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Agradecimientos



La historia de Héctor y Mia estaba en mi cabeza desde antes de que supiera que quería escribir para intentar publicar una novela. Por qué he tardado tanto en escribirla es un misterio. Tal vez tan solo estuviera esperando el momento adecuado. Para mal, bien o mejor, Héctor y Mia ya son una realidad.

Han sido muchas las personas que me han acompañado durante todo el proceso. Espero no dejarme ninguna atrás.

Gracias a la que desde un principio ha sido una de las personas que más me han apoyado desde que empecé a escribir. Patri, tienes una parte de culpa de todo esto. Gracias por ser no solo mi amiga, sino también mi consejera, mi lectora cero, a veces mi mánager y publicista… Gracias por vivir cada historia conmigo desde que no son más que unas ideas en mi cabeza. Gracias por querer a Héctor y a Mia. Gracias por hacerme más fácil ver a mis personajes. Gracias por recorrer el camino agarrada de mi mano.

Toda novela tiene sus madrinas, y Héctor y Mia han tenido la suerte de contar con dos madrinas de lujo: Eva García Carrión y Rocío DC. Chicas, gracias por abrazar esta historia, por hacerla vuestra; por vuestros consejos, por ayudarme a mejorarla. Gracias por ese #KiltDownPlease y ese #ALaCazaDeUnMuso. Esta historia es para vosotras.

Gracias también a Núria Pazos, que se emocionó con esta novela cuando no era más que un manuscrito. Gracias por regalarme esos musos y por la oportunidad de encontrarnos por fin en persona. ¡Me llevo a mis chicos a esa cita!

No puedo dejarme atrás a Ana Lara, de la Librería Cala, de Maracena, Granada, y a las chicas del Club de Lectura de Granada. Ana, haces magia con los libros y emocionas con tu sola presencia. Gracias por acogerme bajo tu ala, por ser mi Sassenach y compartir conmigo esa afición por los kilts. Gracias por darme la oportunidad de pisar tu casa y por el cariño que repartes cada día entre todos nosotros. ¡Te debo una novela en las Highlands!

Gracias a mi otra Patri, mi amiga desde los quince años. A pesar de que esto de la literatura no es lo suyo, sé que ella y su familia hacen una fiesta cada vez que publico una novela.

Tampoco me olvido de mis chicas madrileñas con estrella: Sara AP y Esmeralda Romero, por tratarme tan bien cada vez que voy a Madrid, y a su club de lectura: Miriam Iglesias, Bea Montes, Carmen Cano… A todas las demás, incluida la barcelonesa Patricia Marín, la reina de los marcapáginas. Un gracias gigante por acompañarme en esta aventura y por querer a Héctor en sus dos vertientes antes de que su libro viera la luz.

Gracias a Carlos Alonso por volver a abrirme las puertas de su casa y por darme de nuevo la oportunidad de trabajar juntos. Y a Conchi, por esas charlas, por esos ánimos, por tratar con tanto cariño y profesionalidad esta novela. Creo que no hace falta decirte nada más, tan solo un gracias. Lo demás ya lo sabes.

Y ahora, ¡en inglés! Porque una amiga verdadera no tiene por qué hablar tu mismo idioma para comprenderte. My dearest Darryl: you must apply for some Spanish lessons to read my books! Thank you so much for being just there, next to me. And remember: ‘You is smart. You is kind. You is important.’

Gracias a Yolanda, porque siempre me trae buena suerte cuando le hablo de una nueva novela; a Eva Pérez, que siempre me hace de relaciones públicas en su peluquería. Eva, espero que a Mia la peinaran la mitad de bien de lo que tú lo haces. Gracias también a Alejandra y a Rocío, porque siempre me abren las puertas de su Café Literario de Córdoba.

Mi agradecimiento especial para el Ayuntamiento de Cangas del Narcea y al equipo de la Oficina Municipal de Turismo y su Concejalía por participar en la novela. Cuando les envié un correo para hacerles saber que el concejo aparecería en la novela, nunca esperé que se involucraran tanto en el proyecto. Gracias por la documentación que me habéis ofrecido. Espero veros en las próximas vendimias…

Gracias a Raúl, el peor muso de la historia pero al que debo darle las gracias por darme la excusa perfecta para que escribiera esta novela. Después de todo, Héctor nació gracias a ti. No me tengas muy en cuenta lo del kilt; entiéndeme, ya que tú no ponías de tu parte…, ¡algo tenía que hacer para verte con falda! Además era una cuenta pendiente que teníamos. Te debo una, HéctorRaúl ;)

Por último, gracias a mi familia. A mi padre, porque sin él estoy perdida; a mi madre, porque si escribo es gracias a ella. A mis hermanos, porque, a pesar de lo diferentes que somos, sé que os alegráis. A mis tíos y primas, que son mi apoyo en Madrid. Y a Wendy, mi musa peluda.

A mi abuelo; dondequiera que esté, estoy segura de que se sentirá orgulloso.

Y a ti, que lees estas páginas. Todo esto es gracias a ti.


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Primera edición: enero de 2018



Copyright © 2018 Laura Maqueda Galán



© de esta edición: 2018, ediciones Pàmies, S. L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

phoebe@phoebe.es


ISBN: 9788416970551

BIC: FRD



Diseño e ilustración de cubierta: Calderón Studio

Fotografía: Africa Studio/Shutterstock


Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.






Al chico que inspiró esta historia.






«Entre un hombre y una mujer no hay amistad posible.

Hay amor, odio, pasión, pero no amistad».

Oscar Wilde



Héctor y Mia, con 5 años



—Oye, Mia, ¿tú has pensado en casarte?

Aquella cuestión llevaba rondándole la cabeza desde la noche anterior, cuando su abuela le preguntó si había alguna chica especial para él en el colegio. Héctor, sin embargo, no sabía muy bien cómo contarle a su amiga que había tenido una idea genial y que esperaba que ella estuviese de acuerdo.

Cuando Mia levantó la cabeza tuvo que luchar contra sus incontrolables rizos rubios para poder mirar a Héctor. Llevaba el pelo más largo que de costumbre, y a pesar de que intuía que su madre lo odiaba, no tenía la más mínima intención de cortarse la melena. Ya que no se parecía en nada a Kelly Kapowski, la protagonista de la serie Salvados por la campana, de la que ella era una fiel seguidora, al menos podía llevar el pelo como Jessie. Además, Héctor le había dicho que le gustaba así. ¿Y si era ella quien le gustaba? ¿Sería ese el motivo por el que estaba preguntándole si quería casarse?

