AGRADECIMIENTOS

Hay novelas tan importantes para ti que te entran ganas de darles las gracias a las musas que te las regalaron, la banda sonora de Los protegidos que te ponías en los momentos clave, el teclado que aporreabas llorando, riendo, enamorándote, sintiendo hasta límites que antes no creías posibles, así que, sí, me temo que esta vez voy a explayarme.

Quiero dar las gracias a Plataforma Editorial por acogerme en su casa, por cuidarme con mimo y con delicadeza, por apostar, por confiar y por hacer tantas cosas cuquis de la novela. En especial, a mi editora Anna por creer y hacerme creer, por ilusionarse cuando Julien solo era un esbozo y poner corazones en los laterales del manuscrito cuando una escena le gustaba mucho, por quererlo desde el primer momento y darme los argumentos para que me quedase, y es que ella, ella no me habló de un producto, ella me habló de los personajes, de lo que había experimentado, de lo que significaban, y supe que veía reales a mi gigante bondadoso, a la chica de los colores y al rubio de las sonrisas y que no podrían estar en mejores manos. No me equivoqué.

A Pilar y a Inés. Mis novelas hace tiempo que dejaron de ser solo mías para ser nuestras, y es ahí, en la acción de compartir, donde encuentro esa magia que hace que desde que llegasteis a mi vida escribir sea más bonito, más intenso y más especial. Gracias por darme consejos, por emocionaros, por ayudarme a que el resultado sea mejor, pero, sobre todo, gracias por formar parte de mi locura, ya sea mandando vídeos de la canción de Justin Bieber que me quebró un poquito el corazón y con la que surgió la idea, dejando audios en nuestro grupo en los que la risa ocupa más espacio que las palabras o hablando de nada y a la vez de todo.

A Daniel Ojeda. Gracias por regalarme el talento de tus letras. Gracias por aconsejarme en los desayunos en los que el tiempo desaparece y las galletas de dibujos animados están demasiado ricas. Gracias por hacer que el mundo de la literatura a tu lado sea más bonito.

A mi madre y a mi padre, Elena y Javier. Sois mis fuerzas. Sois mis ganas. Sois la ilusión. Sois el sueño. Sois el motivo por el que sé que nunca dejaré de escribir. Sois los que me habéis enseñado una gama inmensa de sentimientos. Mi inspiración. Sois la cara del amor. A mi familia, los que están y los que no, Emiliano, Bertita, Juliana, Fidel, Antonia, Miguel Ángel (Titi), Jorge y Amparo, por enseñarme que la felicidad reside en una partida de dominó, la voz más bonita del mundo cantando una copla, la tortilla de patatas más buena del mundo, bajar la avenida de la Albufera subida a tus hombros, escuchar una y mil veces el día que me colé en la casa abandonada de José con los perros llenos de pulgas, mandarme un mensaje antes del derbi deseando suerte al Atleti aunque eres acérrimo del Madrid, riendo como una loca escuchando los chistes más graciosos del mundo o viéndote bailar el día de tu cumpleaños en el río Cabriel. Vosotros sois la felicidad. A mi gigante bondadoso, Rubén, por dejarme perseguirte por toda la casa aun con treinta años, y a mi chica de los colores, Nuria, por dejarme experimentar lo que es tener una hermana.

A Pablo. Gracias por entender que compartes piso con tu novia y cien personas que habitan en su cabeza. Por apoyarme. Por ser el protagonista perfecto que el destino escribió para mí. A tu familia por hacerme sentir que también es mía: Lola, Sara, Carmen, Pepe, Paco, Mari y Lucía.

A la gente de Villora. A mis amigos. Del Erasmus: Ana, Paula, Vera, Cristian, Sara, Ángela, Mado, Roberto y Laura. Del cole: Alba, Cristina, Bea, Silvia y María. De Romance: Tamara, Paloma y Alba. De la universidad: Raúl, Alberto, Dani y Carlos. De ese lugar en la tierra que contiene mi paraíso (Villar del Maestre): Alejandro, Silvia, Miguel, Alberto, Carolina, Mónica, Toni, Samuel, Antonio, Clara, Jesús, Sergio, Víctor, Carmen, Guillem, Tamara, Rubén, Nuria, Vanessa, José, Nico, Paula, Lara, Laura, Migué, Natalia, Berta, Diego, Mario, Blanca, Rodrigo, David, Irene, Carlos, Darío, Noah, Laura, Alicia, David, Andrea, Guille, Raúl, Ana, Rosa, Tito, Belén, Sergio y Lucas. De la oficina: Sheila, Raquel P., Nuri, Sandra, Sara, Raquel V., Andrea, Javi, Ceci, JC, Rosa, Fani, Yoana, Virginia P. Eva, Virginia V. Nati, Alberto, Juanjo, Jorge y Ruth. De la uni/intento fallido de enfermería: Soraya y Mercedes. De esa familia improvisada en Madrid: Mónica, Jaime, Nuria y Nichel. ¡Me he quedado a gusto! ¡Sois un millón! Un millón de personas importantes en mi vida y, estar tan completa me convierte en alguien tremendamente afortunado. ¿Sabéis lo que es poder poner este pedazo párrafo repleto de nombres de gente que quieres? ¿Os hacéis una idea de cómo te hace sentir? ¿De cómo me hace sentir? Voy a confesar una cosa. De pequeña quería ser sirena, luego vivir en las estrellas, posteriormente me frustré mucho cuando no me llegó la carta de Hogwarts… y ahora, ahora a veces tengo miedo, porque cuando hago balance, cuando todos y cada uno de vosotros acudís a mi mente, siento que no hay nada más que pedir, que lo tengo todo, que no fui sirena, ni estrella, ni maga, pero que gracias a ello en algún momento me crucé con vosotros y, joder, eso sí que es magia, la de la realidad, la que hace que desde el sofá de mi casa a veces le sonría a la vida porque sí, porque se lo merece, porque os tengo.

