Lo del abuelo

 

ANNA MANSO

 

 

 

 

 

 

 

Para Eva, que creyó en esta historia
desde el primer día.

1

 

Mi vida se ha convertido en un lío de dimensiones cósmicas.

Ya no sé quién soy. Solo que pertenezco a la especie humana, vivo en Barcelona, me llamo Salva, tengo dieciséis años y estoy en el sofá de mi casa, intentando no dormirme.

Mi padre me ha obligado a ver una película en blanco y negro. Claro, él no ha pronunciado la palabra «obligar»; pero cuando me lo ha propuesto ha esperado mi respuesta encogido, como el que espera que le caiga una lavadora encima y no puede apartarse. Le hubiese destrozado si le llego a decir algo diferente a un neutro:

–Vale.

No he tenido valor para decirle lo que pensaba realmente: que hubiera preferido zamparme tres huevos con salmonelosis antes que ver esa película espantosa que ha elegido.

Porque la película… Para él una película es mejor cuanto menos color y menos diálogo tenga. Pero hace demasiado tiempo que las cosas no marchan bien por casa y no me he atrevido a quejarme. El hombre ha planificado el momento como una especie de reconciliación y ha escogido precisamente esa película para que vea que es capaz de tratarme como a un adulto, alguien que piensa, que reflexiona y bla, bla, bla. Por eso mismo, aunque la elección me ha parecido soporífera y marciana, aunque sé que voy a dormirme mientras la veo, me ha sabido mal estropear el momento. Así que haré un gran esfuerzo y procuraré mantenerme despierto.

Tengo que reconocer que me ha gustado cómo empieza: un hombre flotando en la piscina, ahogado, y su voz contando lo que le ha sucedido. Estaba muerto y hablaba, igual que yo.

De acuerdo, yo no estoy muerto, o no del todo. Pero el Salva de antes sí que lo está, y ahora ya no sé quién soy ni quién dejo de ser y no entiendo nada de lo que pasa a mi alrededor.

Esta película tampoco hay quien la entienda. O quizás soy yo, que no quiero esforzarme. Ya me he esforzado demasiado. Da igual. Desconectaré. Solo tengo que intentar no dormirme. Y mientras estoy aquí plantado delante del televisor, recordaré. Haré memoria y echaré la mirada unos meses atrás, cuando aún era feliz.

Entonces pasó lo del abuelo, y ser feliz resultó imposible.

2

 

Hace meses, antes de que pasase lo del abuelo, una de las formas de alegrarme el día era que me preguntasen cómo me llamaba. Era brutal. No me importaba si la persona que me lo preguntaba estaba de mala leche:

–¡Eh, tú! ¿Se puede saber quién narices eres? ¡¿Cómo te llamas?! ¡Venga!

O si tan solo era curiosidad inocente. O no:

–Eh… ¿Y tú cómo te llamas?

O pura necesidad científica de conocer mis datos:

–¿Me puede decir su nombre y apellidos, por favor?

Un segundo antes de pronunciar mi apellido, sabía que la persona que tenía ante mí se colapsaría. Y me gustaba. Me gustaba tanto que alargaba el momento y entonces, zas, lo soltaba: «Canoseda, me llamo Salva Canoseda…». ¡Canoseda! Las pupilas de mi interlocutor se contraían, los músculos de la cara se le agarrotaban, todo él se contenía para no dejar entrever la euforia que sentía por haber conocido a un Canoseda, o el terror por haber tenido la maldita suerte de haberse metido con alguien de mi familia, por mucho que ese alguien estuviese haciendo el imbécil por la calle o en clase. Pero yo, a pesar de que no soy el tipo más inteligente de los que circulan sobre la capa de la Tierra (bueno, tampoco el más negado), me daba cuenta, porque por mucho que se esforzasen no podían reprimir la emoción, o el pánico, y, lo confieso, sonreía. Sonreía y saboreaba el momento sin ningún tipo de reparo. Sí, ser un Canoseda era brutal. Cuando veía a mi abuelo, el gran Canoseda, admirado por todos, el gran defensor de la cultura en Cataluña, un habitual de las tertulias radiofónicas y debates, el hombre que todos los partidos políticos deseaban convertir en su candidato y que había sido escogido catalán del año por goleada, le saludaba siempre con la misma broma:

–Abuelo, ¡ser un Canoseda es la caña!

