Créditos

 

Editorial Cubaliteraria

Edición

Nancy Maestigue Prieto

 

 

Composición Y Diseño

Axel Rodríguez García

 

 

© Herederos de Samuel Feijóo, 2007

© Sobre la presente edición: Editorial Cubaliteraria, 2012

 

ISBN 978-959-10-1310-1

 

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 MITOLOGÍA INDIA CUBANA

 

 

En el libro Tradiciones y leyendas de Cienfuegos, que redactara Adrián del Valle con los materiales que le entregara el cienfueguero Pedro Modesto Hernández, acopiados por él en la antigua zona de la Xagua india.

De esta importante recopilación hemos seleccionado los siguientes mitos aborígenes.

 

HUIÓN (EL SOL) CREA AL HOMBRE

 

En los tiempos más remotos, Huión, el Sol, abandonaba periódicamente la caverna donde se guarecía para elevarse en el cielo y alumbrar a Ocon, la Tierra, pródiga y feraz, pero huérfana todavía del ser humano. Huión tuvo un deseo: crear al hombre, para que hubiera quien lo admirara y adorase, esperando todos los días su salida, y viese en él al poderoso señor del calor, la luz y la vida. Al mágico conjuro de Huión, surgió Hamao, el primer hombre. Ya tenía el astro quién lo adorara, quién lo saludara todas las mañanas con respetuosa alegría desde los alegres valles y altas montañas [...].

 MAROYA (LA LUNA) CREA A LA MUJER

Huión no se preocupó más de Hamao, a quien el gran amor que por su creador sentía, no bastaba a llenarle el corazón. Veíase solo, en medio de una naturaleza espléndida, dotada de una vegetación exuberante, poblada de seres que se juntaban para amarse. En medio de la universal manifestación de vida y amor, sentía Hamao languidecer su espíritu y le afligía la inutilidad de su vida solitaria.

La sensible y dulce Maroya, la Luna, compadeciéndose de Hamao y para dulcificar su existencia, diole una compañera, creando a Guanaroca, o sea, la primera mujer. Grande fue la alegría del primer hombre. Al fin tenía un ser con quién compartir goces y penas, alegrías y tristezas, diversiones y trabajos [...]. De su unión nació Imao, el primer hijo.

CREACIÓN DE LA LAGUNA GUANAROCA

Guanaroca, madre al fin, puso en el hijo todo su cariño, y el padre, celoso, creyéndose preterido, concibió la criminal idea de arrebatárselo. Una noche, aprovechando el sueño de Guanaroca, cogió Hamao al tierno infante y se lo llevó al monte. El calor excesivo y la falta de alimento, produjeron la muerte de la débil criatura. Entonces el padre, para ocultar su delito, tomó un gran güiro, hizo en él un agujero y metió dentro el frío cuerpo del infante, colgando después el güiro de la rama de un árbol.

Notando Guanaroca, al despertar, la ausencia del esposo y del hijo, salió presurosa en su busca. Vagó ansiosa por el bosque, llamando en vano a los seres queridos, y ya rendida por el cansancio, iba a caer al suelo, cuando un grito estridente de un pájaro negro, probablemente el judío, hízole levantar la cabeza, fijándose entonces en el güiro que colgaba en la rama del próximo árbol. Sea por la innata curiosidad que ya se manifestaba en la primera mujer, o por un extraño presentimiento. Guanaroca sintióse compelida a subir al árbol y coger el güiro.

Observó que estaba perforado y con espanto creyó ver en su interior el cadáver del hijo adorado. Fue tan grande el dolor y tan intensa la emoción, que se sintió desfallecer y el güiro se escapó de sus manos, cayendo al suelo, al romperse vio con estupor que del güiro salían peces, tortugas de distinto tamaño y gran cantidad de líquido, desparramándose todo colina abajo. Acaeció entonces el mayor portento que Guanaroca viera, los peces formaron los ríos que bañan el territorio de Jagua, la mayor de las tortugas se convirtió en la península de Majagua y las demás, por orden de tamaño, en los otros cayos. Las lágrimas ardientes y salobres de la madre infeliz, que lloraba sin consuelo la muerte del hijo amado, formaron la laguna y laberinto que lleva su nombre: Guanaroca.

CAONAO Y JAGUA

Hamao, con los celos que en su corazón sembrara el dios del mal, había sentido el primer dolor; Guanaroca, con la pérdida del hijo, la pena primera y la más grande que una madre puede sufrir. Hamao comprendió tardíamente lo irracional de sus celos y llegó a vislumbrar el amor de padre. Guanaroca perdonó, y tras el perdón vino su segundo hijo: Caonao.

Tranquila y feliz fue su infancia, bajo la constante protección de la madre cariñosa. El niño se hizo hombre, y comenzó a sentirse invadido de vaga inquietud, de profunda tristeza. No podía darse cuenta de aquel su estado de ánimo, que le hacía indiferente la vida. Un día, al volver a su solitario bohío, detúvose a contemplar dos pajaritos que en la rama de un árbol se acariciaban. Entonces comprendió el motivo de su pena. Estaba solo en el mundo, no tenía una compañera a la que acariciar y de la cual recibir caricias, a la que pudiera contar sus penas, sus alegrías, sus ilusiones, sus esperanzas. Solo existía en la tierra una mujer, pero esta era Guanaroca, la que le había dado la existencia.

Vagando por los campos, trataba en vano de distraer su soledad, y se fijó en un árbol lozano, de bastante elevación y redondeada copa.

De sus ramas pendían los frutos en abundancia, frutos grandes y ovalados, de color parduzco. En plena madurez, muchos de ellos, se desprendían del árbol y caían al suelo, mostrando algunos, al reventar, su carnosidad, sembrada de pequeñas semillas.

Caonao sintió un deseo irresistible de probar aquel fruto, y cogiendo uno de los más hermosos, le hincó, ávido, los dientes. Su gusto era agridulce, y sintiéndolo grato al paladar, halló en aquel manjar extraño que de manera pródiga le ofrecía la naturaleza, abundante y regalado alimento.

Tanto le gustó, que fue a su bohío en busca de un catauro de yagua, con la intención de llenarlo con los raros y para él sabrosos frutos.

De vuelta, empezó Caonao por reunirlos todos en un montón, e iba a empezar a colocarlos en el catauro, cuando un rayo de luna, hiriendo a los frutos en desorden amontonados, hizo brotar de ellos a un ser maravilloso, de sexo distinto al de Caonao.