A las lectoras y lectores. Después de la presentación de Hasta que el viento te devuelva la sonrisa en Madrid, una buena amiga me escribió y me dijo: «Tía, ayer lo conseguiste, porque tú no querías publicar, tú querías que la gente estuviese dispuesta a leerte». Gracias por hacerlo. Gracias por sumergiros en mi imaginación. Gracias por dar vida a los personajes. Gracias por hacer realidad lo imposible. Gracias por dejarme soñar.

Y por último, bueno, por último, llegó su turno. Los escritores nos despedimos de los personajes con letras y aquí os dejo las que le dediqué hace exactamente una semana a él, sin cambiar ni una palabra ni una coma, como me salió del corazón y transcribí en mi libreta.

«Querido Julien:

De todos los lugares del mundo nunca pensé que me despediría de ti y te daría las gracias en medio del océano, con el sol ocultándose en el mar que me rodea y tiñendo el cielo de rojo. En realidad, nunca me planteé cómo decirte adiós y creo que no hay mejor manera que con las vistas más maravillosas del mundo. Es lo que te mereces después de regalármelo.

Darte vida ha sido una experiencia que nunca olvidaré. Lo conseguiste. Me entregaste aquello que todo escritor anhela. Me hiciste sentirte real. A mi lado. Hablando sin parar. Cantando bajito. Riendo hasta que tu carcajada se colaba por mi oído.

Gracias.

Gracias por elevar la escritura a otro nivel. Gracias por ofrecerme un abanico de emociones. Gracias por vaciarme. Gracias por llenarme tanto y quedarte dentro. Porque estás conmigo, en cada detalle de tu persona (los que se publican y los secretos que me quedo para mí) que hace posible que en las circunstancias más dispares algo se active en mi interior y suelte una carcajada que te pertenece.

Gracias por tratar de ese modo a mi gigante bondadoso, por conseguir que la chica de los colores volviese a pintar y por cuidar a las personas en un mundo en el que cada vez importan menos. Gracias por dejarme conocerte, acompañarte y, de un modo u otro, seguir a tu lado. Porque yo también he aprendido. Yo sonrío cada día al mundo porque gente como tú puede habitar en él.

Con cariño (y un poco de frustración por el bloqueo escrituril de medio año que me has dejado),

ALEXANDRA ROMA

Para todo y para siempre».

CAPÍTULO 1 JULIEN

18 años antes

Si alguien le preguntase a ella el momento exacto en que nos hicimos amigos diría «años después» y, desde su perspectiva, no estaría mintiendo. La primera vez que la vi ni siquiera se percató de mi presencia y nunca se lo confesé. Mejor así. El recuerdo seguía siendo privado. Mío. El dibujo mental que hice de aquella extraña acabó convirtiéndose en el germen de todo lo que vendría después, el preciso instante en que la descubrí desde la distancia.

–Deja que Julien venga a jugar, por favor –insistió por décima vez Lucas, mi mejor amigo, haciendo uno de esos mohínes que eran su mejor arma para conseguir todo lo que se proponía.

Corría el mes de julio en Ketchikan. El sol todavía nos honraba con su presencia y nuestros padres trataban de exprimir hasta el último segundo en el que sus rayos nos tostaban la piel. Ellos ya sabían lo que vendría después. Alaska era bastante predecible. Los cielos encapotados lo cubrirían todo durante semanas interminables de noche infinita, el aire gélido se clavaría en nuestra piel y haría que nos escociesen los ojos y los árboles no podrían resguardarnos de las gotas de lluvia y de los copos de nieve con sus frondosas copas enredadas en el cielo.

La temporada de turismo era corta en esa parte del mundo. El tiempo justo para que nuestro entorno pellizcase el corazón de los visitantes a base de espectaculares atardeceres sobre los islotes del Pasaje Interior del Pacífico y paseos por los parques nacionales, en los que la naturaleza salvaje atrapaba sus huellas. Los segundos exactos para que los invasores que multiplicaban los escasos ocho mil habitantes durante nuestro suspiro de verano se marchasen con la sensación de que habían vivido algo que no alcanzaban a comprender. El poder de las semillas en el suelo. La libertad del viento que no chocaba contra muros. La sonrisa que dibujas en el firmamento trazando las líneas que separan las estrellas.

Dueños de lo que nos rodeaba, los habitantes les cedíamos estos espacios tan llamativos para disfrutar de la tranquilidad del bosque, alejados del sonido constante de las cámaras de fotos y de la frustración al comprobar que la única intención de esas personas era capturar Alaska en su tecnología sin mirarla, sin atesorarla al cerrar los párpados en algún rincón al que poder regresar.

Todo esto lo aprendí después. El día que mi camino se cruzó con el de ella, yo no era más que un niño de nueve años enfurruñado porque su madre lo había castigado y no lo dejaba ir a jugar con su amigo.

–Yo lo vigilaré –aseguró Lucas, y lo intentó con la segunda baza que tenía. Se apartó el pelo negro azabache y se pellizcó el brazo disimuladamente para que sus ojos azules se pusieran vidriosos. Ni el adulto más severo era capaz de resistirse a ese gesto–. Por favor.

Mi madre, Serena, se colocó las gafas encima de la cabellera rubia, que yo había heredado, dejó en el suelo la novela del hombre sin camiseta con una falda a cuadros y cambió su postura apoyada contra el tronco de un pino para reincorporarse con la espalda erguida.

–¿Te portarás bien, Julien?

–Que tiemblen los ángeles, que hoy les robo el puesto –Me removí inquieto, clavando la puntera de mis zapatillas en la tierra húmeda.

–Nada de rasparte las rodillas, romper la ropa Dios sabe cómo o aparecer con otro diente roto. ¿Lo has comprendido? –Levantó un dedo inquisidor.

