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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Charlotte Lamb

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Recuerdo imborrable, n.º 1287 - julio 2016

Título original: The Boss’s Virgin

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8718-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Era casi medianoche y la fiesta prometía durar varias horas más, pero Lucy estaba cansada. Normalmente se iba a la cama antes de las once. Todos los días debía madrugar, ya que su trabajo comenzaba a las ocho de la mañana. Cuando era más joven, solía quedarse toda la noche en las fiestas, pero había perdido el hábito de trasnochar.

Mientras bailaba con Tom, discretamente ahogó un bostezo mientras paseaba la mirada por la sala de estar llena de gente, bajo las luces refulgentes.

–¿No te importa si nos marchamos pronto? –murmuró al oído de su pareja.

Tom la miró con su dulce sonrisa.

–No me importaría en absoluto. Yo también estoy cansado. Vamos a despedirnos de Leonie.

La encontraron en la cocina preparando más canapés.

–Lo siento, Leonie, pero tenemos que irnos –se disculpó Lucy al tiempo que la abrazaba. Habían trabajado juntas unos cuantos años y la apreciaba mucho–. Ha sido una fiesta espléndida y lo hemos pasado muy bien, pero tenemos un largo camino hasta llegar a casa. Gracias por invitarnos.

Leonie les tendió un plato.

–Gracias por venir. Tomad un poco de queso.

Lucy mordió un trocito.

–Está delicioso, gracias. Ah, y deseo que seas muy feliz con Andy. Es muy simpático.

–Sí, es maravilloso. Y Tom también –rio antes de besarlo en la mejilla–. Lo digo de veras, Tom. Espero el día de vuestra boda con mucha ilusión.

Tom la abrazó.

–Nosotros también. La hemos planificado durante años. Y ahora no puedo creer que la próxima semana se hará realidad. Te sugiero que empieces a organizar la tuya con anticipación. Hay muchos detalles que tener en cuenta, créeme.

Era cierto. Tom se había encargado de toda la organización y Lucy solo de los detalles.

Una vez en la calle, ella se tomó de su brazo, en busca de su calor. A ambos le hizo bien el aire fresco después de estar encerrados varias horas en un piso caluroso y lleno de gente.

Mientras se acercaban al vehículo, Lucy distinguió las luces brillantes de Londres, y el ruido de las animadas calles ese sábado casi a medianoche.

Tom nunca bebía demasiado. Era un hombre abstemio. Pero, aun así, conducía con mucha atención entre el tráfico bastante denso, hacia la parte este de la ciudad. Al fin llegaron a la autopista que conducía a Essex. Desde allí, había un corta distancia hasta Whitstall, donde ambos vivían.

Whitstall, era una pequeña ciudad rural. En el pasado, había sido una aldea remota, con unas cuantas casas de campo en torno a una laguna. Tenía una iglesia medieval y un par de tabernas muy tradicionales. Una era The Goat, donde solían tomarse unas cervezas, y la otra se llamaba The King’s Head, con un antiguo letrero colgante en el que aparecía el lúgubre Charles I meciéndose sobre la puerta, al compás del viento.

Desde principios de siglo, la aldea poco a poco se había convertido en una pequeña ciudad gracias al ferrocarril y a las carreteras que invitaban a la gente del populoso Londres a vivir en el campo. Lentamente, a medida que llegó más y más gente se construyeron más y más casas en torno al casco antiguo.

Tom había comprado una casa nueva en una pequeña y moderna urbanización. Lucy, que había asistido a la fiesta de inauguración, se había enamorado de Whitstall y al poco tiempo también se había comprado una vivienda rural allí.

–Pronto llegaremos a casa –murmuró Tom.

Lucy bostezó junto a él, el cabello castaño alborotado en torno al rostro de forma ovalada que realzaba la belleza de sus ojos verdes almendrados, cargados de sueño.

–Gracias a Dios. Aunque la fiesta estuvo muy animada, ¿verdad?

–Sí. Me divertí mucho. Leonie y Andy parecen muy felices. Parece que el compromiso les sienta bien –comentó Tom.

–A mí también –dijo Lucy con una risita.

Tom sonrió al tiempo que le acariciaba la mano donde llevaba el anillo que le había regalado. La sortija estaba adornada con pequeños diamantes en torno a una bella esmeralda.

–Me alegra que lo digas. Aunque seremos más felices todavía cuando estemos casados.

–Sí –convino ella.

Había terminado la zona del alumbrado eléctrico. El coche se adentró por un estrecho y oscuro camino rural bordeado de prados donde pacían vacas blanquinegras que se movían lentamente, como figuras fantasmales. De vez en cuando, se vislumbraba la sombra oscura de un olmo o de un roble poblado de hojas.

Lucy, soñolienta, pensaba en el vestido de novia que pronto estaría acabado. La modista de la ciudad trabajaba con lentitud, pero se vislumbraba ya el resultado final con aquella vaporosa seda, tul y perlas. A la mañana siguiente tendría la última prueba. Como no podía robarle tiempo al trabajo, las pruebas se realizaban los fines de semana.