Él se reía y parecía que su pecho, cuadrado y bestia, desproporcionado para su poca altura, estuviese a punto de estallar. Una vez, de pequeño, le pregunté si llevaba escondida una maleta en el pecho. Él me respondió que en lugar de costillas tenía una caja fuerte, y cada vez que me acuerdo me entran ganas de decirle que tiene mucho morro. Pero sé que él me miraría torciendo la boca, medio sonriendo y medio mandándome al cuerno, y me soltaría lo de siempre:

–Eres un sinvergüenza.

El abuelo era el presidente de la Fundación Daniel Canoseda, un antepasado nuestro que se hizo rico en Cuba hace un siglo, a base de algo tan absurdo como cultivar caña de azúcar. A mí, lo de hacerse millonario gracias a la caña de azúcar siempre me había parecido un misterio paranormal (aunque me fue de fábula para inventarme el saludo contraseña entre el abuelo y yo). Pero aún me parecía más incomprensible lo que hizo cuando volvió cargado de dinero. Quiso que todo el mundo supiese que él era el ciudadano más noble, más culto y más generoso que habían conocido jamás, y se gastó una fortuna creando una fundación cultural.

La Fundación paga conciertos, ciclos de teatro, exposiciones, es la promotora de la OC, la Orquesta de Cataluña, ha donado la colección privada de pintura de Daniel Canoseda al Museo Nacional de Arte de Cataluña, y desde la crisis ha invertido muchísimo dinero en becas, ha financiado aulas de estudio y otras cosas por el estilo. Pero la Fundación se dedica, sobre todo, a organizar, pagar, montar y desmontar mil y un actos culturales. Son ese tipo de eventos que te hacen quedar como un señor, justo lo que pretendía Daniel Canoseda, mi histórico antepasado.

La obsesión por quedar bien debe ser genética, y lo de no tener ni idea de quién eres, también. Incluso el abuelo, siempre tan seguro, ahora que ha pasado lo que ha pasado, anda más desorientado que yo. Hace como si todo le resbalase. Como si no se hubiera quedado colgado y al margen de la sociedad, que hace tan poco le reía todas las gracias.

Se ha convencido a sí mismo de que continúa siendo la misma persona. Pero cuando le veo haciéndose el indiferente, incluso hasta el ofendido, me doy cuenta de que no tiene ni idea de quién es. Sí, el maldito virus familiar.

Mi padre, en cambio, es un Canoseda acomplejado y nunca lo ha ocultado. Siempre ha llevado fatal que el abuelo fuese tan conocido, tan potente que es pura kriptonita para cualquier intento de tener personalidad propia. A su lado siempre se ha sentido como un gusano.

Mi padre está tocado desde que pasó lo del abuelo. Por suerte se habían distanciado, porque igual que el abuelo, él también se habría convertido en el enemigo público número uno del país.

Y no exagero.

3

 

Estoy harto de oír hablar de la crisis, la crisis, la crisis, la crisis. Es un monotema repetitivo y pesado. Casi tanto como los mantras budistas que recitaba mi madre para encontrarse a sí misma. Ommm… Hasta que se encontró, y la ruta de su GPS la llevó directa a un bufete de abogados donde tramitaron su divorcio, el de mis padres. Superoriginal. Y para mí, perfecto.

Aún había algo más aburrido que oír hablar de la crisis: aguantar sus caras de protagonistas de película dramática cuando se enfadaban entre ellos, cosa que pasaba cada día. Cada día. No se gritaron ni una vez, pero batieron el récord de miradas de rayo láser, frías y mortales. Pero después se separaron, mi madre aparcó los mantras budistas, vive la vida, trabaja muchísimo como representante de una empresa de comida gourmet, viaja muchísimo y queda con las amigas también muchísimo.

Mi padre lo lleva peor: parece un ectoplasma deprimido y va tirando como puede. Mientras, la crisis continúa y la gente sigue hablando de ella. La vida antes de la crisis, todo lo que se podía hacer cuando no había crisis, lo que ha cambiado todo desde que hay crisis… Los adultos están catatónicos y hablan de cómo vivían antes de 2008, el año en que todo se fue al garete, como quien habla de otra vida, aquella en la que podían ir de vacaciones en crucero hortera cada verano. Pues para mí el 2008 no es nada comparado con lo que ha pasado en casa. Lo del abuelo ha sido tan salvaje que tengo que hacer un gran esfuerzo para acordarme de cómo era mi vida de antes.

