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Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Banda sonora de El sonido de tu mirada

Agradecimientos

Biografía de la autora

Fanpics

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Primera edición: noviembre de 2017




Copyright © 2017 Inmaculada Cerezo Cobos



© de esta edición: 2017, Ediciones Pàmies, S. L.

C/ Mesena, 18

28033 Madrid

phoebe@phoebe.es




ISBN: 978-84-16970-51-3

BIC: FRD



Diseño de cubierta: Calderón Studio

Ilustración de cubierta: Paul Tarasenko/Shutterstock



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.





A tu mirada…



Prólogo


Nathan


No recuerdo en qué momento se descontroló todo. La vida en Los Ángeles siempre había sido sencilla. Mis padres estaban bien posicionados económicamente y tanto mi hermana Denise como yo teníamos todo lo que queríamos.

Desde pequeño adoraba la música. Escuchaba los viejos vinilos de mi abuelo paterno Mike sentado sobre su regazo con apenas dos años: rock, folk, country, blues…, y conseguían que me quedase hipnotizado.

Más adelante, en el colegio, la tutora del primer curso de la escuela elemental llamó a mis padres y les comentó que deberían llevarme a clases de música. En cuanto tenía la posibilidad, reunía lo necesario para producir algo parecido a notas musicales con cualquier objeto que tuviese a mano.

Mi primera guitarra clásica española fue una Alhambra Cutaway 5 P CW, que me regalaron en mi quinto cumpleaños. Mi padre, Eric, la encargó directamente de España. Incluso llegué a dormir con ella, y eso que casi era más grande que yo.

Recibí las primeras clases de canto a los ocho años. Fue en los preparativos de los ensayos del festival de Navidad en el colegio, cuando la profesora de música, Margaret, se quedó asombrada al escucharme cantar en el coro de ángeles. Detuvo a todo el mundo y me hizo repetir el estribillo a mí solo. Todos nos quedamos bastante sorprendidos al verla con los ojos anegados en lágrimas por la emoción. Me recomendó acudir a la academia de canto de una amiga suya, y, tras hablarlo en casa, aceptaron que probase. Mis padres siempre querían lo mejor para nosotros. Y yo daba un paso más en algo que me encantaba: la música.

Le siguieron más años de clases de solfeo, de canto, de aprendizaje con varios instrumentos…

Entre todos los géneros de música, siempre me decantaba por mi favorito: el rock. Ingresé en la School of Rock West LA con una ilusión acojonante.

Todo lo relacionado con la música ocupaba la mayor parte de mi tiempo. Ir a conciertos, buscar discos de segunda mano, escuchar emisoras de radio, descubrir nuevos grupos… Muchas veces arrastraba a Kyle, mi mejor amigo desde la infancia, a algún bar cutre de las afueras porque me había enterado de que tocaba un nuevo grupo que lo hacía muy bien. Nos escapábamos de casa, hacíamos autostop o caminábamos horas para poder ir, y, en más de una ocasión, ni siquiera podíamos entrar en los garitos porque éramos menores.

Mi primer grupo de rock, en el que estuve como guitarrista, fue en el instituto. Nunca llegamos a tocar fuera, siempre lo hicimos en el garaje de uno de los chicos, John, el batería. Mi primer grupo de rock serio, en el que era el vocalista, fue The Smash. Mi sueño, y también mi perdición.

Éramos cuatro chicos muy jóvenes para entender que la música podía ser algo más que subirse a un escenario y disfrutar de la recompensa de los aplausos y el desmadre. Llegamos a dedicar muchas horas y demasiadas expectativas, y dejamos en el camino parte de nuestra esencia. Gustábamos. Llenábamos los locales a los que íbamos a tocar, casi siempre a cambio de un par de cervezas o de que nos dejaran vender nuestras maquetas.

Yo me encargaba de componer las canciones; normalmente eran pegadizas y tenían mucho gancho. Al principio, salían solas. Era como un don, hasta que un día me atasqué. Sucedió en plena época de finales del primer curso de Grado en Música. Me quedé en blanco. No sé cómo, pero acabé con un porro de marihuana en la mano, que me relajó y consiguió que me dejara llevar después de aquella pequeña crisis.

Me estrené con una raya de coca tras el escenario de nuestro primer concierto con cara y ojos. Éramos los teloneros de un grupo de rock que estaba despuntando y nos lo ofrecieron. Había más droga en aquellas bandejas, colocadas expresamente para la ocasión, de la que nunca había visto en mi vida. Era inexperto, imprudente y no quería decir que no a nada, porque en realidad no tenía miedo y creía que era invencible.

Siguieron fiestas y alcohol, en grandes cantidades. Siempre acompañadas de sexo desbordante y mucho desmadre. Entramos en una espiral sin sentido de conciertos locos, juergas y desenfreno.

Perdimos el rumbo.

No me di cuenta de que ya no sentía la magia que me provocaba la música. La misma magia que me impulsaba a levantarme de madrugada a componer, la que me colocaba una sonrisa asombrosa en la cara cuando el público coreaba nuestras canciones. Se esfumó, y todo perdió sentido.

Mi sueño se había cumplido, pero estaba tan perdido que no fui capaz de reconocerlo: ya era tarde para enmendar todo aquello.



1


Despierta



Leah


«Hola, me llamo Leah Kline Devon. Tengo veinte años y provengo del centro de Kansas, de Sun City. Podría comenzar por enumerar todo lo que ha cambiado mi vida en estos dos últimos años y contarle qué hago en Lawrence y por qué estoy estudiando Grado en Gestión de Marketing General en la universidad de Kansas».

