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En el que se consideran el verdadero cristianismo, la sincera tristeza por el pecado, el arrepentimiento, la fe y la santa vida del verdadero cristiano

 

Prefacio del autor

 

Estimado lector cristiano:

Que en nuestra época el Santo Evangelio está sometido a un fuerte y vergonzoso abuso es un hecho que queda plenamente demostrado por la vida ajena a Dios y sin arrepentimiento que llevan aquellos que ruidosamente presumen de Cristo y su Palabra, mientras que su vida anticristiana se asemeja a la de personas que habitan en tierra de paganos y no de cristianos. Semejante comportamiento mundano me proporcionó la oportunidad de escribir el presente Tratado. Mi propósito era mostrar al lector llano en qué consiste el verdadero cristianismo, a saber, en la exhibición de una fe verdadera, viva y activa, la cual se manifiesta en una genuina piedad y en los frutos de justicia. Deseaba yo mostrar que nos llamamos cristianos, no solo porque debamos creer en Cristo, sino también porque el nombre implica que vivimos en Cristo, y Cristo en nosotros. Deseaba además mostrar que el verdadero arrepentimiento procede del centro más íntimo del corazón; que el corazón, la mente y los afectos deben cambiar; que debemos amoldarnos a Cristo y su Santo Evangelio; y que debemos ser renovados por la Palabra de Dios, y convertirnos en nuevas criaturas. Pues así como cada semilla produce un fruto de idéntica naturaleza, así también la Palabra de Dios debe producir diariamente en nosotros nuevos frutos espirituales. Si nos convertimos en nuevas criaturas por fe, debemos vivir de acuerdo a nuestro nuevo nacimiento. En suma, Adán debe morir, y Cristo debe vivir en nosotros. No basta con adquirir un conocimiento de la Palabra de Dios: es también nuestro deber obedecerla en la práctica, con nuestra vida y nuestras fuerzas.

2. Muchos suponen que la Teología es una mera ciencia, o pura retórica, cuando en realidad es una experiencia viva y un ejercicio práctico. Hoy todos se proponen alcanzar eminencia y distinción en el mundo; pero nadie quiere aprender a llevar una vida piadosa. Hoy todos van tras hombres de gran erudición, que puedan enseñarles artes, idiomas y sapiencia; pero nadie quiere aprender de nuestro único Maestro, Jesucristo, a ser manso y sinceramente humilde. Y, no obstante, su santo y vivo ejemplo es nuestra verdadera norma de vida y conducta, y, en efecto, constituye la sabiduría y el conocimiento superiores. De modo que con toda propiedad podemos declarar que «la vida de Cristo puede enseñarnos todas las cosas».

3. Todos están muy dispuestos a ser siervos de Cristo; pero nadie quiere convertirse en su seguidor. Y, sin embargo, Él nos dice: «Si alguno me sirve, sígame» (Jn 12:26). Por tanto, quien verdaderamente sirve y ama a Cristo también querrá seguirle; y quien lo ama también amará el ejemplo de su santa vida: su humildad, mansedumbre, paciencia, así como su cruz, la vergüenza y el desprecio que Él soportó, aun cuando ello implique dolor para la carne. Y aunque en nuestra presente debilidad no podamos imitar a la perfección la santa y sublime vida de Cristo —cosa que, en efecto, no pretendo en mi libro—, con todo, debemos amarla, y anhelar una más plena imitación de la misma. Porque es de este modo que vivimos en Cristo, y Cristo en nosotros, según las palabras de San Juan: «El que dice que permanece en Él, debe andar como Él anduvo» (1 Jn 2:6). Hoy la determinación del mundo es adquirir conocimiento acerca de todas las cosas; pero aquello que supera cualquier otro conocimiento, a saber, «conocer el amor de Cristo» (Ef 3:19), nadie desea adquirirlo. Pero nadie puede amar a Cristo si no imita su santa vida. Muchos hombres y mujeres, la mayoría en este mundo en realidad, se avergüenzan del santo ejemplo de Cristo, es decir, de su pobreza y humilde condición. En otras palabras, se avergüenzan del Señor Jesucristo; acerca de ellos, Él dice: «El que se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él» (Mc 8:38). Hoy los cristianos desean un Cristo de apariencia imponente, que sea fastuoso, rico y conforme a este mundo; pero ninguno desea recibir, confesar y seguir al Cristo pobre, manso, despreciado y humilde. Por lo tanto, Él les dirá un día: «“Nunca os conocí” (Mt 7:23); ustedes no quisieron conocerme en mi humildad, así que yo no los conozco en su arrogancia».

4. Sin embargo, la vida profana, en todas sus formas, no solo está en desacuerdo con Cristo y el verdadero cristianismo, sino que además es la causa del diario aumento de la irritación de Dios, y de los azotes que Él inflige. Esto es así en la medida en que Él dispone a todas las criaturas como sus vengadoras, y permite que el cielo y la tierra, el agua y el fuego, se vuelvan nuestros enemigos; de modo que toda la naturaleza es así profundamente convulsionada, y poco menos que devastada. Por tanto, ha de esperarse una época de aflicción; guerra, hambre y epidemias; es más, las últimas plagas vienen con tanta violencia que estamos expuestos a los ataques de prácticamente toda criatura. Pues tal como las terribles plagas sobre los egipcios sobrevinieron antes de la redención y salida de los hijos de Israel desde Egipto, así también, antes de que ocurra la redención de los hijos de Dios, plagas terribles e inauditas asaltarán a los incrédulos y pertinaces. Por tanto, es tiempo de arrepentirse, cambiar el curso de vida, volverse del mundo a Cristo, creer en Él verdaderamente, y llevar en Él una vida cristiana, para que con seguridad podamos «habitar al abrigo del Altísimo, y morar bajo la sombra del Omnipotente» (Sal 91:1). Es esta igualmente la exhortación del Señor: «Velad, pues, orando en todo tiempo que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas» (Lc 21:36). Esto mismo se testifica también en el Salmo 112:7.