Ya tenía el velo, pero le faltaba la diadema que lo ajustaría sobre la cabeza y lo haría caer hasta el suelo en una vaporosa cascada.

Había buscado la diadema sin éxito, hasta que un viernes, al salir del metro en Bond Street, se fijó en una tienda de novias que exhibía justamente la que ella deseaba. Era muy delicada, con perlas engarzadas que semejaban pequeñas rosas blancas. Desgraciadamente la tienda había cerrado a las seis de la tarde. Así que iría a comprarla el lunes, durante su hora de almuerzo.

Les había llevado meses organizarlo todo. A menudo había deseado contar con la ayuda de una madre pero, al ser huérfana y sin familiares, había tenido que arreglárselas sola. Los preparativos se habían llevado la mitad de sus ahorros, y como no tenía familia que le costeara la boda, Tom generosamente se había hecho cargo de la recepción, del alquiler de coches blancos para la ceremonia y del arreglo floral en la iglesia.

Lucy dirigió sus ojos verdes hacia el perfil de su novio, apenas iluminado por la luz de la luna, que le permitía ver la nariz recta, el sedoso cabello rubio en torno a un rostro que todavía conservaba rasgos infantiles. Era un hombre maravilloso: tierno, cariñoso, de buen corazón. Hacía cuatro años que se conocían, y cuanto más lo conocía, más le gustaba.

Y sin embargo… Lucy dejó escapar un suspiro. Y sin embargo, todavía se sentía insegura. Él le había propuesto matrimonio por primera vez hacía dos años, pero lo había rechazado con mucha suavidad, así como las otras dos veces en que había insistido. Para ella, el matrimonio era un compromiso importante; significaba mucho más que vivir juntos o compartir la misma cama. De niña, no había tenido familia ni hogar. Había crecido al cuidado de padres adoptivos, desarraigada, sin sentido de pertenencia a alguien o a algún lugar, siempre envidiando a los otros niños del colegio que tenían padres que los amaban y un cálido hogar que ella nunca tendría.

De hecho no tenía la menor idea de quiénes habían sido sus padres. La habían abandonado a las puertas de un hospital una lluviosa noche primaveral. Desde entonces, nadie había podido informarla sobre sus antecedentes familiares.

En consecuencia, Lucy consideraba que el matrimonio y la familia eran asuntos muy serios. Para ella, el matrimonio era un compromiso para pasar juntos el resto de la vida, y no estaba segura de poderlo hacer con Tom.

De hecho, Tom le gustaba mucho. Lo conocía bien y además le parecía muy atractivo. Era su jefe. Habían trabajado juntos diariamente en la misma oficina de Londres durante cuatro años, y siempre habían mantenido una buena relación laboral. Disfrutaba de su compañía. Cuando la besaba o acariciaba, no sentía rechazo hacia él. Y si no se habían acostado, era porque Tom nunca había insistido. Algunas veces habían estado a punto de hacerlo, pero Tom siempre se retractaba diciendo que quería esperar hasta que estuvieran casados. A Lucy le impresionaba su integridad. Ella también veía el matrimonio de la misma manera. El sexo era fácil. Pero un compromiso de por vida no lo era en absoluto.

Y sin embargo… Lucy volvió a suspirar. Y sin embargo, algo faltaba entre ellos. Ella sabía muy bien lo que era: el ingrediente vital.

Desde el principio había sido sincera con Tom al decirle cuáles eran sus verdaderos sentimientos. No estaba enamorada, aunque lo quería mucho, y para ella era de vital importancia casarse por amor. Tom dijo que lo comprendía y aceptaba, pero que él creía que el amor llegaría cuando se convirtiera en su esposa, cuando compartieran plenamente la vida. Y ella albergaba la esperanza de que así sucediera.

Tom aceleró cuando se acercaban a la pequeña casa de Lucy. Giró rápidamente en la última esquina justo cuando otro coche salía de un estrecho camino vecinal.

Lucy se incorporó instantáneamente mientras dejaba escapar un grito sofocado al oír el horrible rechinar de las ruedas sobre el asfalto. Tom pisó a fondo el pedal del freno y con toda su fuerza intentó girar el volante para evitar la colisión, pero ya era demasiado tarde. Los coches impactaron con tal violencia, que Lucy se abalanzó hacia adelante. De no ser por el cinturón de seguridad y la bolsa de aire que se infló al instante, habría salido despedida a través del parabrisas.

Demasiado conmocionada, durante unos segundos fue incapaz de moverse o de pensar, incluso de recordar lo sucedido. Luego, todavía aturdida, luchó por librarse de los hinchados pliegues de la bolsa hasta que al fin logró acomodarse en el asiento.

A su lado, Tom ya se había recuperado lo suficiente como para librarse de su bolsa, desatarse el cinturón de seguridad y abrir la puerta.

–¿Te encuentras bien? –preguntó Lucy temblorosa.