Era una mujer.

Muy joven, hermosa, risueña; de formas bellamente modeladas, de piel aterciopelada, color de oro; de ojos expresivos, grandes y acariciadores; de boca roja y sonriente; de larga, negrísima y abundante cabellera.

Caonao la contempló con éxtasis creciente, como por encanto sintió que de su corazón huían la tristeza y la melancolía, expulsadas por la alegría y el amor. Ya no cruzaría solitario el camino de la vida. Tenía a quien amar y de quien ser amado.

Aquella hermosa compañera surgida, al contacto de un rayo lunar, del montón de la madura fruta, era un presente de Maroya, la diosa de la noche, que del mismo modo que había disipado la soledad de Hamao, el primer hombre, enviándole a Guanaroca, la primera mujer, quería también alegrar la existencia de Caonao, el hijo de aquéllos, haciéndole el regalo de otra mujer.

Caonao la amó desde el primer momento con todo el ardor de que era capaz su joven corazón sediento de caricias. La hizo suya y fue madre de sus hijos.

Aquella segunda mujer se llamó Jagua, palabra que significa riqueza, mina, manantial, fuente y principio. Y con el nombre de Jagua también se designó el árbol de cuyo fruto había salido la mujer, y por cuyo hecho se le consideró sagrado.

Jagua, la esposa de Caonao, fue la que dictó leyes a los naturales, los pacíficos siboneyes; la que les enseñó el arte de la pesca y de la caza, el cultivo de los campos, el canto, el baile y la manera de curar las enfermedades. Guanaroca fue la madre de los primeros hombres; Jagua la madre de las primeras mujeres. Los hijos de Guanaroca, madre de Caonao, engendraron en las hijas de Jagua; y de aquellas primeras parejas salieron todos los humanos seres que pueblan la tierra.

Según la tradición dominicana, Cihualohuatl, la mujer culebra, fue la Eva mitológica que daba a luz los hijos de dos en dos, siempre varón y hembra, para facilitar así la reproducción y perpetuación de la especie.

La tradición siboney es más moral. Guanaroca, la Eva cubana, solo tiene hijos varones, y a su vez Jagua, la segunda Eva, solo hembras, uniéndose luego unos y otras por parejas para la reproducción.

 

 

CREACIÓN DE LA PLANTA VENENOSA DEL GUAO Y DE LA MARIPOSA TATAGUA

 

 

Aipiri era una hermosa mestiza de la Jagua prehistórica. Presumida, coqueta, parlanchina, muy dada a engalanarse con prendas de vivos colores, piedras y conchas, zarcillos y pulseras de guanín,y adornarse la cabeza con flores del rojo más vivo para distinguirse de las demás mujeres y llamar la atención.

[…].

Esbelta, trigueña, de abundosa cabellera negra y ojos rasgados; de mirar insinuante, acariciador, provocativo. Gustaba con pasión del canto y del baile. Su mayor placer era asistir a fiestas y diumbas, o guateques, donde podía lucir su melodiosa voz y sus gracias de hábil bailarina.

Requerida de amores por un siboney gran cazador, unió a él sus destinos y hubiera formado un hogar modesto y apacible, pero feliz, si sus aspiraciones se hubieran concretado a las de una mujer hacendosa, amante de su esposo y de sus hijos. Pero Aipiri no se contentaba con eso. No había nacido para llevar una vida tranquila, al cuidado de la casa y de la prole. Amaba demasiado las diversiones, los placeres, los cantos, los bailes, los adornos, los halagos, las alabanzas. Así sucedió que, al poco tiempo, el hogar fue para ella un martirio, y apenas había dado a luz el primer hijo, sintió la nostalgia de sus bulliciosos días de doncella, sin que cautivaran su corazón las gracias del tierno infante. Luchó al principio y quiso sustraerse a la tentación. Pudo más el instinto de su naturaleza voluntariosa y bravía que el amor de madre, y empezó por ausentarse un rato del hogar, después, fue más larga la ausencia, hasta que llegó a ser más tiempo el que estaba fuera de la casa que dentro de ella. Y mientras el niño, abandonado, lloraba, la desnaturalizada madre pasaba el tiempo en alegre charla con los vecinos o asistía a reuniones y fiestas, entreteniendo a la gente con los encantos de su voz y las gracias de sus bailes. Cuando la tarde caía volvía a su casa, poco antes que llegara el marido de su diaria y penosa excursión por los montes en busca del sustento. Tras un hijo vino otro y otro hasta seis, pero no varió de conducta la olvidadiza madre. Continuaba haciendo sus furtivas y largas escapatorias, sin que el confiado marido se enterara. Los niños, constantemente abandonados, pasaban hambre, crecían en medio del mayor abandono, y miseria, adquirían malos hábitos y continuamente lloraban atronando el espacio con su eterno guao, guao, guao. Como el bohío se levantaba solitario en medio del campo, no temía Aipiri que el lloro de los niños molestara a los vecinos ni que estos la delataran al marido. No contaba con Mabuya, el genio del mal, que está en todas partes y a quien hacen poca gracia los llantos continuados, inacabables, de los niños Hay que reconocer que tiene motivos para ello, pues solo la paciencia de una madre sufre con resignación la música poco grata del llanto de los hijos.

Mabuya, cansado de oírlos, y viendo que sus lloros no tenían fin, como tampoco lo tenían los bailes y las diversiones, ausencias y olvidos de la madre, temió quizá que aquellos niños malcriados fueran cuando mayores tan desalmados, crueles e inhumanos como él. En un arrebato de mal humor los transformó en arbustos venenosos, conocidos hoy con el nombre de Guao.

En el reino vegetal, es el guao algo así como un estigma, árbol seco y estéril, su resina y hojas, producen al contacto, hinchazones y llagas, y aun se asegura que su misma sombra es dañina. En eso vinieron a parar, según la tradición, los hijos de Aipiri por culpa de la desnaturalizada madre.

Si el espíritu del mal hubo de castigar en los hijos la falta de la madre, el espíritu del bien, más justiciero, impuso un correctivo a la causante del daño, que debía servir de ejemplo. Transformó a Aipiri en Tatagua, mariposa nocturna de cuerpo grueso y alas cortas, conocida también con el nombre de Bruja.

Es creencia bastante generalizada que las brujas o grandes mariposas de color oscuro tienen significación maléfica, anunciando, allí donde entran, alguna desgracia y aun la muerte de un familiar. Es una adulteración del significado verdadero que le atribuye la tradición a la tatagua o bruja cuando se introduce en una casa y revoloteando se posa dentro de ella.