5. Ahora bien, querido lector cristiano, para tal propósito el presente libro puede en alguna medida servirte de guía, pues no solo explica cómo puedes, mediante la fe en Cristo, obtener el perdón de tus pecados, sino también cómo puedes beneficiarte de la gracia de Dios, a fin de llevar una vida santa; y cómo puedes demostrar y adornar tu fe a través de una conducta y una convivencia cristianas. Porque el verdadero cristianismo consiste no en palabras, ni en una ostentación externa, sino en una fe viva, de la cual proceden frutos propios del arrepentimiento, y toda clase de virtudes cristianas, tal como proceden de Cristo mismo. Porque, ya que la fe está escondida de la vista humana, y es invisible, debe manifestarse por sus frutos, en la medida en que la fe obtiene de Cristo todo lo bueno, justo y bendito.

6. Ahora, cuando la fe aguarda las bendiciones que se le prometen, el resultado de esa fe es la esperanza. Porque, ¿qué otra cosa es la esperanza, sino una continua y perseverante expectación, por fe, de las bendiciones que se prometen? Pero cuando la fe comparte con el prójimo las bendiciones que ella misma ha recibido, el fruto de esa fe es el amor, que imparte al prójimo lo que ha recibido de Dios. Y cuando la fe soporta la prueba de la cruz, y se somete a la voluntad de Dios, produce paciencia. Pero cuando suspira bajo el peso de la cruz, u ofrece gratitud a Dios por las misericordias recibidas, la fe da a luz la oración. Cuando compara el poder de Dios, por una parte, con la miseria del ser humano, por otra parte, y se somete sin resistencia a la voluntad de Dios, el fruto de ello es la humildad. Y cuando esta fe trabaja diligentemente para no perder la gracia de Dios, o, según nos aconseja San Pablo, «ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor» (Fil 2:12), entonces el resultado es el temor de Dios.

7. Como puedes ver, todas las virtudes cristianas son hijas de la fe, proceden de la fe, y no pueden estar separadas de ella, su fuente común, si realmente son virtudes genuinas, vivas y cristianas, las cuales en definitiva provienen de Dios, de Cristo y del Espíritu Santo. Por lo cual, ninguna obra puede ser aceptable ante Dios sin la fe en Cristo. Porque, ¿cómo pueden existir la verdadera esperanza, el amor sincero, la perseverante paciencia, la ferviente oración, la cristiana humildad y el temor de Dios como el de un niño, si no es con fe?

Todo debe obtenerse de Cristo, la fuente de la salvación (Is 12:3), mediante la fe, tanto la justicia como todos los frutos de la justicia. Pero ten mucho cuidado, querido lector, de no relacionar tus obras, aquellas virtudes que has comenzado a practicar, o los dones de la vida nueva, con la justificación ante Dios. Porque a este respecto, las obras, los méritos, los dones y virtudes de los hombres, por muy atrayentes que puedan parecer, no tienen eficacia; nuestra justificación depende únicamente de los magníficos y perfectos méritos de Jesucristo, asidos por fe, tal como se expone en los capítulos V, XIX, XXXIV y XLI de este libro. Ten mucho cuidado, por tanto, de no confundir la justicia de la fe, por una parte, y la justicia de una vida cristiana, por otra parte; más bien debes hacer una clara distinción entre ambas, porque en ello radica todo el fundamento de nuestra religión cristiana. Con todo, el arrepentimiento debe ser la mayor preocupación de tu vida, pues de lo contrario no posees la verdadera fe, aquella que a diario purifica, cambia y enmienda el corazón. Tú debes saber, además, que los consuelos del evangelio no pueden ser efectivamente aplicados si previamente no ha habido una genuina tristeza piadosa, cuyo resultado es un corazón dolorido y contrito; pues leemos que «a los pobres es anunciado el evangelio» (Lc 7:22). En efecto, ¿cómo puede la fe dar vida al corazón, si antes no lo mortifican una sincera tristeza y un pleno conocimiento del pecado? No imagines, por tanto, que el arrepentimiento es una tarea fácil y liviana. Recuerda las solemnes y severas palabras del apóstol Pablo, cuando nos manda a mortificar y crucificar la carne, con sus deseos y pasiones, para ofrecer el cuerpo como sacrificio, para morir al pecado, para ser crucificado para el mundo (Col 3:5; Ro 6:6; 12:1; 1 P 2:24; Gl 5:24; 6:14). La verdad es que nada de esto puede ocurrir cuando complacemos la carne. Tampoco los profetas emplean palabras alegres cuando llaman a tener un corazón contrito y quebrantado, sino que dicen: «Rasgad vuestro corazón»; «lamentaos y gemid» (Jl 2:13, 17; Jer 4:8). ¿Pero dónde encontramos hoy tal arrepentimiento? El Señor Jesucristo, al mencionarlo, exige que nos neguemos a nosotros mismos, y renunciemos a todo lo que poseemos, si queremos ser sus discípulos (Lc 9:23; Mt 16:24). En verdad, nada de esto puede proceder de una mente relajada, frívola y ligera; de ello podemos encontrar evidencia en los siete Salmos Penitenciales de David. La Escritura abunda en ilustraciones del Dios celoso, que exige tanto el arrepentimiento como los frutos del mismo, sin los cuales no se puede alcanzar la salvación eterna. Pero posteriormente se manifiesta el poder de los consuelos del evangelio. Y ambas cosas, tal arrepentimiento y tal consolación, son obra del Espíritu de Dios únicamente, mediante la Palabra.