Parece que todo sigue igual, o casi: mi padre y yo nos llevábamos fatal y ahora también, mi madre iba por libre y ahora también, los estudios no eran mi prioridad y ahora tampoco, el abuelo me quería y ahora creo que también. Creo… Pero de todo lo demás no hay nada que siga en su sitio. Nada, nein, niente.

Tengo grabada en mi cerebro la última semana de buena vida. Porque yo vivía de narices.

Gracias a mi apellido y a una meditada estrategia de negación controlada, en clase había logrado una posición dominante.

Que yo sepa, en el colegio no hay ninguna familia que esté en paro, y la mayoría pasa sus vacaciones en lugares como Nueva York. Pero ninguna tiene el nivel de vida y el poder social que tenía entonces mi abuelo. Mi abuelo no los podía ni ver. Los encontraba unos pijiprogres insoportables.

–¿Sabes qué son los padres y madres de tus amigos? Gente que tiene mucha pasta y que hace como que no tiene pasta, pero que en el fondo se mueren de ganas de tener muuuuucha más pasta. ¡Tanta como tú y como yo, sinvergüenza! ¡Ja, ja, ja!

La elección del colegio fue una de las pocas batallas que ganó mi padre. El abuelo les propuso pagarme una escuela internacional en inglés superelitista, y a mi madre le pareció genial. A mi madre todo le parece genial si lo paga alguien que no sea ella. Pero mi padre se plantó. Es de las pocas veces en la vida que se ha plantado. Esa y cuando le dejó bien claro al abuelo que él trabajaría de diseñador gráfico por su cuenta y que no quería saber nada de la Fundación ni de él en asuntos de trabajo. Por todo lo demás es como el coyote de los dibujos animados, alguien que termina pisoteado, aplastado, planchado y destrozado por gente ridícula que dice «mec-mec». O que va por ahí diciendo:

–¡Genial!

Por eso, cuando entré en el colegio para hacer secundaria, me pasé días cavilando cuál podía ser mi papel ahí. La escuela de primaria había quedado atrás y tenía que posicionarme. Sé que no soy, ni por asomo, el que saca mejores notas, ni el más gracioso, ni el más carismático, ni el más cachas (en realidad, soy más bien esmirriado), ni el más… nada. Pero a veces tengo buenas ideas, y pensé que haría como que mi apellido no me importaba, como si fuese humilde, como si fuese normal. Como si no me aprovechase, aunque me aprovechaba y no lo contaba. Y las chicas se enternecían con mi actitud, y entonces yo sonreía con mi mirada de gatito desvalido y las invitaba a casa, y comprobaban que, a pesar de que mi abuelo fuese el auténtico Víctor Canoseda, vivíamos sin lujos (ni criada filipina, ni sauna, ni spa). Y yo, que era incapaz de entender por qué mi padre había sido tan tonto de no aceptar aquel ático con piscina que nos había ofrecido el abuelo, hacía como que la opción de mi padre me parecía fantástica, y las chicas pronunciaban mis palabras preferidas:

–Qué mono…

Dos palabras que eran la contraseña para acceder a un buen rato en el sofá, magreándonos y alguna cosa más.

No. Rectifico. De alguna cosa más, nada. No es necesario mentir. No tiene sentido hacerlo.

Pero las enternecía y nos tocábamos. O hacíamos el idiota y bebíamos whisky y rellenábamos la botella con té. O bebíamos ginebra y solo teníamos que añadirle un poco de agua. O ni nos magreábamos ni bebíamos, pero nos echábamos unas risas mirando vídeos de gente friki. No hay quien me gane encontrando vídeos frikis en internet.

Con los chicos usaba la misma estrategia, pero con un objetivo diferente: ser el chico más interesante del curso y que me respetasen. Tenía que marcar territorio sin que se sintiesen amenazados. Recordar que era el nieto de Víctor Canoseda, pero hacer como que no lo era. Pero que lo era.

Y, a cambio de dinero, ellos me redactaban los trabajos si no tenía tiempo o ganas de hacerlos (el abuelo siempre me daba dinero con cualquier excusa). O me ayudaban a hacer pellas. Me escogían subdelegado de clase, aunque sabían que no daría ni golpe. O fumábamos juntos del paquete de tabaco que siempre llevaba encima, y les decía que se lo había robado a mi abuelo, cuando en realidad el abuelo me lo pagaba tan contento, sin que mi padre se enterase, claro:

–Toma, sinvergüenza. Fuma y date cuenta de lo asqueroso que es el tabaco.

