Cuentos negros de Cuba

Autor

Foto%20Lydia%20Cabrera%202.JPGLydia Cabrera (La Habana, 1889 - Miami, 1991), discípula aventajada del gran Fernando Ortiz, logró figurar entre los más sagaces conocedores del componente africano de este grandioso concepto: Cuba. Desde su niñez se sintió atraída por las leyendas y creencias mágicas de los negros y, habiendo realizado estudios un tanto informales, alcanzó a convertirse en una investigadora de método y de iniciativa, capaz de recorrer en lo físico y en lo abstracto un territorio marcado muchas veces por un carácter ágrafo y esotérico.

En 1913 comenzó a escribir la crónica social de la revista Cuba y América bajo el seudónimo de Nena. Durante su estancia en París, publicó, traducidos al francés por Francis de Miomandre, sus Contes nègres de Cuba (París, Gallimard, 1936), basados en relatos oídos de viva voz, que constituyen tanto un aporte al conocimiento del folclore negro como una recreación poética. De regreso a Cuba, continuó en esta labor que cada vez se fue alejando más de la ficción literaria para derivar hacia un estudio de la cultura afro-cubana, en sus aspectos lingüísticos y antropológicos. Fue asesora de la Junta del Instituto Nacional de Cultura, en los últimos años de la República neocolonial. Trabajos suyos fueron publicados en las revistas francesas Cahiers du Sud, Revue de Paris y Les Nouvelles Litteraires, y en las cubanas Orígenes (1945-1954), Revista Bimestre Cubana (1947), Lyceum (1949), Lunes de Revolución, Bohemia. Su libro Por qué... cuentos negros de Cuba fue también traducido al francés por Francis de Miomandre (París, Gallimard, 1954). En El Monte (1954) se dedica por completo a estudiar los orígenes de la santería, nacida de la mezcla de las deidades de la religión yoruba con los santos católicos. Anago: Vocabulario Lucumi , es un estudio del lenguaje Lucumi y su adaptación al español. En 1955 publicó su recopilación de Refranes de negros viejos (La Habana, Eds. CR, 1955).

 

La primera edición cubana de este libro, Cuentos negros de Cuba, data de 1940. Como explicara Fernando Ortiz, no se trata de piezas primordialmente religiosas, pues en ellas predomina la recreación de mitos inmemoriales, el relato folklórico y la fábula, tal como las que antaño dieron su fama a Esopo. Algunos cuentos, sin embargo, son de personajes humanos “en los cuales la mitología entra secundariamente”. Y aunque la mayor parte de los relatos coleccionados por la autora son de origen yoruba, la evidente huella de la civilización de los blancos que aparece en varios, nos hace constatar ese fenómeno que tan magistralmente conceptualizó nuestro “tercer descubridor” como transculturación.

Legando su lenguaje más bien linajudo a la ironía, la perseverancia, la resolución moral, el carácter abierto y el desprecio a los prejuicios de sus personajes; con esta obra, Lydia Cabrera ha concebido un hito de nuestra narrativa breve y un rico aporte a la literatura folklórica de Cuba, pues como dijera don Fernando: “… la verdadera cultura y el positivo progreso están en las afirmaciones de las realidades y no en los reniegos. Todo pueblo que se niega a sí mismo está en trance de suicidio. Lo dice un proverbio afrocubano: «Chivo que rompe tambor con su pellejo paga».”

 

Introducción

 

Estos cuentos afrocubanos, aun cuando todos ellos están cundidos de fantasía y ofrezcan entre sus protagonistas algunos personajes del panteón yoruba, como Obaogó, Oshún, Ochosi, etcétera, no son principalmente religiosos. Los más de los cuentos entran en la categoría de fábulas de animales, como las que antaño dieron su fama a Esopo, y contemporáneamente a las afroamericanas narraciones del Uncle Remus, que son tan populares entre los niños de los estados del sur en la federación norteamericana. El tigre, el elefante, el toro, la lombriz, la liebre, las gallinas y, sobre todo, la jicotea, a veces la pareja jicotea-venado, o tortuga-ciervo, cuyas contrastantes personalidades constituyen un ciclo de piezas folklóricas muy típicas de los yorubas, donde la jicotea es el prototipo de la astucia y la sabiduría venciendo siempre a la fuerza y a la simplicidad.