–Tragué suficiente sangre con este para darme cuenta de que no me gusta el sabor. –Como prueba, me levanté el labio superior de la boca y le mostré el incisivo de leche partido en mi última aventura.

–¿Y los puños?

–En los bolsillos. No saldrán de ahí.

Mi madre me observó fijamente, valorando si le estaba diciendo la verdad. A diferencia de Lucas, yo no sabía disimular. Era bastante básico y bruto. Uno de esos niños traviesos a los que se ve venir a leguas de distancia. Tenía una sonrisa de diablillo que activaba los sensores de alarma de ella con unos rayos X detrás de unos ojos que me traspasaban.

Como mi amigo me conocía bastante bien, se colocó detrás de ella y escenificó lo que debía imitar. Brazos entrelazados en la espalda, sonrisa con una dulzura fingida y ojos suplicantes de cordero degollado.

–Hoy no me pegaré con ningún niño. Te lo prometo. –Traté de sonar mayor. Eso solía funcionar.

–Mamá confía en ti. Pero, como me mientas, te dejaré sin… –Dudó. Mis constantes trastadas la habían llevado a imponerme la mayoría de los castigos típicos–. Bueno –se mordió el labio–, ampliaré el plazo y estarás una semana más sin todas las cosas.

Acepté de inmediato. Era mejor no dejar que diera rienda suelta a su originalidad.

–¿Vas a hacerle caso? –Lucas rompió el silencio cuando estábamos lo suficientemente lejos como para que ella no escuchase la respuesta.

–Ojalá pueda –dije–. Ojalá me dejen.

Nuestros amigos no estaban allí. A la mayoría solo les gustaba jugar a la consola, ver la televisión o ponerse pesados hasta salirse con la suya y que sus padres les dejasen el móvil. No era nuestro caso. Éramos curiosos, teníamos mucha energía que descargar y un espíritu aventurero por el que nuestras madres se santiguaban. Preferíamos hacer avionetas de papel que emulaban a los hidroaviones de la zona o agarrar un palo y apretarlo con fuerza hasta que se convertía en una espada, una varita o una serpiente. Cómplices con los mismos gustos.

Esa tarde solo tuvimos que detenernos de golpe, ladear la cabeza ante lo que vimos y, sin mediar palabra, salir corriendo para escalar el árbol de enfrente. Lo hicimos como si se tratase de una competición, agarrándonos bien a la madera durante el ascenso y colocando los pies con cuidado en aquellos lugares en los que había un hueco. Gané por un par de segundos y Lucas chasqueó la lengua, enfurruñado. Odiaba perder.

–¿Cuándo aprenderás que soy el campeón? –Me apoyé contra la rugosa madera.

–Tienes suerte… –Me imitó a horcajadas, con las piernas colgando a ambos lados de la rama.

–Debo de ser el chico más afortunado del mundo, porque siempre lo consigo.

–Hasta que se te acabe… –Arrugó la nariz, y supe que iría todos los días de la semana a practicar y me retaría de nuevo cuando sus tiempos fuesen alucinantes.

–¿Por qué te importa tanto ganar? –me atreví a preguntar.

–Porque él dice que no llegaré a ser nadie, como mis hermanos. Y tengo que demostrarle que tiene delante al número uno para que se atragante con sus palabras. –Se refería a su padre. Había sido testigo de esa frase y, aunque no sabía exactamente a qué se refería con temas como «malgastar dinero» en algo que no serviría para nada como el colegio y las extraescolares, entendía que no estaba bien. A Lucas no le gustaba. Se ponía triste–. Ya verás cuando sea alguien importante y tenga mi propio cartel en la carretera. –Su principal aspiración era que algún día su cara apareciese en una valla publicitaria.

–Tendré que salir contigo si no quieres que los coches se estrellen al ver tu gepeto, caraculo –lo provoqué, y conseguí que me mostrase el dedo índice mientras susurraba «idiota» como respuesta.

No estábamos demasiado alto. Aun así, allí el aire olía de otra manera, cuando entraba en los pulmones parecía que te metieses directamente el chute de oxígeno que desprendía la montaña.

–¿Lo ves? –Oteé el horizonte.

–Tienes que dejar de actuar como su perro guardián, tío. –Habíamos copiado la expresión de unos chicos que tenían cinco años más que nosotros. Nos hacía sentirnos mayores y guais.

–Jeremy es mi responsabilidad.

–Lo sé. –Lucas echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos mientras el sol que se colaba entre las hojas le daba en la cara–. Pero de vez en cuando tienes que dejar que esté con los demás sin andar detrás enseñando los dientes.

–Eso hago… Hasta que se vuelven contra él. –Incluso siendo un niño tan pequeño, me puse tenso.

–Lo que imaginaba –suspiró, resignado.

–¿Qué?

–Lo de los puños en los bolsillos era mentira. –No lo negué.

Lo localicé entre el gentío.

Mi hermano Jeremy era dos años mayor que yo. Lo normal habría sido que fuese él quien defendiese al otro gruñendo y ladrando si hacía falta, pero en nuestro caso los roles estaban cambiados.

Mis padres siempre mencionaban que cuando él nació parecía que ya estaba criado, por la mata de pelo negro que tenía, los mofletes hinchados porque nunca rechazaba una sesión de comida y su enorme tamaño. Luego, gracias a sus noches de insomnio, comprobaron que tenía una potencia de berrido increíble y llegaron a la conclusión de que tal vez habían traído al mundo al heredero de Pavarotti.

Buenas noticias. Nada de qué alarmarse… Hasta que llegó el reconocimiento médico.

Era un bebé gordo al que no había manera de convencer de que no se lo llevase todo a la boca cuando le diagnosticaron hiperactividad con un grado de discapacidad del setenta por ciento. Ellos, que no conocían la enfermedad, pensaron que solo sería un niño más nervioso que el resto, pero se equivocaron.

