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Ahora vamos a conocer mejor los ingredientes necesarios para hacer pan. Estos son la harina, las levaduras y el agua. La sal, aunque importante, no es indispensable; por ejemplo, el pan toscano, tan amado en Italia, carece de ella.

La harina es, en general, el resultado de la molienda de cereales como la avena, el centeno, la cebada, o el trigo entre otros. En este libro nos ocuparemos principalmente de la harina de trigo y os daremos unas pocas nociones, aunque fundamentales, que son necesarias para entender los cambios que se van generando en las masas que vamos a hacer.

La harina de trigo está compuesta en gran parte por almidón y otros elementos como proteínas, minerales y cenizas. La cantidad de estos en porcentaje varía según el tamizado que recibe el trigo molido. Se pueden obtener, por lo tanto, «harinas integrales» o «harinas completas» cuando al trigo se le va desprendiendo la cáscara de la parte externa del grano y así, según el grado de refinación, se consiguen harinas de tipo 2, 1, 0 y 00. A partir de ahora haremos siempre referencia a harinas del tipo 00, a menos que se indique de manera explícita otro tipo de harina1.

Antes de profundizar en el tema de los diferentes tipos de harina, tenemos que presentaros a quien nosotras llamamos familiarmente «Señor Gluten». Son varias las proteínas que se pueden encontrar en la harina; las más interesantes para la panificación son la gliadina y la glutenina. Durante la hidratación de las masas, estas se asocian para formar el gluten, molécula filiforme que se oxigena con la manipulación, tomando cada vez más forma y elasticidad hasta llegar a tener el aspecto de una madeja que cubre la masa como una red.

Veremos luego cómo esta característica del gluten tiene una gran importancia en el desarrollo de la masa. Volvamos, de momento, a la harina, que puede derivar de un trigo tierno denominado «fuerte», es decir, con más gluten, o «débil», con menos gluten.

Del trigo fuerte derivan generalmente harinas de tipo 00, denominadas precisamente «de fuerza», que pueden llegar a tener hasta un 13% de proteínas.

De los trigos débiles derivan harinas tipo 0 y 00 que pueden llegar a un 9-10% de proteínas.

Los panaderos esperan siempre con cierta preocupación las harinas nuevas y, cuando estas últimas resultan más débiles de lo habitual, recurren a la adición de harinas de fuerza. Nosotros también, en pequeña escala, tenemos esta posibilidad y por eso os damos algunas indicaciones para que podáis orientaros entre todas las harinas disponibles en los supermercados.

Descartamos enseguida las harinas con aditivos, como fermentos (levaduras), almidones, etcétera, y nos centramos en las harinas normales tipo 0 ó 00 según el tipo de pan que se quiera obtener. En algunos casos como el panettone o la focaccia, en los que se requiere obtener una masa dotada de una red glutinosa particularmente resistente, es indispensable utilizar harinas de fuerza. A menudo, en los paquetes de estas harinas se indica que pueden utilizarse para «altas fermentaciones» o para «masas hechas en casa». En Italia, la legislación no obliga al molino productor a indicar en el paquete el porcentaje de proteínas y por esta razón solo se encuentra escrito en algunos casos2. Podéis, de todos modos, seguir los consejos de vuestro panadero de confianza, que os señalará con seguridad la mejor opción; quedaréis muy bien y aumentará su estima hacia vosotros.

Además, está la «pequeña reina» de las harinas de fuerza: la manitoba. Se obtiene de un trigo tierno canadiense de la región de la que toma su nombre y se utiliza para, como se dice en la jerga, «cortar» una harina débil en un porcentaje que generalmente no supera el 30%.

Quizá os despierte curiosidad un simple test que os permitirá descubrir por vosotros mismos cuánto gluten hay en una harina. Poned en un pequeño bol 20 g de harina con 10 g de agua. Después, con una cuchara de metal, mezclad los dos ingredientes con cuidado para evitar que se pierda parte de la mezcla, formando una pequeña masa que dejaréis en agua fría durante cerca de treinta minutos. A continuación, lavad la masa bajo el chorro de agua fría, trabajándola continuamente con la punta de los dedos, hasta que el agua que desprenda ya no sea lechosa, sino clara. Es mejor que pongáis debajo un colador para evitar perder algún trozo de gluten que, de otra manera, se os podría escapar. Poned después el gluten sobre una superficie durante diez minutos. Habréis obtenido así el «gluten mojado» que tiene cerca de dos partes de agua. Para calcular el porcentaje de «gluten seco», es decir, el que está contenido originariamente en la harina, es necesario dividir el peso del gluten mojado por tres y hacer el cálculo del porcentaje.

