Epílogo

«Tantas veces me había imaginado en el respaldo del puente peguntándome cómo había podido pasar tantos años en aquel agujero, sobre aquellos escasos senderos, apacentando la cabra y buscando las manzanas caídas hacia el fondo de la ribera, convencido de que el mundo concluía en el recodo donde el camino se desplomaba sobre el Belbo».

Cesare Pavese, La Luna y Las Fogatas

Aunque Carmelo comprendió en parte esas palabras, no supo con exactitud cuál era el tema del diálogo y continuó su camino mientras reflexionaba sobre los hombres. Esos dos, que ahora comenzaban a bajar, pensaban en comprar tierra y a construir cercados y alambradas, pero no en pasear por la montaña como lo hacían los ciervos salvajes. Y no porque no fuesen libres, pues en realidad habían nacido con tanta libertad como un huemul. Por lo demás, durante su estadía en el corral, había aprendido que, en muchos aspectos, los hombres podían alcanzar una vida más plena y profunda que la de un animal libre. Eran capaces de escribir poemas, pintar atardeceres, creer en dioses, llorar de emoción, hacer música, volar y ver el mundo desde el aire, y podían amar con una intensidad a la que nunca llegaría un animal. Sin embargo, muchos de ellos renunciaban a esa vida de plenitud y preferían encerrarse en sitios que, salvadas las diferencias entre los hombres y los animales, eran similares al corral en que él había perdido la libertad.

Caminó durante varias horas, dejando atrás los últimos parches de arbustos, hasta que alcanzó una enorme mancha de nieve perpetua protegida del sol por dos paredes de roca enfrentadas. Pisó la base de la mancha de nieve y comprobó que estaba congelada y crujía a su paso. Entonces concibió una idea. Bordeó la mancha subiendo por detrás de una de las paredes de roca y, cuando alcanzó la cima, se deslizó sobre la capa de hielo. Se divirtió tanto que subió y volvió a lanzarse un par de veces más hasta quedar satisfecho y extenuado.

Cerca de la mancha de nieve eterna, Carmelo descubrió unas flores muy pequeñas, de color violeta, que se asomaban al aire desde una grieta abierta en la roca. Le pareció entonces que esos pétalos representaban los sueños de la planta a la que pertenecían. El sueño del viento era cambiar el aspecto del paisaje, reflexionó, y para lograrlo había luchado durante miles de años de forma silenciosa e imperceptible. ¿Serían capaces los hombres de descubrir en el viento al artista que labraba la roca? Quizá muchos de ellos pensaran que un vendaval sólo podía desnudar de hojas a un árbol y limpiar de nubes el cielo. Los huemules de la montaña conocían bien el viento, pues se enfrentaban a él en cada tramo del camino que recorrían. Los huemules de los corrales, en cambio, sólo conocían el viento por su acción en los valles, detrás de las cortinas de álamos que los hombres plantaban para intentar detenerlo, allí donde la fuerza de las ráfagas se reducía a una suave caricia sobre el follaje de los árboles.

Carmelo siguió subiendo. A su paso encontró diminutas plantas de hojas carnosas que crecían entre las piedras, resistiendo el intenso viento y la falta de agua. En pequeños parches de suelo fértil, regados por el deshielo de la nieve perpetua, encontró hierbas tiernas que le parecieron exquisitas y que de inmediato le devolvieron las fuerzas invertidas en el viaje. El recuerdo de las sobras que comía en el corral le llenó ahora de tristeza y vergüenza y le inspiró el deseo de recorrer cuanto antes el resto de las montañas de la zona, en las que podría encontrar, pensó, plantas desconocidas para su especie.

Una sombra se proyectó de pronto sobre su cuerpo. Cuando alzó sus ojos descubrió en el cielo un ala curva y colorida, con una estructura metálica de la que pendía un hombre. El artefacto pasó volando cerca de él y luego comenzó a describir amplios círculos en el aire. Carmelo observó el hombre amarrado con cuerdas a esa estructura metálica. Pensó en el dinero necesario para comprar el ala, en el tiempo que le habría demandado subir hasta lo alto de la montaña y preparar el equipo antes de lanzarse al aire y se preguntó entonces si la sensación de libertad compensaría los esfuerzos que había hecho esa persona para poder volar.