Jeremy era alguien diferente, especial y único. Robándole las palabras al doctor que tantas veces repitieron en casa, un niño infinito cuya mente nunca llegaría a cumplir más de doce años, aunque su cuerpo creciese en el ciclo inevitable de la vida. Peter Pan.

Supongo que el gran hándicap que tenía era su aspecto. Físicamente era un gigante, con las gafas caídas y los mocos sin limpiar, que lo destrozaba todo a su paso. No podían ver su interior. Tal vez si hubiera tenido los rasgos más reconocidos de un Síndrome de Down, nadie en su juicio podría haberse metido con él e irse a la cama con la conciencia tranquila.

Sin embargo, Jeremy parecía tan común que el resto del mundo no interiorizaba que debían tener más paciencia con él. Con el paso de los años he aprendido a no culpar a los niños, a no odiarlos por su trato cruel, a justificar los desplantes y los lloros que le causaban, bajo el pretexto de que todavía no estaban formados del todo, que eran un proyecto de hombres.

No ocurre lo mismo con sus padres. Ellos tenían la clave y nunca la utilizaron. Cada vez que mi hermano se acercaba a jugar y le quitaban los asquerosos muñecos de plástico para que no los rompiese, impidiéndole tener un amigo. Justificando los insultos de sus hijos con el pretexto de que eran «chiquilladas», en lugar de regañarlos para que aprendiesen la lección. Solicitando al claustro del colegio que lo cambiasen de clase porque retrasaba al resto, en lugar de felicitar a los profesores por conseguir que aprobase. Actos en los que perdían un poco de su alma.

Claro que todo eso lo aprendí con el paso del tiempo. Con nueve años, cada vez que veía al grandullón amante de la comida agachar la cabeza porque un grupo de niños cerraba el círculo para que no pudiese entrar, frotarse los dedos después de llevarse un manotazo por intentar agarrar un juguete o ladear la cabeza tratando de comprender por qué lo insultaban, los odiaba a todos. De un modo visceral, irracional y violento. Si por mí hubiera sido, habría agarrado un palo y les habría atizado como a una piñata. Mis padres y Lucas me contenían.

La primera vez que fuimos al parque mi madre me dijo que el grandullón era mi responsabilidad. Debía vigilar que no se perdiese en el bosque persiguiendo a un animal o saliese disparado en dirección a la carretera cuando venía algún coche. Me lo tomé muy en serio. Tanto, que añadí nuevas funciones. Cualquiera que intentase herirlo pagaría por diez el daño que le produjese, sin importar que, a ese ritmo, mi infancia acabase reducida a pasar de un castigo a otro, como en el juego de la oca.

Él era lo más importante, al menos hasta que llegó ella y escaló posiciones hasta situarse a su altura.

–¿Conoces a la nueva? –Lucas interrumpió mis pensamientos mientras observaba al grandullón rechazado yendo de grupo en grupo. No cesaba en su intento de hacer amigos a pesar de toparse una y otra vez con negativas.

–Ni la había visto. –Me encogí de hombros. No prestaba demasiada atención a las niñas.

–Su padre era de aquí, pero se fue a vivir a Florida. Se han mudado hace un par de semanas. Vendrá con nosotros al cole en septiembre.

–¿Cómo sabes tanto de su familia?

–No hablan de otra cosa en casa. –Lucas arrancó una rama pequeña y jugueteó con ella antes de tirarla–. Se llama Crysta y mi madre dice que el nombre es de lo más acertado, porque tiene los ojos como el cristal.

Ese dato llamo mi atención. Una persona con los ojos como cristales debía de molar.

Seguí la dirección de su mirada y me topé con ella. No fue tan difícil. Tendría nuestra edad y estaba sentada sobre una manta blanca repleta de juguetes que resaltaba entre los tonos apagados del bosque. Llevaba un vestido rosa y el ondulado pelo canela repleto de lazos.

–Parece un pastel de merengue –repuse con desagrado. Detestaba a las niñas repipis. Dejé de prestarle atención y me percaté del interés que despertaba en mi amigo–. No, no y desde luego no.

–¿Qué?

–Nada de subirle la falda para verle las bragas, meterle hormigas por la espalda y mucho menos estirarle del pelo. –Eran las tres únicas formas de interactuar con niñas que conocía Lucas.

–¿Por qué?

–Eso me pregunto, ¿por qué te divierte tanto molestarlas?

–Porque gritan mucho, corren menos que nosotros y no nos pueden pillar –contestó como si eso lo aclarase todo.

–Conozco mil maneras mejores de pasar el rato que oír chillar con voz de pito a ese pastel. –Volví a mirarla y entonces me percaté de un detalle. ¿A quién le encantaban las tartas? Al grandullón–. ¡Mierda!

Me puse de pie de un salto y me agarré al tronco para comenzar el descenso.

–¿Adónde vamos? –Lucas me siguió.

–Con el pastel de merengue.

–¿Alguna idea interesante? –me preguntó mi amigo. Descendíamos lo más rápido que podíamos.

–Quiero evitar un desastre. –Supe que no lo comprendería por lo que añadí–: Jeremy se está acercando a ella y no pego a las chicas.

Saltamos cuando quedaban pocos centímetros para llegar al suelo. Corrimos en su dirección sorteando al resto de los grupos. No me importaron sus quejas cuando les golpeaba a mi paso. Tenía que llegar hasta ellos. Era urgente.

Un grupo de curiosos se cernía disimuladamente a su alrededor para observar lo que estaba ocurriendo. Me temí lo peor: encontrar a esa masa de rizos insultándolo o mirándolo con desprecio y superioridad.

Sin educación, utilizando los codos y valiéndome de mi pequeño tamaño, aparté a la gente hasta quedar frente a ellos. Me quedé paralizado al ver la estampa. Jeremy, el paria, el que ningún niño quería a su lado, del que todos huían como si tuviera la peste, estaba sentado sobre la manta blanca, frotándose las manos desconcertado por haber sido aceptado por la niña con la que todos querían estar.

