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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Sharon Kendrick

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Miedo al olvido, n.º 1423 - agosto 2017

Título original: Back in the Boss’s Bed

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-099-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Y BIEN, Vaughn? –preguntó Adam Black, con sus ojos grises brillando igual que un mar embravecido.

–Detesto tener que pedirle favores a nadie –contestó el anciano desde su silla de ruedas–. Ni siquiera a ti.

–Y yo detesto tener que hacerlos, pero haré una excepción, en tu caso. ¿Qué ocurre?

–¿Te acuerdas de mi nieta Kiloran? –preguntó Vaughn–. Dirige el negocio, pero me temo que se ha topado con problemas. Grandes problemas.

¿Kiloran?, se preguntó Adam tratando de dar marcha atrás en el tiempo, y recordando al fin a una niña de ojos verdes y dos coletas. Toda una princesita, a pesar de las coletas y los vaqueros. Los Lacey eran una familia rica, tan rica como él pobre, y el poder del dinero parecía adherirse a esa niña como una segunda piel.

–Sí, la recuerdo… vagamente. Aunque en aquella época debía de tener nueve o diez años.

–De eso hace mucho tiempo, ya no es ninguna niña. Ahora tiene veintiséis, y es toda una mujer. Kiloran es hija de mi hija –añadió Vaughn cerrando los ojos y recordando–. Seguro que te acuerdas de su madre; todo el mundo se acuerda de Eleanor.

–Sí, me acuerdo de Eleanor.

Adam permaneció inmutable. Sí, por supuesto, aquel recuerdo en particular surgía claro y definido. Adam había tratado de olvidarlo, igual que había tratado de olvidar muchas otras cosas del pasado. Pero las palabras de Vaughn eran como la llave que abre el baúl de los recuerdos. Eleanor había sido la fantasía viviente de todo adolescente, excepto de Adam. Él entonces tenía dieciocho años, largas y fuertes piernas y piel morena. El verano era tórrido, demasiado caliente como para cargar cajas durante todo el día, pero ese era su trabajo, su forma de salir del largo y oscuro túnel en que se había convertido su vida. Pero de eso hacía tanto tiempo…

En aquel entonces Eleanor debía de tener unos… ¿cuarenta años? Algo más, quizá, o algo menos. Era difícil saber la edad de una mujer, llegada cierta edad. Pero lo que sí sabía Adam era que Eleanor era lo que se llamaba una buscona.

Los trabajadores del almacén dejaban lo que estaban haciendo, conteniendo el aliento con lujuria, cuando Eleanor pasaba. Y solía pasar muy a menudo, buscando excusas para visitar la fábrica con sus pantalones cortos y sus camisetas ajustadas. La bella viuda… aunque podían haberla llamado la Viuda Negra, de no haber sido por sus cabellos dorados.

Adam había oído hablar a los empleados. Buscona, la llamaban. Mirar, pero no tocar. La protegía su posición privilegiada, era la hija del jefe. Eleanor conocía el poder de su sexo, que irradiaba de ella como el calor de una calefacción, alimentando las fantasías de aquellas tórridas noches de verano. Pero no las fantasías de Adam. Para él, ella tenía algo que le hacía dar marcha atrás. Algo en su forma de mirar, descarada, le hacía apartar la vista. Quizá le recordara demasiado a lo que había dejado en su propia casa.

Eleanor había reparado en él, por supuesto. Adam era diferente, inteligente y brillante. Más fuerte, más capaz, y mucho más guapo que cualquiera de los empleados fijos. Y además no le prestaba ninguna atención. Sin embargo a algunas mujeres les gustaban los desafíos. Eleanor había esperado hasta la última semana de trabajo de Adam en la fábrica para… quizá para no aburrirse, quizá para no arriesgarse a suscitar la ira de su padre. Vaughn siempre había sido una persona estricta y conservadora, y un chico de barrio, de mala familia, no era lo que quería para su hija.

Pero Eleanor tenía otras ideas. Una tórrida tarde de aquel verano le llevó a Adam una cerveza. Era la primera vez que él probaba el alcohol. Con tanto calor, la bebida fría resultaba demasiado tentadora como para negarse. El alcohol lo trastornó ligeramente, pero Adam mantuvo las distancias. Sus ojos parecían los de un animal acorralado, cuando Eleanor dio golpecitos sobre el heno, a su lado, indicándole que se sentara.

–Ven aquí.

–Estoy bien donde estoy –respondió Adam.