8. Por tanto, el presente libro trata especialmente de aquel sincero y profundo arrepentimiento del corazón, de la exhibición de la fe en nuestra vida y conducta, y del espíritu de amor que debiera impulsar todos los actos del cristiano; porque aquello que procede del amor cristiano es a la vez el fruto de la fe. Es cierto que he hecho referencias a autores anteriores, como Tauler o Tomás Kempis, entre otros, de quienes podría pensarse que atribuyen más de lo que es debido a las capacidades y obras humanas; pero lo que pretendo en todo mi libro es impugnar semejante error. Por lo tanto, quisiera pedir cordialmente al lector cristiano que recuerde el propósito fundamental por el que escribí este libro. Descubrirá que el objetivo principal es el siguiente: enseñar al lector a percibir la abominación oculta e intrínseca del Pecado Original; exponer claramente nuestra miseria e indefensión; enseñar a que no pongamos nuestra confianza en nosotros mismos o en nuestras capacidades; a deshacernos de todo, y a atribuirlo todo a Cristo, para que solo Él pueda habitar en nosotros, obrar todas las cosas en nosotros, que solo Él viva en nosotros, y cree en nosotros todas las cosas, porque Él es el principio, el medio y el fin de nuestra conversión y salvación. Todo esto ha sido clara y abundantemente explicado en varios pasajes del presente libro; y, al mismo tiempo, las doctrinas de los partidarios de Roma, los sinergistas y los mayoristas han sido expresamente refutadas y rechazadas. Además, en este libro se ha expuesto la doctrina de la justificación por la fe de la manera más incisiva y explícita. Sin embargo, a fin de evitar tergiversaciones, he sometido la presente edición a una meticulosa revisión, y ruego al lector que reciba las ediciones aparecidas en Frankfurt y otros lugares en el sentido en que debe recibirse la presente edición de Magdeburgo. Además, afirmo que este libro, así como todos los demás artículos y puntos, como también los artículos del Libre Albedrío, y de la Justificación de un pobre pecador ante Dios, no debe entenderse de ningún otro modo que no sea de acuerdo a los Libros Simbólicos de las iglesias de la Confesión de Augsburgo, a saber, la primera Confesión De Augsburgo Inalterada, la Apología, los Artículos De Smalcald, los Dos Catecismos de Lutero, y la Fórmula De Concord.

¡Que Dios nos ilumine a todos con su Santo Espíritu, de modo que podamos ser sinceros e intachables, tanto en nuestra fe como en nuestra vida, hasta el día de Cristo —el cual está cerca—; que nos llene de los frutos de justicia, para la gloria y alabanza de Dios! Amén.

 

Capítulo I

En qué consiste la imagen de Dios en el ser humano

Renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad (Ef 4:23-24).

La imagen de Dios en el ser humano es la conformidad del alma del hombre, de su espíritu y su mente, de su entendimiento y su voluntad, y de todas sus facultades y capacidades corporales y mentales, con Dios y la Santa Trinidad. Porque el decreto de la Santa Trinidad fue expresado de este modo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza…» (Gen 1:26).

2. Es evidente, entonces, que cuando el ser humano fue creado, se imprimió en él la imagen de la Trinidad, con el propósito de que la santidad, la justicia y la bondad de Dios pudieran resplandecer en su alma; que irradiasen abundante luz a través de su entendimiento, voluntad y afectos; y que se manifestaran visiblemente también en su vida y su conducta: es decir, que consecuentemente todas sus acciones, tanto interiores como exteriores, no exhalaran otra cosa sino amor, pureza y poder divinos, y, en definitiva, que la vida del hombre y la mujer sobre la tierra pudiera semejar la de los ángeles del cielo, quienes están siempre ocupados en hacer la voluntad de su Padre Celestial. Al imprimir de este modo su imagen en el ser humano, Dios se propuso deleitarse y regocijarse en él, tal como un padre se regocija en un hijo que nace a su propia imagen. Porque así como un padre, contemplándose a sí mismo en su descendencia, no hace otra cosa que sentir la mayor complacencia y deleite; así también, cuando Dios contemplaba el carácter manifiesto de su propia Persona reflejada en una imagen de sí mismo, podía decir «mis delicias están con los hijos de los hombres» (Pr 8:31). Así, el mayor placer de Dios era mirar al ser humano, en quien se gozaba, y descansaba, por así decirlo, de toda su obra; lo consideraba su gran obra maestra de la creación, y sabía que en la perfecta inocencia y belleza del hombre y la mujer se manifestaría plenamente la excelencia de su propia gloria. Y nuestros primeros padres y su posteridad habrían de disfrutar por siempre esta bendita comunión, si hubieran permanecido en la semejanza de Dios, y descansado en Él y en su voluntad; al ser su autor, Dios debía ser la finalidad de ellos.

3. No cabe duda de que la propiedad esencial de cada imagen es ser una representación precisa del objeto que pretende expresar. Y así como el reflejo en un espejo es nítido en una medida proporcional a la claridad del propio espejo, así también la imagen de Dios se vuelve más o menos visible según la pureza del alma en la que se la contempla.

4. Es por esto que originalmente Dios creó al ser humano perfectamente puro e intachable, para que la imagen divina pudiera contemplarse en él, no como una sombra difusa e inerte reflejada en un vidrio, sino como una verdadera y viva imagen del Dios invisible, y a semejanza de su íntima, escondida e inenarrable belleza. Había una imagen de la sabiduría de Dios en el entendimiento del ser humano; de su bondad, amabilidad y paciencia, en el espíritu del ser humano; de su divino amor y misericordia, en los afectos del corazón del hombre. Había una imagen de la rectitud y santidad, la justicia y pureza de Dios, en la voluntad humana; de su bondad, compasión y verdad en todas las palabras y acciones del ser humano; de su omnipotencia, en el señorío del hombre y la mujer sobre la tierra y las criaturas inferiores; y finalmente, había una imagen de la eternidad de Dios en la inmortalidad del alma humana.

