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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Sara Wood

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El poder de los sentimientos, n.º 1330 - julio 2014

Título original: The Unexpected Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4653-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Cassian aspiraba el aire cálido de la noche marroquí, tendido en el tejado de su casa. Era una vivienda alquilada, que compartía con dos bailarinas de striptease, un budista de Florida y un boticario marroquí.

Junto a su agente literario contemplaba los espectáculos que se celebraban en la concurrida plaza de Djemma el Fna, en el centro de Marrakech. El baile de las serpientes, los saltos de los acróbatas y la marcha orgullosa de los nómadas del desierto dejaban a su agente con la boca abierta. Aquellos hombres vestidos con harapos que caminaban como reyes hacían pensar a Cassian que, con frecuencia, el atuendo ocultaba la grandeza del alma.

–Esto es muy diferente a lo que te encuentras en el centro de Londres –comentó.

–Valores diferentes para un mismo mundo. La vida se reduce a la mínima necesidad. La búsqueda de alimento, refugio y amor –comentó perezosamente.

Le sirvió a su invitado un poco de café con pastas. Después de estar viviendo allí un año, la magia de aquel sitio ya le resultaba familiar; los contadores de cuentos bajo las farolas, los contorsionistas, los payasos y la multitud de beréberes que se mezclaban con los asombrados turistas.

Sus oídos ya se habían acostumbrado al incesante jaleo de tambores, címbalos y cítaras que ahogaban el barullo de las voces, y también, por suerte, a los gritos que proferían los clientes de los sacamuelas callejeros.

–Bueno –dijo su agente, sin poder ocultar su desagrado por lo que estaba viendo–, ahora que has terminado tu libro, ¿volverás a casa con tu hijo por una temporada?

Cassian saboreó el café turco, deleitándose con su exquisita calidad.

–Me temo que ni Jai ni yo tenemos casa –dijo con voz grave.

Pero mientras contemplaba la luz dorada de los edificios y el abigarrado manto multicolor que se extendía a sus pies, una imagen cruzó su mente: colinas y prados verdes surcados por muros de piedra, vetustos bosques y pequeñas aldeas junto a un sinuoso arroyo. Yorkshire... y especialmente, Thrushton.

–Debes de sentirte muy aliviado –dijo su agente–. Dispones de entera libertad. No tienes más que sentarse frente al ordenador una hora tras otra –añadió en tono jovial. Intentaba descubrir lo que encerraba aquel hombre tan misterioso, al que solo conocía por el nombre de Alan Black.

–No quiero renunciar a mi libertad –replicó Cassian–. Antes dejaría de escribir.

–¡Demonios! No digas eso. Hay otro productor que nos ha pedido llevar a la pantalla tu próximo libro –el temor de perder su doce por ciento lo había sobresaltado.

Pero Cassian ya no escuchaba. Había oído un extraño ruido que provenía del callejón contiguo a su casa. Se arrimó al parapeto y vio a un hombre tendido en el suelo que gemía de dolor. Alguien se alejaba corriendo hacia las sombras del zoco. Sin perder tiempo, Cassian se disculpó y fue a ayudar.

Minutos más tarde vio que el hombre magullado y dolorido al que hizo entrar en su casa era Tony Morris, su viejo enemigo de aquella parte de Inglaterra que dormía en sus recuerdos.

Mientras le limpiaba la sangre del rostro, Cassian pensó otra vez en Yorkshire, y sintió con más fuerza el impulso de la nostalgia. Tal vez fuera el momento de regresar, el momento de brindarle a su desgraciada vida la paz y el consuelo que ansiaba, y el momento de enfrentarse con los demonios del pasado.

Y entonces Tony le ofreció la oportunidad para hacerlo.

 

 

Laura dejó dos tazas sobre la mesa y vertió con expresión preocupada los restos del café. El café no era lo único que tendría que borrar de la lista de la compra.

–Sue –llamó a su amiga de toda la vida–. Tengo que encontrar un trabajo ya.

–¿Todavía no tienes nada? –le preguntó Sue comprensivamente.

