agradecimientos

Nunca pensé que escribiría esto, porque jamás pensé que el mayor sueño de mi vida se haría realidad. Y así ha sido. Esta aventura no podría haber sido posible sin todos los que nombraré a continuación:

Doy las gracias a todas las personas que tanto a pequeña escala (ya sea con solo un comentario de aliento), como a gran escala me han ayudado a creer un poquito más en mí misma, a todas aquellas que cruzándose en mi vida han hecho que de un modo u otro me encuentre ahora mismo aquí escribiendo esto.

A Caitlyn, a mi hermano Carlos y a Albert. Dudo mucho que sin vuestras palabras de ánimo hubiese llegado hasta aquí. Caitlyn, amiga del alma, ya lo sabes todo. Me has animado incontables veces a no dejar de escribir, me has escuchado, apoyado. Todavía no sé cómo has sobrevivido, ya me gustaría tener esa paciencia.

Carlos, estabas convencido de que llegaría hasta aquí. No lo dudaste ni un segundo. Creíste en mí, incluso más que yo misma. Albert, gracias por ser mi compañero de vida y, con ello, también de este capítulo. Incontables veces has tenido que escuchar mis dudas y con una fortaleza de hierro has creído en esta historia; siempre apuestas por mí y no sabes cuánto te lo agradezco.

A mis padres, que siempre han sabido que su hija es una loca de los libros, y se sienten orgullosos de ello. Y gracias por animarme a seguir leyendo, porque sin los libros no sería lo que soy.

A mis amigos, por estar ahí. Ya sabéis que yo también estaré ahí siempre.

A mis abuelos, que sé que me ayudan desde donde estén.

Al resto de personas que forman parte de mi vida y que se alegran tanto de que se haya cumplido este sueño. Gracias.

A Plataforma Neo y a ”la Caixa” por brindarme esta oportunidad. No podría estar más agradecida.

Y aunque suene a cliché: a ti, lector. Porque sé muy bien lo que es ir a una librería con el estómago lleno de mariposas, después de haber esperado a reunir el dinero para sumergirte en una historia. Gracias. O, si te has paseado por otra librería y te has topado con este libro y, sin conocerlo, has decidido darle una oportunidad, gracias también.


Que nunca dejemos de creer en la literatura.

capítulo uno CEFEO

A ti, Gala:

Deja de intentar controlar el pasado y el futuro. Escapan de tu jurisdicción. Céntrate en todo aquello que sí puedas manejar, que forme parte de tu presente.

Durante el final de mi decimonoveno verano, muchos sueños acudieron a mí. Soñaba con mi hermana, mi abuelo o mi sobrino Tadeo, y ese mundo onírico se basaba la mayor parte del tiempo en la pérdida de la primera, de dos de ellos o de todos. Me despertaba entre sudores y esperaba ansiosamente a que saliera el sol. Otras veces eran tan reales que al abrir los ojos mi cerebro ni siquiera lograba averiguar en qué lugar me hallaba. Por aquel entonces empecé a creer que el sol se había convertido en una especie de guardián y que sus rayos servían para despertarme y devolverme, a un tiempo, a la vigilia.

Recuerdo que mi sobrino Tadeo tenía la costumbre de despertarme junto con nuestro pequeño schnauzer negro, al que mi hermana Irene había bautizado como Aquiles en homenaje a su pasión por la mitología clásica, pero al que Tadeo le gustaba simplemente llamar «Quiles». Mi sobrino y Quiles se complementaban a la perfección: ambos eran inocentes, exploradores e inquietos, por lo que el abuelo solía bromear a menudo preguntándose dónde empezaba el perro y dónde acababa el niño. A pesar de que la existencia de Tadeo le supuso a mi hermana una sorpresa mayúscula (y a mis padres, un disgusto, debido a la juventud de ella), en apenas siete años mi sobrino se había convertido en el rey de la casa, de la misma casita costera un tanto destartalada que el abuelo Clemente, con todo su esfuerzo, se había dedicado a reparar durante décadas. El abuelo creía que de nuestro hogar emanaba así una especie de magia, y aseguraba que nos encontrábamos a buen recaudo de todos aquellos a los que él se refería como «malas estrellas».

Si había algo característico en nuestra aldea era la superstición popular según la cual las estrellas podían llegar a influir en nuestras vidas. Los más espabilados lo habían utilizado como excusa para vender bisutería y todo tipo de recuerdos moldeados con formas de constelaciones, meteoritos y astros. En más de una ocasión, había oído murmurar a alguna anciana que la boda de tal vecino llegó a ser un desastre debido a que la noche previa cierta estrella del amor no había brillado con suficiente intensidad. En cuanto a mí, y a pesar de que me costara admitirlo en voz alta, en mi fuero interno me gustaba creer que había algo de verdad en todas aquellas habladurías. De algún modo, era como seguir teniendo fe en el poder de la magia.