—No sé. A lo mejor cuando sea grande. ¿Y tú?

Héctor se encogió de hombros y volvió a centrar su atención en el cajón de arena en el que llevaban un rato jugando. El resto de sus compañeros de clase se movían sin cesar a su alrededor, recorriendo el colegio de un lado a otro durante el recreo, pero ellos siempre elegían el mismo sitio donde comerse el bocadillo. Mia caminaba sobre el borde del cajón, fingiendo que si caía la arena se convertiría en agua y los dibujos que Héctor trazaba con un palo serían los tiburones que se la comerían viva. Ese día, en cambio, Héctor estaba muy callado; lo único que hacía era amontonar arena bajo sus pies mientras ella daba vueltas a su alrededor.

—Yo creo que eso es cosa de chicas. —Héctor alzó la cabeza cuando Mia se sentó a su lado. Tuvo que entrecerrar sus ojos azules cuando el sol incidió sobre ellos—. Ismael me ha dicho esta mañana que iría al cuarto de baño con Sara a la hora del patio.

Los ojos castaños de Mia se abrieron mucho. A Héctor casi le dio un ataque de risa al ver su cara de espanto.

—¿Para hacer qué?

—¿Qué va a ser? —El montón de arena que mantenía encerrado en el puño acabó esparcido por el aire cuando Héctor abrió los brazos en un gesto exagerado—. ¡Van a casarse!

Entonces Mia resopló.

—Eso es una chorrada. Ninguna boda es de verdad si no hay un cura entre los novios. Lo he visto en las películas que ponen en la tele.

—¡Pero no es una boda de verdad, tonta!

Al instante, Mia se sintió insultada por su mejor amigo, de modo que no dudó un segundo en tirar fuerte de una de las orejas de Héctor; al pobre casi se le saltaron las lágrimas de dolor.

—¡Au! Eres una bruta, Mia. ¡Me has hecho daño!

—¡No vuelvas a llamarme tonta nunca jamás para siempre! —le gritó ella, con las mejillas sonrojadas por el enfado—. Si soy bruta es por tu culpa.

—Vale, vale. ¿Me perdonas?

Mia fingió que se lo pensaba. No podía enfadarse con Héctor ni aunque él decidiera dejar de ser su amigo. Tenía el rostro casi tan pálido como ella, aunque sus mejillas estaban siempre sonrojadas, y los ojos más azules que Mia había visto nunca. Además, su pelo era de un tono rubio muy similar al de ella, algo que Mia odiaba con toda su alma, ya que a su madre le gustaba decir que eran como una pequeña Barbie y su Ken y que algún día tendrían su propia mansión y un Ferrari. ¡A saber qué era eso!

—Claro que te perdono —dijo al fin, al tiempo que colocaba un brazo sobre los hombros de su amigo—. A lo mejor te gustaría ser el novio de Sara, ¿no? ¿Estás enfadado porque va a casarse con Ismael y no contigo?

Héctor se apartó de ella tan rápido que Mia estuvo a punto de caer de espaldas, y cuando ella se quejó, él la miró con cara de asco.

—¿Te has vuelto loca? ¡Claro que no me gusta Sara!

—¿Entonces por qué quieres casarte?

Él se encogió de hombros.

—Había pensado que a lo mejor a ti sí te gustaría.

—¿El qué? ¿Casarme contigo?

Héctor asintió y de pronto se dio cuenta de que sentía mucha vergüenza, tanta que no era capaz de mirar a Mia a la cara.

—Así estaríamos juntos para siempre —murmuró.

Mia se fijó en que Héctor pegaba la barbilla al pecho, así que tuvo que esforzarse por oír lo que decía.

—¡Ahora tú eres el tonto! —exclamó ella, volviendo a tirarle de la oreja, esta vez con más suavidad.

—¡Au, deja de hacer eso! Mira, si nos casamos seremos siempre amigos y tú no te irás a ningún sitio.

Mia cruzó los brazos a la altura del pecho, un gesto que le había visto hacer a la abuela de Héctor cada vez que les echaba la bronca.

—¿Y por qué querría irme a ningún sitio, a ver?

Una vez más, Héctor se encogió de hombros y volvió a esquivar su mirada.

A lo mejor era porque su mamá se había marchado cuando él aún era un bebé, pensó Mia. Si su madre la hubiera abandonado nada más nacer, puede que a ella le diera miedo perder a personas a las que quería. ¿Tendría Héctor miedo de perderla? ¡Pero si eran los mejores amigos del universo! De todas maneras, no parecía que Héctor estuviera muy triste por no tener una mamá como ella.

—No quiero casarme contigo, Héctor —le dijo al fin; levantó una mano y le revolvió el cabello rubio—. Pero te prometo que seré tu amiga siempre, siempre.

Poco a poco, él se atrevió a alzar la cabeza y mirarla. Mia estaba dispuesta a apostarse su sorpresa del huevo de chocolate que su padre le había comprado a que Héctor estaba a punto de llorar.

—¿Estás segura?

—¡Claro que lo estoy, tonto!

—Siempre, siempre seremos amigos.

—Vale.

Fin del problema.

Héctor recogió un palito de madera que encontró en el suelo, tras lo cual se dispuso a dibujar sobre la arena mientras Mia caminaba sobre el escalón tal y como lo haría una funambulista profesional.

—Mañana no hay cole —anunció ella—. ¿Quieres venir a casa y ver La historia interminable conmigo?

La sonrisa de Héctor fue inmensa.

—¡Claro! Y será genial, ¿sabes por qué?

—No, ¿por qué?

—Porque eres mi mejor amiga.



Héctor y Mia, con 10 años



Lo primero que Mia hizo nada más salir del colegio fue correr a toda prisa a casa de Héctor. Su amigo no había ido a clase ese día, cosa extraña en él, que siempre llegaba puntual, no como ella. Ni él ni su abuela le dieron ninguna explicación cuando Mia fue a buscarlo por la mañana. ¿Le habría pasado algo? ¿Estaría enfermo? ¿Habría sufrido algún accidente? Mia no había dejado de pensar en ello durante toda la mañana, y ahora empezaba a preocuparse.