Según esa tradición, al transformar el espíritu del bien a la madre que olvidó sus deberes, en la mariposa nocturna, lo hizo para que esta, al aparecerse a las madres, les advirtiera lo sagrado de sus obligaciones, y que jamás, por asistir a fiestas, bailes ni diversiones, debían dejar abandonados a sus tiernos hijos [...].

 

 Mitos indios en matanzas

 

Américo Alvarado recogió siete historias indias en Matanzas. En ellas se encuentran verdaderos mitos de los indios de esa región. Entre ellos, el mito de Baiguana.

Una mujer muy bella que enloquecía a los hombres porque a todos buscaba […], todos los hombres iban hacía Baiguana y la pesca y la caza eran abandonadas y los sembrados de yuca, de maíz y boniato se perdían. El cacique de entonces, Maguaní, fue al río Jibacabuya, que era el más poderoso afluente del río largo, para hablarle a la boca de agua del Dios Murciélago y pedirle consejo, para que el Dios le indicara cómo resolver el asunto de la bella y ardiente Baiguana. Y el cacique Maguaní llevó de regalo a Baiguana un pescado mágico, cogido por orden del Dios Murciélago en el río Jibacabuya, y Baiguana lo comió y cuando la luna estaba en lo alto se acostó a dormir frente a su bohío mirando a la Luna...

Cuando salió el Sol, Baiguana se había convertido ya en «una montaña con forma de mujer dormida». La célebre loma El Pan de Matanzas, según el mito, es Baiguana dormida.

Recoge Alvarado otro mito de los indios de Yucayo: aquel de los amores de Guacumao y Cibayara.

Guacumao, según «le había profetizado el behique Macaorí» sería el «hombre que haría dormir, hecha piedra, a una mujer que mataba por amor».

La tal mujer, Aibamaya, conquistó a Guacumao, quien sabía que debía convertir en piedra a su amante, avisado por su madre, Cibayara. Guacumao estaba muy triste, no quería convertir en piedra a su amada. Y fue castigado por el Dios Murciélago:

Cuentan los pescadores de Yucaojo que frente a la punta de tierra en que termina la bahía por un lado, muchas veces se ven dos rocas blancas bajo el agua del mar, rocas que son el cacique Guacumao y la mujer con fuego en la sangre que él amó, convertidos en piedra por el poder del Dios Murciélago. Así el Dios arrancó, para bien de Yucayo, la vida de la mujer que mataba por amor, y libró a Guacumao del terrible deber de hacer dormir, hecha piedra, a Aibamaya.

Alvarado recoge el mito de Yumurí, que da nombre al río que riega a Matanzas:

Yumurí y Albahoa se amaban, pero el padre de Albahoa, Guananey, ordenó a su hija casarse con Canasí. «Albahoa le hizo saber todo esto a su amado por medio de su fiel esclavo Naguao».

Cuando se iba a celebrar la boda de Albahoa con Canasí, Yumurí fue avisado por Naguao del acontecimiento, y montado en una canoa se dirigió donde su amada para rescatarla, al caserío de Guananey. Yumurí, por precaución, dejó la canoa donde el río Babonao se encajona entre altas paredes. Y solo, siguiendo un sendero, se encaminó hacía el caserío de Guananey.

Alhahoa estaba alerta, sabía el proyecto de fuga de Yumurí por el bondadoso Naguao.

Los guerreros de Canasí y de Guananey, emborrachados con nicha (bebida hecha con maíz y raíces fermentadas) se entregaban a la danza.

De pronto, Albahoa oyó tres graznidos de lechuza: era la señal. Abandonó el poblado. Allá estaba esperándola Yumurí.

Pero había sido vista. Un guerrero dio la alarma.

Albahoa y Yumurí, agarrados de la mano, echaron a correr. Eran perseguidos. La carrera se hizo cada vez más rápida. Albahoa tropezó, una piedra no vista le había lastimado un pie. Ya no podía correr. Sus perseguidores se acercaban. No había tiempo que perder: Yumurí tomó en sus brazos a Albahoa y siguió corriendo... La distancia que los separaba de los perseguidores fue disminuyendo... Iban a ser alcanzados.

Yumurí comprendió que no le era posible llegar donde la canoa. Era necesario cruzar el río. A todo correr se acercó a la parte del valle en que este se estrecha para formar una garganta de piedra. Allí el río era cenagoso. Había muchos mangles, ellos le prestarían apoyo para pasar. Y saltó con la amada en brazos. Y los primeros mangles resistieron el peso de los dos cuerpos. Ya estaban en el centro de la ciénaga del río. Allá en la orilla quedaban los perseguidores que no se atrevían a seguirlos.

Los manglares crujían, se debilitaban. Yumurí pisó el fango. En un silencio enorme, terrible; se hundían. Se hundían. Albahoa, abrazaba a Yumurí, desapareció en el fango.

Y todos, desde aquella noche trágica, llamaron al río Babonao, el río de Yumurí.

 

YUMURÍ

 

En su libro Carta desde Cuba, la escritora sueca Fredrika Bremer anota el mito del valle del Yumurí. Es un mito sobre los aborígenes cubanos:

La sangre de los inofensivos aborígenes masacrados clama todavía desde la tierra, pero sus voces son una bella melodía, y han bautizado al más hermoso valle de Cuba con el nombre de Yumurí.

El hermoso valle no tiene recuerdo de las puras miradas del cielo. Se dice que su nombre Yumurí lo toma del grito de agonía de los indígenas: «Yo morí», cuando se arrojaban de las alturas al río que atraviesa esta parte para no ser asesinados por los españoles.

 

 LOS DOS INDIOS CAMAGÜEYANOS

(Recogido por Samuel Feijóo, de boca de Roberto Corrales)

 

En Camagüey, por el camino Vista del Príncipe, existe una ceiba que tiene una flecha clavada en el tronco casi llegando al follaje. Según la leyenda esto sucedió cuando la lucha de los colonizadores contra nuestros indios, y se dice que cada vez que hay cuarto menguante salen al lado de la ceiba las figuras de dos indios.

 

 

 

 

 

MITOLOGÍA AFROCUBANA

 

(Mitos teogónicos y cosmogónicos del negro cubano)

Nota

 

Los esclavos negros que trabajaban nuestros campos durante el coloniaje español, trajeron del África dioses, semidioses y variadas creencias religiosas de origen mítico que, por sincretismo con la religión del colonizador, crearon nuevas mitologías.