Y tal importancia cobraba la vida del cielo en la vida de los habitantes de Melía que el equinoccio de otoño representaba el acontecimiento del año. Las calles se llenaban de mesas repletas de comida, se preparaban actividades al aire libre y se escribían y ataban deseos en las ramas de los árboles. Con mi mejor amigo, Simón, habíamos aprendido que las ramas recónditas eran las mejores guardadoras de secretos y durante años competimos por ver quién de los dos conseguía esconder mejor su deseo. Recuerdo que con apenas siete años pedí una espada de luz y una armadura de plata, con diez quise un unicornio para poder cabalgarlo, tal como había visto en cierta película, mientras que con doce deseé ser más alta. A los quince me hice el propósito de experimentar el primer beso, y con diecisiete pedí ser feliz. Todo un cliché.

Aquel año se acercaba mi decimonoveno equinoccio y mi corazón bombeaba tras un solo deseo. Pedía lo imposible, lo inalcanzable. Pero no desperdiciaría la magia del equinoccio en ningún otro capricho cuando en mis manos tenía la opción de aspirar a lo que más quería en el mundo. Una mañana a inicios de aquel mes de septiembre, Tadeo y Quiles no vinieron a despertarme. Las voces amortiguadas de mi familia me avisaron de que empezaba un nuevo día.

Me puse una bata y bajé descalza la escalera. En mi infancia, mi abuela solía asomar la cabeza por la barandilla para asegurarse de que venía y, sin decir palabra, sonreía para desearme los buenos días. Aquella mañana el abuelo estaba sentado en su butaca acariciándole la cabeza a Quiles. Irene se encontraba sentada a la mesa, removiendo el café a la velocidad de la luz, como solía hacer ella. Lo más curioso fue ver que al lado de Tadeo había un chico hablándole como si se conociesen de toda la vida. Debí de poner cara de sorprendida, porque Irene dijo:

–Gala, este es Néstor. Tadeo dice que lo ha conocido en el paseo marítimo mientras paseaba con el abuelo, y que les ha hecho un retrato.

Néstor se dio la vuelta y mi corazón dio un respingo. No podía ser. Simplemente, no estaba previsto.

–Hola, Gala –me saludó él. Y yo me limité a alzar un poco la barbilla por toda respuesta.

Entonces mi hermana, justo en aquel instante, decidió dejar aflorar su instinto cotilla para comentar lo siguiente:

–¿Os conocéis? Néstor, ¿acaso eres de Melía?

Néstor me dirigió una rápida mirada. No supe descifrarla. Aun así, no pensaba dar un solo paso en falso, de modo que pregunté:

–Tadeo dice que les has hecho un retrato. ¿Puedo verlo?

Era maravilloso. Néstor había captado cada una de las arrugas del rostro de mi abuelo y la luz en los ojos de mi sobrino. Incluso había dibujado a Quiles, marcando bien las líneas de su señorial bigote. En la parte inferior derecha, Néstor había firmado como «Cefeo». Me dio un vuelco el corazón.

–¡Geniaaaaaaal! –gritó Tadeo, sin dejar de mirar los dibujos animados de la televisión.

–Sí, sí que lo es.

«Como también lo es tu retorno, Néstor», murmuré para mí.

capítulo dos LA OSA MAYOR

A ti, Gala:

Encuéntrate a ti misma, no importa si tardas mucho o poco, date tiempo. No te sientas culpable por querer estar contigo; al fin y al cabo, vas a pasar toda la vida junto a ti.

La vuelta de Néstor a Melía me había dejado una sensación muy extraña. Tres veranos atrás, el día de su decimosexto cumpleaños, Néstor nos dijo a Simón, a mi mejor amiga de entonces, Acacia, y a mí que sus padres habían decidido mudarse al extranjero, a Suecia. De este modo, Gustavo, el padre de Néstor, podría explotar mejor los horizontes de su empresa para alcanzar nuevos mercados. El vacío que me dejó la marcha de Néstor me duró meses, me encerré en mí misma y permití que muy pocas personas arrojasen algo de luz en aquella burbuja de frustración y tristeza. Por aquel entonces todavía no había experimentado el dolor de la verdadera pérdida y creía que la distancia suponía un duelo a pequeña escala, pero cuán equivocada estaba. Néstor había sido mi confidente durante el último año de transición física y psicológica que supone la adolescencia. Era un buen conversador, pero se le daba mucho mejor escuchar. Él no pertenecía a una familia que hubiese vivido toda la vida en Melía, mientras que al abuelo Clemente le enorgullecía mostrar a cualquier forastero, siempre y cuando la ocasión lo requiriese, el árbol genealógico que había en la pared de nuestro recibidor, en el cual se podía ver que desde la primera existencia de un miembro de nuestra familia, este había nacido, crecido y asentado sus raíces en nuestra pequeña aldea costera.

