image image image

Molina Molina, Ibeth Johana

Lo político en prácticas estéticas juveniles: otras coordenadas que potencian la construcción de lo público / Ibeth Johana Molina Molina; Bogotá: Universidad Santo Tomás, 2017.

260 páginas, graficas, cuadros

Incluye referencias bibliográficas (páginas 247-260)

ISBN 978-958-782-002-7

1. Arte y estado 2. Política 3. Desarrollo político 4. Participación social 5. Filosofía política I. Universidad Santo Tomás (Colombia).

CDD 320.011 Co-BoUST
Image

© Ibeth Molina

© Universidad Santo Tomás

Ediciones USTA

Carrera 9 n.° 51-11

Edificio Luis J. Torres, sótano 1

Bogotá, D. C., Colombia

Teléfonos: (+571) 587 8797 ext. 2991

editorial@usantotomas.edu.co

http://www.ediciones.usta.edu.co

Directora editorial: Matilde Salazar Ospina

Coordinadora de libros: Karen Grisales Velosa

Asistente editorial: Andrés Felipe Andrade

Diagramación: Jorge Andrés Gutiérrez

Diseño de cubierta: Kilka Diseño Gráfico

Corrección de estilo: Nathalie De La Cuadra

Hecho el depósito que establece la ley

ISBN: 978-958-782-002-7

e- ISBN: 978-958-782-003-4

Impreso por: Xpress Estudi Gráfico y Digital

Primera edición: 2017

Todos los derechos reservados

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin la autorización previa por escrito de los titulares.

Tabla de contenido

Introducción

LA POLÍTICA Y LO POLÍTICO: UNA APROXIMACIÓN CONCEPTUAL

La política y los clásicos

La política y los contractualistas

Acción política como aparición, principio de lo político

Lo político como amigo/enemigo

Lo político como autonomía

Lo político como antagonismo y potencia desfijadora de sentido

La potencia de la estética como dispositivo de enunciación de lo político

A modo de cierre

LA POSIBILIDAD DE APARICIÓN: ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO

Aparición como distinción: el rol de estos grupos en sus comunidades

Percepciones en torno a la política y lo político en las prácticas analizadas

A modo de cierre

LA EXPERIENCIA ESTÉTICA COMO ACONTECIMIENTO QUE PRODUCE LO POLÍTICO

Sobre la experiencia estética y su potencia de acontecimiento

Teatro por la paz: el teatro del oprimido

Uno entre Mil: el juego consciente

Corporación Pasolini en Medellín: lecturas emocionales desde la expresión

ANTAGONISMO COMO MEDIACIÓN COMUNICATIVA QUE POLITIZA LA ACCIÓN

AUTONOMÍA COMO POTENCIA: EL ACTUAR REFLEXIVO QUE PRODUCE SENTIDO

La experiencia de Uno entre mil: para ser uno hay que ser todos

Teatro por la paz: el camino por recorrer

Corporación Pasolini en Medellín: en los límites de la realidad visual

A modo de cierre

CONCLUSIONES

REFERENCIAS

Introducción

Lo político en prácticas estéticas juveniles es un ejercicio de investigación doctoral que empezó a perfilarse en 2012 y que se interesó por comprender cómo, a partir de prácticas estéticas juveniles específicas, el concepto de lo político puede problematizarse, teniendo en cuenta las vivencias específicas en tres organizaciones juveniles: Teatro por la paz, de Tumaco, y Pasolini, y Uno entre mil, de Medellín. Estas tres agrupaciones dan cuenta de un tipo de joven diferente y su contexto es determinante al establecer en cada colectivo un horizonte de acción y de creación diverso y robusto en cuanto a formas de organización, prácticas de creación estética, niveles de autonomía, lenguajes y narrativas propias. Así, cada grupo me permitió una mirada diversa y compleja de su historia colectiva, de sus logros, sus expectativas, intencionalidades, repertorios de acción y enunciación, a partir de los cuales me fue posible comprender a profundidad lo político.

En la contemporaneidad es evidente que hay un desencanto de las y los jóvenes con la forma tradicional de concebir la política, aquella que no tiene conexiones con la vida cotidiana. Se puede deducir entonces que, en la perspectiva de los jóvenes, la política es concebida como un campo de exclusión, por eso estos agentes ven el potencial de generar cambios sociales positivos a través de otras formas no tradicionales de participación y ejercicio de la ciudadanía, asumiendo iniciativas a nivel personal y local, diferentes de lo que perciben como canales políticos ineficaces o bloqueados (Gillman, 2010). Por lo anterior, las agrupaciones independientes de jóvenes pueden ser pensadas como espacios de politización y refugio para militantes desencantados con el agotamiento de lo político por las vías tradicionales, y se construyen así en territorios de experimentación política (Picotto y Vommaro, 2010).

La producción académica a partir de la relación entre jóvenes y política ha generado en Colombia y en Latinoamérica diferentes investigaciones que han caracterizado y comprendido las prácticas de los y las jóvenes en el contexto histórico-social donde se producen, sobre todo desde perspectivas disciplinares (Galindo y Acosta, 2010; Alvarado y Castillo, 2010; Cubides, 2010b; Alvarado et al., 2010, Muñoz, 2011).