–¿Quieres pintar? –Su voz sonaba tan cursi como había imaginado y las ondas de su cabello se movían al ritmo de su voz. Sin embargo, había algo más, un deje que destilaba carácter y personalidad, con aquel rostro de rasgos finos que la hacían parecer un duende de piel canela repleto de pecas alrededor de la nariz.

–¿Me las dejas? –Jeremy abrió mucho los ojos tras las gafas, cauteloso, intentando distinguir si el ofrecimiento de la niña era real. No se lo podía creer. Ninguno de los que estábamos allí lo hacía.

–Claro.

Mi hermano agarró el rotulador, dubitativo. Me pareció ver cómo las manos le temblaban. No se hacía a la idea de que alguien decidiese, sin que su madre se lo ordenase, compartir algo con él.

La sorpresa no le duró mucho. Tendía a aceptar las cosas. Para bien o para mal.

Inmediatamente se mordió el labio y comenzó a garabatear figuras sin sentido. Lo hacía con esmero. Solo él sabía qué representaban. Ya casi me había relajado cuando mi hermano apretó el rotulador con fuerza e hizo una línea tan larga que sobrepasó el folio, manchando la manta blanca y el pelo rubio de una de las impolutas muñecas que tenía el pastel andante. La tinta rosa no tardó en calar y oí las risitas de algunos de los congregados. Llegaba el momento que ellos esperaban y el que yo más temía.

–Lo siento… –balbuceó, intentando limpiar el estropicio con sus manazas, pero la mancha se esparció todavía más en la superficie–. Ha sido sin querer… –Se me partió el corazón al verlo tan asustado, cómo una persona de ese tamaño se encogía sobre sí misma adelantándose a unos golpes que dañarían su piel o unos gritos que le retumbarían en los tímpanos.

Tomé aire y avancé un paso. Llegaba mi turno. Estaba meditando lo que haría o diría cuando ella habló:

–Lo sé. –Le restó importancia con la mano.

–Se la llevaré a mi madre para que la limpie y… –Jeremy seguía disculpándose con la muñeca en la mano.

–No hace falta. –La rozó sin quitársela–. Así está mejor. Todas las demás son iguales. Esta es ahora más moderna. –Acarició el cabello de la muñeca, que se coló entre sus dedos–. ¿Crees que podrías hacérmelo a mí?

–¿Qué? –No lo comprendió.

–Pintarme un mechón.

El pastel seleccionó uno y mi hermano de nuevo valoró que no se tratase de un juego cruel antes de depositar la muñeca en el suelo y volver a tomar el rotulador rosa para pintar a la niña. Ella se dejó hacer sin parar de sonreír. Entonces, solo entonces, giró la cabeza y se dirigió a la pequeña multitud allí congregada.

–¿Vosotros también queréis que mi amigo os haga una mecha? ¡Vais a tener que hacer cola! Solo las cinco primeras son gratis.

Juro que nunca he visto a mi hermano emocionarse tanto como cuando ella lo llamó «amigo» con tanta facilidad. Solo le faltó saltar o aplaudir, pero él era cauteloso a la hora de mostrar sus sentimientos. En eso nos parecíamos. Sin embargo, a Jeremy la coraza le venía impuesta y yo me vestía cada mañana con ella para no ser vulnerable y que, como ese día, nadie notase que la piel se me ponía de gallina al verlo tan feliz.

La chica paseó la mirada de uno a otro con una sonrisa retadora. En ese preciso instante dejó de ser para mí un pastel andante para convertirse en Crysta. Y, cuando sus ojos se detuvieron en los míos, me sorprendió que fuese cierto que parecían dos cristales azules en los que te podías reflejar. Nada me hizo presagiar que el mechón pintado de rosa de una muñeca nos cambiaría para siempre a Jeremy y a mí. A él, que comenzó a pedir Barbies como regalo de Navidad para compartirlas con ella, a mí, que tardé más en lograr que hablara conmigo, pero que desde ese momento irremediablemente la respeté y la admiré desde la distancia.

El rosa se convirtió en mi color favorito. Significaba amistad. Era la sonrisa del grandullón.

CAPÍTULO 2 CRYSTA

Era una princesa.

O así me sentía ese día, en mitad de nuestro nuevo salón, con el aire que se colaba por las ventanas abiertas removiendo los plásticos que todavía cubrían algunos muebles. El tiempo había pasado volando desde que nos habíamos mudado de Miami a la ciudad natal de mi padre en Alaska.

Mi padre, Brad, había vivido en Ketchikan hasta que empezó a destacar en el fútbol, un ojeador lo fichó, y él y su familia tuvieron que trasladarse al sur a perseguir unos sueños de papel. Nunca se convirtió en la estrella que vaticinaron los expertos ni alcanzó los lujos con los que fantaseaba al firmar el contrato. Pero la realidad no pudo con él. Aprendió rápido que la gloriosa meta solo era un espejismo enrevesado y falso y que lo importante no era alcanzarla, sino el camino. Terminar, en el final o en el medio, con la sensación de que había hecho todo lo que estaba en su mano. Luchar. Divertirse.

La señal de stop llegó gracias a la pesada etiqueta de los deportistas, la de «viejos», que aparecía demasiado pronto. Su posición de portero le permitió aguantar más que los compañeros que empezaron con él, pero a los treinta y cinco años llegó su turno de decir «adiós» al club y «hola» a las nuevas generaciones repletas de ganas que lo sustituyeron.