Esas eran las palabras con las que había comenzado mi entrevista esa mañana con mi orientador de estudios. Después de revisar mi expediente académico y las múltiples posibilidades que tenía por delante, decidí que el próximo semestre me matricularía también en cuatro asignaturas de segundo curso, además de las que correspondían por programa a primero.

Tenía un nudo en la boca del estómago del tamaño de Topeka. No porque no me creyera capaz de conseguirlo —cada uno es muy consciente de sus limitaciones—, pero, en mi caso, se trataba de todo lo contrario. Sabía que debido a mi cociente intelectual de grado alto podía acabar la licenciatura antes del tiempo convencional.

El problema básico radicaba en que no me apetecía volver a comenzar con las historias de siempre y tener que dar explicaciones sobre ello a todo el mundo: a mis nuevos amigos, a mis compañeros de clase y un largo etcétera.

Por suerte, me fascinaban el curso y las clases, y estaba encantada con el programa.

Con el fin de aliviar tensiones y tras descubrir que tenía todo el apartamento para mí sola aquella tarde, me preparé un baño de espuma de esos que hacen historia. No tenía ni idea de dónde estaban mis hermanos, pero tampoco me apetecía averiguarlo. Compartir con los dos aquellas cuatro paredes ya era lo suficientemente asfixiante como para añadir más preocupaciones a mi estado de ánimo.

Cómo habíamos acabado los tres juntos compartiendo piso era algo típico que sucedía en mi protectora familia. Mis padres no iban a consentir que yo fuese a una residencia de estudiantes pese a tener más años de la edad con la que se iniciaban los estudios universitarios.

Ese había sido el motivo por el que había acabado en nuestro apartamento en Country Club, cerca del campus. Allí vivía mi hermano mediano, Thomas, que cursaba el tercer curso de Magisterio Elemental. Lo compartía con otro tipo que había acabado sus estudios el curso pasado y con nuestro hermano mayor, Max, que el año anterior había decidido abandonar el rancho familiar en el que trabajaba como mano derecha de mi padre. El otro compañero había dejado libre su habitación para este nuevo curso: esa fue la excusa perfecta para que yo la ocupase y viviese de nuevo sometida al control y derribo asfixiantes de mis encantadores hermanos. No lo podían evitar: era la hermana pequeña, y después de haber sufrido un percance bastante grave hace tres años, todavía se habían vuelto más protectores.

Intenté situarme de nuevo en la tarea que me había llevado al baño, molesta por haberme dejado llevar por los dolorosos recuerdos. Cuando me desvestí, seguí con el plan trazado, ya que estaba agotada. Cogí el móvil y seleccioné una playlist que puse a un volumen elevado a fin de hacer desaparecer los malos pensamientos. Después de colocar el teléfono en un lugar seguro, me sumergí en el agua caliente.

Tras una hora en remojo con la música de fondo, no habría salido de la bañera si la temperatura del agua no hubiese comenzado a parecer un sorbete helado.

Cuando limpié el espejo de vaho, caí en la cuenta de que había olvidado el albornoz en la habitación. Tendría que usar una toalla raída y desgastada del equipo de baloncesto de Thomas que había en el suelo del lavabo. Todo mi buen rollo «posbaño» se fue por el desagüe, como el agua. Estaba empapada, y no pensaba secarme con aquella cosa ni muerta. Decidí envolverme con ella de manera que tocara la menor superficie de mi cuerpo hasta llegar a mi habitación.

Apagué la música del teléfono. Salí canturreando I feel so bad de Kungs a todo volumen, con una sonrisa en la cara. ¿Qué le íbamos a hacer si era un despiste andante?

Entonces maldije al cosmos, las alineaciones planetarias y mi don de la oportunidad. Me quedé de piedra cuando descubrí que el salón parecía una estación de autobuses en hora punta, de la cantidad de gente que había.

«¿Qué narices?».

Quería morir rápido y sin dolor… En el minúsculo comedor del apartamento estaba el grupo de rock de mi hermano Max al completo.

Me quedé paralizada, atrapada en la mirada azul del cantante del grupo, Nathan. El mismo que hacía que me temblaran las rodillas, por alguna razón inexplicable, cada vez que lo veía en clase. Estudiábamos lo mismo, pese a que él estaba en tercero. Solo compartíamos una asignatura del primer curso. Lo más sorprendente fue descubrir que era, nada más y nada menos, el vocalista de Warm Heart, el grupo al que pertenecía mi hermano Max.



Había conocido a Nathan esa misma semana. Max me había pedido un enorme favor. Quería que fuese a ver uno de sus ensayos para darle mi opinión. Había resultado bastante complicado hacerle entender a mi hermano que mi trabajo como community manager de un par de empresas de hostelería no estaba relacionado con el ámbito de la música y que carecía de experiencia en ese sector.

Con él las explicaciones no eran suficientes, así que, para ahorrarme una discusión absurda, había accedido a verlos y valorar, muy por encima, qué me habían parecido. Les había pedido a mis compañeras de clase y amigas Brenda y Amanda que me acompañasen a fin de no tener que pasar el mal trago sola. No tenía grandes expectativas con lo que íbamos a ver. Mucho me temía que sería otro fracaso más de mi hermano.

Habíamos llegado algo tarde al bar de copas donde Max trabajaba y que, por algún motivo extraño y que escapaba a toda lógica, los del grupo utilizaban como lugar de ensayo cada vez que podían. Las luces del local estaban apagadas; solo permanecía iluminado el escenario de forma tenue, por lo que tuvimos que acercarnos bastante para poder verlos. Había unas seis o siete personas viéndolos, a los que nos añadimos nosotras. Sonaban muy bien. Conocía los acordes de esa canción que estaban tocando: mi hermano la había ensayado días atrás en casa.

