissette lo recibió por correo.

–¿Y qué ha dicho la policía?

–Nada. Ella se niega a ponerse en contacto con ellos.

–Es una estúpida si no se lo comunica a las autoridades.

–Los padres del muchacho turco se dirigieron a ti y no a las autoridades. Temían buscar ayuda oficial.

–Estamos en Estados Unidos.

–El miedo es el miedo, Falco. No importa dónde viva una persona. O tiene miedo o tal vez no confía en la policía. Sea cual sea la razón, se niega a ponerse en contacto con ellos. La señorita Bissette está haciendo una película en Hollywood. El productor es, digamos, un viejo amigo mío.

–Ah, ahora lo entiendo. Tu colega está preocupado por su inversión.

–Por supuesto que está preocupado. Y necesita mi ayuda.

–Pues envíale un poco de tu dinero sucio.

–No es mi ayuda económica lo que necesita. Necesita mi ayuda para proteger a la señorita Bissette.

–Estoy seguro de que a tus gorilas les encantará ir a Los Ángeles.

Cesare soltó una carcajada.

–¿Ves a mis hombres en Beverly Hills?

Falco estuvo a punto de reírse. Tenía que admitir que la idea resultaba divertida. De repente, todo encajó. La conversación sobre lo que había ocurrido en Turquía, la conversación sobre Ellen Bissette...

–Está bien.

–¿Está bien?

Falco asintió.

–Conozco a algunos tipos que trabajan como guardaespaldas para los famosos. Haré unas llamadas y te pondré en contacto con...

–Ya estoy en contacto –dijo Cesare suavemente–. Contigo.

–¿Conmigo? Yo soy un inversor, padre. No trabajo como guardaespaldas.

–No les dijiste eso a las personas a las que ayudaste en Turquía.

–Eso era diferente. Se dirigieron a mí y yo hice lo que tenía que hacer.

–Igual que yo me dirijo a ti, mio figlio, y te pido que hagas lo que tengas que hacer.

El rostro de Falco se endureció.

–Si quieres nombres y números de teléfono, bien. Si no es así, me largo.

Cesare no respondió. Falco soltó un bufido y se dio la vuelta para dirigirse a la puerta. Entonces, cambió de opinión y decidió marcharse por las puertas que daban a jardín, y que quedaban ocultas por las pesadas cortinas. Dado su estado de ánimo, lo último que quería era encontrarse con su madre o con sus hermanas.

–Espera –le dijo su padre–. Llévate la carpeta. Todo lo que necesitas está en su interior.

Falco agarró la carpeta. Era más fácil que discutir.

Cuando llegó en taxi a su casa, ya tenía los nombres de cuatro hombres que podrían hacer bien aquel trabajo. En el salón de su hogar, se sirvió un coñac, tomó la carpeta y salió al jardín con el teléfono móvil en la mano. Estaba a punto de anochecer. El aire era fresco, pero le gustaba así, con el ruido de Manhattan enmudecido en la distancia.

En la carpeta no había nada de mucha utilidad. Información sobre la película. Una carta del productor a Cesare. Y las fotos. La de la ropa interior. La que parecía una amenaza. Y otra que su padre no le había mostrado. En ella, Elle Bissette estaba en la playa, mirando hacia la cámara por encima del hombro. No había encaje, ni tacones de aguja. Simplemente, llevaba una camiseta y pantalones cortos.

Falco colocó las tres fotografías sobre una mesa de cristal y las miró. La instantánea en la que aparecía sensual y misteriosa resultaba muy excitante para cualquier hombre. Efectivamente, a Falco le encantaba el encaje y los zapatos de tacón. ¿A qué hombre no? Sin embargo, la pose resultaba algo forzada. La sonrisa era falsa. La mujer que miraba a la cámara no tenía sustancia alguna. Podría haber estado mirando a un millón de hombres en vez de a él. La copia pintarrajeada le provocaba un nudo en el estómago. Era una amenaza directa, muy rudimentaria pero bastante eficaz.

La tercera foto era la que le llegó al corazón. Era espontánea. Una sencilla fotografía de una hermosa mujer caminando por la playa, una mujer que no necesitaba de artificio alguno para estar hermosa.