Desde la psicología política, dicha vinculación se asume a partir de la construcción de identidades en relación con las acciones de militancia o los espacios de socialización a los que estos agentes se adscriben (Bermúdez, Martínez y Sánchez, 2009; Pérez-Rodríguez, 2012; Ocampo, 2011); también, acerca del análisis de sus representaciones sobre democracia, participación y ciudadanía (Bermúdez, Martínez y Sánchez, 2009; Pineda et al., 2007, Díaz, 2005; Aguilera, 2010a; Lozano y Alvarado, 2011; Ocampo y Robledo, 2009), y por la configuración de subjetividades políticas, a partir de la implicación de los y las jóvenes en prácticas concretas de militancia (Alvarado, Botero y Ospina, 2010; Bonvillani, 2010, 2012; Piedrahita, 2012; Alvarado, Patiño y Loaiza, 2012).

Entretanto, la sociología política ha buscado establecer una sociología de la categoría juventud (Pinilla, 2007; Becerra, 2011) profundizando en los procesos de formación y socialización política en jóvenes (Botero, Vega y Orozco, 2012;; Botero, Pinilla y Lugo, 2011; Alvarado y Castillo, 2010), y en el papel de estos agentes en la generación de vínculos sociales y acción colectiva (Maureria, 2008; Vázquez, 2012; Aguilera, 2010b, 2012; Morfín, 2011; Palacios y Cordero 2010; Henn, Weinstein y Hodgkinson, 2007, Delgado y Arias, 2008).

Por su parte, la antropología política ha indagado sobre las culturas juveniles y su incidencia en la cultura política, asumiendo que desde identidades adscritas a prácticas estéticas específicas los y las jóvenes constituyen formas de agregación, de resistencia o de agencia frente al Estado o a la forma como se concibe la política (Arce, 2010; Romaní y Sepúlveda, 2005; Feixa y Campanera, 2010; Valerio et al., 2011; Missae, 2010; Hurtado, 2010, Kropff, 2011; Aguilera, 2010). También se ha problematizado la relación comunicación y cultura en prácticas juveniles (Muñoz, 2007; González, 2012; Cubides, 2010a; Acosta-Silva y Muñoz, 2012, Reguillo, 2007).

A su vez, la ciencia política ha profundizado en el ejercicio de la ciudadanía y la participación en las y los jóvenes, analizando la desvinculación de estos agentes de los campos de acción de la política tradicional supeditada a la filiación política, a partidos u organizaciones y a la participación a través del sufragio. Esta “apatía” se asume también como un rechazo a la política, como se concibe hoy en día (Vukelic y Stanojevic, 2012; Quintelier, Stolle y Harell, 2012; Goodman et al., 2011; Ramos, Escobar y Cruz, 2009; Zarzuri, 2010; Romero, 2010; Bolzan, 2010; Ahmad et al., 2012; Barrera y Salgado, 2012; Gillman, 2010; Picotto y Vommaro, 2010).

A pesar de esta variedad de enfoques y perspectivas, se puede afirmar que todavía la producción académica que se ocupa de la relación entre jóvenes y política termina por homogeneizar las prácticas de estos agentes en relación con formas instituidas de entender y hacer la política. Esto dificulta comprender eso de lo político en sus prácticas desde otros relatos, sentidos o perspectivas.

No obstante, muchos investigadores e investigadoras han propuesto comprender las acciones de los y las jóvenes como prácticas políticas. Al hacerlo, están posicionando nuevas relaciones entre representación y participación (Domínguez y Castilla, 2011), ciudadanía (Ocampo y Robledo, 2009), subjetividad y autonomía (Muñoz-López y Alvarado, 2011), reconocimiento (Ghiso y Tabares-Ochoa, 2011) y acción colectiva. Las prácticas juveniles, entendidas como prácticas políticas, fomentan nuevos espacios de gestión política que no se limitan única ni principalmente a la relación con el Estado (Fuentes, 2007). Las prácticas políticas son acciones sociales que se producen en entornos histórico-sociales específicos, que implican unas lógicas de acción y enunciación propias de subjetividades políticas concretas y que se configuran como potencia, por cuanto dotan de significación y sentido la acción. Este es el caso de aquellas prácticas políticas que particularmente, mediadas por la estética y las tecnologías de la información (TIC), producen nuevas esferas públicas y otras vinculaciones a comunidades de sentido (Valderrama, 2008; Galindo, 2012; Padilla y Flores, 2011, Cubides y Guerrero, 2013) y al territorio en un sentido complejo (Vázquez y Vommaro, 2009). La vinculación a nuevas comunidades de sentido deviene en prácticas políticas que deconstruyen las identidades (Mendoza, 2012), las resistencias (Castillo y Castillo, 2012), las formas de organización (Chávez y Poblete, 2006) y la vivencia de la política desde los intersticios de lo cotidiano y lo cultural (Simões y Alves, 2010; Escudero, 2009; Reguillo 2007). Las prácticas juveniles se configuran entonces como ámbitos de acción política altamente significativos en términos de cohesión, formas de organización y visibilidad, lo que representa a su vez la posibilidad de resignificar los sentidos atribuidos a la política en relación con la construcción de “lo público y lo privado, lo individual y lo colectivo, en esa permanente tensión entre lo instituido y lo instituyente” (Galindo, Cubides y Acosta, 2010, p. 90).

Así, se puede afirmar que la mayoría de las investigaciones que se ocupan de la relación entre jóvenes y política no han profundizado en la implicación teórica de las prácticas estéticas de los jóvenes para la comprensión de lo político. En efecto, los marcos de interpretación desde donde se define lo político no se han movilizado a partir de los hallazgos descritos anteriormente, porque prevalece como un constructo teórico sin agentes. Esta investigación se ocupará justamente de ese interés; busca incorporar categorías o elementos conceptuales que renueven el sentido de lo político desde una apuesta interdisciplinar, a través de la comprensión de las prácticas estéticas juveniles como un espacio constitutivo de lo político, desde la lógica de agentes y grupos específicos, inmersos en relaciones concretas. Por eso, me pregunto: ¿cómo las prácticas estéticas de los y las jóvenes afectan la comprensión de lo político?