La abuela Eli le abrió la puerta cuando ella aún mantenía el dedo pegado al timbre. Mia siempre había pensado que era una mujer demasiado joven para ser abuela, hasta que un día Héctor le contó que su madre lo tuvo cuando aún era una adolescente. Al principio ella no entendió cómo su madre pudo abandonarlo, pero cuando Héctor le confesó que sentía a la abuela Eli como a una madre, ella asintió, encogiéndose de hombros. Era la historia de Héctor, así que a Mia esa explicación le bastaba.

Eli aún llevaba puesto el uniforme del supermercado en el que trabajaba como cajera cuando la recibió; colocó las manos en su cintura cuando la invitó a pasar.

—Está en su cuarto —le dijo la mujer—. Te advierto de que no quiere ver a nadie. Y además está castigado.

—Prometo no quedarme mucho tiempo. —Haciendo gala de su carita más tierna, Mia entrelazó los dedos, suplicándole que le dejara ver a Héctor—. Porfi, porfi…

La mujer resopló, hasta que finalmente terminó por acceder. Mia sonrió satisfecha al comprobar que nadie podía resistirse a su mirada de niña buena.

Héctor estaba tumbado boca arriba sobre la cama y lanzaba una pelota de tenis al techo para instantes después volver a atraparla. Las paredes de la habitación estaban repletas de pósters de películas y fotografías de futbolistas. En el techo, justo encima de la cama, unas cuantas chinchetas sujetaban una lámina enorme de la selección argentina de fútbol.

Cuando percibió la presencia de Mia, dejó caer la pelota al suelo y le dio la espalda.

—¿Se puede saber qué te ha pasado hoy? Podías haberme avisado de que no venías a clase y así hubiera dormido diez minutos más.

Héctor gruñó como respuesta; ni siquiera se molestó en girarse cuando notó que Mia se sentaba en la cama.

Aquella mañana se había recogido el pelo en dos trenzas que ahora eran un completo desastre. Resoplando al ver la maraña en la que se había convertido su pelo, Mia se dispuso a deshacer su peinado, arrancándose de paso varios mechones.

—Lo siento, ¿vale? Nadie te obliga a venir a recogerme por las mañanas. ¡Ay!

Debería haberse esperado aquel tirón de orejas, pensó Héctor. Él y Mia eran amigos desde… Bueno, desde hacía tanto tiempo que ya ni se acordaba, y ella siempre acababa tirándole de la oreja cada vez que se enfadaba con él o cuando decía alguna palabrota, algo que estaba empezando a convertirse en una costumbre en él.

—¡Te aguantas! ¿No vas a mirarme o qué?

—No. Y no vuelvas a tirarme de la oreja. Me llegará al suelo cuando sea viejo.

—Muy bien, tú lo has querido…

El pobre Héctor no pudo evitar que se le sentara encima del estómago para hacerle cosquillas en los costados. Mia sabía muy bien que aquel era el punto débil de Héctor, así que pensaba aprovecharse de ello.

Sin embargo, la diversión le duró poco cuando él se retorció bajo sus manos y Mia pudo ver su ojo morado.

Se detuvo de inmediato.

—¿Qué te ha pasado?

Héctor gruñó de nuevo, sintiéndose un tanto avergonzado. Luego trató de zafarse de su menudo cuerpo para intentar darle la espalda. Mia se lo impidió.

—No ha pasado nada, ¿vale?

—¿Acaso estás mutando en una especie de Hulk de color morado? No me lo trago, Héctor. O me lo dices o te juro que no vuelvo a dejarte mi Game Boy.

Molesto, Héctor terminó por incorporarse y se apoyó en el cabecero.

—Me he peleado con unos capullos de clase. ¿Ya estás contenta?

Esta vez Héctor tuvo reflejos suficientes y pudo apartarse antes de que Mia volviera a alcanzar su oreja.

—¡No digas palabrotas! —le reprendió—. ¿Por qué te has pegado con ellos?

Él resopló. No le apetecía en absoluto hablar de lo que había sucedido. ¡Ni siquiera su abuela sabía completamente la verdad! Sin embargo, también sabía que era inútil ocultarle la verdad a Mia. No entendía cómo era posible que, al final, las chicas siempre acabaran enterándose de todo.

—Estaba intentando buscarte un regalo de cumpleaños, ¿vale? Y entonces aparecieron Rubén y su grupo y empezaron a hablar sobre ti.

Mia se lo quedó mirando, pasmada.

—¿Te has peleado con Rubén y los demás? —La voz de Mia sonó muy aguda; acabó por llevarse las manos a la boca de tan sorprendida como estaba—. ¿Qué dijeron de mí?

Héctor pareció pensárselo antes de contestar. ¿Debía decírselo o no? Definitivamente tenía que hacerlo si quería conservar sus dos orejas.

—Han dicho que eres un marimacho y que ningún chico se fijará nunca en ti porque te comportas como un niño. También comentaron que eres flaca como un palo y que nunca te saldrán tetas.

Por instinto, Mia se llevó las manos al pecho; lo tenía tan plano como la tabla de planchar de la abuela Eli, pero ¿qué esperaban? Tenía solo diez años. Además, aquellas cosas debían de molestar. Puede que los chicos tuvieran prisa por que se desarrollara su pecho, en cambio ella esperaba que ese momento tardase en llegar.

De repente, y para sorpresa de Héctor, Mia rompió a reír.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—¡Tú! —dijo entre risitas—. ¡Te has peleado por mí, tonto!

—Era lo que tenía que hacer —contestó él, muy convencido y casi ofendido por que ella se lo tomara a broma—. No eres un marimacho, solo… diferente al resto de las chicas de clase.

Mia le sonrió.

—Me da igual lo que digan, Héctor. Creo que si Rubén y sus amigos andan diciendo cosas tan feas sobre nosotros es que no son buenas personas, así que yo no quiero ser su amiga.

—Entonces el resto de la clase tampoco querrá serlo.

Mia se encogió de hombros. Le resultaba totalmente indiferente lo que pensaran sus compañeros de colegio. Tenía a Héctor y no necesitaba a nadie más.