–No. ¡Y llevo toda la semana buscando en Harrogate!

–¡Vaya! –exclamó Sue, impresionada.

Ella era la única que sabía por lo que estaba pasando su amiga. Laura pasaba las noches en vela, pensando en el estado de salud de su pobre hijo.

Tenía que encontrar un empleo pero no había trabajo en Thrushton, ni siquiera en las localidades vecinas como Grassington y Skipton.

Del resto de Yorkshire no sabía nada, confinada toda su vida a los márgenes del río Wharfe. Solo de pensar en irse a otra parte de Inglaterra la hacía palidecer.

Era una actitud infantil, pero no era su culpa. Si alguna vez tuvo cierta seguridad en sí misma, la severa educación que había sufrido acabó con ella. Y la poca ambición que pudo reunir no sobrevivió a las acerbas críticas de tía Enid, la hermana de su padre adoptivo, ni al hijo de este, Tony.

Pero el cuidado de Adam, su propio hijo, exigía un cambio radical en sus pensamientos.

–Haría cualquier cosa para que pudiéramos quedarnos aquí –declaró con vehemencia–. Pero Adam y yo necesitamos estabilidad familiar también, o nos vendríamos abajo.

–Lo sé, chica. Y creo que has sido muy valiente al buscar trabajo en Harrogate –le palmeó la mano con admiración–. Pero... debe de ser una pesadilla sin coche, ¿no?

–Dos autobuses, un tren y una larga caminata –respondió Laura con una mueca–. Pero no tengo elección, y encima nadie parecía estar especialmente ansioso por contratarme. ¡Estoy harta! Me he recorrido todas las calles –exclamó enfadada.

–Tiene que haber algo –la animó Sue.

–Sí, seguro. Bailarina de striptease, por ejemplo.

Sue se echó a reír y Laura hizo lo mismo, mientras daba un salto y se ponía a bailar en torno a un poste imaginario. Adoptó una tentadora expresión y contorneó su cuerpo con gracia sensual. Parecía un modo sencillo de ganar dinero.

–¡Caramba! Te daría cinco libras ahora mismo –dijo Sue con admiración–. Es irresistiblemente erótico... pero para eso tienes unas piernas y un cuerpo estupendos. Aunque esa camisa tan holgada no serviría –advirtió–. No es del color apropiado.

Laura se sentó en la silla y se palpó la camisa. La había sacado, como casi toda su ropa, del montón de rebajas de la tienda, y era por lo menos dos tallas mayor que la suya.

Se sentía muy cómoda moviéndose de esa manera. Tal vez lo hubiera heredado de su madre, pensó tristemente.

–¡Era una fulana! –le había espetado su tía Enid–. Se acostaba con todo el mundo y al casarse con tu padre, que era un respetable abogado, Diana tiró el nombre de Morris por los suelos.

Laura nunca supo la verdad. Nunca supo por qué su madre fue infiel, ni supo la identidad de su verdadero padre. Nadie más sabía que no era hija de George Morris.

Tan pronto como Laura nació su madre se marchó, y George no tuvo más remedio que cuidar de ella como si fuera su hija. No le gustó nada hacerse cargo, lo que explicaba la carencia absoluta de afecto y amor.

Mirando la acogedora cocina, puso una mueca de dolor al imaginar el escándalo que debió de formarse cuando se descubrió la infidelidad de su madre. No era difícil entender que a su padre le hubiera costado tanto aceptar a la hija bastarda de su esposa.

Y también era comprensible el régimen dictatorial que su padre y tía Enid le habían impuesto, y que la había convertido en una tímida ratita, sin otra habilidad que las puramente domésticas.

–¿Sabes, Sue...? –le confesó a su amiga–. A veces me siento como una prostituta en las entrevistas, con esa sonrisa y ese encanto... Oh, ¡Lo odio!

Golpeó la mesa con fuerza, y Sue dio un salto en su silla.

–Alguna vez cambiará –le dijo, no muy convencida–. Hoy tengo cita con el dentista en Harrogate. Miraré en el periódico de allí las ofertas de empleo.