Las y los jóvenes están mostrando que la sensibilidad y la afectividad también contribuyen a producir nuevas formas de organización, a otros ejercicios de ampliación de la política y de constitución del “nosotros”; ellas y ellos configuran formas y lógicas de proximidad, de cotidianidad, de expresividad, acción y comunicación que producen nuevos sentidos de lo público. Estas características se contraponen a discursos tradicionales de la política y del ejercicio político como una acción externa, especializada y de carácter colectivo, que se circunscribe a unos dispositivos concretos que resultan excluyentes y diseñados para un tipo de ciudadano universal.

Las prácticas estéticas de los y las jóvenes permiten visibilizar diferentes apropiaciones de lo instituido; al hacerlo cuestionan el concepto de práctica política que desde la ciencia política se ha limitado a un ámbito institucional a partir de una vinculación a las formas de participación y de ciudadanía vigentes en la democracia. Con esto, se hace evidente la emergencia de diferentes formas de apropiación y puesta en práctica de lo político como manifestación de un poder explícito vigente, mutable y poco comprendido por las ciencias sociales.

Complejizar los marcos teóricos desde donde se concibe la política hoy día implica reconocer que puede afectarse por la emergencia de lo político como espacio de tensión, de acción, de enunciación y de transformación de las formas contemporáneas de construir hoy el nosotros. Esta transformación requiere construir nuevas vetas de comprensión que articulen no solo el conocimiento existente sobre la política y lo político, sino que además las vincule a un proceso de reflexividad a partir de prácticas específicas, las cuales están proponiendo otras vías de acción y de sentido en la vida cotidiana, en la academia y en los ámbitos de significación compartidos socialmente.

Indagar por lo político en los jóvenes como una manifestación de autonomía reflexiva y activa del ejercicio político, que ha encontrado otras formas de subjetivación y acción, es una apuesta por comprender cómo se estructuran, qué mediaciones intervienen y, sobre todo, qué transformaciones o tensiones van produciendo en ese magma de significaciones políticas y en las maneras de ser, imaginar y construir lo político como sociedad. Es decir, asumir el reto de comprender qué propuesta le están haciendo los jóvenes al Estado y a la sociedad en general frente al cambio que la política requiere, por vía de lo político.

Asumir lo político desde esta perspectiva significa comprender las prácticas estéticas de los y las jóvenes como una expresión de esa autonomía, como la entiende Castoriadis (1997), y que se constituye en el momento instituyente de la sociedad, dado que se produce en medio del antagonismo como posibilidad de desfijación de sentido frente a la vida en común. Lo que se busca comprender es la potencia de las prácticas estéticas juveniles, como materialización de lo político y como agente dinamizador de las significaciones imaginarias construidas sobre lo público en la contemporaneidad. En últimas, lo que esta investigación se propone, en palabras de Laclau (2008), es “hacer la política nuevamente pensable” (p. 8).

La política no se puede mantener como categoría teórica al margen de las complejas realidades sociales, pues necesita problematizarse a la luz de la vida cotidiana, de un ahora cada vez más globalizado, atomizado por espacios y tiempos cambiantes. Debe contemplar la contingencia de lo social y lo humano, las sensibilidades que la producen, las contradicciones y antagonismos que surgen en la vida cotidiana y que se expresan de múltiples maneras en lo público. Esta investigación busca contribuir a esa reflexión desde una perspectiva de conocimiento situado, que busque la comprensión de la realidad social y política en la contemporaneidad.

Además, comprender a profundidad las prácticas estéticas juveniles desde la concepción ontológica de lo político enriquecerá la reflexión y construcción teórica sobre el sujeto joven de la contemporaneidad, que todavía tiende a ser una categoría homogenizante y a producir planes o programas para cierto tipo de agente, desconociendo la diversidad y complejidad de relaciones en las que se constituyen estos agentes y la heterogeneidad en la construcción de su identidad, sus imaginarios y sus prácticas públicas o privadas. Esto permitirá pensar en diferentes configuraciones de lo político en una sociedad compleja, que tiende a invisibilizar agentes y modos alternativos de construir el presente.

Con este documento se concluye un ejercicio de confrontación, de aprendizajes, de reflexión y de “aventuras” con las cuales me propuse comprender las dinámicas sociales actuales para desmitificar la apatía que produce lo político en la contemporaneidad. Es una apuesta para alentar a otros a reconocer que sí pasan cambios, que todavía hay mucho por hacer y que la gente se sigue moviendo, sigue haciendo lo mejor que puede para transformar-se en lo pequeño, en la escala que le corresponde.

La política y lo político: una aproximación conceptual

En este capítulo se revisan algunos postulados teóricos que son pertinentes para esclarecer el concepto de lo político. Inicialmente se presenta la concepción de los clásicos Aristóteles y Platón; luego se profundiza en la concepción de la política como el control del poder garantizado por el Estado a partir de Hobbes, Maquiavelo y Rousseau; en contraposición se ahonda en una concepción de la política más allá de la relación con el Estado a partir de la reflexión de Arendt. Seguidamente se revisa el concepto de lo político con Smith, quien fue el primer teórico que se ocupó de definirlo a partir de la noción de amigo-enemigo. Posteriormente, con Laclau y Castoriadis se profundiza en las relaciones conceptuales de esta noción y su pertinencia en nuestro tiempo, para finalmente establecer el vínculo entre lo político y la estética (Rancière) como una posibilidad de apertura y transformación de la dinámica social contemporánea.

