Las Lágrimas
de Naraguyá

CATALINA GONZÁLEZ VILAR

 

 

1
VIAJE AL AMAZONAS

 

Conocí al profesor Méndez siendo niño. Mis abuelos y él eran amigos desde su juventud, mucho antes de que fuese un reputado miembro de la comunidad científica, por lo que en nuestra familia era conocido sencillamente como «el viejo Floren» o «nuestro querido Floren», incluso «el loco Floren». Esto no cambió con los años, ni siquiera en la época en la que estudié bajo su cátedra, cuando Florencio Méndez del Llano se había convertido poco menos que en una leyenda viva.

Era un hombre inteligente y despierto, siempre curioso y acogedor con todos. No es extraño que los estudiantes lo eligiesen, curso tras curso, el profesor del año. Incluso en su vejez, su visión del mundo era amplia e intrépida y, tras disfrutar de su amistad, uno ya no podía volver a ser el mismo. Insuflaba en el ánimo una esperanza y un valor que no creías poseer, agrandando los horizontes y logrando que la vida se revelase en todo momento como una verdadera aventura.

En su despacho de la universidad, al que acudí con tanta frecuencia durante años, había una vieja fotografía enmarcada que yo siempre miraba con curiosidad. El tiempo había oxidado las sales de plata dándole a la imagen un color amelocotonado, tan claro que la selva y el río del fondo se desvanecían hasta desaparecer en los márgenes. Por suerte, el centro de la instantánea se mantenía nítido. En él, vestido con altas botas y pasando un brazo sobre los hombros de otro joven de tupida barba rubia, estaba el mismísimo Flaco Floren, con sombrero de ala corta y todo el aspecto de un curtido explorador.

En esa fotografía apenas tenía veintipocos años, y ya se le veía como sería siempre: flaco, alto, con el pelo castaño algo revuelto. Pero lo que verdaderamente llamaba la atención a quienes visitaban su despacho era que en esa imagen el rostro del profesor todavía no mostraba la terrible cicatriz que todos le conocíamos. Una marca que cruzaba su rostro en diagonal y se perdía bajo el cuello de la camisa, asustándome y fascinándome en mi niñez a partes iguales. Mil y una versiones acerca de aquel primer viaje y del origen de la cicatriz corrían desde hacía años entre los estudiantes, pero lo cierto es que si estaba de humor, y solía estarlo, nadie contaba aquella historia mejor que el propio Floren. Cargaba su pipa, se reclinaba sobre el sillón y, apenas iniciaba su relato, podías sentir a tu alrededor el perfume de la selva y el graznido de las aves levantando el vuelo al paso del buque que le llevó río arriba, desde Macapá, en el delta, hasta el corazón mismo del Amazonas.

 

 

En aquellos lejanos días, mientras avanzaban adentrándose más y más en la selva, Florencio Méndez llevaba consigo un único libro. Sus dimensiones, pensadas para guardarlo en cualquier bolsillo, eran tan reducidas que en su portada no cabían más que las tres primeras palabras del título:

Plantas carnívoras desconocidas

Por lo que era necesario abrir el libro por la primera página para conocer el título completo:

Plantas carnívoras desconocidas
que pueden acabar contigo

Si semejante encabezamiento no te desanimaba, debías avanzar hasta la segunda página para averiguar el nombre del autor:

Dr. Elton Guills, Universidad de Cambridge

Qué había llevado al profesor Guills a inclinarse por tan espinoso tema, abandonando los invernaderos acristalados de su universidad para adentrarse en las selvas de Borneo o escalar el recóndito monte Kinabalu, era un misterio para sus colegas. Pero tras treinta años de estudio e incesantes viajes, aquel libro, tal y como prometía el título, resumía el trabajo de su vida revelando la existencia de al menos seis nuevas especies de plantas inusualmente voraces.

El único problema, tal como reconocía el propio autor en el prólogo, era que, pese a sus esfuerzos, no había logrado reunir las mínimas pruebas físicas –una hoja, una semilla, un pétalo– necesarias para refrendar sus descubrimientos. El motivo era muy sencillo: aquellos que habían tratado de conseguirlas habían perecido en el intento.

Él mismo había pagado un alto precio por intentarlo. Bastaba observar los dos retratos de Elton Guills que aparecían en el librito para confirmarlo. En el primero de ellos, un dibujo a carboncillo realizado por su ayudante en lo alto del monte Putu, se veía claramente que al profesor le faltaba el brazo izquierdo. Unas páginas más adelante, en un esbozo fechado durante la última de sus expediciones por las selvas de Sri Lanka, se echaba de menos su pierna derecha, sustituida apresuradamente por una pata de palo.