Veamos un ejemplo: si desde la masa inicial obtenéis 9 g de gluten mojado habrá que calcular:

9 / 3 = 3 g de gluten seco

3 × (100 / 20) = 3 × 5 = 15%


que corresponde precisamente al 15% de gluten seco contenido en la harina. Éste es un resultado orientativo, no exacto, de la cantidad de gluten presente en la harina.

Podéis hacer también otra prueba que quizá os resulte más fácil y práctica. Amasad igual que antes 100 g de harina y 60 g de agua; poned la mezcla en remojo durante 30 minutos y lavadla como se ha descrito. Esta masa gruesa de gluten debe tenerse en remojo en agua fría durante otros 30 minutos. Trabajadla amasándola un poco y después estiradla para probar su elasticidad: si opone una resistencia considerable antes de romperse, la harina de la que deriva es de fuerza notable y es adecuada para hacer un pan normal. Si, por el contrario, se parte fácilmente y es corta y quebradiza, la harina se puede usar para hacer aquellos productos que, como la masa quebrada y las galletas, necesitan una harina débil.




1.- Tal y como se señala en el prólogo, este sistema de clasificación de harina se refiere a la tasa de extracción de la molienda, sin hacer referencia al contenido de proteínas o a la fuerza de la misma. Así, a lo largo del libro es posible encontrar harina 00 o harina 00 de fuerza, por ejemplo.
Por ello y en general, las referencias a lo largo del libro a la harina 00 pueden considerarse hechas a una harina blanca panificable estándar. Aunque es posible encontrar harinas italianas en tiendas especializadas, puede merecer la pena intentar las fórmulas del libro con harinas locales, consiguiendo así una fusión cultural siempre interesante (N. del E.)

2.- La legislación española, a diferencia de la italiana, obliga a indicar la cantidad de proteínas en los paquetes de harina (N. del E.)

La fermentación





Y ahora vamos a hablar de levaduras y fermentos. Son microorganismos que tienen un ciclo vital completo: respiran, se multiplican y se alimentan de los azúcares contenidos en las harinas generando dióxido de carbono, que es el responsable de que la masa se hinche y se dilate. Está claro, por tanto, que son el motor de la masa y que hay que mimarlos mucho. Ante todo, como todos los seres vivos, necesitan un ambiente idóneo. Se encuentran bien y dan lo mejor de sí a 25 °C en un entorno húmedo. Estamos seguras de que, como nosotras, tendréis con ellos una buena relación.


Tres son los tipos de levaduras que podemos utilizar:



La levadura fresca, de la que acabamos de hablar, existe solo desde hace un centenar de años pero, ¿y antes? Antiguamente, la harina amasada con agua se fermentaba espontáneamente por las esporas que se encontraban en las verduras, en la fruta, en el aire, cerca de los establos. Nuestros ancestros, de hecho, sabían que poner un poco de estiércol de caballo en harina y agua facilitaba la fermentación. No os preocupéis; nosotros no lo haremos nunca, entre otras razones porque, como decía una alumna nuestra: «¡No puedo comprarme un caballo!»

Excluido entonces este método que, sin embargo, nos dice mucho sobre la vida de hace cien años, os aconsejamos otros sistemas más agradables en el capítulo de la masa madre natural.

Pero, ¿cómo y cuándo se descubrió este hecho que nos parece tan natural? Se dice que los primeros en hacer el pan como lo entendemos ahora fueron los egipcios. Parece que durante una inundación del Nilo las aguas alcanzaron los graneros y la gente se encontró ante una masa fermentada que después se fue conservando con mucho cuidado.

Y ahora hablamos del agua, el tercer elemento indispensable para hacer el pan. Naturalmente, ya no es el agua que era antes pero tenemos que convivir con ella. Nosotras os aconsejamos, si podéis, hervirla o decantarla durante unas horas antes de utilizarla.

El agua es necesaria antes de nada para crear el ambiente idóneo para los fermentos. Es con ella con la que podemos alcanzar la temperatura ideal de los 25 °C. Si en invierno hay 18-20 °C usaremos el agua a 30-35 °C; si en verano hay 30-35 °C la usaremos a 20 °C. Cuando en verano los panaderos hacen a mano el pan, que debe estar sobre la mesa durante más tiempo, amasan con agua y hielo. El agua es el elemento que pone en marcha el proceso de transformación que en este momento es el centro de nuestra atención.