La política y los clásicos

Para Aristóteles el punto central de la política se ubica en la polis (politai), como comunidad de ciudadanos, vinculado al concepto de ciudad, a partir de características geográficas (comunidad de hombres que habita un lugar determinado), pero también simbólicas, pues implica una estructura institucional que determina esa comunidad.

La importancia de la polis como punto nodal para el pensamiento aristotélico radica en que solo en el entre nos o el estar con otros (postulado que retoma Arendt) surge la política como medio y fin para la convivencia y el aseguramiento de la vida en un sentido amplio.

Para Aristóteles la palabra Politikon era un adjetivo para la organización de la polis y no una caracterización arbitraria de la convivencia humana, no se refería de ninguna manera a que todos los hombres fueran políticos o a que en cualquier parte donde viviesen hombres hubiera políticas, o sea, polis. De su definición quedaban excluidos no solamente los esclavos sino también los bárbaros [...] a lo que se refería es a que es una particularidad del hombre que puede vivir en una polis y que la organización de ésta representa la suprema forma humana de convivencia y es, por lo tanto, humana en un sentido específico, igualmente alejado de lo divino, que puede mantenerse por sí solo en plena libertad y autonomía, y de lo animal, en que la convivencia -si se da- es una forma de vida marcada por la necesidad. La política, por lo tanto, en el sentido de Aristóteles, no es en absoluto una obviedad ni se encuentra dondequiera que los hombres convivan. Según los griegos, sólo la hubo en Grecia e incluso allí por un espacio de tiempo relativamente corto. (Arendt, 1993, pp. 68 y 69)

Esta condición del vivir con otros es una situación natural de la polis. Para Aristóteles lo político se fundamenta en el deseo de vivir bien, y para lograr este fin es necesario juntarse espontáneamente a una comunidad, cuya autarquía (capacidad de bastarse a sí misma) hace posible una vida valiosa para los individuos. Esta apuesta del vivir bien implica una dimensión política por cuanto “vivir, zên, sólo se completa como eu zên, ‘vivir bien’, fórmula que equivale a la buena vida política, la cual frente al mero vivir biológico, zên, da la plena dimensión de la vida humana” (Poratti, 1999, p. 24). Así es como se entiende la célebre afirmación de Aristóteles de que el hombre es animal de polis, animal cívico (político); gracias a que tiene lenguaje (logos), además de voz (phoné).

El logos equivale a la “palabra”, lo que supone para Aristóteles expresión, definición, proposición, proverbio, mandato, argumentación, pensamiento. “El logos existe para significar lo justo y lo injusto” (Fernández, 2000, p. 25). Esta vinculación del logos como condición existencial de la polis implica una tradición demarcada por los sofistas y retomada por Platón, que evoca al agorá, como escenario de discusión y argumentación privilegiado.

El agorá, palabra que no significa originariamente un lugar, sino la institución que en Homero era la discusión solemne de los jefes en presencia del ejército, en la cual el que hablaba estaba religiosamente protegido por la sustentación del cetro: transposición regulada, pues, del conflicto a la palabra. Este juego, llevado a cabo ahora por las clases, partes y partidos que se enfrentan en la ciudad, respaldado y regulado por la ley escrita e impersonal, será el que ocupe el lugar vacío del cetro. Y con ello tenemos la Ciudad. El conflicto llevado a la palabra sobre el fondo de la ley será la condición de posibilidad del logos. Unos siglos después Aristóteles conectará esencialmente el zôon politikón, el ser vivo a cuya naturaleza corresponde vivir en polis, con el zôon lógon ékhon, aquél a cuya naturaleza corresponde el logos, como la misma definición. (Poratti, 1999, p. 18)

Así, la polis se convierte en el ámbito privilegiado donde se produce lo político, a través del ágora, como espacio público que permite la discusión y el desarrollo de la vida política como actividad fundante de la sociedad y el logos como esencia de la práctica política. Esta condición la veremos más adelante y será criticada por Rancière.

El logos se torna en el instrumento político por excelencia, la clave de la autoridad en el Estado, la forma de comando y de persuasión. La palabra se transforma en el elemento central de la práctica política, una práctica que supone el disenso, la diferencia, el conflicto, pero cuyo medio primordial es el uso de la palabra. La palabra supone por otro lado, un elemento central para pensar el espacio público, la existencia misma de un público, de un juez que decida en última instancia entre los distintos argumentos […]. De esta forma la política adviene también seducción. (Rossy y Amadeo, 2002, p. 63)

En Atenas el juego político interno era determinado por el lenguaje y la argumentación persuasiva, como posibilidad de encontrar la verdad, pues en el fondo toda realidad tiene una estructura inteligible que hay que desentrañar a través del logos, es decir, de las enunciaciones de los hombres, y así ponerlas a prueba por medio de unas formas objetivas de verificación.

En esta perspectiva, el logos se establece como término que funda la condición política de los ciudadanos pertenecientes a la polis, pero también como horizonte de sentido (vinculado al saber) en el que se enmarca la política; además, plantea esa escisión entre los que pueden o no dirimir los destinos de la polis, es decir, establece las fronteras entre aquellos que están facultados (por condición natural o por su educación) con el logos y no solo con phoné.