Siguió su camino. Estaba cansado pero la fortaleza de su espíritu le alentaba a caminar sin detenerse. Todo a su paso le parecía maravilloso y único: cada una de las nubes que se deshacían en el cielo, las rocas labradas por el trabajo silencioso del viento y el agua, las plantas que resistían la hostilidad del clima, los cóndores que vagaban libres y solitarios. Se sentía solo y unido al resto del mundo al mismo tiempo, pues en definitiva él también formaba parte de la Naturaleza. Convivían ahora en su corazón el recién nacido y el ejemplar adulto ya que disfrutaba del paisaje con la alegría de un huemul pequeño, pero también tenía la madurez necesaria para comprender la importancia de haber recuperado la libertad.

Trepó a una roca enorme. Desde ella podía divisar las cumbres que le habían parecido tan distantes cuando vivía en el corral y que ahora podía alcanzar con facilidad en dos o tres horas de marcha. Volviéndose a mirar hacia el lado opuesto, ubicó en la distancia la zona en la que don Rudecindo había pasado la mayor parte de su vida. El campo que había ocupado la familia Salinas ya no se veía. ¿Cómo saber entonces dónde estaba el corral, ese diminuto espacio en el que él se había recluido por una mezcla de comodidad y temor? El cercado, que al principio le parecía infranqueable y que luego no se atrevió a cruzar, había desaparecido, no sólo del paisaje, sino también de su vida.

Al igual que el ambiente circundante, la posibilidad que tenía de vivir con plenitud no tenía límites. Sin embargo, durante mucho tiempo había confinado su existencia a un corral insignificante, tan insignificante como su rivalidad con los huemules con los que había compartido ese espacio, como su absurda vanidad de estrella de zoológico, como su artificioso amor por Clara y su ficticia dependencia de los seres humanos.

Pero había aprendido de esos errores que le permitían valorar la perspectiva de una vida en libertad y comprender los motivos que movían a otros huemules a encerrarse. También entendía ahora a Clara, que se había mudado a otro corral en busca de mejores condiciones de vida, y a Antonio, cuya rebeldía inicial no había impedido que cayera en la trampa de los elogios y las recompensas materiales.

Entristecido, Carmelo imaginó a su cría con un moño al cuello, similar a la soga que él había llevado durante mucho tiempo. Esperaba al menos que la vanidad no le hubiese cegado. Algún día, cuando volvieran a verse, le diría que comprendía su rebeldía y le alentaría a vivir en libertad. A partir de ese momento podría hablarle con autoridad, pues para dejar de ser un huemul anónimo se había encerrado en un corral y ahora por fin advertía que la originalidad se conseguía siendo libre, viviendo como un verdadero animal salvaje, intentando alcanzar aquellos picos que ningún otro huemul había conquistado hasta entonces.

Alcanzó una de las cimas de la cordillera y contempló maravillado el paisaje circundante. Recorrió con su mirada las montañas, luego los valles y por último el terreno que le rodeaba. Comprobó que a su alrededor no había huellas de huemules y comprendió con emoción que ningún otro ejemplar de su especie había visitado ese lugar. ¡Por fin volvía a ser él mismo, un huemul libre y único, un huemul distinto del resto! ¡Ya nada más importaba, ni siquiera que los hombres no se enteraran nunca de su hazaña!

FIN

Mi bella jaula de oro

Una fábula sobre el miedo a la libertad

Jorge Guasp

KOLIMA BOOKS

Título original: Mi bella jaula de oro

Primera edición: Mayo 2016

Autor: Jorge Guasp Spetzian

Diseño de portada: Iñaki Mota

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

Conversión a libro electrónico: Patricia Fuentes

ISBN: 978-84-163648-3-1

«¡La libertad! La mayor parte de los esclavos no serían capaces de ser libres, aunque se les permitiera serlo. Como los animales domésticos, cuando se les deja libres tienen más miedo a la libertad que a sus amos. Y liberados, tal vez por un dueño generoso, acabarían yendo a ladrar a las puertas de un amo ruin, que no sentirá ningún escrúpulo en apalearlos. Porque para ellos resultan mejor, al cabo, los palos y la obediencia que la soledad dura y llena de problemas de la verdadera libertad».

David H. Lawrence, Saint Mawr

Prólogo

El huemul (hippocamelus bisulcus), utilizado en este relato de un modo alegórico y sin fundamento científico alguno, es un cérvido en vías de extinción.

Los indígenas patagónicos, para quienes la especie fue muy importante pues aprovechaban su carne, sus huesos y su cuero, lo conocían con otros nombres: shoam en el caso de los tehuelches, y güemul entre las tribus de araucanos. La caza del huemul se realizaba con flechas, lazos o boleadoras[1]. El vínculo entre el animal y estos pueblos ha quedado plasmado en varias pinturas rupestres.

