La casa y el mundo

Rabindranath Tagore

 

Traducción de Ramon Rocamora

Título original

The Home and the World

Primera edición en esta colección:

Octubre de 2012

© de la traducción, Ramon Rocamora

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2012

Plataforma Editorial

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Director de colección: Ricard Vela

Realización de cubierta:

Lola Rodríguez

Depósito Legal:  B.32.463-2012

ISBN EPUB:  978-84-15750-15-4

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Uno

El relato de Bimala

Dos

El relato de Bimala

El relato de Nikhil

El relato de Sandip

Tres

El relato de Bimala

El relato de Sandip

Cuatro

El relato de Nikhil

El relato de Bimala

El relato de Sandip

Cinco

El relato de Nikhil

El relato de Bimala

El relato de Nikhil

Seis

El relato de Nikhil

El relato de Sandip

Siete

El relato de Sandip

Ocho

El relato de Nikhil

El relato de Bimala

Nueve

El relato de Bimala

Diez

El relato de Nikhil

El relato de Bimala

Once

El relato de Bimala

Doce

El relato de Nikhil

El relato de Bimala

La opinión del lector

UNO

 

El relato de Bimala

 

I

Madre, hoy vuelven a mi memoria la marca roja que señalaba la raya de tu cabellera,[1] el sari que solías llevar, con su ancha cinta colorada, y esos bellísimos ojos tuyos, tan profundos y tan llenos de paz. Ellos me iluminaron el viaje por la vida, como el primer resplandor del amanecer, y me proporcionaron un bagaje maravilloso para emprender mi propio camino.

La luz del cielo es azul y el rostro de mi madre era oscuro, pero ella exhibía el resplandor de la santidad y su belleza hubiera hecho que se avergonzara la vanidad de las más hermosas.

Todo el mundo dice que me parezco a mi madre. En mi infancia eso solía ofenderme; hacía que me enfadara con mi espejo. Me parecía que la injusticia de Dios envolvía todos los miembros de mi cuerpo, que mis rasgos oscuros no eran los que creía merecer y que se me habían otorgado por equivocación. No me quedaba otra opción que pedirle a mi Dios, como reparación, la gracia de convertirme en el modelo de lo que debe ser una mujer, según se puede leer en un famoso poema épico.

Cuando me pidieron en matrimonio, un astrólogo que consultó mi mano afirmó:

—Esta joven posee los signos favorables: será una esposa ideal.

Y las mujeres que le oyeron exclamaron:

—Sin ninguna duda, puesto que se parece a su madre.

Me casaron en casa de un rajá. Durante mi infancia había leído a menudo la descripción del príncipe de los cuentos de hadas. Pero el rostro de mi marido no era de los que la imaginación sitúa fácilmente en el país de las maravillas: era moreno, casi tan moreno como el mío. La inquietud que sentía por mi falta de belleza se alivió un poco, pero al mismo tiempo persistió en mi corazón un resto de pesar.

Pero cuando las apariencias físicas se escapan del escrutinio de nuestros sentidos, y entran en el santuario de nuestros corazones, entonces se las puede olvidar. Sé por experiencia, ya desde mi infancia, que el amor viene a ser la plasmación exterior de la belleza. Cuando mi madre disponía las frutas variadas, que sus amorosas manos acababan de pelar, en el plato de loza blanca, y agitaba suavemente su abanico para espantar las moscas mientras mi padre estaba sentado comiendo, su solicitud adquiría una belleza que iba más allá de las simples formas externas. Desde mi más tierna infancia ya experimentaba yo todo su poder. Esa belleza escapaba a cualquier discusión, a cualquier duda, a cualquier cálculo: era pura música celestial.

Recuerdo muy claramente que, después de casarme, cuando me levantaba en silencio al alba para quitarle el polvo de los pies[2] a mi marido sin despertarlo, me parecía que la marca roja de mi frente brillaba como la estrella de la mañana.

Un día él se despertó por casualidad y me preguntó sonriendo:

—¿Qué es eso, Bimala? ¿Qué estás haciendo?