La distancia había hecho mella.

Si bien por ciertas razones y con el paso del tiempo Simón, Acacia y yo nos habíamos distanciado los unos de los otros, Néstor había erigido una barrera física de por medio, de modo que, poco a poco, dejaron de llegar noticias de él, y yo lo acepté.

Si no se dignaba a dar señales de vida, ¿para qué iba yo a sufrir? Néstor había supuesto alguien en quien depositar mi confianza y no se había esforzado en conservarla. Yo lo hice. Lo llamaba cada dos días, le enviaba postales e incluso cartas, a pesar de que pudiera parecer algo presuntuoso. En muy pocas ocasiones hizo él lo mismo por mí. De vez en cuando se oían rumores en el pueblo, gente que afirmaba que la empresa de Gustavo en Suecia no acababa de cuajar.

En realidad, no me había dado cuenta de lo mucho que quería a Néstor hasta que lo vi subirse al taxi que lo condujo, a él y a su familia, al aeropuerto. Y entonces supe que a pesar de que lo negase, y al margen de que eso me gustase o no, me encontraba perdidamente enamorada de aquel chico de pelo rizado de color caramelo y ojos castaños. Con el paso del tiempo, me sentí ridículamente estúpida. ¿Cómo podía romperme el corazón alguien que ni siquiera sabía que yo lo quería de aquel modo? Néstor no podía leer la mente, no tenía la culpa. Decidí no guardarle rencor y en mi memoria lo conservé como un vago recuerdo apenas edulcorado a ojos de una adolescente.

Hasta que lo vi aquella mañana de septiembre en el salón de casa conversando con mi sobrino. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que tal vez había dejado de sentir todo aquello, aunque la confusión, la rabia y el dolor seguían latentes en su recuerdo, emborronándolo. No me gustaba saber que Néstor había dejado ganar la batalla a la distancia y había preferido perdernos de vista a todos. Además, con su vuelta, muy pronto se daría cuenta de que yo, a Simón y a Acacia, los había perdido por partida doble.

Dos días después del encuentro con Néstor, me dirigía camino del trabajo cuando decidí tomar una ruta distinta. Me apetecía ver la playa antes de entrar en la floristería, por lo que di una vuelta por el paseo marítimo. La playa había supuesto siempre mi segundo hogar. Llevaba toda la vida oyendo cómo golpeaban las olas del mar contra las rocas de Melía.

Si cerraba los ojos, no podía recordar ningún momento de mi infancia en el que no me hallase cerca de la playa. Allí aprendí prácticamente a caminar, allí me llevaba mis primeros libros, que acababan siempre perdidos de arena; allí fue donde me enseñaron a nadar (a pesar de que no se me diera demasiado bien), mientras Irene tomaba fotografías con una vieja cámara rescatada del desván de mi abuelo. Para Clemente, la naturaleza, al igual que nuestra casa, estaba compuesta de magia. Solía decir que las estrellas y el mar eran el reflejo de algo divino, que no podía ser nada más que maravilla. Debido a su insistencia, de pequeña me gustaba pensar que mi abuelo era una especie de mago disfrazado de anciano, ya que, desde la muerte de mi abuela, por las noches lo veía trasnochar y se pasaba horas encerrado en su invernadero. Al crecer, me di cuenta de que el abuelo simplemente era un apasionado de las flores y que por las noches, para matar las horas de insomnio, se dedicaba a cuidar de sus plantas. En ocasiones hablaba con ellas, y cada cumpleaños nos regalaba un ramo de flores a mi hermana y a mí con un mensaje oculto entre los tallos. Solían ser mensajes como: «Querida niña, que no te importe lo que digan de ti, eres maravillosa». O bien: «Este año tus notas han mejorado mucho, ¡enhorabuena!». En su decimoctavo cumpleaños, Irene estaba embarazada de cuatro meses de Tadeo y el abuelo no le escribió una nota, sino una carta. Fue tan emotiva que acabamos los tres llorando abrazados en la orilla de la playa, mientras admirábamos la puesta de sol. Aquella mañana mis pensamientos revoloteaban continuamente y me dejaban la cabeza embotada. Recordé que por una vez en semanas, la noche anterior no había tenido esos sueños tan perturbadores.

Al llegar a la puerta de la floristería, fue mi jefa, la señora Carmen, la que me sacó de mis reflexiones.

–¡Buenos días, Gala! ¿Qué tal has dormido hoy?

Para Carmen era imprescindible dormir bien. Ella creía que el elixir de la juventud no se encontraba en las cremas antiarrugas caras ni en los productos que vendían en televisión, sino en dormir religiosamente ocho horas diarias.

–Algo mejor, gracias.