–Creo que sí. Quédate aquí –murmuró.

El otro vehículo, un gran coche rojo deportivo, estaba atravesado en medio del camino, con el capó enterrado en un seto.

¿Estaría muerto el conductor?, se preguntaba Lucy ansiosamente mientras Tom se acercaba al vehículo con paso inseguro. Pero entonces se abrió la puerta y apareció el conductor: un hombre alto, esbelto, con un inmaculado traje de etiqueta, del todo incongruente en aquella situación.

Lucy fijó la mirada en él, y al instante volvió a sentirse alarmada. Sintió que se helaba, que el corazón le retumbaba en el pecho, que sus labios temblaban.

Los dos hombres se enfrentaron.

–¿Está herido? –preguntó Tom.

–Solo unos cortes superficiales y algunas magulladuras. ¿Qué diablos hacía conduciendo a esa velocidad? –inquirió cortante.

–¿Por qué siguió adelante, sin cederme el paso y sin mirar? –replicó Tom a la defensiva.

–Me detuve para girar. Cuando miré a la izquierda no venía nadie. Entonces salí, pero de improviso apareció usted como un bólido. Simplemente no tuve posibilidad de evitarlo.

Era cierto. Tom había conducido demasiado aprisa: debió haber aminorado la velocidad al acercarse al cruce.

Era lo que solía hacer, pero a esa hora de la madrugada no esperaba que otro vehículo apareciera de improviso. Fue una pura suerte que el accidente no hubiera tenido mayores consecuencias. Todos podrían haber resultado muertos.

Tom no discutió; sin lugar a dudas se daba cuenta que no era del todo inocente. Y sin embargo era un conductor muy prudente; el riesgo no formaba parte de su carácter.

–¿Ha quedado muy estropeado su coche? –preguntó al tiempo que miraba hacia el vehículo.

Ambos le daban la espalda a Lucy, que, todavía temblando, se encogió en la chaqueta de terciopelo negro, sin quitarles los ojos de encima.

Tom se inclinó a mirar el capó del deportivo.

–Me temo que tiene muchos arañazos.

–Sí –replicó el dueño muy airado–. Va a costarme un dineral renovar la pintura, y el coche es nuevo. ¿Cómo quedó el suyo?

El hombre era muy alto, de largas piernas. Mientras se volvía hacia el coche de Tom, Lucy observó sus firmes rasgos: la nariz grande, recta e imperiosa; una boca de labios generosos, ojos penetrantes, y el cabello oscuro ensortijado detrás de las orejas.

El hombre echó una mirada al coche de Tom.

–Veo que viene acompañado. Un testigo. ¿Una mujer? Espero que diga la verdad si tenemos que acudir a los tribunales.

–No sea ofensivo. Admito que conducía demasiado rápido, pero iba por la carretera principal. Usted salía de un camino lateral, así que debió haber esperado y cederme el paso. Pagaré la cuenta de las reparaciones de su coche, así que no habrá necesidad de acudir a la policía ni a los tribunales. Pero si tuviéramos que hacerlo, mi novia diría toda la verdad; yo no le pediría que mintiera.

El otro rio secamente, como para dejar claro que no le creía. Lucy notó que Tom apretaba los puños, muy irritado.

–Será mejor que intercambiemos los nombres de nuestras respectivas compañías de seguros. A propósito, da la casualidad de que trabajo en una, así que no debe temer que no se le paguen los daños –dijo Tom con forzada calma.

–Voy a buscar mis documentos –dijo el otro al tiempo que se volvía hacia su coche.

Al cabo de un minuto, se acercó otra vez a Tom con los papeles en la mano. Lucy volvió la cabeza con la cara semioculta en el amplio cuello de la chaqueta.

Notó que el hombre se inclinaba para mirarla y cerró los ojos con la esperanza de que no pudiera verla con claridad.

–¿Se ha hecho daño su compañera? –preguntó a Tom que en ese momento buscaba sus documentos en la guantera.

–¿Te encuentras bien, Lucy? –preguntó Tom ansioso.

–Solo cansada –murmuró ella sin girar ni alzar la cabeza.

Pero todavía sentía la mirada de los ojos grises del hombre y el corazón le retumbaba en el pecho.

–Te llevaré a casa tan pronto como pueda, cariño –murmuró Tom mientras le despejaba un mechón de pelo de la frente.

Los dos hombres escribieron la información que necesitaban sobre el capó del coche de Tom. Con la respiración alterada y los ojos entornados, Lucy observaba al hombre, al tiempo que oía su voz profunda y fría. Esperaba con ansia que no pidiera su dirección ni hablar con ella.

Si solo pudiera escapar. Sentía que la fatalidad la amenazaba y que era incapaz de enfrentarse al destino. «Date prisa, Tom. No te quedes conversando», pensó presa de los nervios.

Conocía bien el tono de voz que Tom empleaba en ese momento. Era una técnica que utilizaba diariamente para persuadir a la gente a hacer lo que él quería. Era un experto.