De pronto, una voz rasgada y profunda rompió el ritmo e hizo que todo a mi alrededor desapareciese. Me estremecí sin saber muy bien por qué.

Ocurrieron dos cosas: la primera era que no me había dado cuenta de que ante mí se encontraba el mejor producto vendible, comestible y admirable de este mundo y de parte del extranjero. Porque no podía obviar que ese cantante era un gran reclamo publicitario. Y en segundo lugar, el sujeto-producto-cañón-cantante no era otro que… ¿Nathan, en serio?

—Leah, ¿ese… no es? —dijo Amanda, que no había perdido detalle. Me había agarrado del codo hasta acercarme a ella con tal ímpetu que casi me tiró—. ¿Colllins, macizo a las seis?

—Ajá… —respondí, sin poder creer lo que veían mis ojos.

Collins era el apellido de Nathan, con el que no habíamos conseguido cruzar palabra todavía. Y lo de «macizo a las seis» era el apodo que las tres le habíamos puesto por su orientación en clase: siempre se sentaba al final, justo a nuestras seis en punto. Tanto era así que había conseguido despertar la curiosidad de todas, y cuando especificaba «todas», me refería a todo el sector femenino del campus.

Estaba claro que ninguna de nosotras había estado preparada para ese magnífico espectáculo. Collins era un compendio de brazos tatuados, pelo rapado castaño claro y unos ojos azules increíbles. Llevaba una camiseta negra ajustada de manga corta y unos vaqueros del mismo color que hacían destacar su magnífico cuerpo. Descubrir lo bien que le sentaban los tatuajes hizo sumar puntos a algo que yo ya sabía desde el inicio del curso: ese chico misterioso era puro pecado.

Brenda se giró, justo cuando Nathan cantaba un solo a capella que hizo que todo el vello de mi cuerpo se me erizase. Me dieron ganas de hacer un sacrificio a los dioses por poder escuchar esa voz rasgada y tan sensual.

—¿Tú sabías algo de esto? —susurró mi amiga en mi oído, haciéndome cosquillas. Negué con la cabeza, incapaz de emitir sonido alguno, extasiada por la voz de Nathan. En serio, no tenía ni idea de que algo así pudiese suceder. Pero era un hecho que había voces que te atrapaban, y la de él era una de ellas.

Acabó la canción y las tres aplaudimos y silbamos como si nos fuese la vida en ello. Nathan nos miró. Parecía algo sorprendido por nuestra presencia; al parecer, nos había reconocido.

—¿Habéis visto esos labios jugosos y listos para ser mordidos? —había comentado Amanda en un tono de voz tan bajo y contenido que parecía estar hablando del tiempo. Acto seguido, mi hermano le arrancó el micrófono de las manos a Nathan y le guiñó un ojo.

—¡Gracias a todos por venir! —dijo, dirigiéndose al pequeño público—. Y en especial a las caras nuevas —añadió, como mención hacia nosotras.

Observé cómo Nathan fruncía el ceño, deduje que extrañado, mientras sonreía a la vez que nos saludaba con la cabeza, en un gesto muy masculino.

—Os presento a Nathan, nuestro cantante —continuó mi hermano—; Zaida, nuestra teclista —dijo, señalado a una chica de rasgos orientales guapísima—. Y a nuestro batería, Adam —siguió, sonriendo hacia un chico afroamericano atractivo que hizo un redoble con las baquetas sobre uno de los tambores.

Aplaudimos, y la camarera silbó desde la barra con los dos dedos entre los labios, haciéndonos reír.



De pronto, noté cómo me zarandeaban. Regresé al salón, repleto hasta la bandera, casi en cueros y mojada.

—¡Joder, Leah! ¡Haz el favor de taparte, tenemos invitados! —gritó Max, escandalizado por la brevedad de ropa que cubría mi cuerpo húmedo.

Pasaron varios segundos, que se me hicieron eternos, en los que el silencio se podía cortar. Los ojos de todos estaban clavados sobre mi cuerpo casi desnudo. Fue Max el que me echó un cable, por así decirlo, vino corriendo a cubrirme con su chaqueta, arrollándome en el intento. Me disculpé de forma torpe a la vez que salía a toda prisa de la estancia, maldiciendo en voz baja. En mi huida tuve el tiempo justo de ver cómo Nathan sonreía.

—Bonita toalla —dijo en tono bajo cuando pasé por su lado.

Me estremecí al oír su voz. Lo quise achacar al frío y la vergüenza, porque sería demasiado patético admitir que un chico conseguía, solo con una sonrisa y una voz susurrante, generar ese efecto en mí.

Pasada media hora, Max intentó por todos los medios que saliese a comer pizza, que habían pedido entre todos. Le aseguré que ya había tomado algo antes con las chicas y que estaba muy cansada. Prefería morir de hambre a tener que pasear mi trasero delante de todos los que me habían visto, hacía pocos minutos, con medio metro de toalla.

Determiné que al día siguiente iba a mantener una charla con mis hermanos muy seria. Debíamos establecer unas normas; la primera: avisar al resto cuando fuésemos a llevar gente a casa. La segunda: no llevar gente a casa.

A ver quién era la bonita que pegaba ojo, porque preveía una larga noche contando ovejas y sin poder olvidar unos ojos azules que habían causado una impresión poco habitual en mí.

Finalmente, como había predicho, no conseguí conciliar el sueño hasta que el último de los improvisados invitados de mi hermano salió por la puerta.