La mañana pasó rápido. Como se aproximaba el equinoccio de otoño, teníamos muchos encargos. Dalias, peonías, margaritas y rosas adornarían las mesas del pueblo, los balcones, los cabellos de las mujeres y las chaquetas de los hombres. Hacía ya dos años que trabajaba en la floristería de la señora Carmen, y me gustaba. Era un sitio algo espiritual, lleno de paz, a excepción de cuando mi jefa se estresaba con el chico de los paquetes, pues siempre llegaba tarde. Uno de los clientes más fieles era mi abuelo y, en ocasiones, cuando estábamos a punto de cerrar, Clemente llegaba y con las persianas a medio bajar tomábamos los tres juntos el té, rodeados por aquel paraíso floral.

Acabado el turno de la mañana, me dirigía a casa, cuando en el paseo marítimo me pareció ver a Néstor sentado en un taburete. El tiempo no me había hecho olvidar su silueta. Varias carpetas y folios desparramados por el suelo lo rodeaban mientras dibujaba a una chica rubia que posaba. Por alguna extraña razón, esperé a que acabase para acercarme.

–Cuando Irene me dijo que les habías hecho un retrato al abuelo y a Tadeo, no me imaginé que te hubieran encontrado así… –empecé.

Néstor no contestó. Se limitó a recoger su material, con rapidez mientras miraba a uno y a otro lado furtivamente. Parecía nervioso. Una vez que acabó, me agarró del brazo y abandonamos la calle principal para adentrarnos en un callejón.

–Si mi padre se entera de lo que estoy haciendo, ya puedo empezar a hacer las maletas para huir a la otra punta del mundo.

–¿No lo saben? ¿Cuánto tiempo llevas dibujando?

–Cuando mis padres nos sentaron a Adrián, a Héctor y a mí a la mesa para anunciar que volvíamos a Melía, la idea empezó a bullir en mi cabeza. Imagino que recuerdas que siempre he querido ser artista. Llevo retratando a los habitantes de Melía desde que llegamos hace apenas una semana.

No respondí, me limité a asentir lentamente.

–Mi padre lleva tiempo creyendo que he madurado y que he desechado la idea de dedicarme al arte, que iré por el buen camino y seguiré sus pasos de empresario. No hay nada que deteste más que pensar que así será. Solo es cuestión de tiempo que mi padre se entere, de ahí que de momento procure disfrutarlo.

–¿No debería ser Héctor el que heredase la dirección de la empresa? Es el mayor.

–Héctor no sabe siquiera sumar dos más dos. Además, con el asunto de su compromiso con Ingrid, su despampanante novia sueca, en mi familia ya no se habla de otra cosa.

La conversación había surgido entre nosotros tan fluidamente como el cauce de un río. Una punzada de nostalgia me recorrió el cuerpo. Tenía la sensación de que el tiempo no había pasado y de que entre nosotros nunca habían existido barreras. Acallé la voz de mi interior que pedía abrirse paso.

–Ya hemos llegado a mi casa. Suerte, Néstor.

Él me sonrió con los labios cerrados e hizo un ademán con la cabeza. Luego saludó a Irene que, cotilla como era, nos espiaba desde la ventana. Cuando desapareció de mi vista, me di cuenta de que me había pasado todo el tiempo aguantando la respiración y, por fin, liberé el aire de mis pulmones.

Entré en casa y, agotada como estaba, decidí ignorar la metralleta de preguntas de mi hermana. Subí la escalera, me descalcé y me tumbé en la cama. Esperaba que el día siguiente fuese mejor.

A Simón:

El verano ha terminado de manera oficial. Los niños han dejado de jugar durante todo el día en la playa y los ancianos pasan menos tiempo sentados en los bancos del parque. Se oye a la gente lamentándose por la llegada del otoño, pero yo no puedo estar más emocionada. Bueno, ya sabes que desde que te marchaste no me emociono fácilmente con demasiadas cosas. De hecho, este último año me he limitado a admirar desde la distancia todo lo bueno que me ha pasado y a agradecerlo por haberse dado la ocasión. Pero yo no he perseguido nada, no he tomado la iniciativa. Sé que te enfadará saber eso, ya que te prometí luchar por mis sueños. Es posible que no sepas que el último mes de junio abandoné el primer curso de Medicina. Creía que desde que nació Tadeo deseaba ser pediatra, pero me he dado cuenta de que la sanidad no estaba hecha para mí. Tan solo sé que me gusta escribir, informar, transmitir. Pero me encuentro perdida e ignoro aún a qué quiero dedicar mi vida. Es difícil encontrar tu lugar en el mundo. Pero prometí encontrarme a mí misma y así lo haré. Cueste lo que cueste.

