Para Jesús, Miguel Ángel, Eloy, Lucía, Luna,
el pequeño Javi… y lo que esté por llegar.

 

Ah, y para todas las Úrsulas del mundo.

Una caja con siete cerrojos

 

Odio a los magos.

No es que no me gusten, no es que me aburran o me caigan antipáticos. Es sencillamente que los Odio. Con «O» mayúscula.

Para empezar, solo hay tres cosas en el mundo que interesen verdaderamente a los magos. Esas tres cosas son: los conejos, las barajas y las chisteras. No me explico por qué les resultan tan interesantes esas tres cosas.

Los conejos son unos animales francamente sosos que quieren parecerse a los peluches, pero que de ningún modo son peluches, y que en cuanto tienen ocasión te muerden el dedo como si fuese una zanahoria o te hacen caca encima al abrazarlos. Una especie de canicas negras y apestosas que nunca encontrarás bajo un peluche.

Las barajas solo les gustan a las ancianas y a los grandes estafadores, que las ponen sobre un tapete verde junto a un puñado de garbanzos auténticos o de billetes falsos. Si uno lo piensa, resulta tonto apostar un montón de garbanzos o de billetes a que te sale un as en vez del rey de copas. Aunque sean billetes falsos.

Las chisteras son unos sombreros antiguos que se extinguieron hace mucho tiempo. Los únicos ejemplares que se conservan hoy en día viven sobre la cabeza de los magos. Son una especie protegida, por eso está prohibido que los cazadores disparen a la cabeza de los magos. De ahí que la enemistad entre magos y cazadores crezca día a día.

Creo que no siempre he odiado a los magos.

Creo que los odio desde que uno de ellos hizo desaparecer a mi madre en una caja negra y luego no pudo hacerla regresar.

Aquella noche, mis padres habían salido a divertirse a Portsmouth. Debo aclarar que, cuando digo «Portsmouth», me refiero a una ciudad que hay a nueve millas de mi casa, porque según los mapas existen otros cuantos Portsmouth en el universo.

Claro que cuando digo «a nueve millas de mi casa», en realidad quiero decir «a nueve millas de la puerta de mi casa», porque quizá la distancia sea un poco mayor cuando uno está haciendo sus cosas en el retrete del pasillo.

Por cierto, que cuando digo «haciendo sus cosas» no me refiero a hacer crucigramas o a hacer ganchillo, sino... En fin, ya sabes a qué me refiero.

¿Por dónde iba?

Ah, sí. Aquella noche mis padres habían salido a divertirse. Divertirse como suelen hacerlo los padres. O sea, nada de experimentos con las cremas del baño ni de desenterrar lombrices del jardín, sino más bien viajar en coche hasta Portsmouth para cenar langosta con montones de mayonesa y luego ir al teatro, al cine, o incluso a un espectáculo de magia.

Papá nunca quiere hablar de lo del número de magia, pero no importa. Yo me lo imagino perfectamente. Lo imagino como si hubiera estado allí.

Hay un montón de hombres y mujeres mirando un escenario oscuro. Casi todos son parejas como mamá y papá, y están sentados en mesas con manteles rojos y lamparitas verdes. Ríen, beben vino y se cuchichean cosas al oído, a salvo de la tormenta que ha empezado a caer sobre los tejados de Portsmouth.

Los focos se encienden y sale el mago. Se llama Victorinni o Antoninni o cualquier otro nombre ridículo acabado en «inni». Tiene los bigotes tiesos y de punta.

«Loquesea-inni» juega un rato con su chistera y una baraja grasienta, y luego se acerca al borde del escenario y pide un voluntario. O voluntaria. Es una lástima que diga «voluntaria», porque tal vez, si no hubiera dicho «voluntaria», mamá no habría subido allá arriba y se habría quedado con papá en la mesa, y habrían vuelto juntos a casa, y ahora estaría aquí regañándome por no apagar la luz de mi habitación nueva, y yo diría que solo diez minutos más y ella que cinco. Pero lo dijo. Dijo «voluntaria» y mamá subió.