El ambiente en casa las semanas siguientes fue extraño. Tenso. Mi madre lo observaba de reojo cada vez que se encerraba en su despacho. Le dejaba su espacio, su proceso de adaptación a la nueva etapa, aunque parecía que tenía un nudo que la presionaba a la altura del pecho. Deduzco que una parte de ella sentía curiosidad y otra temor por lo que estaría ocurriendo dentro de la habitación con las persianas bajadas. Contaba las botellas de whisky del minibar y revisaba que todas siguiesen en su sitio cada vez que mi padre salía.

Por eso, cuando nos reunió en el salón y nos explicó su plan, expulsó todo el aire contenido y emitió una risita histérica de alivio. Tras barajar diferentes opciones, regresábamos al origen, a Ketchikan, a reparar barcos. El abuelo se había dedicado a ello toda la vida y papá había sido su aprendiz. El señor al que le habían vendido el negocio iba a jubilarse y sus hijos no mostraban interés en seguir sus pasos. Su señal. Nuestro momento. ¿Cómo decirle que no?

–No es pasión de madre, lo juro. No existe en el mundo una niña más guapa que tú. –Mi madre terminó de subirme la cremallera del vestido verde–. ¿Es o no una muñeca, Becca?

Mi hermana mayor dejó de mirar por la cristalera con melancolía para prestar atención. No estaba llevando bien el cambio de ciudad. Con quince años, mudarte a miles de millas de tus amigos era un drama, y más aún para ella, que siempre estaba de mal humor y no hacía nada para disimularlo; al contrario, desde que se levantaba hasta que se iba a dormir, no dejaba de criticar todo lo que nos rodeaba.

–Esperemos que por dentro no esté tan hueca. –Apretó la coleta con las puntas rizadas y se bajó las mangas del fino jersey beis hasta los nudillos.

–No seas cruel con tu hermana.

–Eres tú la que la utiliza de maniquí, Catherine. –Nunca la llamaba mamá. Sus pequeños ojos negros se clavaron en los míos y desvié la mirada hacia el enorme lunar de su mejilla y el hoyuelo que le partía la barbilla en dos.

–Le pruebo conjuntos para el casting –puntualizó. Una marca de ropa infantil estaba buscando rostros para su catálogo publicitario en las tiendas y mi madre quería que yo fuera una de las elegidas.

–Peor me lo pones. –Se cruzó de brazos–. Convertirla en un proyecto de modelo no dice nada bueno de ti.

–¿Qué tiene de malo? –Mi madre podía parecer una mujer superficial, pero la verdad es que se trataba de una mujer risueña y soñadora, que veía el lado bueno y brillante de las cosas, sin detenerse en el lodo que acompañaba a determinadas profesiones.

–¿Necesitas que te lo explique? –Enarcó una ceja inquisidora. Si algo le gustaba más que quejarse era dejarla en evidencia–. Para subir a una pasarela no te piden un máster. Seguir una dieta que te haga creer que los huesos son más atractivos que la carne, aceptar trabajar con poca ropa delante de babosos y un buen cirujano que te ponga silicona en los labios hasta que parezcan esos chorizos que no puedes comer, y listo, ya estás preparada para ser mercancía –sentenció.

Golpeó. No digo que no fuese real. En verdad, con nueve años comprendía más bien poco de ese mundo de adultos. Para mí era un juego. Uno con el que mamá estaba activa, peinándome y enseñándome ropa horrible en lugar de sintiéndose una inútil encerrada en casa. El juicio no parecía tan duro si no conocías las circunstancias, el contexto, el hecho de que mamá había sido modelo. E infravalorar sus recuerdos más felices no podía estar bien.

–El viejo estigma de que las modelos no tienen neuronas está pasado de moda. Yo sacaba muy buenas notas en ciencias en el instituto… –se defendió.

–Te ha sido muy útil. –Carraspeó–. Puedes leer los componentes químicos del detergente antes de echarlo en la lavadora. Podrás salvar la vida a algún jersey…

Deseé que mi madre la pusiese en su lugar. Pero ella no era de esas. Cuando el labio comenzó a temblarle, supe que en el fondo pensaba que Becca tenía razón, y si no rompió a llorar fue porque oyó la puerta de la calle abriéndose. El escudo que la rodeaba era débil y facilitaba al resto del mundo la tarea de herirla. Todo cambiaba cuando mi padre estaba cerca. Se crecía. La fortalecía. Se veía a través de sus ojos y dejaba de arrepentirse de todas las malas decisiones que había tomado, porque la habían conducido hasta él.

Salió de la sala para recibirlo.

Me acerqué a mi hermana con la intención de defender a mamá ante ella, pero en el último momento cambié de opinión. Las bolsas debajo de sus ojos me hicieron recordar el sonido que emitía camuflando los gemidos sordos del llanto en mitad de la noche, cuando creía que nadie la oía. Lo estaba pasando mal y su manera de enfrentarse al dolor era expandirlo. Tal vez la solución para todo era neutralizarlo a base de risa para que no siguiese contagiando a los que la rodeábamos. Asentí, destapé el pintalabios rojo de mi madre, me miré en el espejo y me pinté la nariz sin control.

–Mamá dice que lo más importante es llamar la atención. Así seguro que no me olvidan. –Me reí nerviosa a su lado.

–Tienes que madurar, Crysta. –Puso los ojos en blanco y volvió a mirar por la ventana con aire nostálgico. Se encerró en su mundo.

Mi padre entró en ese momento. Abrió los brazos para recibirme y corrí hacia él. Han pasado muchos años y, si cierro los ojos con fuerza, recuerdo perfectamente cómo iba vestido: vaqueros desgastados, la camisa a cuadros roja de leñador y la cinta negra que sujetaba la melena ceniza que había heredado de mi abuelo. Si lo hago todavía con más fuerza, hasta el punto de ver estrellas entre ese manto negro que hay cuando los párpados cubren la luz, puedo distinguir los reflejos rojizos de su barba y los azules debajo de sus espesas cejas rubias. Si me abrazo hasta clavar los dedos en la carne, soy capaz de rememorar el olor de la vieja colonia que se ponía cuando se mezclaba con el de su cuerpo después de todo un día trabajando.