2


Ha pasado un tiempo



Nathan


Tenía exactamente quince minutos para aparcar el coche, recorrer medio campus y coger un café antes de entrar en clase. Hacía tres años que no notaba la sensación de resaca en mi cuerpo, los mismos que no probaba ni gota de alcohol y otras mierdas varias. Sin embargo, esa mañana podía decirse que estaba sufriendo algo muy parecido.

Me había quedado despierto hasta las cuatro de la madrugada escribiendo la letra de una nueva canción que no me podía sacar de la cabeza. Algo habitual en mí: era un ave nocturna por naturaleza. Pero el hormigueo en el cuerpo y esa sensación de querer salir de él me tenían muy mosqueado.

Había tenido una pesadilla o más bien un recuerdo recurrente en forma de sueño. También era algo insistente. No me soltaban desde que había arruinado mi vida; esa era otra de las cuotas que tenía que pagar por haber sido un irresponsable.

Con veinticinco años aún no había conseguido acabar un grado universitario. Cuando vivía en Los Ángeles y todavía no se había ido nada a la mierda, me matriculé en la universidad de Santa Bárbara para cursar estudios universitarios de música —sonreí como un imbécil al recordarlo—, cuyo programa de composición musical me encantaba.

Al llegar a Lawrence, con mi vida hecha pedazos y más dudas que ganas de hacer nada, inicié el Grado de Marketing. Siempre me había gustado el mundo de las redes, internet, pero quería saber qué más había tras todo aquello. Necesitaba un cambio radical de vida, por lo que comenzar por mi profesión me pareció algo bueno.

Caminaba absorto en mis pensamientos mientras cruzaba el pasillo a paso rápido. Cuando entré en el aula, ya estaba casi todo el mundo sentado. Con una necesidad bastante rara en mí, la busqué con la mirada, en un gesto casi imperceptible. En cuanto la vi, solté el aire que estaba reteniendo sin darme cuenta.

La asignatura de primero de Marketing Strategy se me había atragantado. Esa era la pura verdad. Llevaba tres putos cursos intentando aprobarla, pero cada año volvía a la casilla de salida. Podía haber desistido, pero mi orgullo me lo impedía. Así que allí estaba otra vez con alumnos de primero: una nueva hornada de bollitos dulces y de novatos con ganas de comerse el mundo.

Entre esa maraña de gente y nuevas oportunidades, la descubrí el primer día de clase. Se sentaba en primera fila, con la espalda recta, atenta a todo lo que giraba a su alrededor. Me quedé atrapado en su mirada. No sabría decir qué era lo que me había fascinado desde el segundo número uno, pero esa era la cruda realidad. Tenía la mirada perdida y una curiosidad casi inocente por todo que había hecho que algo se agitara en mi interior. Me tenía completamente cautivado. Era una chica guapa, de rasgos bonitos, aunque no dejaba de sorprenderme que hubiese llamado mi atención solo por eso: había cientos de chicas así en el campus. Ella era distinta, y necesitaba averiguar por qué.

De pronto, quería saberlo todo de ella: quién era, dónde vivía, cómo se llamaba y qué era lo que le pasaba… Por suerte, había tenido la oportunidad gracias a su hermano.

Había conocido a Max el año anterior, cuando me decidí a presentarme a unas pruebas para vocalista de un nuevo grupo de rock que estaba arrancando. Mi abuela se había puesto bastante coñazo con la audición. Fue ella la que me lo propuso. Al parecer, tenía una amiga en el grupo que era la teclista, y cuando se enteró, insistió en que probase.

Tras darle unas vueltas, claudiqué. Tenía que admitir que era un yonqui del micro y la guitarra, así que me aventuré.

Los meses siguientes lo pasamos bien; poco a poco, el grupo comenzaba a funcionar. Los cuatro componentes quedábamos y nos veíamos para tomar algo.

Max era un tío diferente, con un acento peculiar y cafre hasta la médula. No tenía muy claro qué hacía en Lawrence, ya que nunca entraba en detalles personales, hasta una noche en la que nos había explicado que su hermana iba a ir a vivir con ellos.

—¿Tienes una hermana? —había preguntado Zaida—. No habías comentado nunca nada de ella.

—Sí, es la pequeña de la familia, se llama Leah. Va a venir a estudiar aquí.

Parecía tenso, como si la historia no le hiciese gracia. No habría profundizado mucho en la conversación si no hubiese sido por Adam:

—Pues prepárate para que rompa corazones en el campus y que tenga que soportar moscones. He oído que los tíos en la universidad van supersalidos.

—Ni de puta coña. El que se le acerque es hombre muerto. Mi hermana se mira, pero no se toca. No hay más que hablar.

La carcajada conjunta fue monumental.

—Vamos, no fastidies, tío. ¿Qué piensas hacer, encerrarla? —había soltado la teclista, divertida.

—Si es necesario… —había contestado Max con un encogimiento de hombros que me había dejado descolocado. ¿Había hablado en serio? Pobre tía…

—Deberías relajarte, colega; no creo que tu hermana necesite que la controles hasta ese punto. Además, es un comportamiento un poco enfermizo, ¿no te parece? —le había dicho.

—Bueno, en realidad no os estoy pidiendo vuestra opinión. Es así y punto.

Se levantó y se fue al lavabo, dejándonos entre sorprendidos y pensando que estaba de broma.

—Por cierto, listo, no pienses que todos los tíos del campus están tan salidos. Eso solo pasa en las pelis —había dicho, señalando a Adam.

—Vale, Nat, lo pillo, tú ligas con clase y estilo…

—Yo no ligo, me ligan.

Le guiñé un ojo, y nos reímos con ganas los tres.