Y había más que eso.

Había sentido que alguien la estaba observando. Falco había vigilado a muchas personas en lo que consideraba su vida anterior y reconocía la mirada en los ojos de quien sospecha que alguien lo observa contra su voluntad. Vio aquella mirada en los ojos de Elle Bissette. En el ángulo de su mandíbula. En el modo en el que se apartaba el cabello del rostro. Cautela. Miedo. Temor.

Y más.

Determinación. Desafío. Y una actitud que, a pesar de todo, resultaba beligerante.

–¡Maldita sea! –gruñó Falco.

Entonces, agarró el teléfono móvil y realizó las gestiones necesarias para que un avión chárter lo transportara a la Costa Oeste a primera hora de la mañana.

Capítulo 2

ELLE se había pasado la mayor parte de la mañana en la cama con un desconocido. Éste era alto y guapo y podría ser que besara bien. En realidad, Elle lo desconocía.

El problema era que a ella no le gustaba besar. Sobre este tema, se imaginaba que sabía menos que el noventa y ocho por ciento de la población femenina de los Estados Unidos que tenía más de dieciséis años, pero eso no significaba que no supiera cómo fingir que unos besos resultaran fantásticos, en especial con un hombre tan guapo como el que estaba a su lado en esos momentos.

Besar, al igual que andar o hablar, reír o llorar, y todo lo demás que hacía una actriz, era parte de su trabajo. Tenía que recordarlo. Aquello era una película y besar al hombre que la tenía en sus brazos era, efectivamente, parte de su trabajo.

No le cabía duda alguna de que mujeres de todo el mundo se cambiarían por ella en un abrir y cerrar de ojos. Admiradoras, otras actrices... Chad Scott era famoso en el mundo entero. Era uno de los actores más taquilleros y, al menos durante aquella escena, le pertenecía por completo a Elle.

Sabía lo afortunada que era. Se odiaba a sí misma por no poder meterse en su personaje aquella mañana. Las escenas de amor resultaban siempre duras, pero aquel día...

Aquel día las cosas no iban nada bien y no era culpa de su compañero de reparto. Le había preocupado el hecho de que él pudiera ser demasiado arrogante o prepotente, pero Chad había resultado ser un hombre muy agradable. Días atrás, cuando se lo presentaron, él le dio la mano cortésmente y se disculpó por llegar tarde. Tras charlar durante algunos minutos, repasaron la escena y por fin se pusieron a grabar una escena que pertenecía a la mitad de la película. Las escenas de un largometraje raramente se graban en orden.

Aquella mañana en cuestión, les tocaba grabar su primera escena de amor. Elle sabía que era fundamental para el argumento de la película.

El decorado era muy sencillo. Había unas mantas extendidas con aparente descuido sobre la arena cerca de un enorme cactus. Ella llevaba puesto un vestido sin tirantes. La cámara sólo iba a capturar su cabeza, los brazos y los hombros desnudos, sugiriendo así que estaba completamente desnuda. Chad, por su parte, llevaba sólo unos pantalones. Estaban rodeados por un kilómetro de cables eléctricos, reflectores, micrófonos y la gran cantidad de personas que hacen falta para rodar hasta la escena más sencilla. Antonio Farinelli, uno de los directores más de moda del momento, les había dicho a los dos que esperaba realizar la escena en una única toma.

Hasta el momento, llevaban cuatro.

Un repentino viento había estropeado la primera, pero las otras tres... Elle reconocía que había sido culpa suya en todas las demás. Se había equivocado en sus frases en dos ocasiones y en la tercera había mirado por encima del hombro de Chad en vez de hacerlo a los ojos.

Cada vez que Farinelli gritaba «corten», su voz sonaba más enojada.

Elle se incorporó mientras esperaba que el director hablara con el encargado de iluminación. Su compañero se incorporó también y se estiró. Se había portado muy bien con ella. Evidentemente, sentía que Elle tenía un problema y le había estado gastado bromas sobre sí mismo para conseguir que se tranquilizara.