Y, cuando estoy preparada, incluso me permito el lujo de disfrutar de su sonrisa.

–¡Deja a la niña hasta que te des una ducha, apestas! –bromeó mi madre, mientras yo seguía entre sus brazos. Mi hermana no se inmutó. Tenía ganas de acercarse. Se veía a la legua que lo adoraba, pero debía mantener su máscara de indiferencia.

–Eres una exagerada. No será para tanto… –Me soltó y levantó el brazo para olerse las axilas–. Está bien. Lo reconozco. Hay pedos de mofeta que huelen mejor.

Se mofó guiñándome un ojo y, como había dicho una guarrería y yo era una niña, me reí.

–Vete al baño antes de que la peste se adhiera a las paredes y los pintores nos cobren un extra por tener que venir con mascarilla antigás a trabajar –advirtió mi madre, divertida.

La casa de Ketchikan era muy diferente a la que habíamos tenido en Miami. Mientras que la de Florida era de nueva construcción, con muebles muy modernos, a esta se le notaba el paso del tiempo, con las paredes desconchadas y utensilios que parecían reliquias.

–Antes quería enseñarles a las niñas una nueva cosa en el taller… –murmuró misterioso.

–¡Sí! –exclamé a la vez que Becca emitía un «Paso».

–Ya sabes que no quiero que vayan hasta que esté listo. Hay herramientas peligrosas y pueden hacerse daño –dijo la vena precavida de mamá.

–¡No me separaré ni un centímetro de él! –le aseguré.

–No sé…

–Vamos, vida, deja que el payasito me acompañe. –Mi padre se mofó de mi nariz pintada y ambos le pusimos nuestra mirada más lastimera para que accediese.

–Está bien –cedió–. Pero a la hora de la cena os quiero de vuelta.

Vivíamos a las afueras y no alcanzábamos a ver la casa del vecino más cercano. Nuestra única compañía era el bosque que nos rodeaba y tomamos uno de sus senderos para llegar al taller. La construcción estaba en un claro, junto al muelle que la sostenía sobre ese punto del mar en el que las pequeñas embarcaciones atracarían para que él las arreglase.

Algunas ramitas se habían quedado adheridas entre los rizos. Comencé a quitármelas, estropeándome la trenza de raíz que me había hecho mi madre.

–Molesta, ¿eh? –comentó mi padre al ver mi cara de frustración.

–Aprieta –confesé.

Se agachó y me la deshizo.

–A veces tu madre no se da cuenta de que la estira tanto que te hace un lifting. ¿Y esa mecha rosa? –Paseó la yema del dedo por el cabello y me miró con curiosidad.

–Me la ha pintado un amigo. –Recordé al niño que había conocido y sonreí.

–¿Un amigo? No me digas que ya has empezado con los novios… –Se irguió de nuevo para continuar la marcha.

–¡Qué asco! –Puse una mueca de asco–. nunca tendré novio.

–Muy bien dicho, payasito. Recuerda estas palabras hasta que cumplas veinticinco, y evitarás que tenga que comprarme una escopeta para espantarlos.

Apartó las últimas ramas y la panorámica del lago se extendió ante nosotros. La caseta de madera. La frondosa vegetación. Las flores desconocidas. El lago de un azul más oscuro que el de las playas de Miami. Más misterioso. Vivo. Salvaje. Intenso.

Me detuve, como siempre que llegaba. Era en esos momentos cuando las dudas desaparecían. Abandonaba los lamentos por lo que había dejado atrás. Puede que mi piel estuviese cada vez más blanca y que las pecas abandonasen mi nariz. Puede que tuviese que esforzarme en conocer a gente nueva. Puede que esa sensación que tanto me gustaba de sentir los rayos de sol sobre mi piel ya no fuese a ser tan cotidiana.Pero el aire allí azotaba con más fuerza y lo hacía como si tuviese su propia personalidad, y las montañas, que se veían en la lejanía con sus picos blancos y se perdían en la fusión del cielo y el mar. Eran un sustitutivo del pellizco en la piel para demostrarte que no estabas soñando. Eso era Alaska. Fantasía real.

–Algún día subiré ahí arriba y pintaré las montañas. –Señalé el pico nevado de una de ellas.

–Estar tan alto tiene que dar mucho miedo. No todo el mundo tiene el valor suficiente para hacerlo.

–¿Yo lo tendré?

–Serás capaz de hacer cualquier cosa que te propongas, payasito.

–A mamá le gustaría que fuese modelo, –solté de repente.

–Mamá solo quiere que brilles, y todavía no se ha dado cuenta de que lo harás, aunque decidas trabajar bajo tierra en algún lugar al que no llegue la luz.

No le entendí. Demasiado poético. Supe que era algo bueno, porque él nunca decía cosas que no lo fueran.

Entramos en la caseta. Olía a barniz, las herramientas estaban desperdigadas y se oía el agua golpeando con sus olas la superficie de madera de la pared que daba al mar. En mitad de la sala había algo tapado con una gran sábana blanca.

–Te presento a nuestro primer barco. –Quitó la sábana que lo cubría–. Es viejo, pero es una ganga que me servirá para practicar. Por lo pronto ya lo he bautizado.

–¿Cómo se llama? –pregunté, curiosa.

–Léelo tú misma. –Sonrió y se apartó para mostrar el grabado en el que ponía en lápiz «Becca»–. Será su regalo de cumpleaños y hasta entonces es nuestro secreto –se adelantó.

–¿Su dueño era un pirata? –Me emocioné. Había visto hacía poco la película de Peter Pan. Tenía la extraña manía de ir con los malos.

–Quién sabe… ¿Te gustaría que mirásemos dentro por si hay algún tesoro escondido? –Asentí con energía. Miró por los estantes en busca de algo–. Me he dejado la linterna fuera. Espera aquí, que voy a por ella.