—¿Y para qué quiero tener tantos amigos si ya te tengo a ti? Tú eres mi mejor amigo y… —Mia se acercó un poco más para darle un besito en la mejilla amoratada—. ¡Ahora también eres mi héroe! —sonrió.

Héctor se rio con ella. Mia tenía razón. ¿Qué más daba lo que pensasen los demás? Se tenían el uno al otro, eso era lo único que le importaba.

—¿Te quedas un rato y vemos El retorno del Jedi?

—¡Guay! —exclamó ella; dio un saltito y se acomodó en la cama, a su lado—. Aunque si la vemos entera tendré que quedarme a comer.

Él le guiñó un ojo.

—Sabes que puedes quedarte para siempre.



Héctor y Mia, con 12 años



Sus planes para el verano acababan de irse a la mierda. El período estival se había terminado para él y ahora le esperaban unas largas semanas de aburrimiento mortal. ¿En qué iba a ocupar el tiempo hasta que empezasen las clases? Morirse de asco, eso era lo que iba a hacer. ¿Por qué todo lo malo tenía que ocurrirle a él?

Después de pasarse los últimos meses tratando de convencer a su abuela para que lo enviara a un campamento deportivo donde podría mejorar su técnica como futbolista, por fin había logrado su objetivo. Héctor estaba pletórico; no hacía más que pensar en todo lo que iba a aprender, en los partidos que iba a jugar y ganar y en los nuevos amigos que conocería durante el tiempo que durara el campamento. Echaría de menos a Mia, sí. Pero los padres de ella habían programado sus vacaciones para que no se aburriera mientras él estaba fuera. Héctor estaba seguro de que a la vuelta del cole los dos se contarían todas las cosas divertidas que habían vivido durante las semanas separados.

Sin embargo, no habían transcurrido ni cinco días y su abuela ya había tenido que ir a recogerlo porque alguno de los chicos del grupo de los pequeños le había pegado la varicela. ¡Putas ronchas! ¡Cómo picaban! Por si no fuera suficiente, le había subido la fiebre, por lo que el pobre Héctor sentía el cuerpo tan pesado que apenas era capaz de levantarse de la cama para ir al cuarto de baño.

¡Odiaba el verano! ¡Lo odiaba! El médico le había dicho que lo mejor sería estar incomunicado durante al menos una semana para no correr el riesgo de infectar a nadie. ¡Lo que le faltaba! Había leído que solo se contagiaba durante la incubación y que, una vez salían las manchas, el peligro era prácticamente inexistente. Aun así, su abuela se negaba a que recibiera visitas. ¡Incluso le había regalado el dvd de El señor de los anillos: la comunidad del anillo. En circunstancias normales sería todo muy guay porque acababa de salir a la venta; no obstante, a Héctor ni siquiera le apetecía verlo.

Pensó en Mia y en el verano que le esperaba. Desde hacía varios meses, sus padres se peleaban muy a menudo; según le contó Mia, ni siquiera habían llegado a ponerse de acuerdo sobre el destino de sus vacaciones. La última vez que se vieron ella le dijo que irían unos días a la playa. ¿Se habría marchado ya? ¿Habría conocido a un chico guay y divertido que se convertiría en su nuevo mejor amigo? ¡Esperaba que no! En momentos como aquel, Héctor echaba de menos tener algún hermano al que pudiera contagiar. ¡Sería un consuelo! Se preguntó si su vida hubiera sido diferente de haber tenido padres, aunque si lo pensaba bien, no era algo que le quitara el sueño. De no ser por la varicela, diría que era un niño feliz.

La puerta de su habitación se abrió poco a poco. Instantes después apareció la cabeza rubia de Mia. El mal humor de Héctor se esfumó de inmediato, y su rostro surcado de manchas rojizas se iluminó con una sonrisa. Mia había crecido mucho en el último año, tanto que ella presumía de estar casi tan alta como él. Acababan de ponerle gafas; ella las odiaba con toda su alma, pero Héctor opinaba que le daban un aire de persona mayor que la hacía parecer mucho más inteligente de lo que ya era. La mayoría de sus compañeros la tenían por una empollona, más ahora que tenía que usar esos cristales delante de sus ojos, pero el apoyo de Héctor la convenció de que le sentaban bien. Desde entonces pasó a lucir con orgullo sus nuevas lentes.

—¿Qué estás haciendo aquí y cómo es que mi abuela te ha dejado pasar? Tú no has tenido la varicela, y las ronchas estas son contagiosas a tope—comentó, rascándose el antebrazo.

Mia cerró la puerta a su espalda y arrojó sobre la cama el libro más pesado y gordísimo que Héctor había visto en su vida.

—Pues por esto —le dijo Mia.

Héctor leyó la palabra «vademécum» grabada en letras doradas sobre la portada del enorme tomo.

—Es el libro que siempre mira mi padre cuando duda sobre la enfermedad de algún paciente. Busca lo que dice sobre la varicela —lo animó ella, tomando asiento a los pies de la cama—. No hay modo de que me contagies. Creo que tu abuela lo ha entendido.

—Eres la mejor. —Héctor estaba encantado de tenerla a su lado para que le hiciera compañía—. Oye, ¿tú no te ibas de vacaciones?

La sonrisa de Mia fue enorme y sincera, a pesar del poco estético aparato de ortodoncia que llevaba.

—Cambio de planes. Después de la última discusión, mis padres han decidido que nos quedemos.

—Vaya, lo siento.

Mientras Héctor le echaba un vistazo al libro, Mia no paraba de dar saltitos nerviosos sobre la cama.

—Bueno, ¿qué?

Héctor levantó la cabeza.

—¿Qué de qué?

—¿No me notas nada distinto?

Entonces él la miró con atención. Llevaba el pelo como siempre, recogido en una coleta alta; aunque sus rizos no eran tan marcados como cuando era pequeña, seguía teniendo el cabello ondulado. Las gafas eran las mismas, y sí, se había dado cuenta de que últimamente llevaba sujetador, pero eso no era algo nuevo, ¿no?

—Pues ahora que lo dices… La verdad es que no.

Mia gruñó entre dientes y se puso en pie para que la mirara mejor.

—¿En serio no notas nada? Porque yo tampoco, aunque debería ser evidente, porque lo que me ha pasado cambia toda mi vida.