Supongo que querrás que te cuente cosas sobre Acacia. Este verano la he visto de lejos un par de veces en los cócteles que organizan los ricachones del pueblo. Está guapa, tan morena y alta. Se encontraba rodeada de gente que admiraba cuanto salía de su boca. Estuve a punto de acercarme, pero ya sabes que siento pinchazos de culpabilidad cada vez que se trata de ella. En lugar de eso, me fui a la playa. ¿Recuerdas nuestro acantilado? Ahora alguien se ha dedicado a pintar flores en las rocas y ha quedado precioso. Por las noches se ve la Osa Mayor desde allí arriba.

Te dejo, que Tadeo está algo resfriado y tengo que hacer de canguro.

Gala

capítulo tres LA CRUZ DEL SUR

A ti, Gala:

Sé que te va a importar demasiado lo que piensen de ti. Será un ejercicio que deberás ir aprendiendo a lo largo de tu vida. Este recordatorio no es para decirte que no te importe lo que piensen porque sería una mentira.

Una mañana lluviosa encontré a Irene tejiendo en la butaca del abuelo. Mi hermana solía decir que la relajaba, pero yo siempre me metía con ella por ello. Mientras tanto, Tadeo y Quiles estaban sentados en el suelo del porche. Mi sobrino se entretenía ofreciéndole uvas al perro, que no le negaba ni una.

La lluvia no cesaba y parecía el momento ideal para que el cielo descargase su rabia con una batería de truenos. Me encantaba sentarme en el sofá y pasar el tiempo en silencio, rodeada de mi familia. Salí al porche y abracé a Tadeo por la espalda. Su cabecita llena de rizos se volvió hacia mí, con los ojos sorprendidos.

–¿Qué estáis haciendo? –le pregunté.

Se le iluminaron los ojos.

–No se lo cuentes a mamá, pero… –Sacó un objeto dorado y circular del pantalón. Parecía frágil.

Lo sostuve entre mis dedos y pude comprobar que se trataba de una brújula de estrellas. Siglos atrás, era bastante común encontrarlas en cada hogar de Melía, ya que tenían múltiples propiedades, pero con el tiempo habían desaparecido. Valían una fortuna.

–¿De dónde has sacado esto, Tadeo?

Mi sobrino miró hacia el suelo y sonrió.

–Me lo ha regalado el ánima de la casa.

–¿Quién dices?

–«El ánima de la casa». Así me pide que la llame.

Entonces, llegó el abuelo con la compra y nos pidió a Irene y a mí que lo ayudásemos. Vi que el abuelo traía una maceta que contenía unos preciosos geranios. Los favoritos de la abuela. Se los señalé con una mirada interrogativa.

–Como ya no puedo ir tanto al cementerio, porque sabes que últimamente las piernas no me funcionan demasiado, y se encuentra lejos, he decidido que podríamos recordarla con un jarrón lleno de sus flores favoritas en el salón.

–Bien pensado, abuelo. –Sonreí.

La abuela hacía diez años que nos había dejado. Era una mujer sencilla, humilde y modesta, pero que no dudaba en poner orden en las situaciones si se daba la ocasión. A veces me parecía oír su voz entre los árboles y percibir su aroma en el viento. Por desgracia, con el paso del tiempo mi memoria había empezado a emborronar su recuerdo y solamente conservaba extractos sueltos de lo que ella había significado para mí.

–¿Sabes qué, Gala? Te va a encantar lo que voy a decir: te he conseguido un puesto en la redacción de La Gaceta de Melía –anunció mi abuelo durante la comida–. Esta mañana me he pasado por la floristería y la señora Carmen me ha dicho que no te animabas con nada. Yo también lo he notado. Lo de tu amigo fue muy duro, lo sabemos. Después de abandonar la universidad, no me gusta verte así de perdida. Además, ya sabes que este año Carmen se jubila y necesitarás buscar un nuevo empleo. En La Gaceta podrías empezar.

El simple hecho de que el abuelo mencionara a Simón me comprimía el pecho. Sin embargo, contesté:

–Pero ¿por qué en el periódico local? Jamás he escrito un solo artículo.

–Se ve que este mes de septiembre van a anunciar un concurso. Se trata de escribir un artículo sobre el pueblo o algo así. El premio consiste en una beca para el primer año de universidad. ¿No deberías ir pensando qué quieres hacer durante el próximo curso?

El abuelo tenía razón, pero por algún extraño motivo seguía esperando que las respuestas cayesen del cielo como meteoritos. Tal como le había contado a Simón en mi carta, en los últimos meses no había tomado ninguna iniciativa. Pero me gustaba escribir. ¿Sería suficiente para formar parte del equipo de redacción del periódico? No estaba tan segura.

–No te veo demasiado convencida, hija. Pero me da igual, vas a ir de todas formas –dijo mi abuelo antes de sorber la sopa–. No aceptaré un no por respuesta. Tu hermana y yo no queremos verte más por la casa como un alma en pena.

Los miré fijamente. Quizá sí que había llegado el momento de aceptar un cambio.