Mi padre salió al exterior. A un lado tenía un arcón donde dejaba alguno de los utensilios. Paseé la mano por la cubierta. Era pequeña y no se parecía a los yates que se podían ver en la ciudad. Para cinco ocupantes como mucho. Un transporte para dar una vuelta, pescar o tomar el sol en mitad de ninguna parte. Nada más.

Me pareció perfecto. Becca no podría resistirse a eso.

Iba a meterme dentro a investigar cuando levanté la cabeza y me topé con la linterna. Estaba en una de las baldas. Lo que debería haber hecho, lo más prudente, es avisarlo y que él viniese a recogerla. Todo se habría acabado sin más. Nada habría sucedido. Pero tenía el espíritu aventurero activado, esas ganas de escalar las montañas que estaban en el infinito, por lo que decidí trepar a través de las cajas. Además, no parecía peligroso. Ni siquiera una hazaña memorable.

Casi no tuve que esforzarme para subir a la primera de ellas. Al ver que no cedía ante mi peso, me confíe y continué ascendiendo, sujetándome en las baldas ancladas en la pared. Llegué hasta el final y me solté. Solo iba a ser un segundo. Lo que tardase en levantar las manos, agarrar mi trofeo y bajar de nuevo. La primera cima a la que ascendía Crysta la valiente.

Lo hice con una sonrisa pintada en el rostro que desapareció cuando mi sujeción se movió. Me aferré con fuerza a la primera madera que encontré. Creo que grité al percatarme de que perdía el equilibrio, las cajas se caían como si fuera una torre de cartas y soplase el aire, y yo salía despedida hacia atrás.

No sé qué fue más doloroso, si el impacto seco de mi cuerpo contra el suelo o los hierros que salieron disparados de las cajas y los estantes y se clavaron en mi piel, atravesando la carne, inundando el suelo de un líquido púrpura. La impresión fue tal que creo que ni siquiera fui consciente de lo que acababa de ocurrir. Del sonido de los huesos al partirse. De la brecha de mi cabeza. De los temblores que me agitaban el cuerpo y me cortaban la respiración.

Lo único que sé es que el miedo no me atravesó de arriba abajo hasta que oí el grito desgarrador de mi padre y, a través de mi nublada visión, vi su silueta correr hacia mí. Su cara desencajada al ponerse de rodillas en el suelo y evaluar la situación. El fantasma que perdía color y quitaba las cajas que aprisionaban mi cuerpo con desesperación.

Esperé con los ojos muy abiertos, en estado de shock y sin hablar, hasta que él logró liberarme y me asió en brazos.

–Te vas a poner bien, payasito, lo vas a hacer –dijo, más para convencerse a sí mismo que a mí, y, entonces, con la seguridad de que sus palabras eran la verdad más absoluta que había oído en la vida, dejé de esforzarme en seguir despierta.

A su lado estaba segura. Podía dormir.

No sé cuánto tiempo estuve así. No era un tema del que nos gustase hablar después mientras cenábamos. Supongo que pasó al menos un día antes de que volviese a abrir los ojos. Lo hice en el hospital. Tenía la boca pastosa, tubos adheridos al brazo y un monitor con un pitido que se incrustaba en el tímpano. Paseé la mirada por la habitación y distinguí a mis padres y a mi hermana.

Me sorprendió que mi padre y mi madre estuviesen tan separados, cuando siempre necesitaban rozarse, aunque fuese con el dorso de la mano, y que Becca, imperturbable por naturaleza, apretase los dientes con fuerza mientras las lágrimas caían a ambos lados de su rostro. La única vez que el llanto la venció.

–Estoy bien… –balbuceé. Verlos tan preocupados me rompía por dentro.

Mi madre se lanzó a abrazarme y mi hermana colocó su mano encima de la mía. No comprendí por qué mi padre no se unía a sus mujercitas. Vale, había sido un susto grande y, por lo que recordaba, era bastante probable que me hubiese roto algún que otro hueso. Nada que no pudiese solucionarse con una buena temporada de vacaciones en casa con una escayola repleta de firmas. No era el fin del mundo.

O eso creía.

–No hagas esfuerzos –me instó mi madre con la voz rota cuando intenté incorporarme.

No me detuve. Intentaba incorporarme y no comprendía lo que sucedía a mi alrededor. El motivo de tanto dolor por un acontecimiento con final feliz. ¿Por qué mi padre no era capaz de mirarme a los ojos? ¿Por qué parecía que los tenía fijos en algún punto por debajo de mi cadera?

Lo imité y lo que me encontré hizo que me costase respirar. Una sábana blanca cubría mi cuerpo. Toda mi anatomía estaba ahí debajo, o debería estar. Entonces, ¿dónde estaba mi pierna derecha debajo de la rodilla? ¿Qué era ese bulto que daba lugar a la nada?

Negué con la cabeza. La impresión aceleró mis pulsaciones. No podía ser cierto. No. Yo lo sentía. Yo sentía mi pie. Si me lo proponía, notaba incluso el movimiento de mis dedos. ¿Cómo no iba a estar? Debía de ser una especie de ilusión óptica. Estaba alucinando por las medicinas. No existía otra explicación.

Busqué la mirada de mi padre. Él me lo aclararía. Él me diría que todo iba a ir bien y yo le creería.

–Lo siento, payasito. –Se rompió. Tal vez no dobló las rodillas y se cayó al suelo, pero sé que lo hizo. Algo se desgarró en su interior, provocando una herida profunda–. Ha sido culpa mía. No debí dejarte sola…

Mi madre no le llevó la contraria. Yo tampoco. Simplemente grité. Lo hice tan fuerte que temí haber perdido la voz para el resto de mi vida. Y así fue durante las semanas siguientes, en las que me quedaba afónica de chillar durante mis pesadillas nocturnas.