Algún cuento, como el titulado «Papá Jicotea y Papá Tigre», ha debido de formarse en Cuba, por la fusión en serie de distintos episodios folklóricos, pues contiene elementos cosmogénicos seguidos de otros que son meras fabulaciones de animales.

Otros cuentos son de personajes humanos en los cuales la mitología entra secundariamente. En varios de ellos se descubren supervivencias totémicas, como cuando se cita el Hombre-Tigre, el Hombre-Toro, Papá-Jicotea, etcétera.

Es curiosa la definición económica que el dios Ochosi, el varón cazador y amoroso de los cielos yorubas, da de la poligamia, distinguiéndola de la prostitución. Aquella consiste en que Ochosi, quien tiene muchas mujeres permanentes, no paga nunca a sus hembras, pero siempre las tiene bien alimentadas y estas trabajan para él.

Otro cuento nos ofrece unas fábulas muy curiosas, de cómo se originaron el primer hombre, el primer negro y el primer blanco. Abundan en el folklore negro los mitos de la etnogenia, pero estos son nue­vos para nosotros. El gran creador Oba-Ogó hizo al primer hombre «soplando sobre su propia caca», mito este poco halagador para el hombre no obstante su deífica oriundez; pero no se aparta mucho del mito bíblico por el cual el primer ser humano nace del fango de la tierra, que Jehová moldea y vivifica, infundiéndole su soplo divino. No se dice en este mito negro cómo fueron los seres protohumanos, pero se explica que uno de ellos, a pesar de prohibírselo el sol, subió hasta este por una cuerda de luz y al acer­carse al astro ardiente se le quemó la piel; mientras que otro hombre subió a la luna y allá se tornó blanco.

La mayor parte de los cuentos negros coleccionados por Lydia Cabrera son de origen yoruba, pero no po­demos asegurar que lo sean todos. En varios aparece evidente la huella de la civilización de los blancos. En algunos hay curiosos fenómenos de transición cultural que son hoy significativos, como cuando el narrador atribuye a un dios el cargo de Secretario del Tribunal Supremo, o el de Capitán de Bomberos.

Este libro es un rico aporte a la literatura folklórica de Cuba, que es blanquinegra, pese a las actitudes negativas que suelen adoptarse por ignorancia, no siempre censurable, o por vanidad tan prejuiciosa como ridícula. Son muchos en Cuba los negativistas; pero la verdadera cultura y el positivo progreso están en las afirmaciones de las realidades y no en los reniegos. Todo pueblo que se niega a sí mismo está en trance de suicidio. Lo dice un proverbio afrocuba­no: «Chivo que rompe tambor con su pellejo paga».

Fernando Ortiz

El mosquito zumba en la oreja

Era una oreja que había venido a menos.

Una oreja muy pobre, y de contra tan prendada de tambores, guitarras, timbales, guayos y maracas, que se olvidaba de vender a buen precio su cerilla. O dándosela a crédito a alguna beata de su parroquia para la lamparilla de sus santos, no se acordaba luego de cobrarla.

Que la oreja en el bembé, la oreja en la fiesta de Ocha; la oreja en las rumbantelas, la oreja en las claves —donde quiera que había tiroriro—, y... la oreja iba debiendo tres meses de alquiler de casa.

¡La oreja debió seis meses de alquiler de casa!

Ya iban a bajar a la calle su cama-camera, la cama de su madre, donde había nacido. Tenía esta cama un paisaje redondo y bellísimo a la cabecera: un lago azul añil —un pato risueño, un pato-nave bogando en medio—, un cielo azul turquesa y una montaña de nácar. ¡Y aquel solemne armario de caoba maciza, enorme, muy labrado y deteriorado, con una de sus dos lunas rotas, que tanto Oreja respetaba! Porque aquel armario... Ella, ella era, una pobre oreja venida a menos; en cambio, su abuelo, ¿quién lo creyera?, su abuelo fue caballero. Es decir, rico.