—Mia, me estás asustando. ¿Qué es lo que te ha pasado?

Ella se mordió los labios, ya de por sí cuarteados por la ortodoncia, y sus mejillas se sonrojaron ligeramente.

—Pues… Ha pasado eso.

—¿Eso?

—Sí, eso. Ya sabes…, lo que nos pasa a todas las chicas.

Héctor seguía sin entender.

—¡Me ha venido la regla, tonto! ¿A que es algo así como repugnante? Puaaj, no sabes la suerte que tenéis los chicos.

—Aah…

Lo primero que pensó Héctor fue que Mia se había hecho una mujer, y él se sintió… ¿incómodo? Ella llevaba razón: todo aquello debía de ser de lo más asqueroso, pero era algo natural, ¿no? A todas las mujeres les pasaba y… ¡Dios! ¡Ahora Mia podía tener hijos! Se quedó petrificado.

Cuando volvió a mirarla, esperó encontrarse con que le había salido un tercer ojo en mitad de la frente o a lo mejor descubrir una asquerosa mancha en sus pantalones cortos. Lo único que Héctor vio fue a su amiga. Mia estaba igual que siempre.

—¿Y… te duele y todo eso?

—No. —Ella volvió a sentarse a su lado. Héctor siguió con la mirada el movimiento que hizo la mano de Mia hasta posarse en su vientre—. A ver, es molesto y eso. —Mia suspiró—. No me queda más remedio que acostumbrarme, ¿no?

Él se encogió de hombros.

—Supongo.

—¿Qué pasa? ¿Te doy asco o algo?

—¡No! —Él le sonrió—. Sigues siendo mi amiga, no has mutado en Alien, el octavo pasajero.

Mia se echó a reír con ganas.

—¡Me muero por ver esa peli! ¿Qué me dices? ¿Sesión de pelis, chuches y palomitas?

—Veo tu apuesta y subo con la primera de El señor de los anillos.

Mia dio una palmada, encantada con el plan, y se tiró en la cama al lado de Héctor.

—¿Sabes qué? Si no te quisiera tanto, te pediría que te casaras conmigo.

Héctor sonrió con ella.

—Más quisieras…

Al final ninguno de los dos pudo evitar que Mia se contagiara. El verano no iba a ser tan aburrido, después de todo. ¿Qué hay mejor que pasar la varicela junto a tu mejor amigo?



Héctor y Mia, con 15 años



—¡Una puta pasada! ¿Te has fijado en el plano cuando le colocan la máscara a Darth Vader? ¡Dios! Casi parecía que me la estaban poniendo a mí. ¡Qué puto flipe!

Acababan de salir del cine después de ver la última película de la saga de La guerra de las galaxias, tras lo cual Héctor estaba tan emocionado que Mia pensó que la dejaría caer al suelo de un momento a otro. Era jueves, y a pesar de que hacía un mes desde que compraran las entradas, los chicos habían decidido pasar la mañana haciendo cola en el cine para asegurarse su asiento. Habían tenido que saltarse las clases, por supuesto, algo de lo que Mia esperaba que su padre no llegara a enterarse nunca. Se había vuelto muy protector con ella desde el divorcio, cuando él se quedó con su custodia. Pero en aquel momento, en lo único en lo que podía pensar era en el tremendo dolor de piernas que sentía después de haber pasado horas de pie esperando que empezara la película. Así que no había dudado en colgarse a caballito sobre la espalda de Héctor nada más salir de la sala. Ahora, en cambio, temía que su amigo la dejara caer al suelo debido al subidón que llevaba.

A pesar de que no podía ocultar la diversión que le provocaba la emoción con la que Héctor hablaba de la película, Mia acabó mordiéndole la oreja como castigo por el taco que había soltado. Como consecuencia, Héctor acabó caminando dando tumbos y haciendo malabares por mantenerla subida a su espalda.

—¡Joder, Mia! —se quejó él—. ¿Piensas dejar de hacer eso alguna vez en tu vida?

—No. —Y para compensarlo, le dio un besito en la zona enrojecida—. ¿Mejor así?

—Hombre, si me metes la lengua…

Mia hizo presión con los muslos sobre sus costados. Cuando Héctor se tambaleó, los dos rompieron a reír como los adolescentes que eran.

—Reconoce que la escena de la lucha final entre ObiWan y Anakin ha sido brutal —le hizo ver ella—. ¡Casi se me sale el corazón por la boca!

—No podía ser de otro modo. Pero lo de la historia de amor…

Mia se soltó de su cuello para, de un saltito, colocarse frente a él. Héctor tuvo que hacer grandes esfuerzos por no romper a reír al ver su expresión indignada.

—No te atrevas a meterte con Padmé —lo amenazó, utilizando un dedo para dar más énfasis a sus palabras—. A ver, chico listo, ¿te crees que habría historia que contar si no fuera por ella? —Sin esperar una contestación, añadió—: La respuesta es no, no la habría. Ella es la razón por la que Anakin se pasa al lado oscuro. ¡Por amor!

—Y supongo que debemos darle las gracias por la obra maestra de El imperio contraataca.

—Pues mira, ¡sí! ¿Qué haremos ahora que la saga ha terminado?

—Siempre nos quedarán los cómics. Además, estoy seguro de que algún día tendremos una nueva película.

Los dos echaron a andar en dirección a la salida, pero en lugar de descender por las escaleras mecánicas del centro comercial que los llevaría directos a la calle, decidieron en silencio que la ocasión merecía disfrutar de una hamburguesa con patatas.

—La mía, sin pepinillo y con extra de salsa barbacoa —le recordó Mia.

Cada vez que visitaban una hamburguesería el ritual era el mismo: Mia se sentaba en una de las mesas de estilo americano mientras Héctor esperaba la cola para hacer el pedido. Después, con las bocas llenas y grasientas, sacaban la calculadora del teléfono móvil para dividir la cuenta a partes iguales.

Cuando Héctor dejó la bandeja repleta de comida sobre la mesa, Mia dio un respingo.

—Ni que hubieras visto a Jabba el Hutt —se burló Héctor, recordando al ser gordo y asqueroso de La guerra de las galaxias—. ¿En qué piensas?