El modelo político platónico, expresado en la República, se encuentra íntimamente vinculado a su teoría del conocimiento. El conocimiento genuino, si se precia de tal, tendrá que derivarse del ámbito estable de las formas inmateriales. El mundo de lo sensible, en radical contraposición a aquél, será el mundo del cambio, del puro movimiento, del cual no podrá existir el puro conocimiento. Vale decir que para Platón, una epistemología de lo sensible es por su propia estructuración lógica un auténtico absurdo y contradicción. Las categorías del mundo de la percepción sensorial eran las categorías descriptivas y evaluativas del mundo existencial de la actividad política (terreno de la doxa) mientras que las categorías que describen a las formas indican lo que podía llegar a ser el mundo de la política, siempre y cuando el mismo estuviera guiado por la filosofía. (Rossy y Amadeo, 2002, p. 65)

Por lo tanto, se produce la areté, que para Platón tenía que ver con la virtud y las condiciones socialmente valoradas que debían tener aquellos que dirigen los destinos de la polis, y que se encontraba en ciertos hombres como condición natural, o se podía adquirir ligándola al saber y a la educación sofística.

La areté, además de otorgar legitimidad en el ejercicio del poder, se convierte para Platón en la base para establecer el principio de justicia y ética vinculado a la política, y que posteriormente Aristóteles destaca como condición principal del ejercicio político y del buen vivir.

Aristóteles, por su parte, enuncia que “la virtud de la justicia es cívica (política), porque la justicia es el orden de la comunidad cívica (política), y la justicia es discernimiento de lo justo” (Fernández, 2000, p. 29). Dicha justicia se establece entre los hombres a partir de la tendencia a unirse, a experimentar, discernir y poner orden en común en medio de la contingencia que esto implica. De esta lógica se desprende la idea de que el ciudadano para Aristóteles es aquel que participa en una democracia, como derecho reconocido constitucionalmente en el poder deliberativo y judicial, a través del logos. Así, surge la premisa de que el ciudadano contribuye a hacer las leyes que rigen el Estado, en el sentido de un régimen directo.

Aristóteles entiende que la mejor constitución debe responder al principio de atender del mejor modo posible a la ventaja común (koiné sympheron) (Fernández, 2000, p. 29), y la responsabilidad de constituir ese poder político se le otorga a quienes participen en mayor medida de la excelencia política, que no puede ser atribuida ni a la riqueza, ni al nacimiento, ni a la libertad, sino a aquellos que cumplen con la aretaí y tienen como principio asegurar las ventajas comunes de vivir en la polis, como construcción humana.

Esta apuesta devela al conflicto como un punto que distancia la reflexión política de Platón y Aristóteles, por cuanto el primero produce, por una parte, la exclusión del conflicto para garantizar el orden establecido a través de la dinámica estatal y el segundo postula su tratamiento como posibilidad de maduración y de construcción de una vida común, negociada.

El objeto de la política para Platón se enmarca en una teoría del orden que excluye o por lo menos considera como una “patología” al conflicto social. Para Aristóteles, el conflicto es constitutivo de las relaciones humanas y por tanto de la política; vale decir, ésta es la razón por la que su preocupación primaria no es la temática del orden sino la problemática de la gobernabilidad, donde el conflicto aparece como un a priori que no se bebe anular sino mediatizar o administrar. (Rossy y Amadeo, 2002, p. 71)

Para Platón el ámbito político tenía una tendencia natural al desorden y por eso el orden como armonía debía ser impuesto desde el exterior de la práctica política a través de las leyes; así, la conflictividad se establece con los bárbaros, pero en el interior de la polis o de la república. Dado que la ciudad se establece solo a partir de la necesidad de que cada individuo ocupe el lugar que naturalmente le corresponde, y en la medida en que esto ocurre, se produce el orden, aunque no necesariamente un orden político. “La existencia del orden político es la existencia de mediaciones que permitan el encaminamiento del conflicto, sin que éste implique la destrucción de la unidad política, mecanismos que atenúen las fuerzas vitales de la vida asociada, permitiendo su existencia, intentando reencauzarlas o transformándolas creativamente cuando ello sea posible” (Rossy y Amadeo, 2002, p. 69).

Platón unía política, ética y metafísica supeditándolas a la posibilidad de la contemplación de la idea del bien a través del logos (idea que comparte también Aristóteles), pero no advierte el conflicto primero que implica esta idea, en cuanto el logos tiene originalmente las huellas del conflicto.

Con Heráclito aparece por primera vez en el lenguaje del pensamiento la palabra logos, que significa tanto la inteligibilidad que hay en la realidad como la posibilidad humana de captarla y de decirla. Ahora bien, el logos heraclíteo, en tanto estructura o ley del acontecer, responde a la dinámica de los opuestos, el conflicto que anida en la justicia misma y la constituye. “Hay que saber que la guerra es común y la justicia discordia y todo sucede según la discordia y necesariamente” […] según este fragmento, la inteligencia y el lenguaje del hombre están respaldados por “lo común” de todas las cosas (esto es, el logos), así como la ley, que es lo común político, respalda a la ciudad. Más aún, “todas las leyes humanas se alimentan de uno, lo divino” (o “de una ley, la divina”): es decir, la ley política misma, equilibrio de un conflicto, es como un arroyo que procede directamente de esa esencia conflictiva y a la vez ocultamente armoniosa que rige todo. La armonía es el ritmo del conflicto, que es raigal e inextirpable. (Poratti, 1999, p. 18)

De esta idea se desprende la dificultad de construir un marco común entre hombres dotados de libertad y autonomía, que ubique a la justicia como máxima de vida en comunidad, desconociendo que esa justicia se configura solo entre tensiones éticas y políticas que surgen en el entre nos, es decir, del conflicto como ámbito eminentemente político.