La harina está ya sobre la mesa, la levadura en el centro del volcán, cogemos el agua y, tras disolver la levadura, empezamos a añadir la harina. El almidón, gracias a las enzimas propias de las levaduras y de la harina, se transforma en azúcar, primero maltosa y después glucosa. Estos azúcares, a su vez, se vuelven alimento para las levaduras que empiezan a reproducirse, al principio lentamente y después más deprisa, formando, como hemos dicho, gases. En esta fase es en la que, durante la manipulación, se forma el gluten que, con su entramado, cubre la masa e impide salir a estos gases. Finalmente, como colofón a nuestro esfuerzo, hemos obtenido una masa cuya última transformación tendrá lugar en el horno.

La fermentación con masa madre natural





Este apartado está íntegramente dedicado a la fermentación natural con masa madre con la intención de inspirar en nuestros lectores el deseo de elaborar un pan que no se encuentra ya en tiendas y que tiene el gusto de las cosas antiguas. Quizá los más jóvenes se queden perplejos y se pregunten si merece la pena trabajar tanto para obtener un pan ciertamente menos blando que aquel al que están acostumbrados, caracterizado por un gusto un poco ácido que, en algunos casos, podría resultar discutible. Para nosotras merece absolutamente la pena, hasta el punto de estar convencidas de que muchos de vosotros os haréis fanáticos defensores de él.

Ya hemos dicho que en el aire, en las verduras o en la fruta están presentes unas esporas que, si encuentran en su camino una masa de harina y agua, harán de ella su alimento y lo transformarán haciendo que se hinche. Nuestras cocinas son muy asépticas y en muchos casos no se utilizan durante muchas horas al día. Aún recordamos aquellas cocinas de antes con muchos cacitos en la ventana, con unas manzanas perfectamente colocadas en fila sobre la chimenea y otras amontonadas en el rincón más fresco; cada día se hacía una selección quitando las ya demasiado maduras para luego asarlas y, todavía calientes, meterlas en un vaso de vino que, humeante, era un excelente reconstituyente en lugares en los que siempre hacía frío. A menudo en las bodegas cercanas se elaboraba el vino, y en verano se hacían las conservas.

En estos ambientes todo fermentaba rápidamente y la artesa que custodiaba un trozo de la última masa era ciertamente el lugar idóneo. La parte más externa de la masa se secaba y ahora ya sabemos que no era útil para la fermentación porque las enzimas habían desaparecido; no obstante, la masa todavía viva en el interior resultaba tan vital que, aunque en menor medida, podía hacer fermentar otra nueva. Las mujeres de antaño quitaban esta masa, la colocaban en un cuenco con un poco de agua y obtenían de ello una mezcla que constituía la cepa de la nueva masa del día siguiente. Por la mañana, con la primera luz, se amasaba y, en los días de invierno, el pan tardaba tanto en crecer que a veces, para conseguirlo, se ponía bajo las sábanas que todavía conservaban el calor del último que se hubiera levantado. El resultado de este esfuerzo era ciertamente un pan muy pesado y bastante ácido, también porque así duraba más tiempo, que se comía con calma y satisfacía el hambre recia de gente que, aparte del pan, tenía a menudo muy poco.

Nosotros intentaremos obtener un pan que conserve el aroma de otros tiempos, pero acercándonos al gusto de nuestros días. Para empezar vamos a ver cómo obtener hoy en día una masa madre. Lo primero, aconsejamos hacerlo en un día en que se haya elaborado previamente pan con levadura fresca, para capturar alguna espora que haya quedado en el aire. Así, empezamos por ejemplo amasando:

En zonas del sur de Italia, el aceite y la miel se sustituyen por zumo de tomate; en América utilizan trocitos de plátanos maduros o mosto de uva. Lo dejamos a vuestra la elección.

Independientemente de los ingredientes de partida, se hace una masa, que debe quedar bien firme, siguiendo la técnica recogida en la receta del pan casero de Bolonia (página 141); se pone en una taza cubierta por un plato y se deja descansar durante dos días, dejándolo en un lugar cálido, especialmente en las primeras horas. Si después de este tiempo la masa da señales de vida, muy bien; en caso contrario tomaríamos:

y amasaremos de nuevo todo, dejándolo descansar durante otras 48 horas en la taza cubierta y siempre en lugar cálido, por ejemplo cerca de una fuente de calor. Esta última operación se llama en la jerga «refresco», y es algo muy importante.