Me había aferrado a mi dolor dejando de lado todo lo demás. Estaba convencida de que Simón no lo hubiese querido así. Antes bien, me habría arrastrado al fin del mundo con tal de verme mejor. Se lo debía.

–¿Cuándo empiezo?

El siguiente viernes era el día que le habían dado a mi abuelo para que me acompañase a la redacción. La señora Carmen me había dado el día libre al enterarse de la noticia.

–Tenía que asegurarme de que pensabas acudir realmente –se excusó él ante la puerta del edificio del periódico. El bloque era muy antiguo y eso me hizo recordar los hipócritas actos que los ricachones del pueblo venían organizando «en beneficio de la comunidad», pero que habían de convertirlos en protagonistas de un periódico de mayor repercusión. Menuda deshonra les debía de parecer salir en La Gaceta de Melía. Aparentemente, el dinero nunca se destinaba a remodelar antiguas instituciones como el periódico local.

–Ya te lo contará Violeta, la jefa de redacción, pero el periódico no va muy bien de dinero ni tampoco demasiado boyante de ideas. Esperan que seas algo así como… un soplo de aire fresco.

Me puse tensa. No me gustaba la idea de que la esperanza de salvación del periódico se encontrase en mis manos. ¿Y si no era lo suficientemente buena? ¿Qué se habían tomado aquellos periodistas para confiarme algo así?

–Todo irá bien. Me vuelvo a casa. Esperaré impaciente a que me cuentes. Estaré en mi invernadero cuidando de las plantas. –Mi abuelo se despidió dándome una palmada cariñosa en el hombro. Respiré hondo y entré.

El vestíbulo no le hacía justicia a la fachada: una cúpula presidía el techo, decorada con cristales de colores que, mediante los rayos del sol, hacían que el espacio se llenase de arcoíris.

Una enorme y alargada mesa de madera en el centro de la sala servía de recepción, mientras que tanto a izquierda como a derecha había unas antiguas escaleras de piedra que conducían a dos alas distintas del edificio. El chico y la mujer sentados en recepción me miraron fijamente cuando entré, pero la señora no me dejó hablar, ya que exclamó:

–¡Oh, tú debes de ser Gala de Grago! Violeta te espera en su despacho. Primera planta, la segunda puerta a la izquierda.

Le di las gracias y me dirigí a las escaleras.

Violeta resultó ser muy enérgica. Muchísimo. De aquellas personas que, mientras hablan contigo, puedes observar cómo les pasan miles de cosas por la cabeza al mismo tiempo que recuerdan todas las tareas por hacer. No estaba muy segura de hasta qué punto prestó atención a todo cuanto dije, al miedo en mis ojos por trabajar en la redacción, ya que simplemente asintió y dijo de manera totalmente sincera:

–Mira, Gala, La Gaceta no está pasando por un buen momento. El Ayuntamiento no nos presta toda la ayuda económica que necesitamos, así que tenemos que darle un giro. Por eso hemos decidido llevar a cabo el concurso que tu abuelo te comentó y que saldrá convocado la semana que viene. Tú escribirás el artículo que lo anuncie. Tenemos la esperanza de que con esta convocatoria los ciudadanos se involucren más en La Gaceta. Eres una voz nueva, con un punto de frescura juvenil que podría llegar a captar a un público de tu edad, pues, por desgracia, son quienes menos nos leen. Así que, como no me gusta perder el tiempo, ahí a la derecha tienes la máquina del café y aquí mismo tu ordenador. En unos minutos llegarán tus compañeros del descanso; yo me voy a mi despacho. Si necesitas algo, llama con los nudillos tres veces, no hay nada que me moleste más que abran la puerta sin avisar.


Y me dejó sola. Como no sabía qué hacer, fui a prepararme un café y en ello estaba cuando llegó el resto del equipo. Se presentaron como Díaz, Luna y Enrique. El primero rondaría la treintena y era el encargado de la sección de curiosidades de la región, de gastronomía y, de vez en cuando, del horóscopo. No podía imaginar a aquel hombretón aconsejando sobre el amor basándose en los astros. Luna era una mujer de unos cincuenta años, pelirroja y muy amable que se encargaba del tiempo, mientras que Enrique era un cuarentón, calvo y con gafas al que le encantaba su sección de consultorio. Imaginé que debía de ser algo cotilla para que le gustase tanto aconsejar a los habitantes de Melía. Entre todos se ocupaban de escribir las noticias de actualidad.

Me explicaron que habían decidido crear una nueva sección para mí, pero que debía elegir yo misma el asunto que tratar. Necesitaba pensar en algo interesante. Mi sospecha era que Violeta había decidido contratarme para captar la atención de los jóvenes, aunque yo empezaba a creer que tal vez se había equivocado escogiéndome a mí. No era precisamente la persona más sociable, que digamos. Pero, como le había prometido a Simón que lo intentaría, no estaba dispuesta a complacer a esa voz interior que intentaba sacar a la luz todas mis inseguridades. «¿Qué tienes que perder?», me habría dicho él.