Pese a su avanzada edad y las significativas pérdidas sufridas durante su investigación –incluida la del ayudante que había realizado los retratos y que había cometido el imperdonable desliz de sentarse sobre una Carnivalis domestica–, el profesor continuaba en activo, tal y como se informaba en la solapa del libro.

Fascinado por el trabajo de Guills y deseando encontrar un tema de investigación que le inspirase, Floren había solicitado a la universidad inglesa la dirección actual del profesor. No tardaron en responderle. Hasta donde sabían, su eminente aunque excéntrico colega vivía desde hacía algún tiempo en lo más profundo de la selva amazónica, en un lugar llamado Amor de Dios, una zona extremadamente lluviosa, llena de pantanos y lagunas, donde lo único que uno podía tener la suerte de encontrar era, precisamente, alguna planta hambrienta. Poco después, Floren había enviado una primera carta, llena de preguntas y estimulantes sugerencias, al otro lado del Atlántico, camino de la selva tropical.

Dos meses más tarde llegó un sobre del mismísimo profesor Guills. En su interior, cuidadosamente prensada y secada entre las hojas de la carta, Floren encontró una hermosa flor amarilla. Fue un momento emocionante. Se trataba de la primera prueba de la existencia de la llamada Flamigera carnivora, una de las seis plantas a cuya búsqueda y catalogación el profesor Guills prácticamente había dedicado su vida.

Aquel fue el comienzo de una fructífera correspondencia en la que ambos hombres de ciencia, uno al comienzo de su vida y otro al final de la suya, pero ambos con igual entusiasmo y entrega, intercambiaron toda clase de conocimientos, anécdotas y ocurrencias sobre los más diversos temas.

Las cartas llevaban cruzándose dos espléndidos años cuando, bruscamente, las respuestas del profesor Guills dejaron de llegar. Floren escribió de nuevo a Cambridge, pero nadie conocía con detalle la situación del botánico, de quien solo recibían noticias muy de tanto en tanto. Después de esperar dos meses más, Floren hizo su equipaje y cruzó también él el Atlántico.

En el delta del Amazonas tomó uno de los buques que remontaban el cauce del gran río y prosiguió su viaje. Cambió de embarcación una y otra vez, pues la mayoría de aquellos pequeños barcos solo realizaban trayectos cortos, hasta que dejó atrás el curso principal del Amazonas para adentrarse en el entramado de afluentes que irrigan ese mundo esmeralda. Finalmente, casi tres meses después de su partida, se encontró en lo profundo del continente, empapado bajo una lluvia cálida y torrencial y golpeando sin éxito la puerta de la choza en la que supuestamente vivía el profesor Elton Guills.

Amor de Dios resultó ser un pueblo de campesinos, con apenas siete u ocho chozas apiñadas todas ellas junto al río, cada una con su propio huerto. La selva, indomable, vibrante de color y olor bajo la lluvia, las rodeaba hasta más allá de lo que Floren era capaz de abarcar con su imaginación.

Viendo que nadie respondía a su llamada, caminó alrededor de la casa, construida, al igual que las demás, sobre unos pilares de madera que la mantenían a salvo de la crecida anual del río. Al otro lado, junto a un terreno bien cuidado y un pintoresco estanque, encontró una caseta de madera como las que hay en muchos jardines ingleses a modo de semillero. Llamó con fuerza y, aunque nadie contestó, la puerta resultó estar abierta. Asomándose, Floren entrevió unos estantes vacíos que recorrían las paredes laterales y, al fondo, una mesa de trabajo con algunas herramientas de jardinería. Aún no se había decidido a entrar cuando una voz tras él le sobresaltó:

–O professor não é aquí.

Floren, que por aquel entonces aún no sabía portugués, trató de girarse para ver quién le hablaba, pero descubrió que sus pies se habían hundido completamente en el barro.

–¿Perdone? –dijo, inmovilizado–. ¿Sabe dónde está el profesor?

–O professor não é aquí –repitió aquella voz de mujer–. El profesor no estar aquí. Él en Ibunne. Com o chinê.

–¿Ibunne? Eso queda río arriba, ¿no es cierto? Perdone, ¿podría...? –Floren trató de liberarse, pero solo logró hundirse aún más. Rebuscó en su mente las pocas palabras de portugués que había aprendido durante el trayecto por la zona brasileña del río–. Quem é chinêses? Eles são amigos?

–No, no, chinêses no. Chinês –la buena señora buscó en su memoria la traducción–. El Chino.

–El Chino –repitió Floren–. ¿Quién es?

–Si voste não lo sabes es que não mora aquí –la voz sonó sorprendida y desconfiada.