5. De la imagen divina que de dicho modo se le había implantado, el ser humano debía haber adquirido el conocimiento tanto de Dios como de sí mismo. Es así que podía haber aprendido que Dios, su creador, es todo en todo, el Ser de los seres, y el principal y único SER, de quien todos los seres creados reciben su existencia, y en quien y por quien subsisten todas las cosas que existen. Asimismo, él podía haber sabido que Dios, como el Original de la naturaleza humana, es todo lo anterior en esencia, de lo cual él mismo no era sino una imagen y representación. Pues si el hombre debía llevar la imagen de la divina bondad, se sigue de ello que Dios es esencialmente la bondad soberana y universal (Mt 19:17); y, en consecuencia, que Dios es el amor esencial, la vida esencial y la santidad esencial. Por ser todo esto en esencia, Él es el único a quien se le debe atribuir adoración y alabanza, honor y gloria, poder, majestad, dominio y virtud; porque nada de esto le pertenece a la criatura, ni a cosa alguna, sino que todo ello le corresponde solo a Dios.

6. De esta imagen del Ser Divino, el ser humano también debía haber adquirido el conocimiento de sí mismo. Él debía haber considerado cuán enorme diferencia existía entre Dios y él. El hombre no es Dios, sino su imagen; y la imagen de Dios no debe representar otra cosa sino a Dios. El ser humano es un retrato del Ser Divino; un representante, una imagen en la que solo Dios debiera ser visto y glorificado. Nada, entonces, debe vivir en el hombre sino Dios. Nadie más que la Divinidad debiera conmoverse, querer, amar, pensar, actuar o regocijarse en él. Porque si otra cosa que no sea Dios vive o actúa en el ser humano, este deja de ser la imagen de Dios, y se vuelve la imagen de aquello que entonces vive y actúa en su interior. Por lo tanto, el hombre, o la mujer, que quiera convertirse en la imagen de Dios, y permanecer en esa condición, debe rendirse por entero a la Divinidad, y someterse plenamente a su voluntad. Esta persona debe permitir que Dios obre en ella lo que le plazca; para que, negando su propia voluntad, pueda sin reservas hacer la voluntad de su Padre Celestial, entregada a Dios por entero, dispuesta a convertirse en un instrumento santo en sus manos, para hacer la voluntad y la obra de Dios. Tal persona no sigue su propia voluntad, sino la de Dios; no se ama a sí misma, sino a Dios; no busca su propio honor, sino el de Dios. No codicia posesiones ni riquezas para sí misma, sino que remite todo al Supremo Bien; y al estar así contenta con poseerlo a Él, se alza sobre el amor a las criaturas y al mundo. Y de este modo, el ser humano debe despojarse de todo amor a sí mismo y al mundo, para que solo Dios pueda serlo todo en él, y obrar todas las cosas en él, por su Santo Espíritu. En esto consistía la perfecta inocencia, pureza y santidad del ser humano. Porque, ¿qué inocencia mayor puede existir, que un hombre no haga su propia voluntad, sino la de su Padre Celestial? ¿O qué mayor pureza, que un hombre permita que Dios actúe en él y haga todo aquello que a Dios le plazca? ¿Y qué mayor santidad, que volverse un instrumento en manos del Espíritu de Dios? Parecerse a un niño en cuyo pecho aún no prevalecen el amor y el honor a sí mismo es realmente la mayor sencillez.

7. Un perfecto ejemplo de esta plena devoción hacia la voluntad divina fue nuestro Señor Jesucristo mientras permaneció en este mundo. Él sacrificó su propia voluntad a Dios su Padre, en intachable obediencia, humildad y mansedumbre; estaba presto para deshacerse de todo honor y estima, de todo interés personal y amor propio, de todo placer y goce; y dejó que solo Dios pensara, hablara y actuara en Él y por Él. En suma, Él de continuo hizo suyos la voluntad y el placer de Dios, como el mismo Padre testificó en la voz del cielo: «Este es mi hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mt 3:17). El Señor Jesucristo, por siempre bendito, es la verdadera Imagen de Dios, en quien no se expresa otra cosa sino Dios mismo, y aquellas manifestaciones que están de acuerdo con su naturaleza, a saber: amor, misericordia, entereza, paciencia, mansedumbre, bondad, justicia, santidad, consuelo, vida y eterna beatitud. Porque el Dios invisible quiso revelarse y darse a conocer a la humanidad a través de Cristo. Él es, en efecto, la imagen de Dios en el sentido más sublime; es decir, según su Divinidad, por virtud de la cual Él mismo es realmente Dios, la imagen manifiesta y esencial de la gloria de su Padre, en el infinito esplendor de la luz increada (He 1:3). Pero acerca de esto nada más puede decirse ahora: es nuestro propósito hablar de Él solamente respecto a cómo vivió y habló en su santa humanidad mientras habitó sobre esta tierra.

8. Fue en una inocencia como esta que la imagen de Dios fue conferida a Adán en el principio, imagen que él debió haber preservado en humildad y obediencia genuinas. De seguro, para Adán era suficiente el haber sido hecho apto para todos los beneficios de la imagen divina; de amor y deleite sinceros y puros; de una inalterable y sólida quietud mental; de poder, fortaleza, paz, luz y vida. Pero por no reflexionar debidamente que él no era el bien mayor, sino meramente un espejo de la Divinidad, formado con el propósito de recibir el reflejo de la naturaleza divina, aquel hombre se erigió como un Dios; y al escoger de esta forma ser el mayor bien para sí mismo, se precipitó al mayor de los males, pues fue despojado de su invaluable imagen, y excluido de la comunión con Dios que antes disfrutaba en virtud de esa imagen.

9. Si se hubiera puesto a un lado la voluntad, el amor y el honor propios, la imagen de Dios no habría podido abandonar al ser humano; sino que la Deidad habría permanecido como su única gloria, honor y alabanza. Así como todas las cosas son susceptibles a sus similares y no a sus opuestos, y a los similares se conforman y en ellos se deleitan, así también el hombre, hecho a semejanza de Dios, estaba por tanto preparado para recibir a Dios en sí mismo, quien también estaba dispuesto a impartirse al ser humano, con todos los tesoros de su bondad; de todas las cosas es la bondad la que mejor se imparte a sí misma.