«Fru, fru, fru», hacen sus medias al rozar una pierna con la otra.

«Toc... Toc... Toc...», resuenan sus tacones entre las mesas.

«Pum-pum-pum», le late el corazón, porque está nerviosa.

La luz del escenario se vuelve violeta. El mago le pide a mamá que se meta en una gran caja negra que está de pie tras el telón. La caja tiene siete cerrojos y una serpiente plateada pintada en la tapa. Mamá entra en la caja, sonríe y se rasca un ojo. Solía rascarse un ojo cuando estaba nerviosa. El mago cierra la tapa con los siete cerrojos y hace unos pases mágicos con las manos. La gente traga saliva.

Entonces se produce una pequeña explosión sobre el escenario. ¡Ahora la caja está abierta, pero mamá no está dentro! El público aplaude a rabiar. Vaya idiotez.

El mago saluda, cierra la caja y repite los pases mágicos. Esta vez, además, pronuncia un conjuro. La gente traga más saliva. La caja se abre de nuevo. ¡Vacía otra vez! Pero no es una de esas bromas que hacen los magos. Algo ha ido mal. Bajo la chistera le resbalan gotas de sudor hasta la punta de los bigotes. Lo intenta de nuevo y falla. A la gente ya no le queda saliva que tragar. Papá tamborilea con los dedos sobre el mantel. El mago, desesperado, se seca el sudor con la punta de la capa.

No me apetece contar los cientos de veces que el mago repitió el conjuro sin lograr nada. El caso es que mamá no regresó nunca a la caja ni a su mesa ni a mi casa. Se quedó allí, flotando, rodeada de un montón de palomas y conejos y ases de corazones y pañuelos de colores y cuerdas y todas esas cosas que los magos andan haciendo aparecer y desaparecer continuamente.

¿No te lo crees? Te juro que es verdad.

El caso es que ahora vivo sola con papá.

Ah, y por si no te lo he dicho, me llamo Úrsula.

Bueno, en realidad me llamo Rebecca.

No, Úrsula.

¡Rebecca!

Cuentos y mentiras

 

Sé que lo he hecho mal desde el principio.

Sé que uno no se presenta diciendo: «Odio a los magos». Sería bastante raro si alguien llegase al despacho de su médico o de su nuevo jefe, le tendiese la mano y dijese:

–Hola. Me llamo Úrsula Jenkins y odio a los magos.

En realidad, no. En realidad sería fantástico que el otro le estrechase con fuerza la mano y contestase:

–Encantado. Yo soy Jack y detesto encontrar grumos en el puré.

Pero las cosas no suceden así. Lo más probable es que tu jefe te despidiese y el médico te mandase corriendo a hacer unos análisis. Parece que es necesario contarse un montón de idioteces antes de empezar a charlar en serio. Hay que saber cuántos años tiene el otro, dónde vive, cuánto dinero gana a la semana, qué coche tiene y a qué hora se levanta por las mañanas.

Como todas estas cosas suelen olvidárseme cuando estoy delante de alguien, he decidido recortar una tarjeta de cartulina amarilla, escribir en ella esas idioteces imprescindibles y pegarla aquí, para poder presentarme sin perder demasiado tiempo.

Lo malo es que no estoy segura de que con esa tarjeta te hagas una idea muy clara de quién soy. Tal vez tampoco me hace gracia que sepas exactamente quién soy. Empezaré por hablarte de lo que los demás creen que soy.

Ya te he dicho que me llamo Úrsula (olvídate de Rebecca por el momento), pero podría haber añadido algo más. Si quieres dejar claro que te refieres a mí, y no a ninguna otra Úrsula sobre el planeta Tierra, podrías llamarme «Úrsula la Embustera». O, si lo prefieres, «Úrsula la Chalada». O, si lo prefiere tu vecina, «Úrsula Rara Cuatro Ojos».