Nunca olvidaré la vergüenza que pasé cuando me descubrió, y al pensar que él podría creer que yo trataba de obtener méritos en secreto. Pero no, no. Aquello no tenía nada que ver con hacer méritos: era solamente que mi corazón de mujer consideraba su amor como un culto.

La familia de mi suegro descendía de una nobleza antigua que se remontaba a la época de los Badshahs.[3] Algunas de sus maneras características provenían de los mogoles y de los pastunes y algunas de sus costumbres procedían de Manu[4] y de Parashará.[5] Pero mi marido era completamente moderno. Fue el primero de su casa que cursó estudios universitarios y consiguió la licenciatura en Filosofía y Letras. Su hermano mayor murió joven, víctima del alcohol, y no había tenido hijos. Mi marido no bebía y no tenía ningún otro vicio. Su abstinencia absoluta era tan extraña en su familia que a muchos les parecía casi indecorosa. Creían que la pureza es impropia de los favoritos de la fortuna. Es en la luna donde hay espacio para las manchas, no en las estrellas.

Los padres de mi esposo habían muerto hacía mucho y su anciana abuela gobernaba la casa. Mi marido era su favorito, la niña de sus ojos, la joya que ella llevaba en su corazón, por lo que nunca le costó demasiado apartarse de los usos antiguos. Cuando trajo a Miss Gilby, para que me instruyera y me sirviese de compañía, mantuvo su decisión a pesar del veneno que destilaron todas las lenguas de la casa y de fuera de ella.

Mi marido acababa de aprobar el examen de bachiller y estaba preparando el de su licenciatura, así que debía seguir viviendo en Calcuta para continuar con sus estudios universitarios. Me escribía casi todos los días, aunque fueran unas pocas líneas, con palabras simples, pero su escritura, firme y redonda, parecía mirarme con mucha ternura. Yo guardaba sus cartas en un cofrecillo de sándalo y las cubría cada día con flores que cogía en el jardín.

Por entonces el príncipe de los cuentos de hadas ya se había desvanecido en mi recuerdo, como la luna con el sol de la mañana, pero mi príncipe del mundo real reinaba en mi corazón. Yo era su reina, me sentaba a su lado, pero mi auténtica alegría era saber que mi verdadero lugar estaba a sus pies.

Desde entonces me han enseñado muchas cosas, y he aprendido tan bien el lenguaje de nuestra época que estas palabras que escribo parecen ruborizarse de vergüenza en medio de una prosa de este estilo. Y si no fuera porque me habían mostrado el nuevo ideal de la vida moderna, yo pensaría con toda naturalidad que, así como no dependió de mí nacer mujer, esta devoción que comporta el amor de una mujer no es en absoluto un pasaje tomado de un poema romántico, piadosamente inscrito en el álbum de una colegiala por una pluma diestra.

Pero mi esposo no me daba ninguna oportunidad para adorarlo. En eso consistía su grandeza. Hay cobardes que exigen la absoluta devoción de su mujer como un derecho, lo que es tan humillante para ellos como para ella.

Su amor hacia mí parecía desbordarme por la riqueza y dedicación con que me inundaba. Pero yo estaba hecha más para dar que para recibir, ya que el amor es un vagabundo y sus flores se abren con más gracia al borde de los caminos polvorientos que en los jarrones de cristal del salón.

Pero mi esposo no podía emanciparse completamente de las viejas tradiciones arraigadas en nuestra familia. Nos era difícil encontrarnos a la hora del día en que hubiera apetecido.[6] Yo sabía exactamente cuándo podía reunirse conmigo, de forma que nuestros encuentros eran amorosamente esperados y preparados; se parecían a las rimas de un poema, a las que sólo se puede llegar por el sendero de los versos.

Después de haber terminado el trabajo del día y de haberme dado mi baño de la tarde, tenía la costumbre de peinarme, de reforzar la marca roja de mi frente y de ponerme cuidadosamente el sari con todos los pliegues en su lugar. Entonces, libres el cuerpo y el espíritu de cualquier ocupación doméstica, yo los consagraba, en esa hora escogida para las ceremonias especiales, a un ser único. La hora que yo pasaba con él cada día era corta; sin embargo, se hacía infinita.