–No, no soy de por aquí... Perdone, le importaría, ejem... Verá, no puedo... Es culpa de estas malditas bot...

Una mujer menuda, que parecía tener la facultad de caminar sobre el barro sin apenas hundirse, llegó junto a él. Era morena, de rasgos indígenas, con el pelo recogido en un moño bajo, tal y como Floren lo había visto en muchas campesinas cerca de la desembocadura del gran río. Le miró intensamente, como si tratase de leer el interior de su alma.

–Você é um amigo del professor?

Sin pizca de remordimiento, Floren asintió. Después de leer su apasionante librito e intercambiar media docena de cartas durante aquellos dos años, sentía que su relación con Elton Guills era, como mínimo, de leal amistad. La mujer sonrió, pero continuaba apretujando sus manos con gesto de nerviosismo.

–Professor trabalha para Chinês –repitió–. Há muitos meses que era. Ele não deixou uma nota ou dizer quando sería.

Hablaba tan rápido, mezclando español y portugués, que costaba seguirla.

–El Chino –tanteó Floren, que había notado que ella pronunciaba con temor ese nombre–. ¿Qué tipo de trabajo hace el profesor para él?

La mujer tan solo abrió un poco más los ojos, pensando que cualquier asunto referente al trabajo del «professor» se escapaba por completo de su entendimiento.

–El Chino escreveu al professor muitas veces –insistió–. Ofrece oro. Muito ouro.

Floren asintió mientras seguía intentando sacar las botas de aquella masa de barro que le tenía atrapado. El oro era algo bastante apetecible cuando uno quiere seguir estudiando plantas carnívoras, más aún cuando cada vez te quedan menos miembros sobre los que sostenerte. Logró por fin sacar un pie, pero la bota quedó hundida en el barro.

–¿A cuánto está Ibunne?

Ella levantó cuatro dedos. Los miró y luego miró a Floren.

–Quatro días em barco, quatro.

Floren gimió. Creía saber a qué se referían por allí con la palabra «barco», y después de las últimas semanas sus posaderas estaban más que cansadas de las duras canoas indígenas. Terminaría acostumbrándose de nuevo, pero solo de pensar en ello sentía calambrazos por todo el cuerpo.

–¿Y el profesor está bien? Quiero decir... cuántos... –quería preguntar cuánto del buen hombre quedaba intacto todavía, pero no encontró el modo de expresarlo con delicadeza. De todos modos, si había aceptado un trabajo que requería una travesía de cuatro días, no estaría demasiado mal. Se sintió optimista y pensó que, antes de emprender aquel último tramo, debía concederse un descanso. Preguntó por algún lugar donde alojarse.

Hubo suerte: la mujer le informó de que una familia del pueblo alquilaba hamacas, e incluso habitaciones, a los viajeros de paso. Luego fue en busca de una rama con la que Floren pudiese sacar sus botas del barro.

–O professor debe venir ya –insistió, observándole manejar con torpeza la rama–. El Chino disse três semanas. Três semanas. Faz muito isso. Meu marido disse: «Faz muito isso».

Floren asintió vagamente mientras conseguía recuperar sus botas. Lo único en lo que podía pensar ahora era en algo de ropa seca y unas buenas tortas de maíz con pescado y plátano frito.

 

 

La mujer se llamaba Alma María. En su mezcla de portugués y español le explicó que, durante la larga estancia del profesor Guills en Amor de Dios, ella se había encargado de cocinar y de lavar su ropa. Se veía que en ese tiempo se había encariñado con el doctor y que estaba sinceramente preocupada por él.

–¿Quién podría llevarme hasta Ibunne? –le preguntó Floren.

Por lo que sabía, Ibunne era la última población de importancia en aquella zona de la selva, el límite mismo de lo que podía considerarse, siendo generosos, el área «civilizada» del Amazonas. Se nutría de los jornaleros del caucho, que remontaban el río hasta allí para trabajar en las plantaciones cercanas. Más allá no había nada, la selva impenetrable de la que solo los jaguares y algunas tribus conocían los secretos.

–Meu marido, meu marido poder. Ele e meus filhos llevar você a Ibunne. Manhã. Mañana.

–Sí, sí, mañana –Floren gesticuló como si se llevase algo a la boca–. Ahora necesito descansar y comer.

Cuando se detuvieron ante la casa de huéspedes y comprobó que no era más que una choza como las otras, abandonó sus ingenuas ilusiones de disfrutar aquella noche de un baño con jabón. En la amplia terraza que rodeaba la casa, bajo el tejado de palma, se acumulaban multitud de bultos, bolsas de viaje y cestos con provisiones. También se veían, aquí y allá, botellas medio vacías de aguardiente. Trago de Dioses, ese era el sugerente nombre que aparecía en la etiqueta, sobre el vidrio azul oscuro.