Es mi colección de motes. Hay gente que colecciona sellos o mariposas. A otros les da por guardar recuerdos de las ciudades a las que han viajado. Luego, mientras clasifican facturas o programan la alarma del despertador, miran su colección y dan largos suspiros. Mis motes son algo parecido. Me los traigo de recuerdo de todos los colegios por los que he pasado. Y van tres.

Te explicaré lo de los cuatro ojos. Dos son totalmente míos, pequeños y brillantes como escarabajos. Los otros dos son mis gafas, grandes y brillantes como culos de botella. Pero sin los ojos de culo de botella, los ojos de escarabajo no sirven para mucho, porque soy miope. Por encima de los ojos hay una coleta. Por debajo, unas piernas demasiado cortas (casi como si fueran brazos) y unos brazos demasiado largos (casi como si fueran piernas). Algo raro debió de suceder durante el montaje. Entre los brazos y las piernas hay una tripa redonda y un ombligo que se parece al botón de la lavadora. Pero, por más que lo pulso, nada.

Es una pena que tú no puedas contarme también cómo eres. Sería distinto si estuviéramos hablando cara a cara o por teléfono. Quizá es por eso por lo que la gente prefiere los teléfonos a los libros. Porque los libros solo funcionan en una dirección.

De todos modos, hay cosas que es mejor contar en un libro, porque así uno puede contarlas como le dé la gana, sin que le interrumpan con un millón de preguntas difíciles. Por ejemplo: «Pero ¿te llamas Úrsula o Rebecca?». «¿De veras son tan grandes los cristales de tus gafas?». «¿No vino la policía a detener al mago que hizo desaparecer a tu madre?». «¿Cómo eran exactamente los pases mágicos?». «¿Funcionarán con mi profesora de gimnasia?». «¿Me estás tomando el pelo o qué?».

Respecto a lo de «embustera», «chalada» y «rara», no es cierto. Bueno, es cierto a medias. No sé, tal vez sea cierto del todo. Tal vez solo sea una mentirosa.

A veces, cuando me pongo nerviosa, se me escapan historias que no son del todo verdad, como la de mamá y el mago. Pero no estoy segura de que sean mentiras.

Sé que hay una diferencia entre las mentiras y los cuentos. Sé que si le dices a un niño que está a punto de dormirse que había una vez en un bosque un conejo chiquitín que cultivaba zanahorias, se llama «cuento», pero que si le dices a tu profesor que un conejo chiquitín se ha comido tus deberes, se llama «mentira». Sin embargo, las cosas no siempre están tan claras. Ni mucho menos. Además, ya te he dicho que odio los conejos.

Quiero que quede clara una cosa: yo trato de decir la verdad. Trato, por ejemplo, de decir que mi madre no desapareció por culpa de un mago torpe llamado «Loquesea-inni». Trato de contar lo que sucedió realmente. Pero luego, cuando estoy delante de un montón de personas que me miran, que miran mis grandes gafas y la goma rosa de mi coleta, me resulta muy difícil hablar de todo aquello, y mi boca empieza a contar sola la historia del mago, que es menos triste y más emocionante. Entonces la gente piensa que eres una pobre mentirosa, pero al menos no piensa que eres una pobre desgraciada.

Y así con todo. Ninguna de las verdades que yo podría decir merecen realmente la pena: «Tengo gafas de culo de vaso». «Siempre me suspenden en Francés». «Mi nueva casa es mucho más pequeña». ¿Y qué? ¿Quién quiere oír esas cosas cuando existen mentiras mucho mejores? Mentiras que a veces puedes terminar creyéndote tú misma.

Definitivamente, soy una perfecta mentirosa. ¡Y me llamo Rebecca!