Intenté centrarme de nuevo y prestar atención a la clase. Estaba sentado al final, como era habitual desde que había comenzado a estudiar en la universidad. Me encantaba observar al resto de gente. Pero la realidad era otra: me gustaba contemplar a Leah en aquella asignatura; era algo adictivo y placentero, una especie de costumbre que hacía estragos en mí. Cada vez que se quitaba la chaqueta y podía estudiarla en profundidad, mi polla me avisaba de lo mucho, muchísimo que le gustaba aquella chica. Sin faltar a su cita, cada vez que la tenía cerca, lo celebraba poniéndose dura.

Total, había vuelto a ser un pajillero de quince años, con la diferencia de que mi cuerpo había aumentado algo del tamaño de entonces, con el incentivo de que los granos que me acompañaban en aquella época habían desaparecido. Su hermano había dicho que no se tocaba, pero no había advertido nada sobre mirar, ¿verdad?

Pues en esas andábamos. Sintiéndome culpable cada vez que la recorría con la mirada y pensaba en lo inalcanzable que era. Porque ¿a quién quería engañar? No podía pensar ni siquiera en tener una oportunidad. ¿Cómo podía pretender nada con toda la oscuridad que acarreaba? ¿Qué le podía ofrecer? Ella era magia. Yo, una ruina. Ella era luz. Yo, la puta oscuridad. No podía arrastrar otra vez a una chica al abismo: el pasado me lo recordaba cada puñetero día, así que lo mejor era que olvidase la idea.

Y, sin embargo, allí estaba, deseoso de que llegara mi clase semanal de primero. La misma que estaba hasta las pelotas de repetir y que desde finales de agosto, desde que ella había aparecido en escena, esperaba con impaciencia. Era algo que jamás había confesado a nadie, ni siquiera a mi mejor amigo, Kyle. Si el tío supiese lo pillado que andaba con el asunto, seguro que se lo iba a pasar en grande a mi costa.

El ruido de mis compañeros me hizo volver a tierra al acabar la clase. Me movía lento mientras recogía los apuntes que se habían quedado justo en la clase anterior y que, una vez más, había dejado en blanco en esta. Arranqué las letras de una nueva canción que me había dedicado a escribir en el margen. La guardé en el bolsillo de mi chaqueta, antes de coger mis cosas y salir rápido del aula.

No tenía muy claro por qué hice aquello, justo en ese preciso instante. Movido por algo que no supe identificar, llamé la atención de la pequeña de los Kline. Cuando se giró, con el rostro sonrojado y bastante sorprendida, me alegré de haberlo hecho.

—Hey…, eres la hermana de Max, ¿no?

Su cara era un poema; se disculpó con sus amigas, que se despidieron con prisas para ir a otra clase, mientras me enfrentaba con el ceño fruncido, como si fuese un obstáculo en su camino que debía sortear.

—Sí.

—Pues soy Nathan —me presenté de forma oficial—. Me ha comentado que vas a llevar nuestras redes.

—Sí, no me ha dejado muchas opciones —bufó de una forma graciosa, y se apoyó en la pared.

—Veo que no te hace mucha ilusión.

—No, sí, a ver…, trabajo con eso, es decir, es lo que hago, pero no tengo muchos conocimientos sobre vuestro sector… —Levantó la vista y sonrió.

Juro que me quedé congelado con esa sonrisa brutal. En mi vida me habían pasado estas cursilerías ni me había fijado en detalles absurdos, pero el gesto me dejó descolocado y sin nada que decir.

—Bueno… —Me froté el pelo, buscando algo que contestar.

—Creo que así no me vais a contratar —rio—; me apetece hacerlo. De hecho, estoy investigando, solo que no me gusta llevar algo si no estoy cien por cien segura.

—¿No te gusta arriesgarte? —pregunté con un levantamiento de cejas divertido. Esta chica me hacía parecer gilipollas total.

—A ti te voy a contestar —dijo, y cogió sus cosas, que había dejado en el suelo, para irse.

—Lo cierto es que ya tenemos confianza, puesto que hemos traspasado esa barrera. Tu aparición estelar con poca ropa me da derecho sobre el resto.

Le guiñé un ojo mientras disfrutaba del cambio de su expresión avergonzada, que fue subiendo de tono rosa a rojo en décimas de segundo, al recordarle el incidente de la fabulosa, estupenda y milagrosa toalla.

—Si no quieres saber cómo nos las gastamos de donde provengo —dijo, mostrándome un puño en un gesto que intentaba ser de todo menos amenazador—, no vuelvas a sacar el tema nunca más.

Solté una carcajada que le hizo reír a ella también a la vez que desaparecía en el fondo del pasillo, casi corriendo.

Leah comenzaba a ser un problema, una resaca emocional de la que no iba a ser fácil recuperarse; lo veía venir.



3


El hogar está donde está el corazón



Leah


Era oficial: mi torpeza ganaba fuerza con los años. Aunque cabía la posibilidad de que si no tuviese la mala costumbre de hacer mil cosas a la vez mi vida podría ser mucho más sencilla. Pasadas dos semanas desde el incidente de la toalla en mi apartamento, conseguí dejar de ponerme colorada cada vez que veía a Nathan, aunque su sonrisa socarrona me lo recordaba.

Hacía mucho tiempo que había dejado de flirtear con chicos; desde el asunto que casi me cuesta la vida con mi exnovio, había cerrado el grifo a romances, rollos, coqueteos e incluso miradas lascivas…, pero con él fue distinto.

Tenía un aura increíble; cada vez que entraba en clase se hacía el silencio. Quizá ser mayor y estar como para perder la compostura y lanzarse a sus brazos también ayudase mucho. Todo el conjunto podía ser la causa. Aunque me resistía a pensar que, de pronto, había cambiado mis esquemas y me fijaba en lo superficial.