Tras echar un vistazo a los paquetes que había traído Héctor, Mia seleccionó su hamburguesa. Cogió una patata frita y se dedicó a mordisquearla de forma distraída.

—Estaba pensando que me gustaría que algún día tú dibujaras un universo tan increíble como el de la película. ¡Sería genial leer un cómic tuyo!

Héctor dio un enorme bocado a su hamburguesa hasta reducirla a la mitad de su tamaño.

—Ya me gustaría —farfulló con la boca llena—. Pero es la hostia de complicado. ¡Ay, joder!

Mia acababa de darle un par de pisotones por debajo de la mesa. Dado que la oreja le quedaba demasiado lejos y tenía las manos pringosas, utilizar el pie le pareció la mejor opción para castigarlo por decir palabrotas.

—No tiene por qué ser complicado si trabajamos juntos. Eso sí, me pido ser protagonista de alguna de tus historias.

Héctor se puso a reír.

—Supongamos que lo logramos. —Él utilizó una servilleta de papel para limpiarse los dedos uno a uno—. ¿Tienes idea de la cantidad de tiempo que tendríamos que pasar juntos hasta que el cómic estuviera en las librerías?

—No sé. —Mia se encogió de hombros—. ¿Toda la vida? ¿No se supone que eso es lo que hacen los mejores amigos?

—La gente puede pensar lo que no es…

Mia lo miró con la ceja levantada. Aquella insinuación hizo que recordara algo que le había pasado unos días atrás, algo para lo que no había encontrado explicación hasta aquel preciso momento. Con la mosca detrás de la oreja, decidió poner a Héctor a prueba.

—¿Te refieres a que pueden pensar que tú y yo somos novios? —bufó—. ¿No lo piensan ya? La semana pasada creí que Álvaro me invitaría a salir, pero luego escuché a las chicas cuchicheando en el servicio.

—¿Ah, sí? ¿Y qué decían?

«Pillado», pensó Mia. Desde pequeño, Héctor tenía la mala costumbre de eludirle la mirada y clavar la barbilla en el pecho cuando le escondía algo. Un gesto tan tímido y adorable a la vez que le hacía parecer terriblemente culpable.

—Héctor…

—Vale, puede que dejara caer por ahí que eras mi chica o algo así.

Los ojos y la boca de Mia se abrieron de forma desmesurada.

—¿Y se puede saber por qué lo has hecho?

Avergonzado, se atrevió a mirarla a los ojos. «Debería estar enfadada con él», se dijo Mia; pero aquella mirada azul tan clara, tan libre de maldad, la convencía de todo lo contrario. En ese momento supo que lo querría durante toda su vida.

—Porque Álvaro es un gilipo… Quiero decir, que no es un buen tío para ti, ¿vale? Y mi deber es protegerte.

—¿Ah, sí?

—Sí. Y ahora, ¿podemos comer, por favor?

Mia apretó los labios para contener la sonrisa. Así era Héctor: protector, honesto, tan friki como ella. Era su mejor amigo. Y ella lo adoraba. Tal vez algún día pudieran mirarse de un modo diferente y entonces…

Tan pronto como ese pensamiento cruzó su mente, Mia se deshizo de él. Centrándose en el presente, ambos dieron buena cuenta de sus hamburguesas.



Héctor y Mia, con 17 años



—¿Estás seguro de esto? Héctor, ¿y si nos volvemos a casa?

A Mia ya no le quedaban uñas, pues se las había mordido todas desde que pusieron un pie en el estudio de tatuajes. Hacía un año que Héctor y ella se habían hecho la promesa de tatuarse algún símbolo que los uniera para siempre, pero hasta entonces no había sido más que una mera ilusión, algo que llevar a cabo en el futuro cuando los dos fueran adultos. Y sin embargo ahora…

En aquel preciso momento, Héctor se encontraba sentado en un sillón de cuero negro, con el brazo izquierdo extendido mientras un tipo enorme con una espalda anchísima y dilatadores en las orejas se preparaba para tatuarle la piel de la muñeca.

—Llevamos un año entero ahorrando para esto. No pensarás echarte atrás ahora, ¿verdad? Mia se mordió el labio. ¿Y si lo hacía? Los dos eran menores de edad y por lo tanto necesitaban autorización para tatuarse. Héctor no había tenido ningún problema; su abuela ni siquiera parpadeó cuando su nieto le planteó la idea y firmó el consentimiento sin rechistar. El caso de Mia fue distinto. A su padre casi le dio un infarto el día que apareció en casa con el pelo teñido con mechas rosas. ¡Ni por asomo iba a darle permiso para hacerse un tatuaje! Así que tuvo que recurrir a la ayuda de su madre, que se había trasladado a Florencia, para conseguir aquel papelito firmado. Y ahora allí estaban, a punto de marcar sus cuerpos para siempre.

—Es que… tiene pinta de doler un montón.

Cuando el tatuador encendió la máquina, Mia pensó que el corazón se le saldría del pecho y lo escupiría en el suelo frente a sus pies. Aquella aguja se movía tan rápido que ella no tuvo problemas en imaginársela clavándose una y otra vez en la piel de su amigo. Preocupada, vio que Héctor cerraba los ojos y apretaba la mandíbula a medida que el contorno del dibujo comenzaba a tomar forma antes de empezar a rellenarlo de color rojo.

Después de darle muchas vueltas, los dos se habían decidido por un diseño simple, no demasiado grande, que para los dos significaba lo que de verdad eran: unos auténticos frikis, y a mucha honra. El símbolo de la Resistencia para restaurar la República de la Guerra de las Galaxias estaría por siempre en sus muñecas. Héctor pensaba que no podían haber tenido una idea mejor, ya que perfectamente podía representar también la resistencia de su amistad. Algo que los uniría para siempre.

—¿Te duele?

Héctor giró la cabeza y abrió los ojos para mirarla. Tenía las pupilas dilatadas rodeadas por un perfecto aro de color celeste. Unas gotitas de sudor le perlaban las sienes, allí donde el pelo le nacía tan rubio que parecía blanco, pero a medida que el cabello le creía se hacía cada vez más oscuro hasta volverse castaño, casi oscuro. Mia alzó una mano para limpiarle el sudor con el dorso de los dedos.