La cuenta atrás

 

¡He vuelto a hacerlo mal por segunda vez! Estoy pensando seriamente en dejar de contar esta historia.

No sé si te he dicho que mi padre se enfadó bastante cuando se enteró de que iba contando por ahí la historia del mago. En realidad se enfadó muchísimo. Sobre todo cuando grité que si yo hubiera estado allí no habría dejado que metieran a mamá en ninguna caja, y él gritó que no se me ocurriera repetir aquello nunca jamás, y yo lo repetí y papá dio una patada en la puerta de la cocina e hizo un agujero.

Ahora esa casa con la puerta agujereada, la propia puerta y hasta el agujero son de otra familia. Así que serán ellos los que tendrán que aguantar a la malvada Scrooch diciendo que el jardín se llena de bichos por culpa del árbol que separa las dos casas, y que habría que talarlo de una vez por todas.

Papá dijo que era una casa demasiado grande para dos personas. Vaya idiotez. Una casa puede ser demasiado pequeña, pero nunca demasiado grande. Si a uno le parece que su casa es demasiado grande, basta con que se quede quieto en la cocina o en el comedor. ¿Por qué a los adultos les cuesta tanto entender las cosas?

Además, aunque papá no lo sabe, no somos dos en casa. Somos siete: papá, yo y cinco lombrices que guardo en una caja fuerte de juguete llena de tierra fresca, y que recogí del jardín el día que nos marchamos, para salvarlas de un horrible futuro bajo las botas de Scrooch. Hubiera preferido una serpiente. O gusanos de seda. O una serpiente de seda. Pero las lombrices también están bien. Todas tienen un nombre distinto y salen de la tierra cuando las llamo. ¿No te lo crees? Te juro que es verdad. Antes teníamos un gato gris al que llamábamos Astronauta porque maullaba a las estrellas. Pero un día se escapó y nunca volvió, o tal vez sí volvió, pero nunca lo sabré porque no regresaremos a nuestro viejo barrio.

Igual que las lombrices, yo también tengo que acostumbrarme a mi nueva casa. Claro que la mía es más grande que una caja fuerte. Pero no mucho más grande. La casa está en un sexto piso, en el cruce de dos calles muy ruidosas, llena de cajas de cartón y demasiado lejos de mi vieja escuela. Así que ahora empezaré a ir a otra escuela que está pintada de amarillo y que cuando llueve se pone de color mostaza. Es mi escuela número cuatro. Entre mi nueva casa y mi nueva escuela hay un gran parque con un pequeño lago oscuro desde donde cada noche llegan los chillidos de los pájaros. De día, los coches chillan mucho más. Sobre todo si plantas un enorme camión de mudanzas junto a tu portal.

A papá le molestan los ruidos que se oyen allá fuera, pero a mí lo que realmente me asusta son los ruidos que a veces oigo por dentro. Por ejemplo, cuando está a punto de pasar algo que no me gusta, siento que mi cabeza suena como una bomba de relojería. Una bomba que va descontando, segundo a segundo, el tiempo que falta para la explosión. Aquella vez, la explosión era el primer día en mi escuela número cuatro.

«Tic-tac, tic-tac», empezó a susurrar mi cabeza el viernes por la mañana, mientras daba el desayuno a mis lombrices.

«Tic-tac, tic-tac», martilleaba el sábado por la tarde. Se oía un poco más fuerte.

«Tic-tac, tic-tac», retumbaba la noche del domingo. Papá estaba preparando croquetas de espinacas en el salón. Cogía un puñado de pasta verde, lo amasaba entre las manos, me miraba, metía la mano en un cuenco de huevo batido, dejaba de mirarme, cambiaba la mano a otro cuenco de pan rallado, me miraba, sacudía la cabeza y suspiraba por la nariz. Yo estaba sentada en el suelo, rodeada de cajas a medio vaciar y sin hacer nada. Estaba concentrada en mi «tic-tac».