El armario le había pertenecido, y a la oreja le habían inculcado sus mayores hasta el fondo de su alma, también venida a menos, una admiración sin límites, un respeto religioso por aquel abuelo poten­tado que no había conocido; al extremo que el gran armario del abuelo y el abuelo llegaron a ser lo mismo para la oreja.

¿Cómo permitir que al abuelo, en especie de mue­ble, lo arrojaran a los fosos?

De modo que en tan grave aprieto, la oreja corrió a pedir prestado a unas primas hermanas suyas, invo­cando la enorgullecedora memoria, la sagrada pre­sencia —real, tangible... abrumadora— del asombroso antecesor; y aun estaba dispuesta a ceder­les en esta ocasión, para el resto de sus días, la gloriosa propiedad del armario.

Pensad: el abuelo en la calle, expuesto a pública vergüenza, a pocas horas de la confiscación y de una muerte definitiva, irreverente, en la infamante pro­miscuidad de los fosos.

Fue la prima Consuelo la que respondió espléndi­damente y salvó al abuelo en tan difíciles circunstan­cias. Consuelo, que descansaba de día y trabajaba de noche, y a veces de día y de noche, maquinalmente, y ganaba buen dinero; que cambiaba de nombre y de precio según los barrios, y cuyo único pudor consistía en guardar para sí, clandestino, su nombre verdadero: Pura. Ella también, a veces, pensaba soñadora en el abuelo.

¡Si aquel abuelo tan rico, tan rico —de seguro que nadie en el mundo había tenido tanto dinero—, no se hubiese arruinado, quizás Consuelo...!

En fin, bien porque el armario iba a ocuparle demasiado lugar en la pequeña accesoria en que vivía a la sazón, o más bien porque le daba no sabía qué íntimo reparo guardar sus ligas inconfundibles en tan austeros cajones, Consuelo renunció a la posesión de la reliquia familiar que la oreja le ofrecía compungi­da. Aceptó en cambio la cama de hierro por más útil; el paisaje la refrescaba, la reconfortaba la sonrisa optimista de aquel pato, y le dio lo preciso para arreglar las cuentas con el casero y arrendar otra habitación en que cupiera el abuelo.

—En adelante —se juró la oreja, animada de los mejores propósitos— trabajaré lo estrictamente ne­cesario para pagarle un cuarto.

Ya no tenía cama. ¿Qué más le daba? Una oreja duerme donde quiera. Se acostaría sobre la tabla del medio del armario que, bien visto, era como otra habitación y tenía cabida para todo. (Le servía in­mensamente de fiambrera, de cocina, de ropero, y sobre todo —esto era lo esencial— de vanagloria.)

Con el corazón ligero, la oreja fue a buscar el carro de la agencia de mudanzas Prontitud y Esmero.

Aquel servicio con un solo carretón y una mula —con rosas rosadas de papel marchito en la collera, agriada por la triste experiencia que tenía del mundo y quebrantada por las dietas, los años y el trabajo a palos—, lo hacía el mosquito.

El mosquito, como todo un carretonero, estaba aquel día borracho. Quizá un poco más que otros sábados.

—¿Cuánto me vas a cobrar? —le preguntó la ore­ja, inquieta, pues lo cierto era que del dinero de la prima Consuelo ya no le restaba ni un céntimo.

El mosquito, pensando que aún le quedaba un medio litro por beber, respondió:

—¡Medio!

—¿Medio? ¿Estás seguro?

—¡Sí, medio! —afirmó el mosquito malhumorado.

—¡Pues carga, carga inmediatamente! —le orde­nó la oreja.

—Se paga adelantado —refunfuñó el borracho.