—No duele tanto, en realidad —le dijo con una sonrisa—. Es como un cosquilleo. ¿Sabías que hay quien encuentra placentera la experiencia?

Mia hizo una mueca de desagrado y se concentró en el trabajo del tatuador. A su favor tenía que decir que el hombre era bastante rápido y limpio y que el dibujo era una pasada. Diría que incluso a Héctor le favorecía, dándole un toque sexy. Aunque, claro, tampoco hacía falta mucho para que su amigo resultara atractivo. En los últimos años, Mia se había fijado en cómo el paso del tiempo lo había cambiado; ahora Héctor tenía una mandíbula marcada cubierta por una sombra de barba oscura, su nariz era perfecta y su boca…, bueno, cuando la miraba fijamente, Mia entendía por qué las chicas del instituto murmuraban cada vez que Héctor pasaba por su lado. Se estaba convirtiendo en un hombre muy guapo, como un actor de cine de los que a ella le gustaban.

—Tu turno —anunció el tatuador—. Ya he terminado con tu chico.

—¿Ya?

Mia pareció no haber escuchado las palabras de aquel tipo enorme, que daba por hecho que ella y Héctor eran pareja. Estaba tan nerviosa que ni siquiera notó que Héctor sonreía a su lado.

El miedo volvió a apoderarse de su cuerpo. A pesar de que el tatuaje le había quedado genial a Héctor, ella sabía que iba a sufrir tanto como en un parto. No se sentía preparada para la tortura. ¿Y si se hacía uno de henna?

—Venga, Mia —la animó Héctor. Ella sintió las manos de él en la parte baja de la espalda, empujándola hasta el sillón—. La Resistencia te necesita —le dijo al oído—. Y esto nos unirá para siempre.

Para eso habían ido allí, ¿no? Para tener algo que les recordara que siempre estarían juntos, pasara lo que pasase.

La voz suave de Héctor provocó que se le erizara la piel, al mismo tiempo que se relajaba bajo sus manos. Respiró hondo al tumbarse en el sillón de cuero, que crujió bajo su cuerpo. Extendió el brazo izquierdo y utilizó el otro para taparse los ojos.

La máquina empezó a emitir su vibrante zumbido de nuevo.

—¡Me duele, me duele! ¡No puedo! —gritó, desesperada y muerta de miedo.

Héctor y el tatuador se miraron, sin dar crédito al grito de dolor de Mia.

—Pero si ni siquiera te ha rozado la piel aún… —Héctor se obligó a no soltar una carcajada y apartó el brazo de sus ojos para que ella pudiera verlo—. Mírame a mí, ¿de acuerdo? No va a pasarte nada, te lo prometo.

Ella se mordió los labios, aunque asintió con la cabeza mientras apretaba la mano que Héctor le ofrecía.

—Espero que tu chica no sea tan escandalosa en los momentos íntimos, colega —comentó el tatuador.

Ahora que era plenamente consciente de todo cuanto sucedía a su alrededor, esta vez sí que oyó el comentario del hombre. Muerta de vergüenza, Mia sintió que las mejillas se le ponían del mismo color que la tinta del tatuaje; Héctor, en cambio, no dijo nada. Se limitó a sonreír, guardando silencio sin preocuparse por sacar al hombre del error. No era el primero ni sería el último que los confundía con una pareja. El hecho de que hubiera insinuado que Héctor y ella se acostaban… El corazón de Mia se aceleró todavía más al imaginárselo. ¡Por todos los dioses! ¡Tenía que relajarse!

Apenas duró media hora, pero para Mia fue como si hubiera pasado un día entero. De no ser por Héctor y la suave caricia que ejercían sus dedos sobre su brazo desnudo, ella se hubiera marchado de allí sin tan siquiera un puntito de tinta en su piel.

Cuando salieron de la tienda, los dos lucían sendos tatuajes en sus muñecas.

—¿A que han quedado guapos? —La mirada de Héctor brillaba con ilusión.

—No están mal…

Él detuvo su paso y la miró con incredulidad.

—¿Que no están mal? Somos miembros de la Resistencia galáctica. ¡Estamos en esto juntos!

Al ver el entusiasmo reflejado en su rostro, Mia no pudo más que sonreír.

—¿Sabes lo que más me gusta? Que tienes razón. Cada vez que lo mire me acordaré de nuestra amistad y de todo lo que hemos vivido.

—Lo dices como si algún día fuésemos a separarnos.

Mia levantó el brazo que tenía envuelto en plástico para acariciarle la mejilla cubierta de barba.

—Nos hacemos mayores —le sonrió—. Aunque tú siempre serás mi chico favorito.

Héctor ladeó la cabeza y le dedicó una de esas miradas que harían que cualquier chica cayera rendida a sus pies.

—¿Lo prometes?

—¡Claro que sí, camarada! Siempre seremos el uno para el otro.



Héctor y Mia, con 19 años



«Respira hondo, Mia —se repetía mentalmente una y otra vez—. Piénsalo bien antes de cagarla para siempre».

Llevaba varios días pensando en lo mismo, sin parar de darle vueltas en su cabeza, hasta que había llegado un punto en el que empezaba a ponerse histérica. Debía tranquilizarse y tomarse las cosas con calma, pensar antes de actuar y…

El corazón amenazó con salírsele del pecho cuando sintió que un brazo la rodeaba desde atrás y la apretaba contra un pecho duro y firme. Toda ella tembló, y tuvo que cerrar los ojos al tiempo que respiraba hondo para obligarse a serenarse.

Héctor tenía la costumbre de pegarse a ella cada vez que dormían juntos. No era algo habitual que los dos compartieran cama —al menos no desde que eran unos críos—; sin embargo, ahora se encontraban de acampada con un grupo de amigos. Dado el escaso número de tiendas de campaña con las que contaban, no les quedó más remedio que compartir espacio durante las noches.

Al principio lo tenían todo bajo control; después del trayecto en coche hasta la costa, los chapuzones en el agua, las caminatas por la playa y el recorrerse la mitad del pueblo en una improvisada excursión, habían caído rendidos nada más tumbarse en el saco de dormir. Pero a medida que avanzaba la noche, Mia notó que él se le pegaba a la espalda, buscando su contacto. En algún momento durante la inconsciencia del sueño incluso entrelazaron las piernas. Mia no supo cómo fue capaz de volver a dormirse, hasta que al cabo de poco tiempo sintió un agradable cosquilleo en el cuello subiendo hasta su oreja. La cálida respiración de Héctor se derramaba sobre su piel provocándole temblores, y no precisamente a causa de los nervios.