Mi esposo solía decir que el hombre y la mujer son iguales en el amor, porque tienen las mismas pretensiones el uno hacia el otro. Nunca discutí con él ese asunto, pero mi corazón me decía que la devoción nunca se encuentra en el plano de la verdadera igualdad, solamente eleva el nivel del terreno de encuentro. Por eso, el goce de la igualdad más alta se mantiene estable y nunca se desliza para caer en el nivel vulgar de la trivialidad.

Mi amado, era digno de ti no querer ser objeto de mi adoración. Pero me habrías hecho un gran favor aceptándola. Tú demostrabas tu amor por mí engalanándome, instruyéndome y concediéndome todo lo que pedía y lo que no pedía. Yo he podido percibir la profundidad del amor en tus ojos cuando me mirabas. Adivinaba el suspiro doloroso y secreto que reprimías por amor hacia mí. Amabas mi cuerpo como si fuera una flor del paraíso. Amabas todo mi ser como si te hubiera sido concedido como un verdadero don por una extraña providencia.

Una devoción tan generosa me enorgullecía hasta hacerme creer que eran solamente mis virtudes las que te habían atraído hacia mí. Pero semejante vanidad en una mujer solamente refrena el libre abandono del amor; cuando me siento en el trono de una reina exijo homenajes, y la exigencia aumenta cada día. No hay nada que la satisfaga. ¿Puede existir una felicidad verdadera para una mujer simplemente sintiendo el poder que ejerce sobre un hombre? La única salvación de una mujer es ahogar su orgullo en la verdadera devoción.

Hoy recuerdo cómo, en aquellos tiempos de felicidad, el fuego de la envidia se encendía a mi alrededor. Era muy natural; ¿no había encontrado yo esa felicidad casualmente y sin merecerla? Pero la Providencia no permite que la fortuna se eternice, a menos que la deuda de honor se pague por completo, día tras día, en el curso de largas jornadas, para asegurarla. Dios nos concede sus favores, pero de nosotros depende tomarlos y guardarlos. ¡Ay de las bendiciones que caen en manos indignas!

La abuela y la madre de mi marido habían sido célebres por su belleza. Y mi cuñada viuda poseía también una belleza poco común. Después de que el destino las hubiera tratado duramente tanto a una como a la otra, la abuela juró que no exigiría que la esposa de su último nieto fuera bella. Fueron solamente los signos de buen augurio de que yo estaba dotada los que me hicieron entrar en esta familia; de otra manera, no hubiera tenido ningún derecho de figurar en ella.

La mayoría de las damas de esta lujosa casa no habían recibido apenas nada del respeto que se les debía. Sin embargo, se habían acostumbrado a las maneras de la familia; habían conseguido mantener la frente alta, sostenidas por su dignidad de Ranis de una casa antigua, a pesar de sus lágrimas ahogadas a diario por la espuma del vino y el tintineo de los aros en los tobillos de las bailarinas. ¿Era por mí que mi marido nunca tomaba licores y no derrochaba su virilidad en los mercados de carne femenina? ¿Poseía yo algún encanto que calmaba el alma salvaje de los hombres? Había tenido suerte, eso era todo. En cambio, el destino había sido duro con mi cuñada. La fiesta de la vida había terminado para ella mucho antes del atardecer de sus días, y su belleza seguía brillando como una lámpara en las salas vacías, ardiendo siempre inútilmente, sin ninguna melodía de acompañamiento.

Ella fingía despreciar las ideas modernas de mi marido. ¡Qué absurdo dejar que el barco de la familia, tan cargado de glorias seculares, navegara bajo el pabellón de una sola niña-mujer! Con frecuencia me hacía sentir el látigo de su desdén. «Una ladrona que había hurtado el amor de un marido.» «Un grajo desvergonzado que lucía plumas de pavo real.» Los vestidos lujosos y modernos con los que mi marido se complacía en adornarme, excitaban una cólera celosa a mi alrededor. «¿No le da vergüenza parecer la vitrina de una tienda? ¡Si aún fuera bella!»