Al acabar la jornada de trabajo entre papeles, ruidos de impresora y nervios, decidí acercarme al paseo marítimo, donde vi el taburete de Néstor vacío. Busqué a su dueño con la mirada justo en el momento en que salía de un bar con una botella de agua en la mano.

–¿Me buscabas?

–¿Todavía no te han descubierto?

–Mi padre algo se huele porque me ve muy poco por casa y en Suecia me pasaba los días encerrado en mi habitación, convertido en el asocial de la familia.

No me esperaba aquella confidencia. Carraspeé algo incómoda y cambié de tema.

–¿Sabes que Tadeo ha encontrado una brújula de estrellas?

–¡Valen una millonada! ¿Cómo la ha conseguido?

–Dice que… ¿cómo la llamó? «El ánima de la casa» se la dio de regalo. Intenté que me explicase un poco más, pero entonces llegó mi abuelo y sospecho que Tadeo teme que si se lo cuento a él o a Irene, vayan a quitarle el juguete.

–De pequeño soñaba con tener una. Incluso, un año, para el equinoccio de otoño, mi deseo fue que me la regalasen. Evidentemente, ni con todo el dinero de mi familia habrían podido hacerse con una.

En aquel momento recordé que en el desayuno Tadeo me había pedido que invitase a Néstor a su fiesta de cumpleaños del domingo. Por lo visto, habían conectado.

–Tal vez sea una tontería, y probablemente ya tengas planes, pero… mañana por la tarde celebramos el séptimo cumpleaños del pequeñajo, y me ha pedido que te invite. –¿Por qué me estaba dando tanta vergüenza decírselo?

Néstor pareció alegrarse y me dedicó una sonrisa amplia y sincera, con lo que el corazón me dio un vuelco. Con un ligero carraspeo, acallé la voz de mi interior.

–Iré encantado. Esta última semana me he dado cuenta de que no tengo planes, porque apenas conozco a nadie lo suficiente en Melía. Bueno, a excepción de Acacia y de ti.


Incómodamente me despedí de él tras darle una excusa. La conversación con Néstor me dejó más pensativa de lo habitual: me di cuenta de lo sola que me había quedado en el último año, desde la discusión que mantuve con Acacia la noche de la pérdida de Simón. Tenía a mi familia, pero no podía contar con nadie cercano a mi edad. Acacia había hecho nuevos amigos y el recuerdo de Simón me había perseguido durante el último año. En cada esquina me parecía verlo, subido en su bicicleta o bien cargando su bolsa para ir a clase de baile.

Tan real me parecía a veces su recuerdo que lo oía cantar, bailar en mi jardín. Podía escuchar los sermones que me daba, sus consejos y abrazos con olor a demasiado desodorante. Habíamos sido inseparables. Más tarde llegó Acacia y, a pesar de que siempre íbamos los tres juntos, nunca dejamos de ser «Simón y yo». Yo le sujeté la mano en el hospital cuando se rompió por primera vez la pierna, yo lo animé a que ignorara a los chicos del instituto y empezase a estudiar ballet si era lo que quería, lo consolé cuando el primer chico le rompió el corazón, pero no estuve ahí, en cambio, en el peor momento de su vida…, que sería, además, el último. Pensar en Simón me revolvía el estómago, y para acallar las voces de la conciencia me fui a la playa. Por suerte, era un septiembre cálido y los días seguían siendo largos.

A Simón:

He empezado a trabajar en el periódico local. Está bien. Sigo pensando que han depositado demasiada confianza en mí, pero te prometí que haría algo de provecho con mi tiempo y por algo se empieza. No me iría nada mal ganar el dinero del concurso, tal vez escriba algo. Por otro lado, últimamente Néstor está siempre por ahí, acechando entre las sombras. Está presente de forma constante en mi familia, ya que Tadeo no para de hablar de él ni un segundo, pero también en el paseo marítimo y sobre todo en mis recuerdos. ¿Crees que debería pedirle explicaciones o simplemente dejarlo correr? ¿Por qué estoy siquiera planteándome todo esto? ¿Qué ha sido de la Gala dura como el acero? Es tarde y empiezo a desvariar. Eso sí: me hace mucha ilusión el cumpleaños de Tadeo. No puedo creerme que cumpla siete años ya; todavía recuerdo el momento en que lo vi por primera vez. Pensar en Tadeo me recuerda que todavía debo averiguar por qué un renacuajo como él posee semejante brújula de estrellas y qué pretende hacer con ella.

Me están llamando, así que acabo la carta aquí, he de hacer la cena. Tenemos sopa con verdura. ¿Te acuerdas de cuando el abuelo te obligaba a comer verdura alegando que, si solo comías hamburguesas, nunca serías un buen bailarín?