10. Finalmente, de la imagen de Dios el ser humano debió haber aprendido que, por medio de ella, él está unido a Dios, y que solo en esta unión radica su verdad y su quietud perpetua, su descanso, paz, gozo, vida y felicidad. Debió haber aprendido que toda inquietud del pensamiento y exasperación del espíritu no emerge sino de una ruptura de dicha unión, a causa de lo cual el hombre deja de ser la imagen de Dios; porque tan pronto como el ser humano se vuelca hacia la criatura, es privado de aquel bien eterno que solo ha de conseguirse en Dios.

 

Capítulo II

La caída de Adán

Así como por la desobediencia de un hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno muchos serán constituidos justos (Ro 5:19).

La caída de Adán fue la desobediencia a Dios, por la cual el hombre se volvió del Ser Divino hacia sí mismo, y le robó a Dios el honor que solo a Él es debido, pues creyó que él mismo era como Dios. Pero mientras trabajaba en ello para elevarse a sí mismo, él fue despojado de aquella imagen divina que el creador le había concedido tan generosamente; fue privado de la justicia hereditaria; y desposeído de aquella santidad con que había sido adornado originalmente. En cuanto a su entendimiento, se tornó entenebrecido y ciego; su voluntad, testaruda y perversa; y todas las capacidades y facultades de su alma se volvieron enteramente extrañas a Dios. Este mal ha infectado a toda la raza humana, a través de una procreación carnal, y ha sido heredado por todos los seres humanos. La consecuencia obvia que esto provoca es que el hombre y la mujer quedan espiritualmente muertos, como hijos de ira y condenación, hasta que de esta miserable condición los redime Jesucristo. Por tanto, que ninguno que se haga llamar cristiano se engañe respecto a la caída de Adán. Sea cauteloso y no intente atenuar o aminorar la transgresión de Adán, como si fuera un pecado pequeño, algo sin mayor consecuencia, y cuando mucho, nada más que haberse comido una manzana. En vez de ello, tenga por cierto que la culpa de Adán fue la misma de Lucifer, es decir, él quería ser como Dios; y que en ambos casos se trató igualmente del más grave, terrible y detestable pecado.

2. Esta apostasía —no fue menos que eso— primero se originó en el corazón, y luego se manifestó al comer el fruto prohibido. Aunque el ser humano se contaba entre los hijos de Dios; aunque de las manos del Todopoderoso había salido sin defecto, ni en su cuerpo ni en su alma, y era el más glorioso objeto de la creación; aunque ―como culmen de su dicha― él no solo era hijo, sino la delicia de Dios; con todo, no sabiendo cómo descansar satisfecho con todos estos altos privilegios, intentó invadir el Cielo, para poder llegar aún más alto; y no iba a ser suficiente algo menor que enaltecerse hasta ser como Dios. Por lo cual en su corazón concibió enemistad y odio contra el Ser Divino, su Creador y Padre, a quien, de haber estado a su alcance, estaba dispuesto a destruir.

¿Quién podría cometer un pecado más detestable? ¿Qué mayor abominación se podría imaginar?

3. Fue así que en su interior el ser humano se volvió como el mismísimo Satanás, adquiriendo su semejanza en el corazón; porque ahora ambos habían cometido el mismo pecado, ambos se habían rebelado contra la majestad del Cielo. El ser humano ya no exhibe una imagen de Dios, sino la del diablo; ya no es un instrumento en manos de Dios, sino un órgano de Satanás, y por tanto se ha vuelto capaz de toda especie de maldad diabólica. De modo que, habiendo perdido aquella imagen celestial, espiritual y divina, él es completamente terrenal, sensual y animal. Porque el diablo, con la intención de imprimir su propia imagen en el ser humano, lo fascinó tan profundamente con una sarta de palabras seductoras y engañosas que el hombre le permitió sembrar en su alma aquella aborrecible semilla, a la que desde entonces se la llama «semilla de la serpiente»; lo cual se refiere principalmente al amor a sí mismo, la obstinación y la ambición de ser como Dios. Es por esta razón que la Escritura designa a quienes están envenenados con el amor propio como «generación de víboras» (Mt 3:7). Y a todos aquellos que tienen una naturaleza orgullosa y diabólica, los llama «la simiente (descendencia) de la serpiente». Es así que el Todopoderoso, hablando a la serpiente, le dice: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu simiente y la simiente suya» (Gn 3:15).

4. De esta semilla de la serpiente nada puede proceder sino un fruto mortal y horrendo; es decir, la imagen de Satanás, los hijos de Belial, los hijos del diablo (Jn 8:44). Así como en cualquier semilla natural, por pequeña que sea, están contenidos, del modo más maravilloso y oculto, la naturaleza y los atributos de la futura planta, todas sus partes y proporciones, sus ramas, hojas, flores, todo en miniatura; así también, en la simiente de la serpiente —el amor a sí mismo y la desobediencia de Adán (lo cual se ha traspasado a toda su descendencia mediante una procreación carnal)— subyace, como en un embrión, por así decirlo, el árbol de la muerte, con sus ramas, hojas y flores, y los innumerables frutos de injusticia que en él crecen. En suma, la plena imagen de Satanás está allí secretamente delineada, con todos sus signos, características y atributos.