Mi marido era perfectamente consciente de todo esto, pero su delicadeza no tenía límites. A menudo me suplicaba que la perdonara.

Me acuerdo de que un día le dije:

—¡El espíritu de las mujeres es tan mezquino, tan tortuoso!

—Es como los pies de las mujeres chinas —‌me respondió—. ¿No es la sociedad la que los ha prensado y deformado?

Mi cuñada nunca dejaba de obtener de mi marido todo lo que le apetecía. Él no se preguntaba si sus peticiones eran justas y razonables. Pero me exasperaba que fuese tan desagradecida. Yo le había prometido a mi esposo no responder a los sarcasmos de mi cuñada, pero no me sentía menos furiosa en mi interior. Me parecía que la bondad tiene unos límites que un hombre no puede sobrepasar sin caer en la cobardía. ¿Debo decir toda la verdad? A menudo deseaba que mi marido tuviese la hombría de ser un poco menos bueno.

Mi cuñada, la Bara Rani,[7] era todavía joven y no tenía ninguna aspiración a la santidad. Muy al contrario, su lenguaje, sus bromas y su risa eran atrevidas, y las jóvenes criadas que la rodeaban eran de una impudicia notable. Pero nadie la reprendía. ¿Quizá porque ésa no era la costumbre de la casa? Yo pensaba que la suerte que había tenido de encontrar un marido sin tacha era una espina clavada en su carne. Pero mi esposo sentía con más fuerza la tristeza por su desgracia que los defectos de su carácter.

II

Mi marido deseaba vivamente hacerme salir del purdah.[8]

—¿Qué tengo que ver yo con el mundo exterior? —‌le pregunté un día.

—El mundo exterior puede que quiera tener algo que ver contigo —‌me respondió.

—Si el mundo exterior no se ha ocupado de mí durante tanto tiempo, puede seguir así un poco más; no se morirá por eso.

—Que se muera poco me importa. Pero eso no es lo que me preocupa. Estoy pensando en mí mismo.

—¿De verdad? Háblame de ti, entonces.

Él se quedó callado, sonriendo. Yo ya conocía ese silencio y esas sonrisas.

—No, no —‌protesté—, no te escaparás así. Quiero que terminemos con esto.

—¿Se puede concluir algo mediante palabras?

—No hables con enigmas. Dime...

—Lo que deseo es que nos pertenezcamos el uno al otro más completamente ante el mundo. En eso todavía estamos en deuda el uno con el otro.

—¿Es que nuestro amor es imperfecto dentro de las paredes de la casa?

—En casa estás absorta en mí. No puedes saber ni lo que posees ni lo que te falta.

—No puedo soportar que hables así.

—Quiero que avances hasta lo más profundo del mundo exterior para que encuentres allí la realidad. Tú no estás hecha para vivir siempre en el mundo de los convencionalismos y de los cuidados domésticos. Tenemos que volver a encontrarnos uno a otro en el mundo real, para que nuestro amor sea también real.

—Si de verdad hay aquí algún estorbo para nuestro amor, no tengo nada que decir. Pero, por mi parte, no me parece que me falte nada.

—Bueno, aunque el estorbo exista solamente para mí, ¿por qué no has de ayudarme a eliminarlo?

Estas discusiones se sucedían a menudo. Y otro día me dijo:

—Al hombre ávido al que le gusta mucho su guiso de pescado no le da ningún reparo cortarlo y repartirlo según sus necesidades. Pero el que ama a los peces vivos quiere contemplarlos en el agua; y, si eso no es posible, se queda esperando en la orilla. Y aunque vuelva a su casa sin haber visto nada, tiene el consuelo de saber que el pez está contento en el mar. El beneficio perfecto es lo mejor de todo; pero si eso es imposible, entonces lo segundo mejor es la pérdida perfecta.