En la masa madre ocurren, de hecho, dos fermentaciones paralelas: una alcohólica y otra ácida. Los Saccharomyces son los responsables de la fermentación alcohólica; mientras que de la fermentación ácida se encargan las bacterias llamadas Lactobacilli. Si la fermentación ácida predomina sobre la alcohólica tendremos una masa con una consistencia pegajosa y un olor demasiado agrio. En este caso tenemos que restablecer el equilibrio perdido alimentando a los Saccharomyces y dando nueva vida a la masa haciendo precisamente un refresco (es decir, tomando un poco de masa, la misma cantidad de harina y un 45% de agua).

Y volvamos a nuestra masa madre. Ya han pasado 96 horas desde que empezamos nuestro trabajo. Si todavía no ha pasado nada, desgraciadamente habrá que tirar todo; si por el contrario la masa ha crecido y, como sucede a veces, ha levantado el plato que la cubría, por fin podemos decir que tenemos una masa madre. Esta tendrá todavía un gusto un poco rústico y una consistencia muy débil; pero remediaremos estos defectos haciendo, durante una semana más o menos, un refresco al día. Después de tanto esfuerzo tendremos, y no sin cierto orgullo, una levadura natural (masa madre) que puede durar mucho tiempo si se refresca oportunamente cada dos días y se conserva a temperatura ambiente (lo ideal sería a 18-20 °C), o bien cada 4-5 días si se mantiene en el frigorífico (colocándola allí solo después de que haya fermentado, después de tres horas más o menos). También tenéis la posibilidad de refrescarla solo cada 10-15 días con tal de que hagáis una buena cantidad, no menos de 600-700 g, y la tengáis en la nevera.

Ventajas derivadas del uso de esta levadura

La técnica del amasado





La técnica de amasado es diferente según sea la consistencia de la masa: si es dura o blanda pero no pegajosa, se podrá trabajar directamente sobre la mesa, mientras que la masa muy húmeda se amasará en un bol. También se empezarán en un bol aquellas masas cuya consistencia es más difícil de juzgar, como, por ejemplo, algunas integrales.

La elaboración a mano, respecto a la de máquina, hace más lenta la fusión de los ingredientes y la formación de la masa; así, para una masa de ½ kg de harina serán necesarios 8-10 minutos de manipulación.

El orden con el que se deben añadir los ingredientes a la masa se indicará más adelante; de todos modos es posible invertir algunos pasos sin provocar cambios sustanciales en el resultado final.

Sin embargo, hay que tener siempre bien presente que no se debe poner nunca la sal en contacto directo con la levadura fresca.

De hecho, la sal tiene la propiedad de retardar el proceso de fermentación, por lo que es necesario proteger la levadura añadiendo primero una parte de la harina. Si olvidáis poner la sal, no la echéis sobre la masa terminada; disolvedla en muy poca agua y, con paciencia, haced que la masa la absorba. Por el contrario, todas la sustancias azucaradas como la miel, la malta, la melaza o el azúcar tienen la propiedad contraria, es decir, facilitan la fermentación, por lo que pueden ser añadidas incluso directamente sobre la levadura fresca. (En cambio, dado que se ligan preferentemente al gluten, requieren un tiempo de manipulación ligeramente superior).

La proporción agua-harina nunca puede ser exacta y debemos ajustarla juzgando la consistencia de la masa. Por esta razón, no uséis inmediatamente toda la cantidad de agua que figura en las recetas; mantened a un lado algunas cucharadas que se unirán al final solo si veis que hay una necesidad real. También podéis encontraros ante la posibilidad de tener que utilizar una cantidad de agua superior a la indicada, dependiendo de la harina, ya que nunca absorbe de la misma manera. Por ejemplo, si la harina es más rica en gluten, absorberá una mayor cantidad de agua. El gluten, durante su formación, absorbe el 200% de su peso específico en líquidos, tales como agua, huevos, aceite, etcétera. En los días húmedos la harina absorberá menos agua que en los días secos.

También influyen en el comportamiento de la harina las características del lugar en el que ha sido conservada. Hay que recordar, sobre todo para las harinas normales y las que no son de fuerza, llevar a cabo el tamizado antes de proceder con el amasado. De hecho, durante el almacenamiento, los paquetes se someten a la presión de estar uno encima del otro, por lo que la harina, al perder aire, tiende a disolverse más difícilmente; tamizándola absorberá de nuevo el aire, facilitando el amasado.

Básicamente existen dos métodos diferentes para hacer pan o focaccias. Mezclando de inmediato todos los ingredientes (masas directas) o preparando una primera masa con una parte de harina, agua y levadura, a la que que se añaden después los otros ingredientes (masas indirectas o con prefermentos3).

Sin duda es preferible hacer masas indirectas, aunque obliga a decidir con cierta antelación si hacer o no el pan.

Masas madre de levadura o «prefermentos»

Son de cuatro tipos: