cub_jul1289.jpg

5396.png

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Sara Wood

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Un amor inocente, n.º 1289 - abril 2015

Título original: The Kyriakis Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción,

total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de

Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6351-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Emma estaba sentada, absorta, con los ojos muy abiertos, muerta de miedo. Perdida en su propio y oscuro mundo. Enseguida llegaría su abogado, se dijo. Él le daría una solución. Se estaba volviendo loca. Una pregunta martilleaba su cerebro una y otra vez: ¿dónde estaba su hija?

Dos semanas antes, sentada en el banquillo de los acusados, escuchaba petrificada al Jurado pronunciar su sentencia: culpable. Desde entonces, todo era borroso. Después, ya en la prisión de Leyton para mujeres, alguien le pasó una nota de su cuñado, Leon. Una nota escueta, brutal: Tengo a tu hija. A partir de ese momento no había vuelto a saber nada de ella. Alexandra, su hija, se había desvanecido de la faz de la Tierra.

Y desde ese instante era como si la vida de Emma se hubiera suspendido. No recordaba nada: ni siquiera si había comido. Estaba exhausta. Solo podía conciliar el sueño cuando su cuerpo ya no aguantaba más. E incluso entonces la invadían las pesadillas, se despertaba sudando, gritando.

Aquella mañana, mientras esperaba la hora de las visitas, Emma notó que, con tantos meses de estrés, le habían salido arrugas alrededor de los labios y en la frente. La culpa era de Leon. Sus cabellos rubios carecían de vida, de lustre. Se los cepilló, y se hizo una coleta. Su aspecto era terrible, pero ya nada importaba. ¿Qué podía importar? Alexandra, su hija, había desaparecido. ¡Con solo seis meses de vida!

Su hija, el centro de su vida. Un milagro, el único regalo de su desastroso matrimonio con Taki. Una simple sonrisa de su hija despertaba en Emma una pasión irreprimible. Emma sacó una foto del bolsillo y se quedó mirándola, torturándose.

¿Qué haría?, ¿lloraría en brazos de un desconocido?, ¿comería? Emma alzó una mano temblorosa y reprimió un gemido. Apenas era consiente de la gente que la rodeaba, del ruido de fondo de la sala de visitas. De pronto todos parecieron mirar en una misma dirección. Emma levantó la cabeza. Inmediatamente se quedó helada. En el extremo opuesto de la sala, en el dintel de la puerta, había un hombre de pie, y no era su abogado.

Alto, moreno, de origen griego, su traje impecable resultaba incongruente en aquel lugar, entre tanta camiseta y pantalón viejo. Era Leon, su cuñado, el bruto insensible que había secuestrado a su hija. El dolor de su pecho pareció intensificarse. No iba a visitarla más que para insultarla, para reprocharle su falta de moral y defender su derecho a llevarse a Alexandra.

Pero, ¿y su derecho a recibir justicia?, ¿y sus derechos como madre?, ¿por qué lo había perdido todo automáticamente, como ser humano? Emma se enderezó, dispuesta a luchar, con ojos brillantes de ira. ¡Conseguiría que lo arrestaran! Era un estúpido, presentándose así…

Pero la implacable lógica paralizó los acelerados latidos de su corazón como un jarro de agua fría. Leon no era ningún estúpido. Si acudía a verla, era para decirle algo importante. ¿Qué podía ser? La enfebrecida mente de Emma comenzó a buscar respuesta. Su hija había muerto. Un accidente, una enfermedad desconocida…

Emma gimió y se puso en pie, catapultada por una fuerza desconocida que la sacudió violentamente. Leon la buscó con la mirada. Sus ojos expresaron asombro al verla, como si su aspecto lo asustara. Pero Emma había perdido todo su orgullo, ya nada le importaba.

—¿Está muerta? —preguntó a gritos, histérica.

—¡No! —sacudió la cabeza Leon.

Emma se sintió aliviada. Una guardia de prisión la ordenó sentarse, pero las rodillas le fallaron. De no haberle colocado alguien una silla se habría derrumbado en el suelo. Su hija estaba viva. ¡Viva!

—¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias! —susurró Emma.

Estaba temblando. No podía seguir soportándolo. Pero debía calmarse, se dijo muerta de pánico. Debía controlarse, mostrarse razonable. Siempre había sido una persona de naturaleza apasionada e impulsiva, su vida estaba plagada de errores, de precipitaciones. Pero debía reprimirse. Tenía que persuadir a Leon de que le devolviera a Lexi. Hubiera deseado insultarlo, como lo hacía cuando estaba sola, en sus pesadillas. Pero era mejor mostrarse prudente. Él tenía el bienestar de su hija en sus manos. Quizá Leon fuera la única persona del mundo que conociera su paradero. Y si lo enojaba, no volvería a ver a Lexi jamás.