La semana anterior a que pasase lo del abuelo, mi padre y yo discutimos por las notas. Es una discusión circular, que se repite y repite sin que podamos evitarlo. Tenía que hacer un trabajo cooperativo para Historia y le había encargado mi parte a Raúl, un compañero de clase que me había hecho un buen precio. Y aunque Leo, Nacho y Clara, mis compañeros de grupo y mis mejores amigos, quisieron encubrirme, la profesora activó el radar y detectó que no había hecho nada. Marta es buena de narices. Es historiadora, pero podría ser criminóloga.

–A ver, Salva, tú y yo sabemos que en este trabajo solo has contribuido con tu nombre. Y que la manera de redactar se parece de una forma muy sospechosa a la de Raúl Santamaría. No lo puedo demostrar, claro, pero quiero que te enteres de que no puedes continuar con tu actitud de caradura. Llevas acumuladas demasiadas jugaditas de ese estilo, así que llamaré a tus padres para hablar con ellos. Yo, si fuese tú, los avisaba. Lo digo para que mi llamada no los pille de sorpresa. Pero tú mismo: ya eres mayorcito y lo que hagas es cosa tuya.

Sí, Marta podría dedicarse a la criminología. Es mi tutora, y a pesar de que a menudo echa por tierra mis planes, me cae bien, no me preguntéis por qué. Al principio ella también se sintió intimidada por mi apellido, pero se le pasó y empezó a meterme caña y a hacerme saber que ese tonillo de sobradito simpático que gasto (bueno, que gastaba…) me lo podía ir ahorrando. No es como el resto de profesores, que procuran no suspenderme y ponerme un cinco pelado en lugar del cuatro que me correspondería, por miedo a que en casa se quejen a dirección. Marta es diferente.

Le respondí que se podía ahorrar una de las llamadas y que hablase directamente con mi padre. Mi madre estaba en Múnich, en una feria de alimentación.

Cuando mis padres se divorciaron, lo hicieron de una forma tan civilizada que daba asco. Después de casi dos años reprimiendo el mal rollo, fueron tan estúpidos como para no lanzarse los trastos a la cabeza, desahogarse, quedarse tranquilos. Me anunciaron su separación como quien cuenta que reformará la cocina, y me entró tal mala leche que quien estuvo a punto de ponerse a gritar fui yo. En el colegio hicimos una función de teatro, y yo salía en una escena desgañitándome con un megáfono:

–¡Capitalistas! ¡Criminales!

No es demasiado difícil deducir que la obra era una crítica del sistema capitalista. Y a mí la frase me hacía mucha gracia, sobre todo cuando recordaba lo que opinaba el abuelo de todas las familias del colegio, que asistieron a la función encantados por el mensaje social políticamente correcto. Mis padres no pudieron venir a verme y me cabreé. Me quedé el megáfono y lo escondí en la mochila. Lo tenía decidido. Saldría a la terraza y gritaría a quien quisiese escucharme todo lo que a mi padre y mi madre les daba pereza decirse:

–¡Mi padre no aguanta que mi madre no le aguante! ¡Mi madre no soporta que mi padre se pase todo el día con cara de besugo delante del ordenador! ¡Mi padre y mi madre se han aburrido de estar juntos! ¡Y tienen razón! ¡Son un palo de matrimonio! ¡Viva el divorcio!

No lo hice.

Esa tarde me encontré a mi padre llorando en el sofá. Mi madre había hecho las maletas y se había marchado, aprovechando que yo volvería más tarde por la obra de teatro. Y en lugar del numerito de la terraza, representé la obra en el comedor, pedimos pizza y le ofrecí el megáfono para gritar:

–No, gracias, otro día… –me respondió, y no insistí porque el pobre estaba hecho polvo.

Mi madre había conseguido un ascenso en el trabajo y debía viajar mucho, así que pensaron que era más operativo que me quedase a vivir con mi padre y que pasase con ella dos fines de semana al mes, y un día o dos entre semana si estaba en Barcelona. A mí no me pareció ni bien ni mal. Me importaba un bledo cómo se lo montasen. Total, sabía lo que pasaría. Si me quedaba con mi madre estaría mucho tiempo solo, y cuando ella viajase me tocaría trasladarme con mi padre. Y si me quedaba con mi padre, tal y como ha sucedido, en teoría viviría acompañado, porque su cuerpo está en el piso, incluso hasta en la ciudad, pero en realidad no está, porque se pasa horas frente al ordenador, o leyendo, o fumando a escondidas, o yo qué sé.