Gala

P. D.: Violeta, la del periódico, lleva un tatuaje precioso de la Cruz del Sur. En la nuca. Pensé que te gustaría saberlo.

capítulo cuatro CASIOPEA

A ti, Gala:

Llorar no es malo. Cada vez que alguien te vea llorar, automáticamente te va a pedir que no lo hagas. Pero no lo escuches; llora y deja aflorar lo que te preocupe. Aun así, agradece cada día lo que tienes.

Un lunes por la tarde, mi abuelo me llamó a la floristería para avisarme de que mi tío Tristán iba a vivir con nosotros de manera indefinida. De repente en pocas semanas, mi vida daba varios giros drásticos. Y se esperaba de mí que los aceptara. No estaba tan segura de si podría encajarlos tan deprisa.

–No creo que sea por demasiado tiempo. Supongo que hasta que encamine su negocio y un poco su vida –me dijo el abuelo al otro lado de la línea.

–Abuelo, no he visto al tío Tristán desde que tenía la edad de Tadeo, prácticamente. ¿Crees que vamos a llevarnos bien?

Tristán era el hermano pequeño de mi madre. Por lo que sabía de él, había vivido en distintos países del mundo como un gran empresario. Cada Navidad llamaba al abuelo durante cinco minutos y en el cumpleaños de Tadeo, enviaba un cheque para que Irene lo gastase en lo que este necesitara. Yo no le tenía gran estima, puesto que me parecía un hombre muy despreocupado respecto de su familia en un momento personal en que la familia lo era todo para mí. Especialmente por aquel entonces. A pesar de ello, era consciente de que papá y mamá tampoco se preocupaban en exceso por nosotros. Debido a su profesión, cada dos meses se tomaban un descanso en sus trabajos respectivos y venían a vernos. Con el abuelo nunca nos faltaba de nada.

Irene, Tadeo y yo vivíamos con el abuelo porque, siendo adolescentes, nos dimos cuenta de que vivir con nuestros padres era insostenible. Se pasaban todo el día en las embajadas como diplomáticos y prácticamente habíamos vivido ella y yo solas durante largos períodos de tiempo en un apartamento en las afueras de Melía. Ya en aquella época yo necesitaba el mar. Irnos a vivir con el abuelo había sido una de las mejores decisiones. Ni siquiera les guardábamos rencor a nuestros padres por ello; el abuelo siempre había estado ahí y entendíamos que mamá y papá tuviesen una vida al margen de nosotras.

Por aquel entonces, me gustaba mi zona de confort. Néstor había vuelto a mi vida y, en cierto modo, me la había trastocado; si a ello añadíamos la llegada por sorpresa de Tristán, se podría afirmar que iba a precisar hacerla más flexible. O, de lo contrario, sufriría. Y no sabía si sería capaz.

–Sé razonable, Gala. No vamos a dejarlo en la calle, su empresa está en números rojos.

–¿Quieres decir que a Tristán no le queda nada?

–Nada en absoluto, me temo. Irene irá a recogerlo hoy al aeropuerto. Para cuando llegues del trabajo, ya estará aquí. Sé lo más amable posible, por favor.

Colgué y suspiré. De pronto, necesitaba reflexionar sobre ello. La vida era totalmente caprichosa e imprevisible. Tiempo atrás, Tristán había sido una especie de dios de los negocios, y de la música, y si nos comparábamos con su vida, nosotros éramos una insignificante constelación en el firmamento. Ahora venía a pedirnos ayuda. No quería ni imaginar lo doloroso que debía de ser aquello para su orgullo. Con ese pensamiento revoloteando, me compadecí de él.

Cuando llegué a casa a la hora de la cena, encontré a Tristán sentado en el porche, fumando. Me saludó con un tímido movimiento de la cabeza. Parecía ensimismado. El tiempo no había pasado para él: seguía siendo atractivo, alto y fuerte, pero con la diferencia de tener pronunciadas ojeras, y su cabello, antes negro, ahora era completamente gris. Debía de rondar los cincuenta y tantos. Me senté a su lado y miramos juntos el mar, que bramaba a lo lejos. La situación no podía ser más insólita.

–Apenas te reconozco, Gala. La última vez que te vi eras una niña nerviosa e inquieta. Me da la impresión de que a algunos de nosotros la vida nos tiene reservados ciertos reveses que hacen que cambiemos de forma irremediable.

Lo miré, extrañada. ¿Qué podía saber él de mí? ¿Qué le habrían contado?

–Imagino lo que estarás pensando. Irene me ha resumido muy por encima vuestras vidas en el trayecto desde el aeropuerto. No te enfades con ella; solo quería que fuéramos un poco menos extraños.

–No creo que podamos cambiar eso tan fácilmente. –Me levanté y decidí acostarme sin cenar.

Casiopea