Era bastante tarde y andaba por una de las calles del centro de Lawrence mientras buscaba una dirección. Había quedado con Brenda en acompañarla a unas charlas de Greenpeace sobre la extinción de las abejas a causa de los plaguicidas tóxicos; estaba muy comprometida con la causa.

Caminaba a la vez que contestaba un tuit de uno de los perfiles que llevaba cuando tropecé con un adoquín que sobresalía ligeramente. No sé cómo, pero acabé con la cara en el suelo. Me golpeé en la frente. Miré a mi alrededor al tiempo que me daba cuenta de que no había un alma en esos momentos. Percibí algo caliente que me resbalaba por la cara, por lo que me toqué cerca del nacimiento del pelo al notar escozor. Cuando me miré la mano y vi que estaba llena de sangre, entré en pánico. Como me asusté bastante, llamé rápido a mi hermano Max para que viniese a buscarme.

Quince minutos más tarde, se bajaban de un coche deportivo negro un Max asustado y un Nathan aún más preocupado. Maldije en voz baja mi mala fortuna. ¿Siempre tenía Nathan que verme en situaciones comprometidas?

—¿Qué te ha pasado? —preguntó mi hermano, histérico.

—He decidido comprobar la dureza del suelo… —Mi hermano era imbécil. Además yo estaba muerta de vergüenza por tener al roquero mirándome con cara de preocupación.

Nathan fue muy enrollado acercándonos a urgencias. Permaneció allí las dos horas que tuvimos que esperar mientras curaban mi herida y me daban un par de puntos. Después nos llevó a casa. A aquellas alturas de la noche no sabía cómo agradecerle su amabilidad; el pobre debía de pensar que la hermana pequeña de su amigo era medio idiota.

—Oye, tío, gracias por todo. Siento haberte jodido la noche, seguro que tenías otros planes mejores.

Max se despedía de Nathan, que parecía muy agotado y tenía el ceño fruncido. Si mi hermano hubiese llevado su vieja ranchera, no habría sido necesario que él nos hubiese tenido que acercar al hospital ni haber esperado a que me atendiesen.

—No te preocupes, nada que no pueda esperar a mañana. Leah, descansa y cuídate… —Dejó de hablar; su mirada era tan intensa que casi rompo a llorar como una niña pequeña. Estaba claro que la caída con resultados fatales para mi frente me había pasado factura. Antes de que alguna lágrima traicionera me dejase en evidencia, le sonreí y me despedí de forma fugaz. Me giré sin esperar a ver su reacción. No estaba preparada para ver su sonrisa; era capaz de arrojarme a sus brazos delante de mi hermano.

Esa noche caí en coma, bueno, no literalmente, pero no recuerdo casi nada. Ni el dolor por el golpe en la cabeza hizo que no sucumbiese al sueño.

Por la mañana, me despertó el teléfono, que sonaba de forma insistente, hasta que casi me tiré de la cama. Fue al mover la cabeza y apoyarla en la almohada cuando grité, motivo por el que mi hermano Thomas entró en tromba en la habitación para socorrerme.

—¿Qué haces, Leah? ¿No puedes llamar para que te ayuden? ¿No puedes, simplemente, ser una chica normal por una vez en tu vida?

Si me hubiesen dado un puñetazo en el estómago no me habría hecho tanto daño como aquellas palabras. Miré a mi hermano con furia a la vez que me soltaba de su agarre de un tirón que casi lo tiró.

—¡Sal de mi cuarto! —grité, tan fuerte que me hice daño en la garganta—. ¡Ahora!

Thomas me obedeció sin rechistar, mirándome con sus ojos de cordero degollado. Pero me conocía demasiado bien. Él sabía que cuando me cabreaba era mejor desaparecer. En el fondo entendía su enfado y su preocupación por mí. Llevaba demasiado tiempo arrastrando la estela de la Leah rebelde, la Leah lista, la Leah en su misma clase cuando debía estar dos cursos por debajo, la Leah tocapelotas, la intransigente, la metomentodo… Se merecía un descanso. Tenía empacho de hermana menor; encima, mis padres lo habían vuelto a hipotecar con: Leah en su apartamento de soltero. Aquí debería estar con sus citas y practicando sexo como un descosido, no ocupándose de su hermana menor con más problemas de los que podía soportar y de un hermano mayor con la responsabilidad de un niño de escuela elemental.

El pobre diablo se merecía un altar, pero no dejaban de doler sus palabras, aunque fuesen ciertas; escocían como la sal en una herida abierta. Y la mía no había sanado, solo la había cubierto con maquillaje. Una ligera capa que se estaba deshaciendo; todas mis alarmas comenzaban a activarse, ¿qué iba a hacer?

Ese día no acudí a clase. Estaba demasiado entretenida en lamerme las heridas, literalmente hablando. De vez en cuando entraba en una especie de espiral de autocompasión que solo era remediable con un café de la tía Annie o unos achuchones de mi madre. Como no podía tener a ninguna de las dos y me negaba a coger el teléfono para explicarles nada de lo sucedido, me limité a comer porquerías en cantidades industriales encerrada en mi habitación, sin querer ver a nadie.

Todos contentos. Móvil apagado, teléfono fijo descolgado y persianas bajadas. Al día siguiente ya amanecería de nuevo y todos esos rollos de Coelho en vena. Ese era el día de los mártires y las desgraciadas existenciales punto com.

Pero todo el mundo sabía que los planes estaban para ser desmontados. En este caso fue el imprudente y poco consciente Nathan.

Tenía dos opciones: ser agradable y educada, abrir la puerta y simplemente sonreírle, dejándole claro que me agradaba la visita, o la opción menos acertada y por la que me decanté: mostrar mi vena transgresora.