–Haré cualquier cosa que sea decente y legal. Estoy desando aprender y trabajar duro... pero la verdad es que soy sosa y tímida, y que mi ropa no es precisamente un último modelo –murmuró–. Siempre veo a las otras candidatas presumiendo de su aspecto y de confianza en sí mismas, y siento cómo se ríen de mí tras su fachada hipócrita. ¡Mírame! –exclamó levantándose–. Mis manos no son tan suaves y delicadas como las suyas, pero te aseguro, Sue, que podría ser tan buena como ella con un buen pintalabios, un corte de pelo sofisticado y unos cuantos botes de crema para las manos.

–Nunca te había visto tan enérgica–se maravilló su amiga.

–Es porque estoy furiosa –sus bonitos ojos azules parecían despedir llamas–. ¿Cuándo se darán cuenta de que el aspecto no es nada? ¿De que todo está aquí y aquí? –se palpó la cabeza y el pecho–. ¿Qué está haciendo ese camión de mudanzas ahí fuera? –preguntó frunciendo el ceño.

–Se habrá perdido –dijo Sue sin mucho interés–. Nadie se ha mudado aquí, que yo sepa.

Thrushton Hall se levantaba al final de la pequeña aldea. Era un edifico de piedra, construido en la Edad Media y ampliado en el periodo georgiano, separado del sendero que conducía al río por un bonito jardín.

Laura se acercó a la ventana y observó que la furgoneta se detenía junto al muro bajo de piedra. Del vehículo salieron unos hombres, cargados con termos y sándwiches, y se sentaron en la tapia a comer.

–Bueno, parece que esto se ha convertido en un destino turístico –exclamó Laura. Un todoterreno abollado apareció por el camino y aparcó tras la furgoneta–. ¡Ahí viene otro! Vaya, dentro de un minuto tendremos aquí a una multitud, y yo tendré que facilitarles sombrillas, papeleras y el acceso a los lavabos. Sue, ven y...

Las palabras se le atascaron en la garganta. Del todoterreno salía en ese momento un hombre alto y esbelto, vestido con una camisa y unos vaqueros negros.

–¿Qué pasa? –preguntó Sue–. ¡Cielos! –exclamó apretando el brazo de Laura–. ¿No es ese...?

–¡Sí! –Laura tenía los ojos muy abiertos y se había puesto pálida–. ¡Es Cassian!

Entonces él se volvió hacia la casa y las dos amigas se ocultaron tras la pared, como si fueran dos niñas que se estuvieran escondiendo al hacer una travesura.

–¡Qué macizo se ha puesto! –dijo Sue–. Está buenísimo. Pero ¿por qué está aquí?

Laura no podía hablar, conmocionada por la siniestra aparición. Diecisiete años atrás había llegado de repente, y se había vuelto a marchar a los cinco años, provocando una ruptura en la familia de Laura.

Ella tenía entonces diez años. Su padre anunció que iba a casarse con una de sus clientas, una artista con un hijo de doce años. Tony, su hijo, había reaccionado muy mal, pero para Laura la llegada de Bathsheba y de Cassian fue una revelación. La casa se llenó de vida, de música y de risas. Laura muy pronto se acostumbró al olor de la trementina y de las hierbas aromáticas de exóticos platos.

Pero el comportamiento de Cassian fue motivo de fuertes discusiones. El chico era de carácter difícil y agresivo, y se negaba a integrarse en la vida familiar y social. Laura recordó claramente cómo desafiaba las reglas de tía Enid, y los días que desaparecía por su cuenta, sin comida ni refugio.

Cassian procedía de un mundo que ni Laura ni sus amigos podían imaginar. Y Laura lo admiraba; deseba tener su coraje y su independencia.

Cuando se hizo mayor, su arrolladora seguridad atrajo a las chicas como la miel a las abejas. Era el chico malo del pueblo y las mujeres se morían por llamar su atención. Algunas lo consiguieron, y en la plaza de Grassington relataron su increíble aventura amorosa ante un grupo de jóvenes perplejos, entre los que se contaba Laura.