5. Si observamos con atención a un niño pequeño, veremos cómo se manifiesta esta corrupción natural desde el nacimiento mismo; y cómo se revelan especialmente la obstinación y la desobediencia, las cuales se concretan en acciones que efectivamente dan cuenta de aquella raíz escondida desde donde brotan. Consideremos al niño más tarde, a medida que crece y se acerca a la madurez. Observemos el egoísmo natural de la juventud, su innata ambición, su sed de gloria mundana, su amor por los aplausos, su búsqueda de venganza, y su inclinación al engaño y la falsedad. Y ahora estos males se multiplican. Pronto en él puede descubrirse vanidad, arrogancia, orgullo, blasfemia, juramentos en vano, horribles maldiciones, fraudes, escepticismo, infidelidad, desprecio de Dios y su santa Palabra, y desobediencia a los padres y a las autoridades; ira y contienda, odio y envidia, venganza y homicidio, y todo tipo de crueldades. Todo esto se descubre especialmente si se presentan ocasiones externas que llamen a la acción a esta secreta y mortal semilla, y a los diversos males de la naturaleza depravada de Adán. A medida que continúen presentándose estas ocasiones, observaremos la aparición de nuevos vicios: promiscuidad, pensamientos adúlteros, imaginaciones lujuriosas, conversaciones indecorosas, gestos obscenos y todas las «obras de la carne»; veremos embriaguez, desórdenes y toda clase de intemperancia; inconstancia, excesivo desenfreno y todo cuanto complazca el apetito, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida. Y además de esto, pronto puede descubrirse codicia, extorsión, artificios, falsedades, fraude y toda clase de prácticas siniestras; junto con pillerías, estafas en los negocios y, en resumen, toda la tropa, o más bien el ejército, de pecados, injusticias y crímenes, que son tantos y tan variados que es imposible calcular o determinar su número. Según las palabras del profeta Jeremías «engañoso es el corazón, más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?» (Jer 17:9). Y si, por último, a los ya enumerados añadimos los espíritus seductores y falsos, entonces podemos observar cismas en la iglesia, malvadas y peligrosas herejías, más aún, la abjuración de Dios y de Cristo, idolatría, la negación de la fe, odio y persecución de la verdad, el pecado contra el Espíritu Santo, con toda clase de corrupción en la doctrina, perversión de las Escrituras y gran engaño. ¿Pero qué es todo esto, sino la imagen de Satanás, y los frutos de la semilla de la serpiente sembrada en el ser humano?

6. ¿Quién hubiera pensado que semejante profundidad de malicia y depravación pudiera encontrarse en un débil e indefenso niño; que un principio tan venenoso, un corazón tan corrupto se escondía en un bebé aparentemente inofensivo? ¿Quién lo hubiera creído, si el propio ser humano, a través de su vida pecadora y abominable, de las imaginaciones de sus pensamientos (que son «de continuo hacia el mal», y desesperadamente torcidos hacia lo malo), no los hubiera sacado a la luz por su propia voluntad, para exhibir, desde la niñez, aquello que antes estaba encubierto como en una semilla? (Gn 6:5; 8:21).

7. ¡Oh, inmensamente vil y perversa raíz, de la cual brota el mortífero árbol tan fecundo en la producción de toda clase de males! ¡Oh, semilla de la serpiente, grandemente abominable y espantosísima, desde donde se genera una imagen tan deforme e inmunda a la vez!; y que se ensancha de continuo, a medida que es estimulada por tentaciones externas y por los escándalos del mundo. Con toda propiedad, el bendito Jesús pudo prohibir tan solemne y estrictamente que nadie, por un mal ejemplo, ofendiera a un niño pequeño; sabiendo que la semilla de la serpiente acecha en ellos, como el veneno mortal en la sabandija mortífera, listo para irrumpir en abiertos actos de pecado cada vez que una ocasión se presenta.

8. ¡Oh, ser humano! Aprende, por tanto, a reconocer la caída de Adán y la verdadera naturaleza del Pecado Original. Aprende, si eres sabio, a percibirla en ti mismo. Examínate, no a medias y a la ligera, sino en profundidad, y según la importancia del asunto lo requiere. Porque esta infección es más grande, esta depravación es más honda y más mortal de lo que las palabras pueden expresar, y aun de lo que el pensamiento puede concebir. «¡Conócete a ti mismo!». ¡Considera en profundidad lo que eres tú, oh hombre, y tú, oh mujer!, lo que eres desde la caída de tu primer padre. Considera cómo es que tú, que eras a imagen de Dios, te has vuelto la imagen de Satanás, un retrato de todas sus malvadas inclinaciones, y eres conforme a él en toda malicia e impiedad. Pues así como en la imagen de Dios están contenidos todas las virtudes y atributos divinos, así también en la imagen del diablo, que el ser humano ha adquirido al apartarse de Dios, se encuentran todos los vicios y atributos, y la naturaleza misma del propio diablo. Porque, así como el hombre, antes de caer, llevaba la imagen del Adán celestial, es decir, era totalmente celestial, espiritual y divino; de igual modo, desde la primera apostasía, lleva consigo la imagen del Adán terreno, siendo en su interior terrenal, carnal y corrupto.

9. ¡Miren! El ser humano se ha vuelto como una bestia del campo. Porque ¡oh hombre caído!, ¿qué es tu ira? ¿Y a quién le pertenece con mayor propiedad, al león o al ser humano? Y tu envidia y tu avaricia, ¿no delatan en ti la naturaleza del perro y del lobo? Y en lo que respecta a tu impureza y glotonería, ¿no son estas la evidencia de una naturaleza porcuna? Si en verdad examinaras adecuadamente tu propio pecho, descubrirías allí un mundo de bestias inmundas y perniciosas. Aun en la lengua, aquel «miembro pequeño», puede hallarse, según Santiago, una ciénaga de cosas pestilentes y rastreras, una guarida de todo espíritu impuro, el nido de toda ave inmunda y aborrecible (Is 13:21; Ap 18:22), y, en una palabra, un «mundo de maldad» (St 3:6). ¡Qué lamentable es que a menudo hagamos tales avances en la maldad, que en ira y furia sobrepasamos a los animales de presa! En voracidad y violencia, al lobo; en sagacidad y argucia, al zorro; en malicia y mordacidad, a la serpiente; y en inmundicia y obscenidad, al cerdo. Es por esto que nuestro Señor llamó a Herodes «zorro», y a los profanos en general «perros» y «cerdos», a quienes no debiera darse lo que es santo (Lc 13:32; Mt 7:6).