—¿Nunca te han dicho que si no atienden después de fundir un timbre puede que no haya nadie en casa? —solté tras abrir la puerta, de muy malos modos y con una furia bullendo a punto de explotar.

—¿Nunca te han dicho que te sienta fatal el rosa? —contestó con una sonrisa irónica que quise borrar de un puñetazo.

—¿Qué quieres? Mi hermano no está.

No tenía ganas de discutir con él. Mi energía estaba concentrada en canalizar mi irritación hacia el universo, no hacia el tío bueno que me sonreía apoyado en la puerta y que tenía reflejada en sus ojos una diversión de la que yo carecía.

—Lo sé, él fue quien me dijo que estarías en casa cuando le pregunté por ti.

«¡Mierda! O mi hermano le tiene manía a este pobre diablo o solo le apetece divertirse a mi costa».

—Vale…, entonces ¿venías por…? —Si acababa con aquello pronto, podría volver a la cama y taparme hasta la mañana siguiente.

—Vengo por la práctica de marketing, ya sabes, la monografía de investigación. Tenemos que empezar con ella cuanto antes. Pero la mejor forma es con la barriga llena…

Maldita sea, había olvidado que teníamos que hacer una práctica juntos. Nos la habían asignado esa misma semana. Recordaba la alegría que me produjo reconocer que iba a pasar muchas horas a solas con él, aunque quedó eclipsada por la vergüenza que sentía en esos instantes.

—No tengo ánimos para cenas, ni prácticas ni nada de nada, Nathan. Será mejor que lo dejemos para otro día…

Me empujó hacia el interior sin dejarme acabar.

—Vístete; te doy cinco minutos si no quieres que entre a hacerlo yo —insistió al verme fruncir el ceño.

—No pienso ir a ningún sitio. ¿Qué te hace pensar que voy a acompañarte? —solté, y me crucé de brazos.

—Bueno, solo por demostrarle a Max que no tiene razón, creo que merece la pena. ¿Cómo era eso que ha comentado sobre ti…? Algo así como: «Si eres capaz de que esa loca a la que solo le faltan los gatos y unos cuantos kilos te abra la puerta, te hago un monumento».

Mi cara debía de ser el fiel reflejo de cómo me sentía en esos momentos: insultada y humillada por mi hermano-cerebro de mosquito Max.

—Que conste que solo es por darle en las narices al idiota de mi pariente que pronto va a dejar de serlo.

Escuché su carcajada mientras me metía en el baño a darme una ducha rápida. Cuando me vi en el espejo solté un pequeño grito al descubrir la guisa con la que había abierto la puerta a aquel bombón. Estaba claro que si cabía la posibilidad de que se hubiese fijado en mí antes, acababa de enterrar cualquier oportunidad con Nathan.

Y a quién le importaba. A mí no; hacía tiempo que esas cosas habían dejado de hacerlo.

«Mentirosa…».

En menos de una hora estábamos en su confortable coche deportivo, dirigiéndonos al centro de Lawrence. Me toqué la frente, que todavía tenía algo inflamada.

—¿Te duele?

—Un poco… Fue más escandaloso de lo que en realidad ha resultado. Unos puntos y mi orgullo herido. Tienes que admitir que mi caída fue un tanto tragicómica.

Me giré para mirarlo justo a tiempo de ver cómo ocultaba una sonrisa.

—Qué va, sabes caer con mucho estilo; ni siquiera rompiste el móvil.

Me reí. Estaba claro que aquel chico era divertido. Tras aquella apariencia de rebelde se escondía un tipo sensible que cuidaba los detalles. ¿Por qué había venido a buscarme? No nos conocíamos tanto como para preocuparse. Pronto deduje el motivo. Ilusa de mí, pensaba que me había llevado a cenar algo a solas. Salí de mi error en cuanto entramos en un bar bullicioso en el que servían raciones tipo rancho, con aceite goteando y empapando las servilletas donde te envolvían eso que parecía un bocadillo. Entonces vi al resto del grupo en una mesa sentados. Comenzaron a lanzarse billetes unos a otros con unas sonoras carcajadas al vernos entrar. En ese momento lo entendí todo.

Los muy capullos habían apostado y yo era la diversión de la noche.

Entrecerré los ojos, fulminando a mi hermano y a Nathan con la mirada. Pero si creían que me iba a rebajar, lo llevaban claro: sabía disimular demasiado bien.

Finalmente, la noche resultó muy agradable. Contra todo pronóstico, me reí mucho con ellos. Sin darnos cuenta, comenzamos a concretar algunas cosas sobre sus redes. Pude saber algo sobre sus canciones y su estilo. Nathan se volvía loco conversando sobre grupos de música. Entraron en una especie de catarsis colectiva cuando se pusieron a comentar conciertos legendarios y biografías de estrellas de rock de las que yo no había oído hablar en mi vida.

Nos despedimos de todos. Mi hermano le pidió a Nathan que me llevase a casa, ya que tenía otros planes. Por lo visto, yo necesitaba un canguro para ser todavía un poco más patética.

Paseamos por el centro para ir a buscar su coche, que estaba aparcado a unas manzanas. De pronto, como si hubiese recordado algo, me miró con una chispa de diversión y me sugirió que lo siguiese; parecía como si se le hubiese ocurrido de repente. Yo me dejé llevar.

El chico se merecía un monumento, como había pronosticado mi hermano, el zoquete; había conseguido sacarme de mi estado de autocompasión. Estaba disfrutando. No pasaba nada por darle una oportunidad a la gente, mucho menos por ampliar el círculo de amigos. Nathan se había ganado mi tiempo. Solo por su perseverancia.