Y también ella se excitaba secretamente, aunque no sabía por qué.

En esos momentos lo observaba desde la ventana. Cassian estaba dando indicaciones a los hombres de la furgoneta. Lo miraba extasiada. Cassian siempre había tenido carisma. Siempre había sido distinto... especial.

También Sue lo contemplaba con ensimismamiento, mientras agarraba fuertemente la cortina.

¿Por qué la presencia de aquel hombre la hacía sentirse así? No tenía sentido. Era guapo y muy atractivo, pero también lo eran muchos de los hombres que se hospedaban en el hotel donde ella había trabajado. Hombres ricos, carismáticos y encantadores, a quien no les había hecho el menor caso. Ni tampoco ellos a ella, desde luego.

Lo miró con atención, intentando responder a la pregunta. Y su fascinación creció aún más. Seguía teniendo el pelo negro y brillante, pero algo más corto. Su rostro... bueno, aquellos pómulos prominentes y aquella mandíbula recia, junto a la sensualidad de su boca y a la intensidad de sus ojos negros... Laura se apretó el pecho.

–¿Qué está haciendo? –preguntó Sue.

–No lo sé –dijo ella sin aire, porque los músculos de Cassian, que se adivinaban bajo su camiseta negra, le cortaron la respiración.

–Se ha puesto en forma –susurró Sue–. ¡Vaya! Fue siempre tan canijo...

No, quiso decir Laura. Él siempre había sido fuerte y fibroso. Pero no quería discutir en ese momento. Ciertamente, sus hombros y su espalda eran más anchos, y su pecho era un poderoso triángulo de puro músculo. Era más que perfecto. Era...

Era el fruto de su propia seguridad e independencia, no como ella, que siempre había tenido que seguir las reglas que los demás imponían.

Deseaba ser como él.

De pronto él se echó a reír y Laura sintió una punzada en el pecho. Sus dientes blanquísimos contra el bronceado de su piel, el calor de sus ojos... eran irresistibles.

–Eso es lo que yo llamo sex–appeal –susurró Sue. ¿Verdad que se parece a su madre? ¿Cómo se llamaba?

–Bathsheba –respondió Laura con voz ronca.

–Un nombre extraño. Le sentaba bien.

–Exótico –repuso Laura.

La madre de Cassian había sido la mujer más hermosa que Laura había visto. Tenía el cabello negro y ondulado, unos ojos que brillaban como cimitarras cuando estaba feliz, y un rostro tan bellamente cincelado como el de su hijo.

Durante los cinco años que Bathsheba fue su madrastra, ni ella ni Cassian supieron mucho de ella. Tía Enid hizo todo lo que pudo por mantenerlos separados.

Y cuando Bathsheba estuvo junto a su padre, Laura comprobó cómo era posible que dos personas no pudieran vivir juntas, por mucho que se amaran. Eran incompatibles y de opiniones enfrentadas, especialmente en lo que se refería a la disciplina de Cassian.

–Recuerdo que Bathsheba y Cassian se esfumaron una noche –comentó Sue.

–Se marcharon una noche –asintió Laura–, sin llevarse nada con ellos. Me pregunto cómo se las arreglaron y dónde vivieron. De todos modos, George nunca lo superó.

Se estremeció al recordar el devastador efecto que la pasión tuvo sobre su padre. George murió de un ataque al corazón.

–Bueno, parece que Cassian sí lo ha superado. ¡Está subiendo por el sendero! –exclamó Sue, maravillada–. ¡Oh!, ¿por qué tiene que pasar algo así cuando estoy a punto de irme de vacaciones?

–¡Pero si odiaba esta casa! –Laura estaba aterrorizada–. No puede ser una visita de compromiso. Nunca advertía mi presencia, y a Tony lo detestaba.

Ahogó un grito al oír una llave en la cerradura. Una pausa. Cassian debía de haber notado que la puerta de la cocina no estaba cerrada del todo. Laura no podía respirar. ¿Por qué tendría Cassian una llave?