Ambos continuaban siendo los mejores amigos del mundo, solo que ya no eran unos niños, como tampoco lo eran sus cuerpos. Y lo que Mia notaba en el trasero no era la protuberancia de un crío inocente. Al intentar deshacerse de su agarre, lo único que consiguió fue que Héctor la estrechara más fuerte, convirtiendo el abrazo en algo todavía más íntimo.

Desde hacía algún tiempo, Mia había comenzado a ver a Héctor con otros ojos. En realidad, sentía absoluto pánico cuando notaba un inquieto cosquilleo en la boca del estómago cada vez que Héctor le sonreía, le dedicaba una caricia o simplemente la abrazaba. ¿Serían imaginaciones suyas? ¿Estaría confundiendo sus sentimientos hacia él? Probablemente fuera lo segundo; sin embargo, ella no podía evitar sentirse ansiosa por una mirada suya y pletórica cuando él se encontraba a su lado.

Tenía entre las manos, o mejor dicho, pegado al cuerpo, un problema de los grandes. Si se la jugaba sin estar segura de lo que quería, cabía la posibilidad de perder a Héctor para siempre, y eso no podía consentirlo.

Durante el último año, desde que empezó a sentir atracción por él, había tratado de emparejar a Héctor con cualquier chica más o menos decente que se cruzaba en su camino. Lo había intentado con algunas de sus compañeras de clase, con amigas de estas e incluso con las nietas de las amigas de la abuela Eli, pero ninguna de ellas consiguió despertar el interés de Héctor. Siempre había sido un chico tímido; eso de relacionarse con las mujeres no era precisamente su punto fuerte. Mia se desesperaba, sin saber qué hacer ni qué decir para desenamorarse de su amigo.

«¿Enamorada?». Mentalmente se golpeó a sí misma por pensar algo semejante. ¡No se trataba de amor! Ella solo estaba confundida, nada más. Lo único que tenía que hacer era sacarse a Héctor de la cabeza, si antes conseguía separarse de él.

Se le escapó un gemido entrecortado cuando Héctor se removió tras ella y sus dedos acariciaron la porción de piel que su camiseta subida dejaba expuesta. Se dijo a sí misma que debía relajarse; no era la primera vez que Héctor la tocaba. El día anterior, sin ir más lejos, se colgó de su espalda, subida a caballito sobre él mientras jugaban con sus amigos en pleno mar. Ella llevaba un biquini de escasa tela y él tan solo un bañador; no había por qué hacer un drama solo porque ahora Héctor le acariciara el cuerpo, trazándole círculos alrededor de su ombligo y…

Mia se odió aún más por desear que su mano descendiera y se colara bajo la cinturilla de sus pantalones cortos.

—Por Dios, Mia. ¿Te importaría parar un poco? —murmuró una ronca voz en su oído—. No haces más que moverte. ¡Estoy intentando dormir!

Como si él pudiera ver su rostro, Mia cerró los ojos de golpe, temerosa de haber sido pillada. Apretó los labios cuando Héctor le hizo a un lado la melena rubia con mechas verdes para apoyar la barbilla en su hombro.

—¿Te encuentras bien?

Ella no supo qué decir. ¿Si se encontraba bien? Él no dejaba de manosearla y le preguntaba si se encontraba bien.

—No puedo dormir —dijo al fin con un hilo de voz.

Resoplando, pues sabía que no volvería a conciliar el sueño, Héctor se apartó de su lado; Mia lo echó de menos de inmediato. Al menos no perdió del todo el contacto con su cuerpo, se dijo, pues Héctor dejó que su mano descansara sobre uno de sus muslos.

—¿Y eso por qué? —preguntó él, rascándose los ojos con la mano que le quedaba libre. Aquel gesto enterneció a Mia, sintiendo que su corazón volvía a latir con renovadas fuerzas—. Tienes pensamientos guarros, ¿eh?

Héctor movía las cejas arriba y abajo de un modo socarrón que molestó a Mia; por ello colocó una mano sobre su pecho y lo apartó de un empujón. Sin embargo, se arrepintió al instante; la piel de Héctor permanecía caliente, y ella no podía pensar en nada que no fuera tocarlo.

—Eres imbécil.

Tumbado boca arriba, Héctor rompió a reír.

—Pero me quieres. —Extendiendo un brazo, tomó uno de los mechones de Mia entre los dedos para hacerlo girar entre ellos. Ella contuvo el aliento al ver el tatuaje de su muñeca, el mismo que lucía ella—. Dime que no te alegras de compartir tienda conmigo.

—Creo que es demasiado temprano para que hiera tu orgullo —comentó, y le apartó la mano de su pelo.

Incorporándose sobre un codo, Héctor se la quedó mirando unos segundos, solo que esta vez no había ni rastro de su sonrisa ladina e irresistible.

—¿Preferías compartir la tienda con otro de los chicos?

Mia apartó la mirada, avergonzada por lo que sentía, temiendo revelarlo y que todo fuera diferente entre ellos. Héctor, en cambio, malinterpretó su gesto, preocupándose por ella.

Inclinándose sobre ella, la tomó de la barbilla para hacer que lo mirara a los ojos.

—¿Estás enamorada?

El corazón de Mia dejó de latir; se le olvidó respirar, pues todo lo que pudo hacer fue perderse en las profundidades azules de los ojos de Héctor.

—A mí puedes decírmelo —continuó él—. Entre nosotros no hay secretos.

Mia se sintió culpable al escucharlo. ¡Claro que había secretos! Uno enormemente grande y que no podía evitar.

Sabía que debía decírselo, aunque antes prefirió tantear el terreno.

—¿Y tú? Nunca hablamos de…

—¿De amor? —Él le sonrió; aún seguía sobre ella, apartándole el pelo de la cara—. ¿Quieres saber si me he enamorado?

Ella se encogió de hombros; en el fondo se moría por saber la respuesta.

—Creo que sí —dijo al fin.

Mia arqueó una ceja.

—¿Crees que sí?