10. Por lo tanto, cualquiera que no consigue corregir esta corrupción de la naturaleza, para ser verdaderamente convertido y renovado en Cristo Jesús, sino que muere en el estado antes descrito, debe preservar por siempre la naturaleza bestial y satánica. Habrá de ser arrogante, soberbio, orgulloso y demoniaco por toda la eternidad. Y cuando haya abandonado el tiempo de su purificación en esta vida, llevará consigo la imagen de Satanás en la sombra de las tinieblas a perpetuidad; como testimonio de que cuando aún estaba en el mundo no vivió en Cristo, ni fue renovado a imagen de Dios. «Pero los perros estarán afuera, y los hechiceros, y todo aquel que ama y practica la mentira» (Ap 21:8; 22:15).

 

Capítulo III

De qué manera el ser humano es renovado en Cristo para vida eterna

En Cristo Jesús, ni la circuncisión vale nada ni la incircuncisión, sino la nueva criatura (Gl 6:15).

El nuevo nacimiento es una obra del Espíritu Santo, mediante la cual el ser humano, siendo un pecador, es hecho justo; y de ser un hijo de condenación y de ira, pasa a ser hijo de gracia y salvación. Esta transformación se efectúa mediante la fe, la Palabra de Dios y los Sacramentos; en este proceso, el corazón y todas las capacidades y facultades del alma (en particular el entendimiento, la voluntad y los afectos) son renovados, iluminados y santificados en Cristo Jesús, y son modelados a su manifiesta semejanza. El nuevo nacimiento comprende dos bendiciones principales, a saber, la justificación y la santificación, o renovación de la persona (Tit 3:5).

2. El nacimiento de todo verdadero cristiano es doble. El primero es «según la carne», el segundo, «según el espíritu»; el primero es de abajo, el segundo, desde arriba. El primero es terrenal, pero el segundo es celestial. Uno es carnal, pecaminoso y perverso, pues desciende del primer Adán mediante la semilla de la serpiente, a semejanza e imagen del diablo; y a través de este nacimiento se propaga la naturaleza terrenal y carnal. El otro nacimiento, por el contrario, es espiritual, santo y bendito, pues deriva del segundo Adán; a semejanza del Hijo de Dios: y a través de este nacimiento se propaga el hombre celestial y espiritual, la simiente e imagen de Dios.

3. En el cristiano, por lo tanto, existe una doble línea de descendencia; y, en consecuencia, hay también dos hombres, por así decirlo, en una misma persona. El linaje carnal se deriva de Adán, y el linaje espiritual, de Cristo, mediante la fe; pues así como el viejo nacimiento de Adán se da en el ser humano por naturaleza, a su vez el nuevo nacimiento de Cristo debe ocurrir en él por gracia. Estos son el viejo y el nuevo hombre, el viejo y nuevo nacimiento, el viejo y el nuevo Adán, la imagen terrenal y la celestial, la carne y el Espíritu, Adán y Cristo en nosotros, y también, el hombre exterior y el interior.

4. Procedamos ahora a observar de qué manera somos regenerados por Cristo. Tal como el viejo nacimiento se propaga carnalmente desde Adán, así el nuevo nacimiento se propaga espiritualmente desde Cristo, mediante la Palabra de Dios. Esta palabra es la semilla de la nueva criatura: pues hemos «renacido, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre» (1 P 1:23). Y otra vez: «Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas» (Stg1:18). La Palabra de Dios produce fe; y la fe a su vez aprehende la Palabra de Dios, y en esa palabra abraza a Jesucristo y al Espíritu Santo, por cuya eficacia y virtud espirituales el hombre y la mujer son regenerados o nacen de nuevo. En otras palabras, la regeneración la efectúa, en primer lugar, el Espíritu Santo; y esto es lo que Cristo quiere decir con «nacer del Espíritu» (Jn 3:5); en segundo lugar, la regeneración es por fe; por lo cual se dice: «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo es nacido de Dios» (1 Jn 5:1); y, en tercer lugar, por medio del Bautismo, según el pasaje de la Escritura: «El que no nace de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3:5).

5. En Adán, el ser humano ha heredado los peores males, como el pecado, la ira divina, Satanás, el infierno y la condenación; mas en Cristo, él es restaurado a la posesión de las mayores bendiciones, como justicia, gracia, bendición, poder, una vida celestial y salvación eterna. De Adán, el hombre hereda un espíritu carnal, y queda sujeto al gobierno y la tiranía del espíritu maligno; pero de Cristo obtiene el Espíritu Santo, con sus dones, además de su guía consoladora. De Adán, el ser humano ha derivado un espíritu arrogante, orgulloso y soberbio; pero si nace de nuevo y es renovado en su mente, debe recibir de Cristo, por la fe, un espíritu humilde, manso y recto. De Adán, el hombre hereda un espíritu incrédulo, blasfemo y muy ingrato; y es su deber recibir de Cristo un espíritu creyente, que se muestre fiel, aceptable y agradable a Dios. De Adán, se hereda un espíritu desobediente, violento y precipitado; pero de Cristo, por la fe, adoptamos un espíritu de obediencia, amabilidad y modestia, y un espíritu de mansedumbre y moderación. De Adán, por naturaleza, heredamos un espíritu de ira, enemistad, venganza y homicidio; pero de Cristo, por la fe, adquirimos el espíritu de paciencia, amor, compasión, perdón y bondad y benignidad universales. De Adán, el ser humano hereda, por naturaleza, un corazón codicioso, un espíritu áspero y despiadado, que solo busca el beneficio propio, y arrebata lo que es de otro por derecho; pero de Cristo se obtiene, por la fe, el espíritu de misericordia, compasión, generosidad y mansedumbre. De Adán procede un espíritu promiscuo, impuro y desenfrenado; pero de Cristo puede obtenerse un espíritu de castidad, pureza y templanza. Desde Adán se traspasa al hombre un espíritu lleno de calumnia y falsedad; de Cristo, en cambio, se adquiere el espíritu de verdad, de constancia y de integridad. Finalmente, de Adán recibimos un espíritu animal y terrenal; pero de Cristo recibimos un espíritu desde lo alto, que es completamente celestial y divino.