—¡Carga primero! Alza, ¡uf!, firme, ¡diablos! ¡Eh, Mosquito, cuidado! —y fue ardua empresa la de levantar aquel monumento que no se desarmaba, colocarlo luego de pie y, a lo largo, en el carretón.

—¡Se paga adelantado! —volvió a decir el mosqui­to, rendido por el esfuerzo—. Nunca he cargado cosa tan pesada. Es un castillo lo que me llevo.

—Es... —le aclaró la oreja reventando de satisfac­ción— ¡el armario de mi abuelo!

Luego, cuando, después de otras dificultades, el abuelo-armario quedó instalado en el nuevo domici­lio de la oreja y Mosquito exigió el pago, esta le confesó que no tenía dinero:

—Mañana sin falta te pagaré.

—¡Si no me pagas —dijo Mosquito indignado, tomando interiormente una decisión—, Oreja, ten­dremos guerra!

—¡Mañana sin falta!

Pero ni mañana, ni pasado mañana, ni tras pasado mañana... La oreja olvidó aquella ínfima deuda. ¡Un medio!, y volvió a distraerse de las realidades y exi­gencias mezquinas de la vida.

Una noche, Mosquito se presentó en su cuarto. Iba armado de una lanza cuya punta había estado agu­zando todo el día.

—¡Mi medio! ¡Oreja, mi medio! —Y la oreja sin dinero. Sin recordar la dirección de alguna beata que le debía la cerilla.

—¿Yo no se lo advertí acaso? Pues ya lo sabe: ¡la guerra está declarada! —y zumbándole en redor, enredándola en la hebra pegajosa de su estribillo, le clavaba la lanza:

—¡Mi meeeedio! ¡Meee-dio! ¡Meeeeedio!

A partir de aquel día, de cada anochecer al alba, repetía incansable el ataque. La guerra que le hacía el mosquito duró todo el verano, hasta que la oreja enloqueció de desesperación y de rabia.

Cuando creía que había matado al acreedor, im­placable verdugo de su reposo, este resucitaba y se burlaba de ella con un nuevo lancetazo: «¡Meeedio!». Y no era la picada lo que la oreja temía. Lo que más la encocoraba, la daba a los diablos —y acabó con ella—, era la cantinela afilada, obstinada, enloquece­dora, del mosquito que, enteramente dueño del silen­cio, cuanto más ahondaba la noche, atormentador, seguía reclamándole:

—¡Mi meee-dio! ¡Meeedio! ¡Meeeedio!

La tierra le presta al hombre y este, tarde o temprano, le paga lo quele debe

Fue cuando en la tierra no había más que un solo hombre...

Junto al mar se elevaba la loma Cheché-Kalunga. Kalunga se llamaba el mar. El hombre se llamaba Yácara. La tierra se llamaba Entoto.

Cuando salía el sol, Cheché-Kalunga veía al hom­bre abajo, escarbando afanosamente con sus manos en la tierra.

Un día, Cheché-Kalunga-Loma Grande le habló a Entoto:

—¿Quién es ese que veo a mis plantas, que te hiere, te revuelve, te maltrata, devora tus hijos y luego canta: «Yo soy el rey, el rey del mundo»?

Y Entoto le respondió a Cheché-Kalunga:

—Es Yácara, el enviado de Sambia.

Entonces habló el mar. Le dijo a Entoto:

—Que no te engañe Yácara: ¡nunca podrá más que yo, ni puede más que tú!

Y el hombre oyó lo que hablaron el mar, la mon­taña y el llano.

Se acercó al mar y le dijo:

—Soy el enviado de Sambia.

El mar le respondió furioso:

—No reconozco a ningún señor. —Y le escupió al rostro.

Cuando el hombre, como era su costumbre, quiso continuar abriendo agujeros y hurgando en el suelo, la tierra le preguntó:

—¿Por qué tomas lo que es mío?

—¡Soy el enviado de Sambia! —volvió a repetir el hombre. Pero esta vez la tierra se endureció y se cerró y no pudo obtener nada de ella. Entonces Yácara se volvió a Cheché-Kalunga y le pidió permiso para escalar su cima y hablarle a Sambia.