Aristóteles, por su parte, identifica la relación entre política y ética desde una racionalidad y moralidad prácticas que residen en los ciudadanos, no solo en los dirigentes; distinguiendo entre virtudes dianoéticas y éticas, entendiendo las primeras como las facultades racionales puras y las segundas como las facultades racionales, pero legislando en el terreno del deseo (Rossy y Amadeo, 2002, p. 71).

Así, la virtud suprema de la justicia determina la existencia de la polis, “a partir de una moralidad media, reivindicando a la politeia como el mejor régimen posible del gobierno, pues es en este régimen donde convergen una eticidad práctica formulada por la teoría del término medio y vinculada consecuentemente a la moderación y estabilidad del estamento medio” (Rossy y Amadeo, 2002, p. 72). Aristóteles aparece del todo ajeno a la idea de que las comunidades políticas solo pueden nacer de una especie de contrato destinado a superar las tendencias hostiles, acuñando la idea de constitución de comunidades políticas desde la construcción colectiva que transita entre la necesidad y la contingencia.

Hasta este punto, se pueden encontrar diferencias significativas entre Platón y Aristóteles en la concepción de la política, por cuanto se devela una perspectiva más vertical que garantiza el orden y la vida en sociedad, y otra que incluye más aristas que complejizan la condición humana y la posibilidad de construir en común. Así, se puede ubicar una diferencia más o menos evidente entre la política y lo político, en cuanto la primera se vincula a una condición estructurante de la sociedad que determina unas leyes y unas prácticas políticas reguladas por el logos, la ética y la justicia, como posibilidad de existencia de una colectividad, y a lo político como una condición aún ignorada que tiene que ver con la práctica política, pero que se circunscribe al ágor y al logos, junto a otras condiciones particulares que residen solo en los ciudadanos. No obstante, se advierte al conflicto como una tensión permanente en ese entre nos, que cumple con la función de dinamizar esas relaciones y que, hasta este punto, se subsume a la práctica política.

La política y los contractualistas

La justicia se concibe posteriormente en un punto central de reflexión y de organización social, que posibilita la generación de mecanismos que garanticen el orden político. Por eso, surge la preocupación por lo que tiene que ver con la teoría del Estado y con el arte o ciencia de gobernar. De ahí que se pueda analizar a pensadores como Maquiavelo, Hobbes y Rousseau, quienes se ocuparon de profundizar en la acción política en relación con la institución de un Estado que garantice las bases de la sociedad y de la vida política de una nación.

En esta parte se presenta inicialmente cuál es la noción de hombre que llevó a estos autores a construir su andamiaje teórico, para posteriormente comprender cómo entienden la idea de justicia, libertad e igualdad a partir de la cual establecen una acción política específica en relación con la idea contractual del Estado como garante del ejercicio político.

Para Nicolás Maquiavelo (1496-1527) el hombre es un ser egoísta y ambicioso por naturaleza, que busca favorecer su propia existencia y bienestar por encima de todo; además, posee deseos infinitos e insaciables, que chocan inevitablemente con las apetencias similares de los demás, lo cual produce inevitablemente la violencia que ha marcado la historia humana en su vida privada y, con mayor razón, en la esfera pública. “La fuerza inmutable de las pasiones y la “tristizia” innata de los hombres parecerían condenar al fracaso los intentos de detener o controlar la violencia por medio de las costumbres y las leyes” (Papacchini, 2000, p. 97).

El hombre no es apto por naturaleza para la política ni para la vida social. Al hombre hay que doblegarlo, hay que someter su carácter natural para conseguir su disposición para la vida política. La función del Estado radica en hacer que el hombre no actúe según sus disposiciones naturales, sino según criterios que hagan posible la vida en común. (Cortés, 2003, p. 98)

Por su parte, Thomas Hobbes (1588-1679) asume también la idea de que la naturaleza de lo humano se fundamenta en un principio de egoísmo racional que busca la supervivencia. Así, los hombres, guiados por el interés propio, son ególatras, pues buscan reconocimiento, es decir, honor y gloria en beneficio propio.

Igual que los griegos, Hobbes comprende a la razón como logos, y advierte que el desarrollo de todas las potestades de la razón se funda en la capacidad para el lenguaje (Carrillo, 2003, p.130). Así, el ser humano por la razón y el lenguaje es capaz de satisfacer sus deseos; no obstante, busca asegurar en el presente sus necesidades posteriores, por eso se asegura de generar una estabilidad a futuro. Es decir, toda acción humana tiene origen en el deseo; sin embargo, gracias a la razón y al lenguaje —propiedades que potencian la experiencia sensible en su capacidad de cálculo y previsión— se genera una transformación en el objeto de deseo (garantizar su supervivencia), que no se limita a los objetos directos de la experiencia, sino al poder como objeto, es decir, a prever y tener a su favor los medios para adquirir satisfacciones futuras.

Así pues, se produce otra transformación en el interior de las dinámicas de las relaciones: el deseo de poder se convierte en deseo de dominio sobre los demás; este dominio no sólo es uno de los poderes instrumentales, sino que es, a su vez, el objeto hacia el que se movilizan todos los demás poderes. O sea, el principal recurso de poder para un individuo son los demás individuos, y por ello, cada cual busca poner al servicio de sí los poderes o capacidades de los demás. (Romero, 2002, p. 133)

Entonces, el conflicto social es inevitable al tener cada cual un objeto diferente de deseo. Esto es lo que Hobbes denomina como el estado de naturaleza propio del vivir en comunidad, es decir, un estado de guerra de todos contra todos a partir de ese deseo de poder que habita en cada sujeto. La inclinación natural humana primordial es un “perpetuo e incansable deseo de conseguir poder tras poder, que sólo cesa con la muerte” (Romero, 2002, p. 122).