–Mañana empiezas el colegio –dijo al llegar a la cuarta croqueta.

Cuando las personas mayores quieren empezar una conversación con otra persona mayor, hablan del tiempo tan bueno que hace o del tiempo tan malo que hace. Cuando quieren empezar una conversación con un niño, hablan del colegio. Sencillamente es así.

–Ya lo sé.

–¿Qué te parece cambiar de escuela? –insistió papá.

–Bien –contesté.

–¿Bien, bien?

–Bien, bien, bien –contesté de mal humor.

–¿No tienes que preparar tu mochila?

–No –mentí.

–¿No tienes que prepararla, o ya la has preparado?

–Las dos cosas –mentí otra vez. Luego cerré los ojos y metí la mano en la caja que tenía más cerca. En las cajas de la mudanza hay un montón de cosas mezcladas, y es divertido jugar a adivinar a ciegas lo que hay dentro. Podía reconocerlo casi todo: la lámpara de la mesilla, nuestro felpudo color rojo tomate, un despertador, tubos de aspirinas, el uniforme de papá... Al fondo encontré un frasquito de cristal muy frío que no me decía nada. Abrí los ojos. Era un pintaúñas verde que había sido de mamá y que ahora es mío, pero que no sirve porque aún no me dejan pintarme las uñas...

De todos modos, lo apreté con fuerza en mi mano izquierda. Entonces papá interrumpió el juego, porque no suele darse cuenta de cuándo estoy jugando.

–La directora de la escuela me pareció muy simpática.

–Qué bien –dije sin ningún entusiasmo. El «tic-tac» se oía más alto que nunca.

–Y me dijo que tu nueva profesora también es muy simpática.

–Hum –gruñí, apretando el pintaúñas verde dentro del puño. Simpáticos. Simpáticos. Simpátic-tac-ticos. Simpatic-tac-tic-tac. Tic-tac.

–Y también que tus compañeros son simpáticos.

Me harté de aquel ruido y de aquella palabra.

–¡Seguro que el conserje es simpático! –grité–. ¡Y seguro que la profesora de Francés es simpática, y que el psicólogo es simpatiquísimo! ¡¡Apuesto a que es el más requetecontrasimpatiquísimo de todos!!

–¡No empieces a gritar, Úrsula!

–¡Tú también estás gritando! –tomé aire–. ¿Y cómo sabes que son tan simpáticos?

–Porque la mayoría de la gente es simpática. Aunque a ti te moleste.

–A lo mejor es que son simpáticos contigo.

–A lo mejor es que tú no los dejas ser simpáticos.

–A lo mejor es que yo no les gusto como tú.

Papá dejó su croqueta suspendida en el aire.

–¿Por qué no les ibas a gustar?

No dije nada.

–Di, Úrsula, ¿por qué no les ibas a gustar?

Silencio. Más silencio todavía que antes. Hasta el tic-tac se había callado.

–¿Es que crees que tienes algo que no les gusta?

El silencio me hacía mucho daño en la garganta.

–Tú vales tanto como cualquiera, ¿me oyes?

Me tumbé boca abajo para darle a entender que no me apetecía seguir hablando. Entonces me di cuenta de que aún tenía el pintaúñas verde dentro del puño. Me lo eché a un bolsillo del vaquero y estampé la cara contra la alfombra. Sentía el olor de la pelusa en la nariz. Papá se dio la vuelta y rebozó un par de croquetas más (tal vez fueron tres o una, porque ya no le veía). Al final dijo:

–¿No te ahogas?

Quise decir «no», pero salió algo así como «fdgo».

–No estoy enfadado.

Quise decir «ya lo sé», pero salió algo así como «fa do ze».

–Úrsula –dijo, y entonces hubo un gran silencio–. No vas a meterte en ningún lío mañana, ¿verdad? ¿Podrías prometerme eso?

Quise decir «lo prometo», pero no me salió nada.