Pero a Eleanor no le gustaba que la rechazaran, y no quiso captar la indirecta. Sabía lo que quería, y lo quería a él. Aquel día llevaba una camisa estampada, muy ajustada. Cuando comenzó a desabrochársela y se la abrió, sin dejar de mirarlo con sus ojos verdes, Adam se quedó helado.

Quizá ningún hombre hubiera rechazado lo que se le ofrecía, pero Adam no era un hombre cualquiera. Sabía adónde conducía el exceso y la debilidad, ¿y no era su trabajo en la fábrica ese verano producto precisamente del desenfreno?

Adam no pronunció palabra. Recogió su camisa, le dio las gracias por la cerveza y salió al justiciero sol del verano. No vio la mirada de Eleanor, de lujuria frustrada, pero se la imaginó. Era la primera vez que le ocurría algo así, pero no sería la última.

–Sí, me acuerdo de tu hija –añadió Adam mirando a Vaughn con frialdad–. ¿Qué le ha pasado?

–Ha hecho exactamente lo que quería –rio Vaughn–: casarse con un millonario y mudarse a vivir a Australia. Decía que quería una vida mejor, y ya sabes cómo son las mujeres.

Vaughn hizo una pausa, y Adam entonces recordó a la mujer a la que había sacado a cenar en su última noche de estancia en Nueva York. Toda una belleza, pero lo que Adam no sabía acerca de las mujeres podía escribirse en un sello, y sobraba aún espacio. Adam no le había hecho el amor. Su cuerpo lo deseaba, pero no su mente, y él jamás había sido capaz de separar mente y cuerpo. Ella se había echado a llorar. Las mujeres lloraban cuando no conseguían lo que querían. Y por lo general siempre lo querían a él. Adam no era una persona arrogante, simplemente era sincero.

–Sí, ya sé cómo son las mujeres –contestó Adam–. Entonces Kiloran se quedó, ¿no?

–Sí, se marchó, pero luego volvió. Decía que echaba de menos la casa –añadió Vaughn con orgullo–. Ama este lugar tanto como yo. Pero amar una casa no es dirigir un negocio. Fui un estúpido al creer que sería capaz de hacerse cargo de la fábrica. Sí, tenía experiencia en la vida empresarial, pero el proyecto era demasiado grande para ella –sacudió la cabeza Vaughn–. Hace lo que quiere conmigo, ¡con cualquiera! Sabe manejarse. Has dicho que ahora mismo no estás trabajando, así que, en teoría, te sobra tiempo, ¿no?

Adam se quedó absorto mirando el jardín de la mansión de los Lacey, que se extendía infinitamente, más allá de la vista. Cuando era joven, siempre le había parecido que aquel era otro mundo, como una montaña inalcanzable. Pero por fin formaba parte de ese mundo. No había vuelto jamás, desde el día en que se marchó. Ni a aquella mansión, ni a la pobre casa en la que se había criado. Pero finalmente esos dos mundos se habían unido, por decreto del destino. Era extraño, reflexionó. ¿Había sido un error volver?

–Sí, cierto –convino Adam–. No empiezo en mi nuevo empleo hasta el mes que viene.

–Quiero que vuelvas a hacer de Lacey lo que era, Adam –afirmó Vaughn estirándose en la silla de ruedas–. Si hay alguien que puede hacerlo, ese eres tú. Quiero ver la fábrica funcionando y mi apellido en su lugar, antes de morir. Por el bien de Kiloran. ¿Lo harás por mí?

–¿Y qué dirá Kiloran? –preguntó Adam frunciendo el ceño–. ¿Crees que le gustará recibir órdenes de mí? A menos… –Adam observó a Vaughn con cautela– a menos que quieras despedirla, claro. Pero no estás pensando en despedirla, ¿verdad?

–¿Despedirla? –repitió Vaughn silbando–. ¡Antes despediría al mismo demonio!

–Pero si las cosas van tan mal –continuó Adam pensativo–, voy a tener que ponerme muy duro con ella, si es que quieres buenos resultados.

–Ponte lo duro que quieras –sonrió el anciano–. Quizá yo haya sido demasiado blando con ella. Demuéstrale quién manda, Adam, lo necesita… es demasiado cabezota.

Adam asimiló aquella información en silencio. No había nadie más cabezota que él. Quizá por eso Vaughn hubiera recurrido a él. No importaba si Kiloran Lacey era una réplica exacta de su madre y comenzaba a pestañear ante él, tratando de salirse con la suya. Pronto descubriría, igual que Eleanor, que él no era de los que se dejaban manejar. En adelante él diría qué había que hacer, y si a ella no le gustaba… bueno, sería una lástima.

Vaughn asintió satisfecho y tocó una campanilla. La puerta se abrió y por ella entró una mujer con dos copas de champán y una botella.

–Ah, Miriam, sírvele una copa al señor Black, ¿quieres?

Adam sonrió disimuladamente. Así que el viejo sabía que aceptaría. ¿Y por qué no?, ¿acaso no estaba en deuda con él por el inmenso favor que le había hecho cuando no era más que un joven con problemas? Adam observó a la sirvienta uniformada. Hacía años que no veía esas antiguas costumbres. Lo cierto era que había estado viviendo en Estados Unidos, donde la sociedad es completamente distinta. De pronto Adam vio un exquisito grabado de Augustus John colgado en la pared. Solo aquella pequeña obra de arte debía de costar la friolera de un par de millones. Adam se preguntó qué más antiguas glorias poseerían, y cómo Vaughn y su nieta se adaptarían a los nuevos tiempos si eran necesarios ciertos recortes económicos.

Adam tomó ambas copas y le tendió una a Vaughn, tras marcharse la sirvienta. Ambos brindaron, y el sonido del cristal chocando fue tan puro como el de la campanilla.

–¡Por el éxito!, ¡por la resurrección de Lacey! –murmuró Adam alzando la copa y preguntándose en qué lío se había metido.

–Mandaré ir a buscar a Kiloran –contestó Vaughn, sonriente.

Capítulo 2

 

KILORAN se restregó las palmas de las manos en las caderas. De pronto, inexplicablemente, estaba nerviosa. El pasillo que conducía a la sala de juntas parecía interminable, a pesar de haberlo recorrido cientos de veces. ¿Por qué aquellos nervios?

Su abuelo la había llamado por teléfono a la casa y le había pedido que se reuniera allí con él. De inmediato. Y lo había hecho con un tono brusco, tajante. Aquello había sonado a orden, más que a otra cosa. Era poco propio de él. ¿Acaso iba a comunicarle que no tenía sentido continuar, que debían llamar al banco y pedir un préstamo, que era el final de la empresa, con todo lo que eso significaba?

Al abrir la puerta y ver que su abuelo no estaba solo sintió que un sudor frío la embargaba. Un hombre estaba junto a él, de pie, observándola con el frío aire de un juez. El tipo de hombre por el que cualquier mujer contendría el aliento, en otras circunstancias.

–¿Me llamabas, abuelo? –preguntó Kiloran con cierta inseguridad, volviéndose hacia la silla de ruedas.

–Ah, Kiloran, este es Adam. Adam Black. ¿Te acuerdas de él?

Lentamente, Kiloran fue recordando. Adam Black, por supuesto. Cierto, ella era muy pequeña, pero algunos de los hombres que trabajaban en la fábrica eran inolvidables, y ella estaba en una edad muy impresionable. En aquel entonces leía cuentos acerca de caballeros de brillantes armaduras que salvaban a damas en apuros. Y Adam Black encajaba perfectamente en el papel. A juzgar por los comentarios de las empleadas de Lacey, no era ella la única que lo pensaba. ¿Acaso no estaban siempre buscando una excusa para ir a la zona de carga, y echar así un vistazo al torso desnudo del hombre que cargaba cajas de jabón en los camiones?, ¿no había dicho incluso su madre que era un chico muy guapo?

Kiloran recordó con impresionante facilidad. Resultaba casi molesto, recordarlo tan bien. Volvió la vista hacia él y lo observó. Los años no solo no habían hecho mella en él, sino que parecían haberlo tratado con deferencia. Su cuerpo era esbelto y atlético, y su piel ligeramente morena. Sus cabellos seguían siendo negros como el azabache, espesos y abundantes, con leves toques de gris en las sienes. Sus ojos grises la observaban atentos. No tenía un aire amistoso, pero tampoco abiertamente hostil. Llevaba un inmaculado traje gris, propio de un ejecutivo. Kiloran recordaba haberlo visto solo con unos vaqueros, el torso sudoroso. Resultaba difícil creer que fuera el mismo, con aquella figura de arrogante respetabilidad.

¿Qué hacía él allí?, se preguntó Kiloran con el corazón acelerado, latiendo a marchas forzadas bajo el vestido verde, veraniego, de seda. Enseguida olvidó el encaprichamiento infantil y comprendió. De pronto cayó en la cuenta de por qué su nombre le resultaba tan familiar. Y no era solo porque hubiera trabajado un verano en la fábrica, para su abuelo.

Adam Black, el famoso Adam Black, el hombre al que los periódicos apodaban el Tiburón, ¿en la sala de juntas de Lacey? Tenía fama de frío y calculador. Kiloran había leído cosas acerca de él como cualquier otra persona dedicada a los negocios: artículos en los periódicos, entrevistas. Había visto su foto en las revistas, en las páginas de sociedad. Las cámaras lo adoraban tanto como las mujeres. Tenía reputación de mujeriego.

–¿Recuerdas a mi nieta?, ¿Kiloran Lacey? –preguntó Vaughn.

–Fue hace mucho tiempo –murmuró Adam asintiendo, cortés.

Mucho, mucho tiempo. Ciertamente, la imagen que guardaba en su memoria de aquella niña con coletas no se parecía en nada a la mujer sentada frente a él, de ojos verdes. Sus largas y bien formadas piernas se dibujaban bajo la tela de seda pero, por magníficas que fueran, no eclipsaban el volumen de sus pechos, perfectamente destacados.

Recordaba que era rubia, con coletas, pero no que su cabello tuviera un tono dorado tan puro como el oro. Lo llevaba recogido en un moño. Eran los cabellos de su madre, pensó. Y los ojos de su madre o, al menos, del mismo color. Porque los ojos que le devolvían la mirada eran fríos e inteligentes, no voraces ni lascivos, como los de Eleanor. Pero cada mujer se ponía una máscara, ¿no era cierto? ¿Y quién podía saber qué tipo de persona era Kiloran Lacey?

Desde luego por fuera era perfecta. Su piel era pálida como la nieve, contrastando vívidamente con el verde profundo de los ojos. Tenía ese tipo de belleza natural que, en otra época, cualquier pintor habría querido retratar. Sus labios eran sensuales, seductores, y parecían esbozar una leve expresión de desagrado al mirarlo, como si creyera que él no tenía derecho a estar allí. Pero esa expresión de desagrado lo excitaba increíblemente. O quizá fuera su seriedad. Adam estaba acostumbrado a que las mujeres respondieran de inmediato a sus encantos y, por primera vez en la vida, eso no ocurría.

–Me alegro de verte –dijo él, escueto.

–¿Quiere alguien decirme qué está ocurriendo aquí? –preguntó Kiloran sonriendo educadamente–. No comprendo qué hace usted aquí, señor Black.

–Llámame Adam –sonrió él–. Por favor.

Algo en su forma comportarse, de un modo excesivamente confiado y arrogante, la puso de mal humor. ¿Cómo se atrevía a mantener ese aire dominante, como si tuviera todo el derecho del mundo a dar órdenes en Lacey? Kiloran respiró hondo tratando de controlarse.

–Adam, qué sorpresa.

–Le he pedido a Adam que calcule la suma total del desfalco –intervino Vaughn.

El desfalco, esa era la cuestión. La palabra sonaba fatal, pero lo peor de todo era que era acertada. Era un hecho. Kiloran había caído en la trampa de un sutil contable, muy convincente a la hora de contar mentiras.

–¡Pero si yo misma he estado calculándola! –objetó Kiloran–, lo sabes muy bien.

–Pero tú estás demasiado implicada –repuso Adam–. Me temo que las cosas no son tan sencillas.

–¿Estás tratando de sugerir que he robado dinero de mi propia empresa? –preguntó ella, atónita.

–¡Por supuesto que no! –respondió Adam sacudiendo la cabeza–. Tú no eres culpable del desfalco pero, a diferencia de mí, no tienes una visión imparcial del asunto.

–Creo que me subestimas.

–Bueno, os dejo a los dos en paz –se apresuró a intervenir Vaughn manipulando el mecanismo de su silla de ruedas para dirigirse a la puerta.

Kiloran apenas se dio cuenta de que su abuelo se marchaba. Respiraba entrecortadamente, mientras su pecho subía y bajaba, agitado. Adam deseó poder ordenarle que se pusiera una chaqueta pero ¿qué razón podía darle?, ¿que la visión de sus pechos lo distraía?, ¿que su cabello era demasiado luminoso y brillante, y sus labios positivamente provocativos?, ¿que su piel era tan blanca que era un crimen cubrirla con otra cosa que no fueran los labios de un hombre? Adam sonrió irónico. La gente que lo conocía habría dudado del significado exacto de las palabras que, acto seguido, pronunció:

–Tu abuelo me ha pedido que revise vuestra situación, y he estado echándole un vistazo preliminar.

–¿Y?

–Sospecho que es peor aún de lo que él cree –contestó Adam con voz de acero y ojos impenetrables. Adam hizo una pausa para que ella tuviera tiempo de asimilar la noticia y continuó–: Me temo que vamos a tener que hacer unos cuantos cambios porque, a no ser que ocurra un milagro, vuestra empresa se hunde, Kiloran.