Ciertos investigadores cubanos recogieron algunos de esos mitos afrocubanos, sobre todo en relación a las teogonías y cosmogonías. Así encontramos entre sus dioses a Ikú (la Muerte), que habita en todas partes: cielo, mar y tierra. Las flores son el símbolo de Ikú. La paloma es el alma que Ikú ha elegido para que busque al moribundo y le eleve el alma.

Por otra parte, Ochún es la diosa del amor. Desde que nace vive en el mar. Ella sale a sus fiestas, pero siempre vuelve al agua. Tiene la mitología afrocubana un raro diosecillo llamado Chiguidí, Dios de los sueños. El sueño llega al durmiente y lo lleva a donde él quiere...

Así tenemos los mitos de Obatalá, Changó, Ochosi, Yemayá, etcétera, en esta rica y variada mitología afrocubana.

Según nos refiere Lydia Cabrera:

Olofi, el Dios infinitamente lejano e incomprensible, creó el Universo. Hizo a Obatalá. Obatalá hizo al Hombre, le traspasó un poco de su inteligencia, le dio la voluntad.

Obatalá es el más grande de todos los Oricha.

Obatalá es el hacedor de las cabezas, el dueño, el modelador de las Almas.

Padre y Madre de los Oricha, de los Santos: Obatalá es el que está por encima de todos los Santos.

                                                     

MITO YORUBÁ Y MITO SIBONEY

 

Los yorubás habitaron a Cuba numerosamente. Del África natal trajeron sus hermosos cantos y bailes, sus teogonías, cosmogonías y mitos religiosos, costumbres, etcétera, que se fundieron con las peculiaridades generales de la población nativa.

Los yorubás también habitaron Brasil y contribuyeron a agrandar el folklore afrobrasileño. Estudiando su folklore, Arthur Ramos recogió un mito que se asemeja a otro recogido en Cuba por Pedro Modesto Hernández y transmitido a Adrían del Valle para su elaboración literaria.

Sobre ello nos detendremos.

El mito recogido en Brasil es el siguiente:

Obatalá, el Cielo, se unió a Odudua, la Tierra, y de esta unión nacieron Aganjú e Iemanjá respectivamente, Tierra y Agua, Iemanjá desposó a su hermano Aganjú, de quien tuvo un hijo, Orugán.

Se apasionó este por su madre y comenzó a perseguirla, hasta que un día la violentó, aprovechándose de la ausencia paterna.

Iemanjá se puso a correr, perseguida de Orungán, que le proponía vivir con ella. Ya iba a alcanzarla y ponerle las manos sobre ella, cuando Iemanjá cae al suelo de espaldas. Entonces su cuerpo comenzó a dilatarse, a crecer desmesuradamente, hasta que sus senos comenzaron a soltar dos corrientes de agua, que se reúnen hasta formar un gran lago. El vientre se rompe y de él salen los siguientes dioses: 1) Dada, dios de los vegetales; 2) Xangó, dios del trueno; 3) Ogún, dios del hierro y de la guerra; 4) Olokún, dios del mar; 5) Oloxá, dios de los lagos; 6) Oyá, diosa del río Níger; 7) Oxun, diosa del río Oxun; 8) Obá diosa del río Obá; 9) Orixá Okó, dios de la agricultura; 10) Oxússi, dios de los cazadores; 11) Oké, diosa de los ciervos; 12) Ajé Zaluga, dios de la riqueza; 13) Xapanam (Shankpanna) dios de la viruela; 14) Orún, el Sol; 15) Oxú, la Luna.

Hasta aquí el mito brasileño y sus supersticiones.

El mito del cubano siboney, fue recogido en Cienfuegos por Pedro Modesto Hernández (1866-1924), cuya familia residía en esta región desde mucho antes de la fundación de la ciudad, en 1819. Se repite.

La leyenda siboney narra que Huión, el Sol, creó a Hamao, el primer hombre. Maroya, la Luna, le dio una compañera: Guanaroca. Tuvieron un hijo: Imao. El padre llevó (a escondidas de su madre dormida) al pequeño Imao al bosque. Allí el niño murió. Hamao, «tomó un gran güiro, hizo en él un agujero y metió dentro el frío cuerpo del infante, colgando después el güiro de la rama de un árbol».

Al despertar, Guanaroca salió a buscar al niño. Vagó por muchos lugares. Entró en el bosque. En un árbol, el grito estridente de un pájaro negro (el judío) le hizo levantar la vista. Halló el güiro. «Por un extraño presentimiento» fue «compelida a subir al árbol y coger el güiro».

Al ver dentro el cadáver de su hijo se sintió desfallecer y el güiro se escapó de sus manos, cayendo al suelo; al romperse vio con estupor que del güiro salían peces, tortugas de distintos tamaños y gran cantidad de líquido, desparramándose todo colina abajo. Acaeció entonces el mayor portento que Guanaroca viera: los peces formaron los ríos que bañan el territorio de Jagua, la mayor de las tortugas se convirtió en la península de Majagua y las demás, por orden de tamaño, [en] los otros cayos. Las lágrimas ardientes y salobres de la madre infeliz, que lloraba sin consuelo la muerte del hijo amado, formaron la laguna y laberinto que lleva su nombre: Guanaroca.

¿No sería penetrado, en alguna forma, el mito-siboney, ya en boca del pueblo, por el mito-yorubá, mediante el sincretismo que tantas tradiciones orales acostumbra?

Es indudable la similitud en algunas partes del mito, en los temas, en los nombres, en el suceso central. ¿O bien no trabajarían parecidamente las imaginaciones primitivas yorubá y siboney, al conocido modo de las relaciones universales entre los mitos? No obstante, es oportuno establecer los contactos entre ambos mitos.

1. En el yorubá, Orún es el sol. En el siboney lo es Huión. La similitud fonética es evidente.

2. En el yorubá interviene la Luna (Oxú); en el siboney también (Maroya).

3. En ambos mitos se engendra un hijo: Orungán el yorubá. Imao el siboney.

4. En el mito yorubá es la ausencia paterna la que origina el delito; en el siboney el sueño ausenta a la madre y permite el delito.

5. Tanto en el mito yorubá como en el siboney la relación hijo-madre es decisiva.

6. En el mito yorubá de los senos de la madre saltan dos corrientes de agua que forman un gran lago. En el siboney: de los ojos de la madre surgen las aguas que formarán la laguna.