6. Por esto, fue necesario que Cristo tomara nuestra naturaleza, y fuera concebido y ungido por el Espíritu Santo, para que todos pudiéramos recibir de su plenitud. Era indispensable que reposara sobre Él «el espíritu de Jehová: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová» (Is 11:2); para que así la naturaleza humana pudiera ser restaurada y renovada en Él y por Él, y que nosotros pudiéramos convertirnos en nuevas criaturas en Él, por Él y a través de Él. Esto se alcanza al recibir de Cristo el espíritu de sabiduría y de inteligencia en lugar del espíritu de necedad; el espíritu de consejo por el de insensatez; el espíritu de poder por el de cobardía y de temor; el espíritu de conocimiento a cambio de nuestra ceguera natural; y el espíritu del temor del Señor en lugar del espíritu profano e infiel.

7. Es en este cambio celestial que consiste la nueva vida y la nueva creación en nuestro interior. Porque así como en Adán todos estamos muertos espiritualmente, y somos incapaces de realizar obra alguna, salvo las de muerte y oscuridad; así también en Cristo debemos ser vivificados (1 Co 15:22) y realizar las obras de luz y vida. Así como de Adán, mediante una procreación carnal, hemos heredado el pecado, así también de Cristo, por la fe, debemos heredar la justicia. Así como la descendencia carnal desde Adán es causa de nuestro orgullo, codicia, lujuria y toda clase de impureza, así el espíritu de Cristo debe renovar nuestra naturaleza, y todo orgullo, codicia, lujuria y envidia en nosotros deben ser mortificados. Y así, se hace necesario que de Cristo obtengamos un espíritu, un corazón y una mente nuevos; tal como de Adán hemos obtenido nuestra carne pecaminosa.

8. En relación a esta gran obra de regeneración, Cristo es llamado el «Padre Eterno» (Is 9:6), y en Él somos renovados para vida eterna, pues en esta tierra somos regenerados a su semejanza, y hechos nueva criatura en Él. Y si nuestras obras han de ser aceptables ante Dios, deben brotar de este principio del nuevo nacimiento, es decir, de Cristo, su Espíritu, y una fe sincera.

9. En adelante, debemos vivir en el nuevo nacimiento, y el nuevo nacimiento en nosotros; debemos estar en Cristo, y Cristo en nosotros: debemos vivir en el espíritu de Cristo, y el espíritu de Cristo en nosotros (Gl 2:20). San Pablo describe esta regeneración, y los frutos que la acompañan, como el hecho de ser «renovados en el espíritu de nuestra mente», «despojados del viejo hombre», y ser «transformados de gloria en gloria en su misma imagen». Asimismo, él considera que esta nueva criatura «conforme a la imagen del que lo creó, se va renovando hasta el conocimiento pleno»; esta es la «renovación del Espíritu Santo» (Ef 4:23; 2 Co 3:18; Col 3:9; Tit 3:5). Ezequiel lo expresa en estos términos: «Quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne y les daré un corazón de carne» (Ez 11:19). Esto nos muestra entonces cómo la regeneración del ser humano procede de la encarnación de Jesucristo. Pues dado que el ser humano, por su ambición, orgullo y desobediencia, se apartó de Dios, su apostasía no podía ser expiada y quitada sino por la completa humildad, mansedumbre y obediencia del Hijo de Dios. Y así como Cristo, cuando estuvo sobre la tierra, tuvo entre la gente una conducta del todo humilde, así también, ¡oh ser humano!, es necesario que Él actúe de igual modo en ti; que habite en tu alma, y restaure en ti la imagen de Dios.

10. ¡Oh hombre; oh mujer! ¡Contempla ahora al Cristo perfectamente amable, humilde, obediente y paciente, y aprende de Él! Vive como Él vivió, más aún, vive en Él, y sigue sus pisadas. ¿Pues cuál fue su razón de vivir sobre esta tierra? Fue poder convertirse en tu ejemplo, tu espejo y tu norma de vida. Él, solo Él, es la norma de vida, el modelo que todo cristiano debiera esforzarse por imitar. No es la norma de hombre alguno. No existe más que un solo ejemplo: Cristo. Y los Apóstoles, a una sola voz, lo han puesto a Él ante nosotros para que lo imitemos. Y del mismo modo se nos llama a mirar su pasión, muerte y resurrección: para que así también tú, ¡oh hombre!, mueras con Él al pecado; y que en Él, con Él y por Él resucites espiritualmente, y camines en una vida nueva, «como Él anduvo» (Ro 6:4; 1 Jn 2:6).

11. De este modo podemos ver cómo nuestra regeneración emerge de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor y Salvador lleno de gracia, Jesucristo. Por esto dijo San Pedro que Dios «nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos» (1 P 1:3). Y en diversos pasajes podemos encontrar que todos los apóstoles ponen el fundamento del arrepentimiento y de la nueva vida en la pasión de Cristo. San Pedro, en efecto, lo declara expresamente: «Conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación, pues ya sabéis que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir (la cual recibisteis de vuestros padres) no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1 P 1:17b-19). En estas palabras podemos percibir que el rescate pagado por nuestra redención se nos recomienda encarecidamente como el motivo para una santa conducta. El mismo apóstol nos dice, de igual modo, que el propio Cristo «llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia» (1 P 2:24); y el propio Jesús ha dicho: «Así fue necesario que el Cristo padeciera y resucitara de los muertos al tercer día; y que se predicara en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados» (Lc 24:46-47).

12. Es evidente, entonces, que de la pasión y muerte de Cristo proceden juntamente la satisfacción efectuada por nuestros pecados y la renovación de nuestra naturaleza por la fe; y que ambas obras son necesarias para la restauración del hombre y de la mujer caídos. Ambas son el bendito efecto de la pasión de Cristo, que obró nuestra renovación y santificación (1 Co 1:30). Así, el nuevo nacimiento en nosotros procede de Cristo. Y como medio para alcanzar este fin, se ha instituido el santo Bautismo, por el cual somos bautizados en la muerte de Cristo, para que podamos morir con Él al pecado por el poder de su muerte, y volver a levantarnos del pecado por el poder de su resurrección.