Por un momento pensé seriamente irme a vivir con mi madre. Leo me recordó que él puede organizar las farras que le da la gana, porque cuando le toca ir con su padre, este nunca está, y hasta le deja dormir solo en casa. Me imaginé el paraíso: un piso para mí, fiestas, barra libre… Pero mi madre no es de las que me dejarían dormir solo en casa, y pensé que sería pesadísimo tener que hacer las maletas para ir a casa de mi padre cada dos por tres.

La realidad es que la mayoría de las veces con quien me toca discutir por las notas es con mi padre. Y encima, después tengo que hacerlo con mi madre vía Skype. Surrealista.

Pero ese día mi padre estaba de muy mala leche. Pero de muy mala leche. Hacía un mes y medio que había empezado a salir con una mujer. Me intentó colar la mentira de que la había conocido por cosas del trabajo, pero yo ya sabía que habían ligado por internet. Es tan tonto que se dejaba las páginas de citas abiertas y con la contraseña memorizada, y cuando me aburría le leía los mensajes, calenturientos y graciosillos, que se intercambiaba con Cristina. Y por fin un día quedaron, y parecía que mi padre estaba saliendo de su condición de ectoplasma deprimido para convertirse en un zombi feliz. Así que llegué a casa con la tranquilidad de saber que, aunque se enfadaría, no sería muy grave, porque desde que salía con Cristina estaba más contento y hasta me dejaba ver esa serie de televisión que no soporta por chillona y poco inteligente, en lugar de pegarme la chapa para que lea. Pero cuando entré en casa y le vi la cara de perro, me di cuenta de que algo andaba mal y pensé que le diría lo que había pasado en otro momento.

Encendí el ordenador para consultar su correo (sí, es tan poco hábil que también se lo deja abierto, y de nuevo con la contraseña memorizada) y descubrí que el motivo de su mal humor era que Cristina le había dejado porque mi padre no le había contado que yo existía. Ella, no sé cómo, lo había descubierto y creía que mi padre solo quería sexo y no una relación seria, y todo eso se lo dijo dejándole a la altura del betún y acusándolo de ser un caradura, de no tener entrañas y un montón de lindezas más.

Yo, en lugar de hacerle la rosca y calmarle y después contarle que le iba a llamar mi tutora, la pifié. Encontré un canal de YouTube buenísimo, de gente que cuenta chistes con la boca llena de polvorones, y me quedé pillado. Hasta que de repente sonó el teléfono y mi padre contestó.

Era Marta. Mi padre terminó la conversación y pegó un alarido que me electrizó las neuronas:

–¡Salvaaaaaaaaaaa!

–Papá, te lo iba a contar, te lo juro. Pero estaba mirando un canal de biología genómica de un instituto de Estados Unidos. Tienes que verlo, es total. Me parece que voy a dedicarme a la investigación. Aquí, en la Villa Olímpica, hay un centro. Es guay, así no tendré que irme a vivir fuera.

No podía parar de hablar, como si aquel chorro de palabras fuesen ladrillos para construir un dique capaz de detener el desastre que estaba a punto de inundarme. Y, claro, no lo detuvo.

–Calla, calla y escúchame.

Me lo dejó muy claro. Se me habían terminado todos los privilegios: salir, la paga, internet si no era para hacer deberes, y el móvil me lo requisaba hasta que nuestro planeta volviese al estadio de las glaciaciones. A cambio, mi padre me prestaría un móvil troglodítico con el cual solo podría llamar y enviar SMS. Pero nada de lo que me dijo me afectó tanto como la prohibición de ir a ver al abuelo.

–¡¿Pero por qué?! –protesté.

–Porque te deja hacer lo que te da la gana y te pasa dinero sin decírmelo, a pesar de que sabe que no quiero que lo haga. Y hasta le parece fantástico que te rías en mi cara, en la de tu madre y en la de tus profesores.

–¡Es superinjusto! ¡El abuelo solo me tiene a mí! –grité indignado.

El abuelo era la única persona que no me juzgaba ni me echaba la bronca, y tampoco me agobiaba con sus historias. Las compartía conmigo y yo le parecía un nieto cojonudo aunque suspendiese e hiciese el imbécil con los estudios o con lo que fuese. Y yo le admiraba. Eso era lo que mi padre no podía soportar. Que admirase al abuelo y a él no. Y es así, o lo era en ese momento. Los quería a los dos, pero el abuelo era el abuelo y mi padre solo era mi padre.