7. En el mito siboney del redondo güiro que se rompe surgen peces que forman los ríos que corren la comarca de Jagua. En el mito yorubá del vientre que se rompe surgen dioses de varios ríos. Las relaciones quedan planteadas.

Posteriores estudios, con adecuados documentos e investigaciones, permitirán aclarar, a definitiva luz, la relación más justa, entre los dos mitos expuestos, entre razas que si no convivieron en Cuba, es en esta Isla donde mezclaron sus culturas: fuerte la yorubá, débil la siboney (apoyada en su cerámica, los restos de su lengua y las leyendas cada vez más vagas, perdidas, entre el actual pueblo cubano).

Según Martínez Furé, en su artículo «Los Yyesas» (La Gaceta de Cuba, junio de 1974), los dioses de los yorubás africanos en Cuba son los siguientes:

Elegba (Eshu, Elegbara), dueño de los caminos y las encrucijadas.

Ogún, señor de la guerra, de los metales, del monte y la herrería.

Oshosi, dios de la caza y de los cazadores.

Shangó, orisha de los rayos y del fuego.

Babalú Ayé, dueño de las plagas y de las enfermedades.

Inle, orisha de la pesca fluvial.

Ibeyi, los dioses niños gemelos.

Agayú, orisha barquero padre de Shangó.

Orula (Orúmbila, Orúmila), dios de la adivinación.

Orisha Oko, orisha de los terrenos labrantíos.

Osaín, dueño de las hierbas del monte, gran curandero.

Oke, la loma, «bastón de Obatalá».

Ogué, dios de la ganadería.

Odudua (Odua), orisha del mundo subterráneo.

Obatalá, creador del género humano, «dueño de todas las cabezas», orisha de la paz y la justicia.

Yemayá, dueña del mar.

Oyá (Yansa, Yansán), orisha de los vientos y la centella.

Oshún, diosa de los ríos y de los manatiales.

Yewá, dueña del mundo de los muertos.

Oba, «la felicidad conyugal», una de las esposas de Shangó.

Y otros...

                                                                                     

IKÚ

 

(RECOGIDO DE LA TRADICIÓN ORAL DE LOS YORUBÁS POR RAMÓN GUIRAO, PROVINCIA DE LA HABANA):

 

 

Se habla de los tiempos en que la gente no moría... De no morir ser viviente sobre la Tierra, llegó a poblarse el mundo de tal forma que era imposible dar un paso... Los viejos, rugosos, encogidos, no podían andar ni morir. Arrastraban, muy penosamente, sus largos cabellos blancos, pero remediaban su debilidad agrupándose, como hacen las hormigas laboriosas para mover las hojas secas de los bosques. Se reunían hasta veinte ancianos con el propósito de trasladar una ramita seca con que mantener encendida la hoguera; cuarenta no bastaban para mover una cazuela de barro cocido; se citaban ochenta para cortar una calabaza... porque estaban muy cañengos y no tenían fuerza para nada.

Los jóvenes invocaban a los dioses, y les pedían que los liberaran de la inutilidad de los viejos.

Tanto clamaron, que al fin escuchó sus rogativas Ikú, la Muerte. Una voz profunda, como el rugido del viento huracanado, se oyó a lo lejos, en lo más apartado y espeso de la selva.

Acudieron los jóvenes a responder a la complaciente Ikú, que remediaría el mal.

—Durante tres días con tres noches —dijo Ikú desde lo más intrincado del bosque—, lloverá sin cesar, y crecerán las aguas... Los jóvenes y los niños deben subirse al piso alto de las casas, porque las lluvias anegarán los campos... La tierra será un río sin márgenes...

Los jóvenes respondieron a Ikú, muy afligidos:

—Nuestras casas no tienen pisos altos.

Ikú habló de nuevo:

—Suban al techo de las casas...

—El techo de nuestras casas es de guano.

—No soportará el peso...

—Entonces —dijo Ikú encolerizada—, suban a la copa de los árboles...

A las palabras iracundas de Ikú siguieron los truenos y las primeras lluvias. Durante tres días y tres noches llovió sin descanso. Las nubes parecían haberse roto como un cántaro. El primer día la lluvia cubrió las raíces y los caminos. El segundo, quedaron las casas ocultas por el agua. Al amanecer del tercer día, la lluvia alcanzó la altura de la trompa de los elefantes y las jirafas... Las aguas continuaron creciendo lentamente, hasta la altura que saltan los tigres para apresar a los monos. La tierra era un mar sin oleaje ni costas, son solo las islas flotantes y movedizas de las ramas quebradas. En la copa de los árboles más frondosos y altos esperaban los jóvenes y niños que se cumpliera la promesa de Ikú.

Los ancianos, tiritando de frío, intentaron, durante la mañana del primer día, alcanzar las ramas elevadas, pero no pudieron, porque era más veloz el agua desbordada en escalar los gruesos troncos de los boabades y las yagrumas que el movimiento lento de los viejos entumidos.

Cuando escampó, al alba del cuarto día, vieron los jóvenes a la luz de un cielo limpio, lavado por los dioses, que no había viejos cañengos en el mundo... Hasta los jóvenes comenzaron a morir también, quizá porque algunos no lograron subirse a tiempo al cogollo de los árboles...

                             

OBATALÁ, CHANGÓ, OYÁ, OCHÚN, OLOFI, AGALLÚ SOLÁ

 

Mitos africanos, o neoafricanos, acriollados en Cuba, cosechó Rómulo Lachatañeré en su importante libro ¡Oh, mío Yemayá! Lachatañeré los recogió de labios de adeptos al culto yorubá. Algunos de estos mitos extraños son reproducidos en las siguientes páginas.

                                                                       

OBATALÁ Y SU HIJO

 

Obatalá, después de acoplarse con Agallú Solá, tomó el camino de osan-quiriñán y ascendió por las cumbres que conducen a su ilé (casa) blanca como copos de nieve y se entregó a sus menesteres, sin darle importancia a su fugaz entretenimiento.

Al poco tiempo sintió las molestias que anteceden a la maternidad; tampoco la mujer se preocupó y continuó entregada a sus ocupaciones. Hasta que un día sintió unos dolores muy fuertes, como si algo quisiera desprenderse de sus entrañas.

Obatalá dijo:

—Pujaré hasta que salga afuera.