Esta “guerra de todos contra todos” se entiende como voluntad de confrontación violenta de carácter permanente, como signo de esa tensión irresoluta que produce la inclinación a la lucha y al conflicto sin garantía de solución entre los sujetos racionales, que buscan ante todo la satisfacción de sus intereses individuales y la influencia sobre la voluntad de los otros.

En ese estado de la naturaleza, surge a la vez un principio de igualdad; en tanto, en la esperanza de conseguir los propios fines, todos los hombres están dotados de unas condiciones que los facultan naturalmente para este fin. Por ende, no es la constitución interna de los individuos la razón en pugna, sino la dinámica de las relaciones sociales que en la convivencia fomentan ese afán de lucha. Para Hobbes surgen tres razones que fomentan la pugna entre los humanos: la rivalidad o deseo de superioridad, la desconfianza mutua y el afán de honor, riqueza y autoridad (Carrillo, 2003, p. 138). A partir de estas características humanas se genera un temor recíproco de todos contra todos, que solo se neutraliza con la existencia de leyes naturales que apelen a la racionalidad y al temor a la muerte para generar mecanismos de paz y garantía de condiciones básicas de supervivencia en comunidad. “El derecho natural es esa potestad de hacer todo lo que está al alcance para conservar la vida propia; la ley natural significa lo contrario de la libertad de hacer, puesto que es una norma que le pone límites al derecho natural, su objeto es la conservación de la vida” (Romero, 2002, p. 123).

Para Jean Jacques Rousseau (1712-1778), el hombre —incluso en su estado de naturaleza— es un ser sin maldad, en el que predominan el instinto de autoprotección (amor de sí) y la piedad (repugnancia por el sufrimiento ajeno), pero a medida que va creciendo la población se van juntando grupos; esa unión crea necesidades y para cubrirlas el hombre inventa mecanismos que garanticen su satisfacción, pero el deseo de acumulación es más fuerte, por lo tanto, es la propiedad privada el fruto de la discordia que genera en los hombres la envidia, el sometimiento y la desigualdad.

Para este autor, el origen de la desigualdad se produce en la asociación humana. En el hombre se encuentran dos clases de desigualdad: una natural o física (diferencias del cuerpo y de las cualidades del espíritu) y otra de orden moral o política, que depende de una convención social y está autorizada por el consentimiento de los hombres, es decir, por los privilegios que existen para algunos en perjuicio de otros (Urquijo, 2002).

Este tipo de desigualdad se legitima socialmente mediante el establecimiento de la propiedad y las leyes. Así, la desigualdad moral, autorizada por el derecho positivo, es contraria al derecho natural. Uno de los intereses de Rousseau es establecer clases de desigualdades, pero entiende que son las cualidades personales el origen de ellas y, en últimas, se reducen a la acumulación de riqueza, pues es la más útil para alcanzar el bienestar social y para adquirir todas las demás (Urquijo, 2002, p. 172).

En cuanto a la concepción de libertad, justicia e igualdad en estos autores, Maquiavelo entiende que el orden estatal cumple la función ética de preservar la vida y libertad, en la medida en que la virtud del ciudadano y su apego a las instituciones es una condición indispensable para la fortaleza y libertad del Estado (Papacchini, 2000, p. 108). No obstante, entiende que la violencia es justificable para restablecer el orden social, ante la ineficacia de cualquier otra clase de herramientas.

Lo que Maquiavelo busca entonces es fundamentar que la acción del Estado no se debe limitar desde la moral. Así, el problema fundamental de la política es establecer un orden que garantice la seguridad de todos aquellos que hacen parte de una comunidad política.

Para Maquiavelo, los límites de la acción del Estado se definen en función de las posibilidades del Estado mismo para alcanzar sus propósitos políticos más fundamentales, y en ningún sentido acepta que los límites de la acción política sean trazados desde una esfera externa a ella. El límite de la acción estatal lo traza el gobernante que sea capaz de conservar la unidad del poder soberano en el Estado, si mantiene el Estado es un buen gobernante, si no lo hace es un fracaso. (Cortés, 2003, p. 101)

Por eso, Maquiavelo profundiza en el principio de autonomía del quehacer político desde el ejercicio del soberano, el cual se entiende a partir de las acciones políticas que son necesarias para mantener un Estado, en el cual el uso de la violencia se justifica como medio considerado solamente en su relación con los fines que persigue.

Una primera consecuencia de esta tesis es la diferenciación de los ámbitos de acción y de las respectivas condiciones de validez: al ámbito de la moral le corresponde como condición de validez el mundo del valor y al de la política le corresponde la eficiencia pragmática que se mide en la relación medios-fines. La segunda consecuencia de esta tesis es la afirmación de que los valores políticos poseen un más alto valor que los de la moral. (Cortés, 2003, p. 113)

Con esto Maquiavelo logra separar y diferenciar el ámbito de la ética del campo de la política, es decir, apartar los asuntos de la moral privada de los asuntos concernientes a la organización pública. Por eso afirma que cuando el soberano elige comprometerse con las tareas políticas implicadas en la construcción de un Estado, las acciones no son ni buenas ni malas (Cortés, 2003).