Leon hablaba con una guardia. Parecía incómodo en aquella sala, como si temiera ensuciarse. No era de extrañar. Aquella prisión estaba plagada de gente desesperada, hundida. La atmósfera era rancia, húmeda. Y continuamente se oía el rumor de llaves, de puertas. Era el chirrido más desagradable del mundo. Y Emma tendría que soportarlo durante los próximos cinco años. La injusticia de aquella situación la ponía enferma. ¡Ella era inocente!, ¡inocente!

No podía dejar de torturarse, pensando que se perdería los primeros cinco años de la vida de su hija. Sus primeras palabras, sus primeros pasos, su comienzo en el colegio, sus abrazos, sus risas… De nuevo la ira la hizo ponerse en pie. Leon se acercaba.

—¿Dónde está mi hija?, ¿qué has hecho con ella? —exigió saber, furiosa.

—Siéntate —ordenó Leon, con un autoritario movimiento de la mano que detuvo incluso a dos guardias.

—¡Contesta a mi pregunta, maldita sea!

Tenso, furioso, Leon se sentó. Siempre había tenido una autoridad natural. Sus cabellos morenos parecían más brillantes que de costumbre, sus expresivos e intensos ojos negros más hipnotizadores que nunca. Todo el mundo se sentía perturbado a su lado; atraído o intimidado, dependiendo de su sexo. El carismático Leon Kyriakis jamás pasaba desapercibido.

Y tampoco pasaba desapercibido para Emma, que no podía olvidarlo. Ni podía olvidar sus encuentros amorosos. A pesar de lo ocurrido, Emma seguía sintiendo en aquel preciso instante una fuerte atracción sexual hacia él. Recordaba sus sensuales y electrizantes labios, que con tanta avidez había saboreado… hasta conocer su traición. Por un momento, sus miradas hostiles se encontraron.

—Siéntate, Emma —repitió él—, o volverás a tu celda y yo me marcharé al aeropuerto.

Alarmada, Emma obedeció. Calma, refreno. Debía pensar, antes de abrir la boca. De pronto las lágrimas nublaron sus ojos. Emma se las enjugó y alzó la vista, esperanzada.

—¡No puedo soportarlo más! Si te queda algo de compasión, por Dios, ¡dímelo! ¿Dónde está mi hija?

—Está a salvo.

—¡Gracias a Dios!

Emma tragó, incapaz de seguir hablando. Leon le acercó un vaso de agua. Le temblaba tanto la mano que ni siquiera pudo beber. Tuvo que volver a dejar el vaso sobre la mesa. Sin histerismos, se ordenó a sí misma. Debía hablar sensatamente, por el bien de su hija.

—¿Qué… qué tal está? —preguntó tartamudeando. Leon apretó los labios. ¿Qué había dicho, para enfurecerlo así? Emma estaba aterrorizada. Si Leon perdía el control, se negaría a contestar—. No me hagas esto, necesito saberlo —imploró, destrozada.

—Alexandra está bien, es feliz.

Emma se acercó a él, ávida de sus palabras. Leon se echó atrás como si hubiera invadido su espacio privado. La despreciaba, pensó Emma. ¿Cómo ganárselo?

—¿Está inquieta?, ¿llora mucho?

—No.

—¡No me mientas! ¡Seguro que llora!

—Si yo digo que no, es que no —contestó él irritado—. Llora cuando está cansada o tiene hambre, pero enseguida se calma. Por lo demás, está contenta. No te miento. Yo soy una persona honesta —señaló Leon apretando los dientes.

—Y yo. No merezco estar en prisión, acusada de fraude.

—¡Qué injusticia! —se burló él cínicamente.

Era inútil tratar de convencerlo. Leon había dictaminado que era una delincuente.

—Entonces, ¿Lexi está bien?, ¿come bien?

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —preguntó Leon irritado—. Está perfectamente bien. Utiliza el sentido común. ¿Por qué iba a dejar que le ocurriera algo?

Emma lo consideró. Los griegos adoraban a los niños. Y sabían tratarlos. Probablemente Leon estuviera malcriando a Lexi. Aquello la alivió, pero también la deprimió. Quizá, ella ya no le hiciera ninguna falta a su hija. Lexi podía vivir sin ella. ¿Pero y ella, sin Lexi?