Al poco rato surgió el niño. La parturienta lo tomó en brazos y acariciándolo dijo:

—Te llamarás Changó.

—Me place ese nombre —contestó el moquenquen (niño). Obatalá, después de esto, volvió a entregarse a sus asuntos y no tomó en consideración al moquenquen, que se aburría corriendo de un lado a otro de la casa, o bien permanecía largo espacio de tiempo tendido en el suelo. Con los ojos fijos en la cúpula del cielo. Cuando veía venir a la madre, la asía abrazando sus piernas y preguntaba con lágrimas en los ojos:

—Obatalá, ¿quién es mi padre?

—No sé, moquenquen; ¡no me molestes!

Changó vertía lágrimas.

—Guay, guay, guay...

Y se separaba de la madre, arrastrando sus patitas por el suelo, muy apesadumbrado y compungido. Cuando volvía el nuevo día le repetía a la madre:

—Obatalá, ¡quiero ver a mi padre!

—Moquenquen, no tengo tiempo para contestarse.

Y todos los días era lo mismo.

—Mi iyaré, ¡quiero ver a mi padre!

Hasta que un día Obatalá, obstinada, le responde:

—Es Agallú Solá; ¡vete y quédate con él!

No terminó la frase cuando Changó escapó ligero, deslizándose por las montañas como una gacela y se interna en el monte, gritando:

—¡Agallú Solá! ¡Agallú Solá!...

Ocurrió que en Agallú Solá quedó el recuerdo de la mujer y todas las tardes la evocaba, internándose en el bosque, presa de una furia insólita. Caminaba tan de prisa que dejaba un remolino de árboles detrás de él y lloraba con copiosas lágrimas que caían golpeando insistentemente las hojas secas esparcidas en el suelo.

Y el monte se llenaba de tristeza y caían las tardes lentas y monótonas, porque el recuerdo de la omordé afectaba tanto a Agallú Solá que le hacía perder la noción del tiempo.

Aquella tarde escuchó la voz del moquenquen, reclamando su nombre, y se detuvo en el recodo de un camino a esperarlo.

—¿Qué buscas, monquenquen?

—Busco a mi padre.

—¿Y tú, quién eres?

—Soy el monquenquen de Babá.

Al escucharlo, Agallú tiembla de ira y vuelve a interrogarlo:

—¿Quién es tu padre?

—Tú eres.

Entonces Agallú le dice:

—Monquenquen, tengo mucha hambre para que vengas con esas sandeces. Te asaré y me servirás de comida.

Changó no se inmuta y le dice sonriente:

—No me matarás; eres mi padre.

—¿Qué no...? Pues verás...

Agallú toma unas ramas, las junta y prende fuego; comienza a avivar la llama ante la impasibilidad del niño, que no ha cesado de sonreír. Cuando la hoguera está en su punto, toma al monquenquen por los brazos y lo arroja a ella.

Dice, regocijándose por dentro:

—Hoy me alimentaré con tu carne tierna.

El fuego chirriaba y lanzaba al aire mil chispas que alumbraban con tenues destellos la tarde declinante, y las llamas en múltiples lengüetas relamían inofensivas el cuerpo del monquenquen, que permanecía erguido en medio de la hoguera.

—Ah, monquenquen, ¡ahora verás cómo te achicharras!

—Dijo Agallú, y tomando un gajo pególe despiadadamente.

Pasó una amordé por aquel sitio y al ver el suplicio del niño corrió hasta llegar al pueblo inmediato y clamó a toda garganta el crimen de Agallú Solá.

La gente se amotinó y comenzó a dar su opinión.

Unos decían:

—Debemos ir allá y castigar a Agallú.

Otros:

—Lo más prudente es avisar a Olofi, Padre del Cielo y de la Tierra.

Dos mujeres. Oyá y Ochún, se encargaron de llevar la misiva a Olofi, después que se acordó que debía de contarse con su autoridad para resolver cualquier anormalidad que se presentara.

Enterado Olofi, dijo a Oyá, entregándole una centella:

—Ve, alumbra la selva. Lo demás está hecho.

—Tráeme el moquenquen —dijo, dirigiéndose a la segunda mujer.

Cuando Agallú Solá ve venir la centella, corre despavorido, dando saltos como un simio; se detiene ante una palma y la escala en un santiamén. Allí queda temblando de miedo.

Ochún rescata al monquenquen de las llamas y ambas mujeres vuelven a Olofi. Olofi dice, refiriéndose a Changó:

—¡Te hago dueño de la candela!

A Oyá dice:

—¡Eres dueña de la centella!

—Otro día te tocará; hoy he repartido muchos aché (virtud)

Dijo, refiriéndose a Ochún.

                                                   

TEOGONÍAS, COSMOGONÍAS

En sus libros Cuentos negros de Cuba y en El monte, Lydia Cabrera recogió de labios del pueblo negro cubano mitos que devolvemos al acervo cultural folklórico cubano, donde pertenece:

                                                                           

SAMBIA

 

Sambia hizo el primer hombre que hubo en el mundo y la primera mujer. Como es natural, la pareja nueva, ¡bonita que la hizo!, se casó y tuvieron un hijo: se lo enseñaron a Sambia y él les dijo que si a los siete días se les moría, que no fuesen a enterrarlo sino que lo pusieran entre los bejucos y lo taparan para que no lo cogiera la tierra. Resultó que el hijo se les murió a los siete días; y en vez de dejarlo en la bejuquera, como él les había dicho, abrieron un hoyo y lo enterraron igual que una semilla.

Esperaron unos días y fueron a contarle a Sambia que el niño se había muerto y que no resucitaba. Pero como Sambia todo lo ve, ya había visto que lo habían desobedecido.

—¿Pero yo no les dije lo que tenían que hacer?

—¡Antela bila bulu wámbo yayéndale! ¡Brutos, que no saben!

Ahora, todos los que sigan haciendo se morirán; ni uno solo va a resucitar... Por no haberme hecho caso.

De esta pareja descendemos todos; y nadie cuando muere resucita.

                     

LA TIERRA LE PRESTA AL HOMBRE, Y ESTE TARDE O TEMPRANO

                                                 LE PAGA LO QUE LE DEBE

 

Fue cuando en la Tierra no había más que un solo hombre...

Junto al mar se elevaba la loma Cheché-Kalunga. Kalunga se llamaba el mar. El Hombre se llamaba Yácara. La Tierra se llamaba Entoto.

Cuando salía el Sol, Cheché-Kalunga veía al Hombre abajo, escarbando afanosamente con sus manos en la Tierra.