Por su parte, Hobbes asume que la única forma que puede regular la convivencia entre los seres humanos es a través de un orden artificial. Un orden en el cual la idea de libertad es compatible con la de poder absoluto del soberano y, por lo tanto, de total obediencia del súbdito como cuestión política, pues no hay contradicción entre obedecer a Dios y obedecer al soberano (Romero, 2002). Sin embargo, establece que el poder soberano se produce por consentimiento de los asociados, es decir, como poder civil y no solo eclesiástico.

Hobbes define el derecho natural como “la libertad que cada humano tiene de usar su propio poder para preservar su propia vida y, por tanto, de hacer cualquier cosa que según su buen juicio y razón conciba como el mejor medio para conseguirlo”. De este modo, “una ley natural es un precepto o regla general encontrada por la propia razón humana, por la cual se le prohíbe al ser humano hacer cualquier cosa destructiva para su vida o que le arrebate los medios para preservarla o que omita aquello con lo cual puede preservarla mejor”. (Carrillo, 2003, p. 143)

De ahí que Hobbes establezca tres principios o leyes fundamentales del derecho natural. La primera tiene que ver con el empeño en lograr el establecimiento de la paz y poner fin a la violencia. Para esto se vale de la segunda ley, que se refiere al firme compromiso de cada cual de satisfacerse con tanta libertad como puedan tener todos los otros, es decir, de esta se deriva la posibilidad de crear pactos que establezcan propósitos comunes. La tercera se refiere a la necesidad de hallar el instrumento capaz de garantizar que todos cumplan efectivamente lo acordado, es decir, apelar al sentido de justicia.

Sin un contrato social, es decir, sin la instauración de un poder civil suficiente para regular a través de las leyes la administración de justicia que debe conformarse a los derechos humanos fundamentales, no puede haber justicia. En este sentido la justicia es el instrumento del poder civil para hacer que todos cumplan con las condiciones de una convivencia pacífica. (Carrillo, 2003, p. 144)

El nuevo orden social es un contrato por el cual los individuos renuncian a ser naturalmente libres. Al aceptar ese orden artificial que establece como necesario la ley natural, hay una renuncia al derecho natural que marcaba la tradición cristiana. Para Hobbes, el derecho natural es equivalente a la libertad total que cada hombre tiene de usar su poder, propio del estado de naturaleza; hecho que lleva finalmente a la guerra. Así, el poder del soberano debe ser absoluto para evitar que los integrantes de la comunidad se enfrenten, para que no renuncien a su libertad natural y se vuelva a la confrontación permanente de la condición humana.

Rousseau introduce el lenguaje jurídico propio de las relaciones privadas entre los hombres para comprender el vínculo entre el soberano y los súbditos, y entiende que este no radica en la sumisión o en la violencia, sino que se instituye voluntariamente por parte de los hombres, quienes renuncian a un estado natural para someterse a las reglas de la sociedad, a través de un contrato social, y así garantizar su seguridad y supervivencia.

Con lo anterior, Rousseau asume que es solo desde la lógica del contrato social, como modelo político, que los hombres pueden vivir libres e iguales, guiados por un principio de justicia social. “La igualdad es un valor que se funda en la relación entre los hombres, y que se constituye como principio regulador para una sociedad justa y decente” (Urquijo, 2002, p. 157). De ahí que constituyera a la soberanía de la voluntad popular como un fundamento legítimo de la sociedad y el Estado.

El problema central para Rousseau es ¿cuál es el origen de la desigualdad entre los hombres y si está autorizada por la ley natural? Su respuesta es contundente, la desigualdad no está autorizada por la ley natural. El origen de la desigualdad es convencional, pues se da en y por la convivencia que los hombres establecen en su asociación. (Urquijo, 2002, p. 170)

Por eso la importancia de establecer mediante un contrato legal el valor de la igualdad como forma de convivencia social. “De ahí la necesidad de hablar en el ámbito moral o político de una ‘igualdad en X o Y’ para distinguir el tipo de igualdad de la que se habla, o sea, una igualdad en derechos, en oportunidades, libertades, ingresos, renta, en el trato social y político, etc.” (Urquijo, 2002, p.172). Este contrato se produce con el ánimo de lograr la paz y garantizar la posesión de cada hombre en particular, en igualdad de derechos.

Con todo lo anterior, se puede establecer que en estos tres autores la acción política de los hombres está supeditada a la regulación de un Estado que establece las normas y las formas de convivencia humana. Sin embargo, en este punto se pueden encontrar diferencias significativas que develan la transición del concepto de Estado y su función social, alcances y dificultades en la definición de la política contemporánea.

Maquiavelo es el primer teórico que conceptualizó al Estado, en la medida en que determinó, en contra del pensamiento político de la antigüedad y de la Edad Media, que el Estado no es la instancia para la autorrealización o para la dirección teológica o moral, sino que es un instrumento de coacción contra las inclinaciones destructivas del hombre (Cortés, 2003, p. 91).

Asimismo, Maquiavelo establece que los “fundamentos” del Estado son esencialmente dos: las buenas leyes y las buenas armas. Por ende, el príncipe tiene que asumir como imperativo la conservación del Estado, subordinando todo lo demás —incluyendo eventuales consideraciones de carácter moral— al logro de este objetivo prioritario (Papacchini, 2000, p. 87). Con lo anterior, se entiende que el poder estatal no puede sostenerse sin un eficiente aparato de fuerza que lo respalde.

Uno de los aspectos más significativos de la concepción de Maquiavelo es que el Estado es completamente independiente, pero al mismo tiempo está aislado. “Al separar la moral de la política, el Estado queda libre de todo tipo de valoración ética” (Cortés, 2003, p. 90), lo que le permite el uso de la violencia y otros mecanismos necesarios para mantener el orden social.

p. 121