No me gustaba nada cómo hablaba mi marido sobre esas cosas, pero yo tenía otras razones para no querer dejar el zenana. Su abuela vivía todavía. Mi marido había saturado la casa con ideas y costumbres del siglo XX; todo eso era contrario al gusto de su abuela, aunque lo había soportado sin quejarse, y también toleraría incluso que la hija política de la casa del rajá se librara de su reclusión. Y hasta estaba preparada para ello. Pero a mí me parecía que no era lo suficientemente importante como para apenarla. He leído libros en los que se nos llama «pájaros enjaulados». No puedo hablar por otras, pero, en cuanto a mí, yo tenía tantas cosas en mi jaula que me parecía más grande que el universo. Por lo menos, así lo sentía entonces.

La abuela, a su avanzada edad, se había encariñado mucho conmigo. En el fondo de su cariño se encontraba la idea de que, con la ayuda de los astros que me favorecían, yo había sabido ganarme el amor de mi esposo. ¿Acaso no eran propensos los hombres a sumergirse en el abismo? Las otras Ranis, por muy bellas que fuesen, no habían impedido que sus maridos se hundieran en el remolino ardiente que los había consumido. La abuela se imaginaba que yo había sido el medio de extinguir ese fuego, tan mortal para los hombres de su familia. Por eso me guardaba en el refugio de su corazón y temblaba si me veía enferma.

A ella no le gustaban los vestidos y los adornos que mi marido traía de las tiendas europeas para mí, pero se decía: «Es inevitable que los hombres tengan alguna manía absurda y costosa. Sería en vano intentar contener esa prodigalidad, y hay que contentarse con que no los arrastre a la ruina. Si mi Nikhil no hubiera estado ocupado en vestir a su mujer, ¡Dios sabe en quién se habría gastado su dinero!». De modo que cuando yo recibía un nuevo traje, ella hacía venir a mi marido y se regocijaba con él.

Y acabó sucediendo que su gusto cambió con el tiempo; llegó a experimentar la influencia de los tiempos modernos con tanta fuerza que no quería dejar pasar una sola tarde sin que yo le contara alguna historia leída en un libro inglés.

Tras la muerte de su abuela, mi esposo me pidió que me fuera a vivir con él a Calcuta, cosa a la que no pude decidirme. ¿No estaba aquí nuestra casa, que su abuela había cuidado y conservado a través de todas sus desgracias y de todos sus problemas? ¿No caería una maldición sobre mí si la abandonaba para marcharme a la ciudad? Ése era el pensamiento que me retenía, mientras su asiento vacío me contemplaba en tono de reproche. Esa noble dama había entrado en la casa a la edad de ocho años y había muerto a los setenta y nueve. No tuvo una vida feliz; el destino, que había lanzado flecha tras flecha contra su corazón, sólo había agrandado aún más su espíritu inmortal. Esta gran casa estaba santificada por sus lágrimas. ¿Qué haría yo lejos de ella, en la polvorienta Calcuta?

Mi marido pensaba que sería una ocasión inmejorable para darle a mi cuñada el consuelo que podría procurarle gobernar la casa, consiguiendo para nosotros, al mismo tiempo, un mayor espacio propio si nos establecíamos en Calcuta. Y eso era precisamente lo que yo no podía admitir. Ella me había atormentado a placer, veía con enfado la felicidad de mi marido, ¿y por eso tenía que ser recompensada? ¿Y qué sucedería el día que tuviéramos que regresar? ¿Volvería a encontrar mi asiento en la cabecera de la casa?

—¿Y para qué quieres ese asiento? —‌me preguntaba mi marido—. ¿No hay cosas en la vida que merecen más la pena?

Los hombres nunca entienden estas cosas. Siempre tienen nidos fuera y no saben lo que la casa representa realmente. En esos asuntos deberían guiarse por la opinión de las mujeres. Eso era lo que pensaba entonces.

Para mí, el fondo de la cuestión era que uno está obligado a defender sus derechos. Marcharse dejándole el campo libre al enemigo es admitir la propia derrota.

Pero, ¿por qué mi marido no me obligó a acompañarlo a Calcuta? Creo que conozco la razón. No utilizó su poder precisamente porque lo tenía.

II

Si se tuviera que llenar, poco a poco, el pequeño lapso de tiempo que media entre el día y la noche, se tardaría una eternidad. Pero el sol sale, y las sombras se dispersan; basta un momento para superar un espacio infinito.