Un día Cheché-Kalunga-Loma Grande le habló a Entoto:

—«¿Quién es ese que veo a mis plantas, que te hiere, te revuelve, te maltrata, devora tus hijos y luego canta».

—«Yo soy, el Rey, el Rey del mundo».

Y Entoto le respondió a Cheché-Kalunga:

—«Es Yácara, el enviado de Sambia».

Entonces habló el Mar. Le dijo a Entoto:

—«¡Que no te engañe. Yácara; nunca podrá más que yo, ni puede más que tú!».

Y el Hombre oyó lo que hablaron el Mar, la Montaña y el Llano. Se acercó al Mar y le dijo:

—«Soy el enviado de Sambia».

El Mar le respondió furioso:

—«No reconozco a ningún señor». Y le escupió el rostro.

Cuando el Hombre, como era su costumbre, quiso continuar abriendo agujeros y hurgando en el suelo, la Tierra le preguntó:

—«¿Por qué tomas lo que es mío?».

—«¡Soy el enviado de Sambia!» —volvió a repetir el Hombre. Pero esta vez la Tierra se endureció y se cerró y no pudo obtener nada de ella. Entonces Yácara se volvió a Cheché-Kalunga y le pidió permiso para escalar su cima y hablarle a Sambia. Cheché-Kalunga le dijo:

—«Sube» —y Yácara llamó a Sambia y hablaron:

—«La Tierra no quiere darme nada de lo que tiene».

—«Allá ella» —contestó Sambia—, «arreglen ese asunto entre los dos».

El hombre descendió y le dijo a la Tierra:

«Sambia dice que nos pongamos de acuerdo». Le pidió que le proporcionara cuanto necesitaba para vivir y la Tierra respondió:

—«Bien; te daré a comer mis hijos. Ellos te alimentarán a ti y a toda tu descendencia. Veamos qué me ofreces en cambio».

—«No sé» —dijo Yácara—. «No poseo nada. ¿Qué quieres?».

—«Te quiero a ti» —contestó Entoto.

Yácara aceptó obligado por el hambre que empezaba a torturarlo.

—«Así será» —dijo—. «Mas con una condición. Me sustentarás con tus hijos día a día, y yo al fin, te pagaré con mi cuerpo, que devorarás cuando Sambia, nuestro padre, te autorice y sea él quien me entregue a ti al tiempo que juzgue conveniente».

Llamaron a Sambia que halló justo el arreglo, y quedó cerrado el trato del Hombre y la Tierra.

Más tarde el hombre se entendió con el Fuego; hizo trato con los Espíritus, con las bestias, con la Montaña y el Río. Jamás pudo pactar nada seguro con el Mar ni con el Viento.

                                                                     

EL SOL Y LA LUNA

 

«...La Luna es un ser muy poderoso. Ella le ganó una porfía al sol; por ella el sol no tiene hijos». (Las estrellas son los hijos de la Luna). «Los congos contaban que la Tierra era la mujer del Sol, Tangú. La Luna, Ngunda, hizo un pacto con la Tierra para salvarle los hijos, pues el Sol durante el día, se los quemaba. La Luna le dio el rocío. Venía de noche, mientras dormía el Sol, y la refrescaba. Así los frutos no se secaban».

Y los lucumí: «El Sol y la Luna» (...), se casaron, tuvieron muchos hijos. Los varones, cuando empezaron a crecer se dijeron:

«Vamos a ver dónde va papá», y un día lo siguieron.

«Ahora, cuando el sol se volvió y vio el enjambre de soles chiquitos que iban detrás de él, y brillando todos tan bonitos, se molestó. Se enceló como un gallo y los quiso castigar. Los muchachos huyeron y tropezando, como no conocían el camino, cayeron en el mar y se ahogaron.

Las hembras Irawó, como no salían de la casa sino con su madre, no les pasó nada. Las estrellas acompañan a la Luna que pasea de noche. El Sol, que perdió, a sus hijos en aquel arrebato, va siempre solo...».

                                                                       

LA DISCORDIA

 

—«En el reparto que hizo Olofi de la Tierra, cuando distribuyó los cargos entre sus hijos, a Allágguna le tocó ser Creador de las Pendencias. Todo lo revoluciona.

»Donde llega, la arma. Gobernaba una gran parte de África, y se peleaba con todos los vecinos. Su índole es revolucionaria. Olofi lo llamó a capítulo:

»¿Por qué gobiernas en esa forma pendenciera? Yo quiero la paz, ¡alafia para todos! Él le contestó: “Usted Babá está sentado y la sangre no le circula”. A Olofi le daban siempre las quejas de sus camorras. Allágguna lo que buscaba siempre era la lucha. Entonces Olofi le quitó el África y lo mandó al Asia. Allí Allágguna encontró gente tranquila. Jamás se desafiaban ni disputaban. ¡Qué tranquilidad, aquí no puedo estar! Le preguntó a unos hombres: “¿Cómo se vive aquí, descansando siempre?”. “Sí, señor, todos vivimos en paz”.

»“¿No pelean nunca?”. “Nunca”. “Pues en adelante tendrán que pelear. Yo soy el Guerrero, el jefe, y conmigo no se sosiega”. Allágguna se marchó. Fue a visitar una tribu vecina y les dijo: “Vayan a dominar a aquella gente. Son bobos”. Volvió a aquel pueblo y los arengó: “Por ahí vienen los invasores. ¡A vencerlos! No les queda más remedio que defenderse, ser vencidos o vencedores”. Y así no dejaba a nadie en paz. Alumbrando guerra aquí, allá, y por todas partes, y metiendo discordia entre unos y otros, hasta que la guerra ardió en el mundo entero. Y volvieron los pueblos a quejarse a Olofi.

»¡Allágguna, por favor, hijo mío! Quiero la paz. Yo soy la paz, yo soy Alámorere, bandera blanca. Prima chincha boré.

»Si no hay discordia no hay progreso.

»¿Y con la discordia avanza el mundo?

»Haciendo que el que tiene dos quiera cuatro y triunfe el que sea capaz, el mundo avanza.

»Bien, dijo Olofi, si es así durará el mundo hasta el día que le des la espalda a la guerra y te tumbes a descansar».

Ese día no ha llegado.