—Tiene su osito de peluche, ¿verdad? Supongo que ni siquiera te das cuenta de que necesita un montón de cosas a su alrededor, como la mantita amarilla y…

—Ahora mismo está con ella. Me lo llevé todo de tu casa, todo lo que creí que era de ella.

—¡Lo tenías todo planeado! —gritó Emma atónita, acusándolo con ardor—. Sabías perfectamente qué hacer si el Tribunal me declaraba culpable…

—¡Por supuesto! ¡No iba a dejar a mi sobrina, la única hija de mi hermano, en manos de una extraña! —soltó Leon.

—No es una extraña, es mi vecina. Y Lexi la quiere. Era un arreglo temporal, claro. Esperaba quedar libre…

—¿Y qué arreglo habías previsto, si no salías libre? —la interrumpió Leon sarcástico.

—Le dije a mi vecina que me la trajera aquí, a la unidad especial para madres en prisión. Pero dime, ¿qué arreglos has hecho tú?, ¿con quién está ahora, si tú estás aquí? ¿Quién cuida de Lexi?

—Marina, mi…

—¡Tu mujer! —exclamó Emma observando de pronto dolor, amargura, en la expresión del rostro de Leon.

Leon no era feliz, comprendió Emma atónita. Súbitamente, el recuerdo de su amor por él la enterneció. En una ocasión, ella lo había amado. De estudiantes, él lo había sido todo para Emma. Pero un día, de sopetón, ella lo había visto salir de un restaurante con una preciosa rubia del brazo. Y todo su mundo se había desintegrado. Era el banquete en el que se celebraba su compromiso matrimonial. Sobre el dintel de la puerta, en la que posaron para las fotos, un precioso cartel: «Leon y Marina». Aquello debía llevar bastante tiempo planeado. Leon se había comprometido con otra, mientras le hacía el amor.

—¡Leon! —había gritado ella, mortalmente pálida.

Todos los ojos se habían fijado entonces en ella. Aturdido, al ver que Emma lo había descubierto, Leon había hablado entonces con un joven a su lado. Aquel joven se había acercado después a ella y se había presentado como su hermano, Taki.

—Leon es el primogénito, el heredero de los Kyriakis. Y ella es la heredera de los Christofides —había explicado Taki, ofreciéndose a llevarla a casa—. Nuestras familias tienen lazos ancestrales, no te lo tomes de un modo personal. Así funcionan las cosas. Pero claro, necesitamos sexo. Por eso buscamos a una mujer bonita. Luego, nos casamos con una virgen, una mujer más adecuada a nuestra posición social.

Aquellas humillantes palabras le habían llegado al alma. Leon la había utilizado como a una prostituta. Le había hecho regalos, la había llevado a restaurantes… y a cambio se había aprovechado de su cuerpo y de todo su ser.

Con el corazón roto, y la estima por los suelos, Emma había comenzado a confiar, cada vez más, en el atento Taki. El respeto que había mostrado por ella la había conmovido. Y, finalmente, había sucumbido a sus brazos y se había casado con él, inconsciente por completo de la envidia fatal que Taki sentía por su hermano, al que consideraba su eterno rival.

Era increíble. Taki siempre pensaba que Leon estaría celoso de él, pero Emma no lograba comprenderlo. Al fin y al cabo, él la había abandonado. Ella no era nadie. Marina, en cambio, era elegante, tenía clase, posición.

¡Y esa era la mujer que en ese momento cuidaba de su hija!, pensó Emma alarmada.

—¡Pues más vale que tu mujer se porte bien con ella, o tendrás que vértelas conmigo!

—Sabrá cuidarla, Marina tiene ya una hija —declaró Leon.

Emma se estremeció. Leon tenía una hija. Aquella sí que era una sorpresa para ella.

—Pues mejor, así no necesitáis robarme a la mía.

—Exacto, no la necesito —confirmó Leon.

—Entonces, ¿por qué te la has llevado? —preguntó Emma atónita, comprendiendo que Leon si siquiera quería a Lexi.

—No tenía elección.

—¿Elección? —repitió Emma incrédula.

—Necesita un hogar, nos necesita.

—¡Es a mí a quien necesita, soy su madre!

—Tú no eres una buena madre.

—¡La mejor! —exclamó Emma con pasión.

—Es cuestión de opinión.

—Recurriré a los Tribunales, pediré una apelación y…

—No lo creo. Las pruebas están en tu contra. Ve haciéndote a la idea, Emma. Y procura aprovechar el tiempo que estés aquí…

—Lo haré, si es necesario, por injusto que sea. Podré soportarlo todo, pero solo si me devuelves a mi hija.

