Para Ester

1

PIES EN LA PISCINA

 

MAMÁ, ¿puedo salir al jardín?

–¿Ahora?

Cata miró a su madre, sepultada entre montañas de cajas, con los pelos revueltos, un trapo atado a la cintura y otro en la mano. Y pensó que sí, que era el momento perfecto para salir pitando.

–Hay niños jugando allí abajo, los oigo –añadió Cata poniendo su cara de pena más convincente.

–Bueno, puedes bajar un rato mientras yo termino con esto. Pero en cuanto te avise, subes volando, que hay mucho que hacer...

Cata corrió escaleras abajo, antes de que su madre cambiara de opinión. Cuando salió al portal, miro a su alrededor. Justo enfrente había un camino adoquinado de color gris que se perdía en una curva a la derecha. Por detrás del camino había un seto verde, perfectamente cortado, del que salían unos frutos rojos. Todo muy verde y muy bonito.

–Eso tengo que reconocerlo –gruñó Cata.

Se puso a seguir el camino y vio que pronto desembocaba en una escalera. Y después de la escalera, el jardín. Y en medio del jardín, la piscina, enorme y azul.

Cata pensó que si se descalzaba y metía los pies allí dentro, sería la persona más feliz del mundo.

Pero se encontró con que la piscina estaba rodeada de una valla con una puerta cerrada ¡con candado! ¿Acaso tenían miedo de que se escapara el agua?

–Eh, tú, pardilla, ¿adónde vas?

Un niño con el pelo de punta y bastante más grueso que alto la miraba con desdén. Y eso que la miraba desde abajo, porque Cata le sacaba una cabeza...

–Quería probar el agua de la piscina –contestó Cata.

Entonces, el pelo pincho se empezó a reír y un coro de risas sonó de fondo. Desde detrás de un árbol aparecieron una niña con el pelo muy negro recogido en dos trenzas apretadas y una falda larguísima, y un niño muy muy alto, al que le faltaban los dos colmillos de arriba.

–Es muy pronto. Hasta las once y media no abren la piscina –explicó la niña de trenzas colocándose las gafas sobre la nariz y enseñando unos dientes llenos de brackets de color verde fosforito–. ¿Eres nueva?

–¡Claro que es nueva! ¿No ves la pinta de pánfila que tiene? –volvió a hablar el pelo pincho.

Cata abrió mucho la boca, dispuesta a protestar, pero la niña que se le había quedado observando con mucha atención, como si estuviera mirando una pintura en un museo se le adelantó:

–No, la verdad es que a mí no me lo parece.

Entonces, el chico alto, que tenía un balón en la mano y lo botaba sobre el césped con bastante poco éxito, miró a Cata y murmuró:

–Ten cuidado con las duchas –y luego, dirigiéndose a los otros, añadió–: ¿Vamos a la cancha?

Y aunque habló bajísimo, como si estuviera afónico o pidiera perdón por existir, los otros le debieron de oír, porque echaron a andar los tres a la vez, dejando a Cata con la palabra en la boca.

Ella los observó mientras se alejaban y pensó que, como todos los niños de la urbanización fueran así de simpáticos, no lo iba a pasar muy bien en su nueva casa. Después se quedó mirando a su alrededor: no había nadie, y aquella piscina, con el agua azul bailando en los bordes, la atraía más de lo que estaba dispuesta a resistir.

Sin pensárselo dos veces, corrió hasta la valla y se encaramó a ella. La malla metálica se combó un poco, pero la barra de hierro verde en la que esta se sujetaba se mantuvo firme mientras ella colocaba los pies y saltaba al otro lado. Una vez dentro, se descalzó, se sentó al borde de la piscina y sumergió las piernas hasta las rodillas. El agua estaba muy fría y notó que le hacía cosquillas por dentro de la piel. Cerró los ojos frente al sol y suspiró.

 

 

–¿Cómo has entrado? –le preguntó una voz, despertándola.

Era un joven con una camiseta blanca en la que se leía en rojo la palabra «socorrista». Tenía el ceño fruncido y sostenía en la mano el cerrojo de la puerta, ahora abierta.

–Saltando –contestó ella incorporándose.

Una niña rubia y de piel muy blanca la miraba desde detrás del socorrista con los ojos como platos. Llevaba en el hombro una toalla verde.

–Pues que sepas que está prohibido saltar la valla. ¿Y si te hubiera pasado algo? –gruñó el socorrista.

–¿Y qué me iba a pasar? –preguntó Cata, desconcertada.

–Pues que te hubieras ahogado.

–¿Metiendo los pies?

–Te habías quedado dormida. Podrías haberte caído dentro de la piscina...

–¡Pero si sé nadar! –no es que pretendiera ser grosera, es que de verdad no entendía dónde estaba el peligro.

–¡Una persona dormida no reacciona igual que una persona despierta! ¡Podrías morir!

El socorrista estaba ahora gritando, así que Cata no creyó oportuno explicarle que no lo veía probable. Simplemente, tomó sus zapatillas en la mano y se encaminó a la salida. La niña rubia seguía mirándola con ojos asombrados.

–La próxima vez, te esperas a que yo abra, ¿entendido? –gruñó el socorrista–. Y tú, Celia, que pareces un pasmarote, quítate la camiseta. Comenzamos la clase.