Los machos de esta especie alcanzan mayor tamaño que las hembras y sólo ellos poseen astas, que son bifurcadas. Estas astas se les caen después del apareamiento, que tiene lugar desde fines de verano hasta mediados de otoño, y tras él nace una sola cría, entre noviembre y diciembre, después de seis o siete meses de gestación.

El pelaje del huemul es grueso, denso y oscuro en verano, volviéndose más claro en invierno. Sus orejas llegan a tener más de 20 cm de largo y su cola mide entre 10 y 20 cm. Es un animal de gran belleza. Es habitual que se mueva en grupos de tres ejemplares constituidos por el macho, la hembra y una cría.

Debido a que es un animal difícil de ver, su presencia se infiere del hallazgo de excrementos, huellas, pelos, marcas en la corteza de los árboles, astas caídas, etc. Estos indicios permiten estimar su población y distribución con el fin de adoptar medidas destinadas a su protección.

Como consecuencia de distintos factores, entre ellos las enfermedades contagiadas por el ganado en contacto con esta especie, su bajo éxito reproductivo, la modificación de su ambiente por efecto de las actividades humanas y la disminución y fragmentación de sus poblaciones, el huemul ha reducido su rango histórico de distribución.

La especie habita la Patagonia argentina y chilena. Ocupa terrenos escarpados, con una elevación mínima de 1 700 m pero con acceso a sectores de aproximadamente 500 m de altitud sobre el nivel del mar, que son utilizados como zonas de pastoreo en invierno cuando la nieve le impide el acceso al alimento en áreas más altas.

El futuro de este cérvido depende principalmente de la protección del hábitat en que se encuentran sus poblaciones y de la colaboración entre los distintos sectores de su área de distribución geográfica, condiciones que facilitan el intercambio genético entre grupos aislados entre sí.

El huemul ha sido declarado Monumento Natural por la Ley 24 702, sancionada por el Senado y la Cámara de Diputados de la nación argentina el 25 de septiembre de 1996, y promulgada el 17 de octubre del mismo año. También ha sido incluido en el Apéndice I del CITES[2], acuerdo mundial firmado en 1975.

j

Índice

Introducción 9

Primera parte 11

Segunda parte 69

Epílogo 137

Introducción

En cada semilla de un árbol sano y vigoroso está ese mismo árbol. Si la semilla germina en un suelo fértil y recibe luz suficiente, desarrollará su máxima expresión biológica: se convertirá en un árbol sano y vigoroso. No importa la finalidad de ese árbol, es decir, si será utilizado para madera, para cosechar sus semillas, o si sólo servirá para despertar admiración en quienes lo contemplen. El árbol es simplemente lo que debe ser, es decir, es fiel a su naturaleza intrínseca.

De un modo análogo, cada humano recién nacido tiene la capacidad potencial de desarrollar al máximo su naturaleza interior, de ser libre por completo, de hacer realidad todos sus sueños. Al igual que el árbol, no importa el papel social del ser humano. El desarrollo de su vida interior es independiente de la función o profesión que tenga, pues muchas de esas tareas son simples adaptaciones a la sociedad. Para muchos de nosotros el trabajo cotidiano no representa lo que somos; es solamente lo que hacemos.

Se nos educa para que nos comportemos de acuerdo con lo que la sociedad espera de nosotros y no con lo que somos y anhelamos. En este afán por cumplir con la sociedad, en lugar de ser fieles a nosotros mismos, a menudo olvidamos quiénes somos o qué queremos. Nos esforzamos por alcanzar lo que la sociedad nos exige y, cuando lo conseguimos, advertimos con frecuencia que somos esclavos de las metas alcanzadas y que esos logros no nos deparan la felicidad esperada.

Al huemul de esta historia le sucede lo mismo que a muchos de nosotros: viene al mundo para ser un ciervo libre, para expresar al máximo la naturaleza instintiva de su especie, pero acaba convirtiéndose en la mascota de una familia de la que depende de un modo artificial. Y, como le ocurre a muchos seres humanos, pierde su libertad y renuncia a sus sueños por mera comodidad, por vanidad y por otros tantos errores que, como muchas veces, en nuestro caso son consecuencia, precisamente, de la traición a nuestro mundo interior.

Pero como la mayoría de las historias, esta también tiene un desenlace feliz. El huemul acaba por retornar a la libertad y hacer realidad sus sueños. Al final de la vida vuelve a elegir su dieta y su hábitat, recuperando así la independencia y su naturaleza salvaje.

Sólo espero que esta historia aliente a los lectores a luchar por sus sueños, aunque se encuentren momentáneamente acorralados como este pequeño animal.

j