                                                                       

CABEZA Y ANO

 

«[Oddudua] fue quien hizo las cabezas. (Y quien repartió coco entre los santos). Olorún hizo solamente el cuerpo. El cuerpo caminaba, pero sin saber adónde, ni por dónde iba. Olorún se lo entregó a Oddudua y le dijo: “Okoni se mueve, pero no tiene dirección. Acaba tú mi obra”.

»Entonces Oddudua le hizo la cabeza. Pero todavía el hombre aquel no hablaba. Vino Ibáibo. Le abrió la boca y le dio la palabra. Oro. Oddudua le había hecho un solo ojo a la cabeza. Un solo ojo tiene Ibáibo: ese odyú ciega al que mira. Para que la cabeza mirase mejor, Ibáibo le hizo otro ojo, además de darle, mókbo, (voz)».

[...]. «Ahora le contaré lo que le pasó a la cabeza. Apunte. Como Orí decía que él era Oba, el Orificio dijo que con todo, el Rey del cuerpo era él y que lo probaría. ¿Qué hizo el Oriolo? ¡Se cerró!

»Pasó un día, dos, la cabeza no sintió nada. Al cuarto, la cabeza, bien: si acaso, un poquito pesada, pero el estómago y fúno, el intestino, bastante incómodo. Al sexto día, ilú (el vientre) estaba gordísimo, wó wó. El hígado... edósu, duro como palo, y Orí empezó a sentirse mal. Muy mal. Elúgó, la fiebre, hizo su aparición. El purgante Lerroá no se conocía entonces y la situación empeoró a partir del décimo día, porque ya todo funcionaba mal y la cabeza, los brazos, las piernas, no podían moverse. Lo que entraba, el purgante de guaguasí, no salía... La cabeza no se pudo levantar de la estera para llevar al cuerpo. Ella, y todos los órganos, tuvieron que rogarle al Orificio que se abriera. Él demostró lo importante que es, aunque nadie lo considera ahí donde está, en la oscuridad, y despreciado de todos».

                                                                                         

IKÚ

 

«Gobernando Obatalá, ocurrió que la muerte, Ikú, Ano, la enfermedad, Ofó, la vergüenza y Eyé o Arafé (Iñá), la tragedia, el crimen, tuvieron mucha hambre. Porque nadie moría; porque nadie enfermaba, ni peleaba ni se abochornaba. Resultado de esta felicidad fue que el bien de unos se volvió el mal de otros, y que Ikú, Ano, Ofó, Irá y Eyé, para subsistir, decidieron atacar a los súbditos de Obatalá. Éste aconsejó a su pueblo que nadie saliese a la calle ni se asomase a las ventanas. Y para calmar a Ikú, Ano, Ofó, Irá y Eyé, Obatalá les dijo que esperasen, que tuviesen un poco de paciencia. Pero el hambre que sufrían ya era atroz, y la Ikú, Ano, Ofó y Arafé, salieron a las doce en punto del día con palos y latas moviendo gran estruendo, y las gentes curiosas, se asomaron sin pensar a las ventanas. Ikú cortó un crecido número de cabezas. A las doce de la noche volvió a oírse otro ruido ensordecedor; los imprudentes, unos salieron y otros corrieron a las ventanas a ver qué sucedía, e Ikú hizo otra buena siega de cabezas. Desde entonces, a las doce del día y de la noche, tienen por costumbre rondar las calles Ikú, Ano, Ofó y Arafé, y las personas juiciosas por eso se recogen».

                                                                                 

CHANGÓ

Changó se viste de mujer

 

«Una de las veces en que tuvo que esconderse de sus contrarios, porque si caía en sus manos le cortaban la cabeza, querían matarlo de todos modos, se metió en casa de Oyá. Sitiaron la casa y no había manera de escapar. Changó vaciló aquel día; entonces Oyáse cortó sus trenzas y se las puso; lo vistió con su ropa, lo adornó con sus prendas, sus collares, argollas y manillas, e hizo correr la voz que iba a dar un paseo.

Changó y Oyá tenían el mismo cuerpo. Tiposo como ella, Changó salió vestido de mujer caminando igual que Oyá, altanera como es, saludando con la cabeza, muy ceremoniosa y sin hablarle a nadie —Oyá no es santa de rumbanzunga, es muy seria. Por el pelo largo, la ropa, los movimientos, ninguno sospechó que no fuese la misma Oyá Ayabba en persona. Los enemigos de Changó, muy respetuosos, creyeron que era la Santa, le abrieron paso y Changó pudo escapar.

Cuando ya no había peligro, salió Oyá de verdad y ellos se decían... pero ¿qué es esto? ¡Qué Changó se nos fue de entre las manos con las trenzas y el traje de Oyá!».[14]

                                                         

CHANGÓ Y EL DRAGÓN

 

«Otra vez, de Mina fue a Tákua a matar un animal feroz que acababa allí con todos los hombres y nadie podía con él.

»—¿Para qué has venido? ¿Para dejar la vida? —le dijeron.

»—Para acabar con ese monstruo.

»Aquel dragón rugía y toda la tierra temblaba. Devoraba a las mujeres. Changó no quiso soldados para vencerlo. Solo y cuerpo a cuerpo luchó y lo mató:

Kaui Kaui Maforilé

Ké eñi Aladdó, titila eyé

»Changó cantaba eso y echaba borbotones de candela por la boca».

Changó en la cárcel

«Hipócritamente, en Tákua y en Tulempe le hacían fiestas a Changó, las mujeres lo querían con locura, pero los hombres lo odiaban. En una fiesta lo prenden y lo encierran en un calabozo con siete vueltas de llave. Changó había dejado su pilón en la casa de Oyá. Pasaron los días y como Changó no venía, Oyá movió el pilón: miró, y vio que estaba preso.

»Allá en la cárcel, Changó sintió que andaban con su pilón, y se dijo: ¡Nadie más que Oyá sabe templarlo! Y botó truenos y más truenos. Oyá enciende su brasero y empieza a ochiché (a encantar). ¡Oyá samaterére, Oyá samatere...! Pero el canto no la acompaña, no domina. La candela la quema. Cuando ve que se quema, cambia el canto:

Centella que bá bané.

Yo sumarela sube,

Centella que bá bané.

Yo sube arriba palo...

»No dice más que estas palabras, cruza, y el número siete se forma en el cielo. La centella rompe la reja de la prisión y Changó sale. Ve a Oyá que viene por el cielo en el remolino y se lo lleva de la tierra Tákua. Hasta aquel día, Changó no sabía que Oyá tenía centella. Así empezó a respetarla».

Changó y su padre