La puerta crujió al ceder un poco, antes de abrirse por completo.

La cocina pareció llenarse con su imponente presencia, y con la abrasadora furia que la acompañaba. Laura se encogió tras las cortinas, horrorizada y a la vez desconcertada por el impacto que le provocaba su cercanía.

Cassian pasó la vista por la cocina. Parecía echar fuego por los ojos. Y entonces la descubrió.

Capítulo 2

 

El olor a pan recién hecho lo envolvió antes incluso de abrir la puerta, y le hizo tensar todos los músculos del cuerpo.

Ese olor significa una cosa. Que la casa estaba ocupada.

Se paró, nervioso. Había llegado con la esperanza de estar solo; por eso había dejado a Jai en Marrakech, explorando las montañas del Atlas en compañía de sus amigos beréberes.

Pero para ahuyentar su pasado antes tendría que ahuyentar a ese inesperado inquilino. Furioso con Tony, por no haberle advertido que había alquilado la casa, abrió la puerta con impaciencia y entró en la cocina.

En cuanto pisó la casa donde había aprendido a tratar con el Infierno su corazón se aceleró.

Y entonces vio a Tara.

La sorpresa lo dejó atónito, incapaz de reaccionar por unos momentos.

–¡Tú! –rugió. No podía estar allí. Tendría que haberse ido años atrás...

Ella se estremeció, obviamente sobrecogida por el saludo, y él la observó con el ceño fruncido, imaginando que machacaba a Tony.

–¡Hola, Cassian!

Él dio un respingo al oír otra voz y miró a un lado.

–Sue –dijo. La amiga rubia de Laura parecía muy contenta.

Llevaba un anillo en el dedo. Casada. Había ganado peso; por los hijos o por un estilo de vida cómodo, o por ambas cosas. Su ropa era cara y tenía el pelo teñido.

Pero Sue no le interesaba. Se volvió hacia Laura, que seguía callada y quieta.

–¿Qué.. qué haces aquí? –le preguntó ella finalmente.

Cassian apretó los labios con impaciencia. ¡Ella no lo sabía! Tony no le había dicho a su hermana adoptiva lo que había hecho con la casa que heredó de su padre. ¡Maldita rata! Era egoísta hasta el final.

–Supongo que Tony no te avisó de mi llegada –dijo con dureza.

Laura abrió la boca y él se dio cuenta de que sus labios no eran finos, sino carnosos y suaves, como pétalos de rosa.

–No –respondió ella–. Yo no... no sé nada de él desde hace dos años.

–Ya veo –repuso él.

Laura miró la furgoneta de mudanza y arrugó la frente mientras se mordía el labio inferior.

–No estarás... ¡Oh, no! ¡No! –exclamó retorciendo las manos.

A Cassian lo exasperó comprobar que Laura no había cambiado. Seguía siendo la niña tímida y miedosa. Si sus cálculos eran correctos, tendría que tener unos veintisiete años. Demasiado mayor para darse cuenta de que se estaba perdiendo la vida.

La miró ceñudo y ella se echó hacia atrás. Entonces soltó una exclamación y, agarrando un trapo de cocina, se puso a secar los cubiertos que había en el escurreplatos. Era una reacción totalmente ilógica, pero muy típica en ella.

Cassian se enfureció aún más. Laura siempre había intentado ser el angelito de Enid, sin darse cuenta de que semejante propósito era imposible. Y lo irritaba ver que aún no hubiera salido de su caparazón. Bueno, pues tendría que empezar a hacerlo.

–¿Puedes dejar de hacer eso un momento? –se acercó a ella con expresión adusta.

–Yo... tengo que hacerlo –espetó ella.

–¿Terapia evasiva? –sugirió él con irritación.

Mirándola de cerca, lo sorprendió la dulzura de su rostro. Era menudo y con forma de corazón, con los pómulos marcados y la nariz delicada. Su abundante melena marrón parecía limpia y brillaba al reflejo de la luz matinal, pero tenía un corte horrible.

–No... no entiendo lo que quieres decir –protestó ella.