«Un amigo, solo eso, Leah, un amigo».

Aparcó cerca del campus y lo miré, dubitativa. No tenía en mente ir a estudiar. ¿Noches de maratones en la biblioteca con un macizo? Todo un reto para esta cerebrito de incógnito. ¿Le habría contado algo mi hermano?

—Vamos, mueve ese cuerpo de infarto y sonríe, te va a gustar…

¿Había escuchado bien? ¿Pensaba que mi conjunto de huesos y piel era un cuerpo de infarto?

«¡Ay, Dios! Dame fuerzas para no fastidiarla, solo está siendo amable».

Llegamos a una avenida grande, New Hampshire Street, con varios locales iluminados en los que se podían ver referencias a cuadros y esculturas, algún negocio de tatuajes, galerías de arte… Lo seguí con cierta expectación; no sabía muy bien qué quería mostrarme, pero había conseguido despertar mi curiosidad.

Se paró en el número 640, frente a un enorme escaparate iluminado con dos increíbles cuadros en colores eléctricos vistosos que captaban la atención por lo impactantes y descriptivos. Yo no tenía demasiados conocimientos en arte, pero sí podía adivinar cuándo algo era bueno. Era reconocible que aquello, desde luego, no estaba hecho por aficionados. Atrapada en estudiar el lugar que él tenía tanto interés en que viera, leí el rótulo, «Wormhoudt Arts Center», en voz alta, y miré a Nathan. Sonreía emocionado.

—Te presento la galería de arte de mi abuela, Denise Wormhoudt.

Lo volví a mirar sorprendida cuando observé el lugar de nuevo. Había leído sobre ella: era una de las artistas más afamadas de la ciudad. Había logrado ser reconocida internacionalmente. Si mi memoria no me fallaba, decían que sus obras iban a ser expuestas en algunas prestigiosas galerías de arte europeas. Era difícil no recordar ese nombre: aparecía en todas las guías de Lawrence como reclamo turístico.

—¡Eso es fantástico, Nathan! Yo no tenía ni idea… —contesté, sin saber muy bien qué decirle.

Por supuesto que no sabía nada, ¿acaso lo conocía? Estaba ante un total desconocido que de pronto me apetecía que dejara de serlo.

—Bueno, no es algo que suela explicar, pero si puede ayudar con lo del grupo… Mi abuela es guay, ¿no? Seguro que si le pido que se haga una foto conmigo para colgarla, lo hace encantada. Es una gran aficionada de las redes, se mueve en ellas con soltura…

Solté una carcajada, muerta de risa. Un tipo duro diciendo «guay» y «abuela» en la misma frase… Estaba claro que con él no me iba a aburrir.

—Déjame pensarlo; contigo tenía en mente hacer un reportaje de fotos sugerentes ligero de ropa: tenemos un gran potencial ahí… —dije a la vez que señalaba su torso con un levantamiento de cejas.

Lo dejé con la boca abierta, riendo con ganas. Supuse que no esperaba que le comentase nada por el estilo.

—¿De verdad? ¿Soy un objeto sexual o algo parecido?

—Un bombón sexual con una abuela pintora famosa, lo veo… «Del escenario a los cuadros…», «El arte corre por sus venas…». Y un reportaje con el torso desnudo embadurnado en acuarelas… —Me puse un dedo sobre los labios como si estuviese considerando la idea.

De pronto, cambió el ambiente.

—Vale… —asintió con una mirada hambrienta que devoraba cada centímetro de mi anatomía.

Nathan acortó la distancia que nos separaba; nuestros cuerpos se rozaban, mientras notaba cómo mi respiración se agitaba ante la expectativa. Alcé la mirada: sus ojos azules me escrutaban con una intensidad que hizo que mis pezones se endureciesen de forma automática. Hacía muchísimo tiempo que no me ocurría nada parecido. Él me desarmaba. Quería que me besase, lo necesitaba como el aire que respiraba.

Lamí mis labios resecos a la vez que su nuez se movía al tragar de una forma tan sugerente que casi solté un gemido allí mismo. Me miró la boca. Se acercó un poco más y me rozó con su aliento en la mandíbula.

Era un hecho que estaba perdida, por lo que ya no quería encontrarme: me moría por sentirlo. El empuje definitivo fue cuando rocé con mi pecho su torso. Noté cómo me asía por la nuca en un movimiento rápido. Cerré los ojos dispuesta a entregarme a aquel beso.

—¡Eh, ustedes! ¿Hay algún problema?

Un jarro de agua fría en forma de agente de policía nos separó como si estuviésemos cometiendo los siete pecados capitales.

En cuanto Nathan se giró para enfrentar al agente, apenas reconocí su voz áspera. Intentó aclarar al guardia que solo contemplábamos la galería de arte de su abuela. Por lo visto, alguien había dado el aviso de que dos jóvenes sospechosos andaban merodeando por la zona, motivo que me hizo maldecir a toda la familia de ese anónimo en silencio por haberme robado uno de los besos más maravillosos que seguramente habría disfrutado en mi vida. Me sentía avergonzada y cabreada tras haber pasado aquel momento íntimo que se había desvanecido, además de frustrada. Regresábamos al apartamento en un silencio tan incómodo que lamenté que hubiese ocurrido. Nathan parecía arrepentido, por la forma de coger el volante y su postura tensa.

Nos despedimos de forma trivial. Cerré la puerta del apartamento, dejándome caer en el suelo. Estaba claro que pocas personas conseguían sorprenderme, y Nathan en tan poco tiempo lo estaba logrando, rompiendo todas mis barreras.

No sabía si estaba preparada para ello.

De hecho, no tenía ni idea de lo que él pensaba al respecto.