Supongo que era normal que el abuelo y yo nos entendiésemos tan bien. Decía la verdad cuando le recordaba a mi padre que el abuelo solo me tenía a mí: es viudo, la abuela murió cuando yo era muy pequeño y casi no me acuerdo de ella, y solo tuvo un hijo, mi padre, que también me tuvo solo a mí. Y tenía un hermano, pero se murió de pequeño de una enfermedad de esas de las que ahora te vacunan y ya está. Hijo único y nieto único de un abuelo viudo y sin demasiada familia. Y quizás eso no era tan importante, porque si yo hubiese sido diferente, o él, me podría haber caído como el culo y haberle encontrado un prepotente, y él a mí, un impresentable. A pesar de que él ya me lo decía, que era un impresentable, pero lo hacía con una sonrisa en los labios, como cuando me llamaba «sinvergüenza».

Para colmo, toda la escena pasó un jueves, el día que iba a dormir en casa del abuelo. Era un ritual sagrado y solo nos lo saltábamos si el abuelo estaba fuera, de viaje. Incluso si pasábamos las vacaciones juntos, los jueves hacíamos algo especial.

–Papá, es jueves. Déjame ir hoy y a partir de la semana que viene lo hablamos… Venga, papá, no te pases tanto…, piensa en el abuelo…

–¡Estoy hasta las narices de ti y de todos los que os creéis con derecho a pisotearme y a decirme lo que os viene en gana!

–¡Papá, no, yo…!

–¡Que te calles! ¡No hay derecho a cómo me tratáis! ¡Ni tú, ni, ni, ni…, ni nadie, ya lo he dicho!

–¡Papá, si estás enfadado con alguien, no lo pagues conmigo, que…!

–Ah, ¡¿tú no has hecho nada?! ¡¿Eh?! ¡¿Tú eres un santo?! –a partir de ese momento, mi padre ya no gritaba, ululaba–. ¡¿Tú no me amargas la vida con tus chiquilladas?! ¡Porque son eso, chiquilladas de niño consentido! ¿Pues sabes lo que te digo? ¿Sabes lo que te digo? Que se acabó. ¿Me has oído? ¡SE ACABÓ!

Después del último alarido, me aguantó la mirada durante unos segundos, me clavó los ojos, iracundos, conteniendo una nueva explosión nuclear de mala leche, y la nube tóxica que desprendía me indignó. ¿Qué culpa tenía yo de que mi madre y él fuesen unos reprimidos y se hubiesen divorciado sin lanzarse ni un triste insulto? ¿O de que su novieta le hubiese plantado por correo electrónico? ¿O de que cuando por fin se decidía a gritar y a enfadarse lo hiciese precisamente conmigo, que le había aguantado de todo? No, no estaba dispuesto a que se saliese con la suya. Por eso, cuando se encerró en su despacho aproveché que, con el ataque de rabia, se había olvidado de quitarme el móvil y llamé a mi madre a través de Skype. Me contestó, pero cuando empecé a contarle lo que sucedía me cortó:

–Salva, basta. Si papá te ha castigado, pues te ha castigado. Tampoco es tan grave que hoy no vayas con el abuelo.

–Pero, mamá, tú no lo entiendes. Yo y el abuelo…

–¡Que te digo que basta! Pareces un niño pequeño, cariño. Y cuelgo, que me están esperando para una presentación de perlas de wasabi, esas de las que te hablé el otro día. ¡Las estamos vendiendo como rosquillas!

–Mamá, siempre estás igual. ¡No me haces ni caso!

–No digas eso. Estoy trabajando, tampoco estoy aquí de vacaciones. Arréglate con tu padre. Te llamo esta noche. Adiós, cariño.

Y colgó. Es su manera de funcionar. No es que no le importe, pero siempre tiene cosas urgentes que atender. Normalmente eso no me afecta, pero aquella tarde, después de la discusión con mi padre, la reacción de mi madre encendió un fuego de cólera en mi interior.

Solo me quedaba una persona a la que acudir: el abuelo. Y le llamé. Cabreado, ofendido, con la voz temblorosa. Y él, como siempre que le llamaba, aunque estuviese en una reunión importantísima, o entrevistándose con el presidente de la Generalitat, o a punto de entrar en un avión con un gran capo de una multinacional, o incluso en uno de los conciertos de la Fundación, descolgó. Y cuando le hube contado todo el embrollo que se había organizado, reaccionó tal y como yo esperaba:

–No te preocupes, sinvergüenza. Eso lo soluciono yo ahora mismo.