Un día comenzó en Bengala la nueva época del Swadeshi,[9] pero tal como sucedió no nos dimos cuenta con claridad. No se produjo una inclinación gradual que conectara el pasado con el presente. Por eso imagino que esa nueva época nos llegó como una inundación, rompiendo los diques y barriendo nuestras prudencias y nuestros temores. No tuvimos ni siquiera tiempo para distinguir y comprender lo que había pasado o lo que iba a suceder.

Mi vida y mi espíritu, mis esperanzas y mis deseos se inflamaron en el fuego de esa nueva época. Aunque hasta entonces habían permanecido intactas las paredes de la casa, que eran todo mi universo, yo miraba por encima de ellas y desde la lejanía del horizonte oía una voz cuyas palabras no eran del todo claras, pero cuyo eco penetraba en mi corazón.

Mi esposo, desde la época en que era estudiante en la universidad, había tratado de que las cosas que necesitaba para su gente estuvieran producidas en el país. Nuestro distrito abundaba en palmeras datileras, y él inventó una máquina para extraer el jugo de los dátiles y hacer azúcar y melaza con él. Dicen que la máquina era una maravilla, pero que extrajo más dinero que jugo de dátiles. Nikhil acabó llegando a la conclusión de que nuestras industrias no revivirían ni tendrían solidez hasta que no poseyéramos un banco nacional propio. Entonces se empeñó en enseñarme economía política. Esto no habría sido un gran mal, sólo que se le ocurrió inculcar a sus conciudadanos ideas de ahorro para preparar la aparición de un banco y, de hecho, él mismo fundó uno pequeño. Pero la elevada tasa de interés fijada, que había atraído con entusiasmo los depósitos de los aldeanos, pronto provocó su quiebra.

Los viejos funcionarios del dominio se inquietaron y se asustaron. Los enemigos, en cambio, se llenaron de júbilo. De toda la familia, la abuela fue la única que no se inmutó. Ella misma me reprendió a mí:

—¿Por qué lo atormentáis todos así? ¿Es la suerte de la propiedad lo que os preocupa? He visto esta propiedad en manos de funcionarios judiciales muchas veces. ¿Son, acaso, los hombres como las mujeres? Los hombres son pródigos y no conocen otra cosa que gastar. ¡Vamos, muchacha, considérate feliz de que tu marido no pierda nada más que su dinero, y de que no se pierda realmente él mismo!

La lista de subsidios de mi marido era larga. Él apoyaba pródigamente a quien se preciara de inventar un telar nuevo, o una nueva máquina para descascarillar arroz. Pero lo que más me contrariaba era el dinero que recibía Sandip Babu bajo el pretexto de trabajar por la causa del Swadeshi. Sólo hacía falta que se le ocurriera fundar un diario, o viajar para difundir la causa, o únicamente cambiar de aires por indicación de su médico, para que mi marido le proporcionara todos los medios sin discutir. Y no digo nada de la pensión regular que también recibía. Y lo más curioso era que mi esposo y él tenían opiniones muy diferentes.

En cuanto el fuego del Swadeshi encendió mi sangre, le dije a mi marido:

—Tengo que quemar todos mis vestidos extranjeros.

—¿Y para qué quemarlos? —‌me preguntó—. Solamente deja de usarlos mientras no te gusten.

—¡Mientras no me gusten...! Jamás en la vida...

—Muy bien, no te los pongas nunca más. Pero, ¿qué significa esta explosión repentina?

—¿Te gustaría ir en contra de mi resolución?

—Lo que quiero decir es: ¿por qué no intentas construir alguna cosa? No deberías perder ni una décima parte de tu energía en esta excitación destructiva.

—Pero esta excitación nos dará energía para construir.

—Sería como decir que no se puede iluminar la casa sin prenderle fuego.

Nikhil tuvo, por entonces, otro motivo de trastorno. Cuando Miss Gilby se había instalado en casa, al principio hubo cierta agitación que el hábito fue calmando lentamente. El furor nacionalista del Swadeshi la reavivó de pronto. Hasta ese momento jamás me había importado que Miss Gilby fuese europea o hindú. Pero a partir de ese momento, sí. Le dije a mi marido:

—Tenemos que deshacernos de Miss Gilby.