—Eso está fuera de discusión.

Furiosa, Emma golpeó la mesa y tiró el vaso, cuya agua cayó sobre su regazo. Leon sacó un pañuelo, pero Emma lo rechazó.

—Tú eres padre, piensa en lo que sentirías si te robaran a tu hija —imploró Emma, con voz emocionada.

Por increíble que pareciera, Leon esbozó una sonrisa cínica, como si la idea le pareciera perfectamente soportable. No tenía corazón, pensó Emma. Y ni siquiera quería a Lexi. ¿Cómo podía ser tan insensible?

—Ocurre continuamente —observó él—. La gente se separa, y los niños acaban con uno de los padres…

—Pero yo soy el padre que queda —señaló Emma—. ¡No tienes derecho a secuestrar a mi hija, podría hacer que te arrestaran!

—Eso sería muy poco inteligente por tu parte —comentó él, en tono de amenaza.

—¿Por qué?

—Porque no volverías a ver a tu hija.

—Quizá, pero reiría la última, y toda tu reputación y tu vida social se vendrían abajo.

—¿Lo harías? —preguntó él con cinismo.

—Haría cualquier cosa, con tal de recuperar a mi hija —declaró Emma.

—Pues me temo que estás en desventaja, en prisión.

—¿Es que no tienes corazón?, ¿no tienes alma? Lexi debe estar conmigo…

—Puede que Alexandra sea aún legalmente tuya, pero eso es todo —observó Leon obstinado—. No eres una buena madre, no tienes ninguna posibilidad.

—Eso no es justo.

—¿Justo?, ¿te atreves a hablar de justicia? —preguntó él, furioso—. ¿Cómo puedes estar ahí sentada, fingiendo ser la inocencia en persona? Has cometido fraude sistemáticamente, has defraudado a toda mi familia y a mis amigos de toda la vida, a todos mis conocidos. ¡Los has dejado sin un penique!

—Pero es que ahí esta, yo no he sido —protestó Emma—. No… no fui yo…

—¡Eres despreciable! —bramó él—. ¿Tienes idea de cuáles han sido las consecuencias de tus actos, para los míos? El banco de mi familia aquí, en Londres, era considerado por todos como el lugar más seguro del mundo. La gente confiaba en nosotros. ¡No es de extrañar que a Taki le diera por beber! ¡Su propia mujer ha destrozado a la familia, ha arruinado el negocio, ha arrasado con todo el honor de nuestro apellido!

—¡Honor! —repitió Emma riendo.

—¡Sí! ¿No habías oído nunca esa palabra?

—¡Hipócrita! —lo acusó Emma—. ¿Cómo puedes hablar de honor, cuando olvidaste mencionarme que estabas comprometido con otra mujer?

Había dado en el clavo. Leon se echó atrás, como si lo hubiera abofeteado. De pronto estaba pálido.

—Eso fue una cuestión de honor…

—Sí, lo sé. Hiciste honor a una tradición familiar. ¡Me utilizaste solo por el sexo, y luego hablas de honor!

—No trates de escabullirte de la cuestión —replicó Leon—. La pura verdad es que Taki se quedó helado al ver lo que habías hecho. Tan paralizado, que un desgraciado lo atropelló y lo dejó en la cuneta, hasta que murió. Eres la responsable de su muerte.

Aterrada ante la retorcida interpretación de Leon de los hechos, Emma trató de explicarse. Aquella cruel acusación la había dejado petrificada. Pero se sentía impotente, no podía desmentirla.

—¡Eso es mentira¡ ¡Mentira! Yo soy…

—Culpable de todos los cargos —la interrumpió Leon con desprecio—. Espero que ahora comprendas que no te tengo ninguna simpatía. Mi familia lo es todo para mí, y tú los has destrozado. No solo has destrozado a mi hermano, sino que…

—¡No!

—¿Niegas que te casaste con él por venganza?

—Yo lo quería…

—¡Mentira! Taki me dijo que le habías pedido el divorcio.

Emma se mordió el labio. No era su deseo, romper de ese modo su matrimonio. Pero no había tenido elección. Leon no tenía ni idea de la agonía que había soportado antes de tomar esa dolorosa decisión.

—Sí, pero…

—No te molestes en buscar excusas, utilizaste a Taki para tus propósitos. Buscaste el modo de vengarte de mí por casarme con Marina, y lo encontraste. Bueno, pues enhorabuena. ¡Has conseguido convertir mi vida en un infierno! —exclamó Leon, apretando los dientes—. Perdona, si te devuelvo el cumplido.