Cheché-Kalunga le dijo: «Sube», y Yácara llamó a Sambia y hablaron:

—La tierra no quiere darme nada de lo que tiene.

—Allá ella —contestó Sambia—; arreglen ese asunto entre los dos.

El hombre descendió y le dijo a la tierra:

—Sambia dice que nos pongamos de acuerdo. —Le pidió que le proporcionara cuanto necesitaba para vivir, y la tierra respondió:

—Bien, te daré a comer mis hijos. Ellos te alimen­tarán a ti y a toda tu descendencia. Veamos qué me ofreces a cambio.

—No sé —dijo Yácara—. No poseo nada. ¿Qué quieres?

—Te quiero a ti —contestó Entoto.

Yácara aceptó, obligado por el hambre que empe­zaba a torturarlo.

—Así será —dijo—. Mas con una condición. Me sustentarás con tus hijos día a día, y yo, al fin, te pagaré con mi cuerpo, que devorarás cuando Sam­bia, nuestro padre, te autorice, y sea él quien me entregue a ti al tiempo que juzgue conveniente.

Llamaron a Sambia, que halló justo el arreglo, y quedó cerrado el trato del hombre y la tierra.

Más tarde el hombre se entendió con el fuego; hizo tratos con los espíritus, con las bestias, con la monta­ña y el río. Jamás pudo pactar nada seguro con el mar ni con el viento.

Chéggue

Chéggue caza en el monte con su padre. Aprende a cazar. Próximo el año nuevo, le dice el padre:

—Chéggue, guarda tu flecha. En estos días nos está prohibido cazar, porque así como nosotros cele­bramos las fiestas del año y nos divertimos en el pueblo, los animales también celebran las suyas y se divierten en el monte.

Bajaron al pueblo. Nadie cazaba ni derramaba sangre de animal. Todos los hombres se estaban tran­quilos en sus casas.

Mañana del año nuevo; Chéggue amaneció llo­rando.

La illaré1 lo mira y le pregunta:

—¿Por qué, Chéggue, por qué sukú-sukú?2

—Porque he dejado mi flecha en el monte. Lloro por mi flecha.

Illaré va a decirle al hombre que Chéggue llora porque su flecha está en el monte.

El padre dice:

—No es el momento de ir al monte ni de tocar una flecha.

Y Chéggue sigue llorando, y Chéggue dice que no comerá hasta que recupere su flecha.

—Deja que vaya a buscarla —suplica la illaré.

Chéggue, en el monte. Recoge su flecha.

Ve una gran asamblea de animales comiendo y bebiendo dengué3 caliente. Dispara la flecha, se la clava en el corazón al más viejo de todos.

Chéggue no vuelve del monte.

La illaré, con un grupo de mujeres, va a buscar a Chéggue.

(Voces de mujeres entre los árboles.)

 

Chéggue, ¡ay, Chéggue!

Chéggue, ¡ay, Chéggue!

 

Chéggue no responde. Contestan en coro los ani­males del monte.

Las mujeres no entienden lo que han dicho; van a buscar a los hombres. Ellos saben.

Va el padre de Chéggue, va solo.

 

Chéggue, ¡ay, Chéggue!

Chéggue, ¡ay, Chéggue!

 

Y aparecen todos los animales cantando y bailando.

 

Chéggue, ¡oh, Chéggue!

Tanike Chéggue nibe ún

Chéggue ono chono ire ló

Chéggue tá larroyo...

 

—Chéggue nos vio contentos celebrar el año nue­vo. De un flechazo mató a nuestro jefe. De un flecha­zo en el corazón. Chéggue está muerto. Su cuerpo ahí yace en un arroyo...

—Ven —le dice el cazador a la illaré—. Chéggue está muerto en el arroyo.

El hombre lo carga, se lo lleva en hombros…

1 La madre.

2 ¿Por qué lloras?

3 Bebida hecha de maíz, que se bebe caliente.