Él no contestó.

Le hablé con vehemencia y él se retiró con tristeza.

Aquella misma tarde, cuando volvimos a encontrarnos, me sentía más razonable: había tenido mi buena dosis de lágrimas.

—No puedo considerar a Miss Gilby —‌me dijo— a través de una niebla abstracta, simplemente porque sea inglesa. ¿Después de haberla tratado tanto tiempo no puedes olvidar que tiene un nombre extranjero? ¿No comprendes que ella te quiere?

Un poco avergonzada, le respondí con cierta brusquedad:

—¡Pues que se quede, tampoco me voy a empeñar en que se vaya!

Y Miss Gilby se quedó.

Pero un día me contaron que cuando se dirigía a la iglesia había sido insultada por un joven. Era un muchacho de nuestro servicio, y mi esposo lo echó de casa. Aquel día no hubo nadie que pudiera perdonar a mi marido, ni siquiera yo. Miss Gilby se acabó marchando por propia iniciativa. Lloraba al despedirse de mí, pero sus lágrimas no me ablandaron. ¡Calumniar así a un pobre muchacho! ¡Y un muchacho tan bueno, capaz de olvidarse de su baño y de su comida en su entusiasmo por el Swadeshi!

Mi marido acompañó a Miss Gilby en su coche hasta la estación, lo que me pareció que excedía los límites de la cortesía. Y cuando los hechos, magnificados por los que los iban repitiendo, produjeron un auténtico escándalo, del que se hicieron eco los periódicos, yo sentí que Nikhil no sufría más que lo que se merecía.

Los actos de mi esposo me habían inquietado a menudo, pero nunca me habían avergonzado. ¡Y ahora tenía que ruborizarme por su culpa! Yo no sabía exactamente, ni me interesaba saberlo, en qué había ofendido o no el pobre Noren a Miss Gilby, pero no podía admitir que se le condenara por un impulso de esa clase en tales momentos. Yo jamás habría consentido en sofocar la pasión que había impulsado a Noren a desafiar a la inglesa. No comprender algo tan simple me parecía una cobardía por parte de mi marido. Por eso me avergonzaba de él.

Sin embargo, él no era en absoluto refractario al Swadeshi y no se negaba a sostener su causa. Pero no podía aceptar de todo corazón, y sin reservas, todo el espíritu del Bande Mataram.[10]

—Estoy dispuesto a servir a mi país, pero reservo mi veneración para la razón, que es algo más sagrado aún que mi país. Adorar a la nación como a un dios es arrojar una maldición sobre ella.

 

1. Signo del estado de esposa y símbolo de toda la devoción que implica.

 

2. Esta manera tradicional de mostrar respeto consiste en tocar levemente con una mano los pies del que se quiere honrar, y luego llevar dicha mano a la propia cabeza. No era un uso habitual de una esposa hacia su marido.

 

3. Denominación real superlativa adoptada por diferentes monarcas, generalmente islámicos, que reivindicaban el título más alto. De origen persa, de él deriva el título turco «pachá».

 

4. En la mitología hindú es el nombre del primer ser humano y el primer rey que reinó sobre la tierra.

 

5. Nombre de diversos escritores indios antiguos y, especialmente, de un mítico sabio hinduista descendiente de los propios dioses.

 

6. Excepto a ciertas horas concretas, para comer o para descansar, no estaba bien visto que el marido frecuentara la zona de la casa destinada a las mujeres (zenana).

 

7. La Rani mayor, el equivalente femenino del rajá.

 

8. Reclusión de las mujeres en el zenana y todas las costumbres que a ella se refieren. El término significa literalmente «pantalla».

 

9. Movimiento nacionalista indio, en principio más económico que político, que tenía como objetivo principal promover la producción y la autosuficiencia respecto a los bienes de consumo ingleses.

 

10. Literalmente «¡Ave, Madre!», primeras palabras de una canción del novelista bengalí Bankim Chatterjee, que se convirtió después en himno nacional. «Bande Mataram» era el grito de combate del movimiento Swadeshi.

DOS