Emma gimió y enterró el rostro entre las manos, perdida ya toda esperanza. Para un griego, orgulloso de su sangre y profundamente unido a su familia, ella había cometido el peor crimen. Y quería destruirla. ¿Qué mejor medio, que robarle a su hija? Pero tenía que controlarse y tratar por última vez de convencer a Leon de que estaba equivocado.

—Debes escucharme, estás equivocado. Yo no he hecho nada de lo que deba arrepentirme. Soy completamente inocente…

—Claro, como todos los que están aquí —se burló Leon.

—No, yo…

—Tú sabías lo que estaba ocurriendo, eras el director financiero de…

—Ese es el problema, que no lo era. Te juro que lo era solo nominalmente…

—¡Basta! —gritó Leon—. Ya te has perjudicado bastante, yéndote de la lengua.

—Leon, ¿es que no vas a darme una oportunidad?

—¿Cómo la que le diste tú a Taki, o a esa gente que se ha quedado sin un céntimo? Mi familia está obligada ahora a hacer todo cuanto esté en su mano para remediar esa situación, gracias a ti. Nos llevará años.

—¿Cómo es posible que nos hayamos convertido en enemigos? —preguntó Emma incrédula, desesperada—. En una ocasión…

La voz de Emma se desvaneció. Los ojos de Leon la miraban ardientes, con tal odio, que ella sintió que se derretía, que tenía que agarrarse a la mesa para no caer desfallecida al suelo. Leon se acercó de pronto a ella y contestó:

—Sí, en una ocasión fuimos amantes. Mi pasión era tan intensa como la tuya, mis manos acariciaron todo tu cuerpo. Mis labios eran tuyos, nuestros cuerpos se estremecían juntos…

—Leon… —lo llamó Emma con voz rota, incapaz de seguir soportándolo.

—De haber sabido cómo eras jamás me habría acercado a ti. Has llegado incluso a culpar a Taki del fraude.

—Fue él —insistió Emma inútilmente.

—Es una lástima que el Jurado no estuviera de acuerdo contigo.

De pronto se hizo el silencio. Emma se dio por vencida. La traición de su marido carecía ya de importancia para ella. Lo único importante era el futuro de su hija. Enferma, débil, Emma reunió la poca fuerza que le quedaba y declaró:

—Condéname, ódiame, si quieres. Piensa lo que quieras. Olvídate de mi existencia, si lo prefieres, pero devuélveme a mi hija.

—Jamás —respondió él con frialdad—. Jamás dejaré que la hija de mi hermano se críe en una prisión. Ahora ya está fuera de tu alcance… ni siquiera está en este país.

Emma se puso en pie de golpe. No podía hablar, tal era su shock. ¡Su amada hija estaba en Grecia! Ya no le quedaba ninguna esperanza. De pronto sintió náuseas, comenzó a sudar.

—¡Eres un monstruo! —susurró horrorizada.

—¿Yo? ¿Y tú, qué clase de madre eres? ¿Se te ocurrió pensar en Lexi, antes de llevar a cabo tu plan?, ¿te has preguntado alguna vez qué sería de ella, si se descubría el fraude? Estabas tan embebida en tu odio y sed de venganza que ni siquiera pensaste en los demás, en las desgraciadas consecuencias de tus actos.

—Pero yo la quiero…

—Y yo solo quiero su bien —continuó Leon—. Se quedará conmigo. He venido a tranquilizarte. Lexi está a salvo, contenta, y estará bien cuidada. La enseñaré a ser una persona honorable, honrada.

Aquellas palabras sonaban frías, vacías de amor y afecto. Otra persona sería quien hiciera el papel de madre para su hija, quien la acunara y le leyera cuentos por las noches, quien la viera crecer.

—¿Y eso es todo?

—Es mucho más de lo que puedes darle tú —contestó él.

—¡Leon! —sollozó Emma—. ¡Oh, Leon!, ¿y qué hay del amor?

Leon se había dado la vuelta ya, dispuesto a marcharse. Tenso, volvió la cabeza hacia ella y la miró. Por fin Emma estuvo segura de que no era feliz; lo leyó en sus ojos. Había en ellos una inmensa pena, una profunda amargura. La mirada de Emma imploraba su compasión, su comprensión. El silencio y la tensión entre ellos se intensificó, y entonces ella supo que ambos estaban pensando en lo mismo, en el pasado, en sus momentos de felicidad juntos, cuando no tenían ninguna preocupación.

—¿Amor? —repitió él en un tono de voz glacial—. El amor es solo una estúpida ilusión.