Celia obedeció con prontitud, se quitó la camiseta y las chanclas y se metió debajo de la ducha. Debía de estar congelada, porque la niña empezó a tiritar.

–Empezamos con cuatro largos de espalda –dijo el socorrista, y contempló desde su silla cómo Celia se lanzaba de cabeza al agua, limpiamente, y echaba a nadar de espaldas.

Cata lo miraba todo desde una esquina del jardín, ya fuera de la valla de la piscina, y le parecía que aquel socorrista era tan antipático como los niños que se había encontrado al principio. Pero pronto se olvidó de sus negros pensamientos, porque la forma que tenía Celia de nadar era perfecta, metódica y elegante, y daba gusto contemplarla. Tanto, que Cata se quedó enganchada a ella como si estuviera viendo la tele.

–¡Cataaa! –gritó su madre desde casa. Ahora vivían en un segundo, y la terraza daba justo al jardín y la piscina. Ella caminó hasta el portal y miró hacia arriba. Catalina seguía con pelos de loca y frotaba la barandilla de la terraza con una energía totalmente desproporcionada. En cualquier momento, aquella pobre barandilla moriría aplastada.

–¿Qué?

–Sube, que ya me voy a poner con tu cuarto.

–Jo, mamá, quería bañarme... –protestó Cata.

–¡Si ni siquiera sé en qué caja tenemos los bañadores! Anda, ven a ayudarme, que cuanto antes terminemos, antes podremos bajar a la piscina.

Cata subió con desgana las escaleras y refunfuñó su desgracia. Y así se pasó el resto del día: arrastrándose de un cuarto a otro, limpiando, ordenando y, sobre todo, refunfuñando.

No le dio tiempo a bañarse.

2

LA BICI DESAPARECIDA

 

–¡PAPÁ, POR FAVOR, VÁMONOS YA! –dijo Cata por quinta vez, resoplando.

–Cata, te he traído para que ayudes, no para que protestes.

–Podía haberme quedado ayudando a mamá...

–Y estarías quejándote exactamente igual, pero en casa.

La cajera, una mujer castaña de ojos azules y labios pintados de rojo, sonrió, condescendiente, y pasó el último producto por el escáner.

–Cuarenta y tres con veinte, por favor.

Volvió a sonreír y guiñó un ojo a Andrés. Cata puso los ojos en blanco y murmuró un «ya estamos» mientras su padre, distraído, metía las cosas en las bolsas.

El padre de Cata era muy muy guapo, y resultaba frecuente que todo el mundo, por ese motivo tan tonto, fuera especialmente simpático con él.

–Tú coge esa, que pesa menos –dijo Andrés señalando la bolsa más pequeña. Después echó a andar cargando con otras dos bolsas. Caminaron por la calle un pequeño trecho y, a la vuelta de la esquina, divisaron la entrada de la urbanización. Hacía calor, y aunque, en efecto, la bolsa de Cata pesaba poco, ella iba sudando. Cuando entraron por la puerta, se detuvo unos segundos para recuperar el aliento. En ese momento Celia, la niña nadadora, salía con su toalla verde de uno de los portales y la saludó con la mano.

–Anda, qué bien, ya has hecho una amiga... –dijo Andrés.

Cata no contestó. A cualquier cosa llamaba su padre hacer amigos.

–¡NO ESTÁ! –sonó de pronto entre los matorrales de la izquierda. Padre e hija pegaron un bote–. ¡Ha desaparecido!

El chico con pelo de pincho del día anterior se plantó delante de ellos. Tenía la cara tan colorada que parecía a punto de estallar. Hasta las orejas le ardían. Andrés, desconcertado, se vio obligado a preguntar:

–¿Qué te pasa, chaval?

–He dejado la bici aquí hace media hora. Aquí mismo. Y ahora no está. Me la han robado.

–Hombre... A lo mejor alguien la ha cogido para dar una vuelta y la ha dejado en otro sitio... –dijo Cata intentando ser razonable–. O te has confundido y en realidad no la dejaste aquí...

–¡QUE NO! –parecía realmente furioso–. Es la segunda bici que roban en una semana.

Lo que no entendían ni Cata ni Andrés era por qué aquel chico los miraba con cara de odio. Ni que ellos tuvieran la culpa.

–Bueno, lo siento... –murmuró Andrés echando a andar de nuevo–. Cata, ¿vamos?

En ese momento aparecieron los otros dos niños desde detrás de un arbusto. Parecía que siempre anduvieran escondidos detrás de alguna cosa verde. Y también se los quedaron mirando con cara de odio profundo.

–Eh –dijo Cata levantando las manos en señal de paz–. Que yo no le he quitado la bici a nadie –y se empezó a reír. Porque era una broma. O sea, que estaba claro que ella no le había quitado nada a nadie...

¿O no?

–Ya –murmuró la niña de las trenzas colocándose las gafas sobre la nariz como el que guarda un revólver. Llevaba tres camisetas, unas encima de otras, y unos tirantes enganchados al bañador.

Andrés no pudo evitar mirarla con cara de asombro por su indumentaria. Ella se fijó entonces en él y le salió una sonrisa de lo más boba.