Seis o siete hombres, indígenas y mestizos, dormían a pierna suelta sobre las hamacas. Eran campesinos, fugitivos, aventureros en busca de fortuna como los que Floren había encontrado a lo largo del viaje. Llevaban días sin tomar un baño decente ni cambiarse de ropa, y apenas tenían en el mundo algo más que lo puesto. Descubrió entre ellos, sin embargo, a un joven extranjero, rubio y de piel muy clara, aproximadamente de su misma edad y con un aspecto totalmente distinto al resto. Iba vestido como un perfecto explorador europeo, sin una mota de suciedad en aquel lugar hundido en el barro, con camisa de lino, pañuelo al cuello y un fino bigote elegantemente recortado. Incluso tenía un salacot, o más bien su versión alemana, el wolseley, que colgaba de un clavo sobre su cabeza. Se veía a la legua que era un recién llegado, y Floren dudó de que al hacer su equipaje supiese siquiera en qué lugar del mundo estaba la Amazonia.

El extranjero estaba despierto. Posiblemente hacía rato que le observaba con los ojos entrecerrados. Una de sus piernas, calzada con una bota de cuero de caña alta, colgaba desde el borde de la hamaca hasta casi tocar el suelo. De vez en cuando pegaba la suela contra un poste de la terraza y se daba un ligero impulso.

–¿Busca habitación? –le dijo en perfecto español, aunque con un acento peculiar, distinto al de la zona–. No quedan. Y tampoco hamacas.

Floren contuvo una maldición. Sí, le dolía el trasero y, sí, se moría por descansar sobre el suave balanceo de una de aquellas redes trenzadas, pero no iba a dejar que aquel presumido bigotitos lo supiese.

–Bien, algo encontraré –masculló, dispuesto a dar media vuelta.

–No, no queda nada –insistió el elegante huésped, sin que Floren supiese si informarle de aquello le divertía o le contrariaba–. Todo el mundo espera el barco de mañana para Ibunne. La Barracuda, se llama. Pero está lleno. No habrá pasajes hasta dentro de una semana.

–Yo ya tengo barco –respondió entonces Floren con estudiada indiferencia.

El desconocido se despertó del todo y se sentó a horcajadas sobre la hamaca.

–¿Tiene un barco? ¡Pero si acaba de llegar! Le vi en el puerto. No lleva aquí ni una hora.

–Pues ya tengo pasaje. Salgo mañana.

El extranjero mordisqueó su labio inferior, midiendo las posibilidades de que aquello fuese cierto.

–Si es así, ¡lléveme con usted! Tengo que llegar a Ibunne de una vez, o me volveré loco.

Se puso en pie y bajó la voz, aunque los hombres que roncaban sobre las hamacas no parecían tener ningún interés en su conversación, y muchos de ellos ni siquiera hablarían español.

–Mi nombre es Antoninus Kürst. Soy prusiano, de Potsdam –dijo tendiéndole la mano.

–Florencio Méndez del Llano, botánico.

Era poco probable que el prusiano sintiese el más mínimo interés por las plantas, pero si era así, no lo demostró. Se limitó a asentir, muy educado, y le señaló la hamaca que acababa de abandonar.

–Puede utilizarla. Llevo en ella ocho días. ¡Ocho días! No creo que pudiese resistir una noche más. Y le dejaré algo de ropa seca; usamos más o menos la misma talla.

Floren pensó que él era bastante más alto, pero no dijo nada. Miró la hamaca y luego se volvió hacia aquel par de ojos tan azules.

–Habla usted con acento mexicano –observó, queriendo saber algo más de aquel hombre antes de cerrar su acuerdo.

–Mi madre lo es –asintió Antoninus–. Mariana Juárez. Ella me enseñó a hablar español.

–No sé si habrá sitio de sobra en el barco.

–Lo habrá, estoy seguro. Nadie de por aquí, a excepción de La Barracuda, quiere llevar a un extranjero; piensan que traemos problemas. Pero si en ese barco le llevan a usted, no veo por qué no habrían de aceptarme a mí también.

–¿Dice que lleva ocho días en Amor de Dios?

–Ocho días con sus ocho noches. Y le aseguro que estos tipos no han dejado de roncar en todo ese tiempo.

–Y su nombre es Antoninus...

–Antoninus Kürst, pero me llaman Meteo.

–¿Meteo?

–Eso es –el joven entrecerró de nuevo los ojos, quizá a la espera de algún indicio de burla–. Meteo. Ya sabe, de meteorito. Esa es mi profesión: soy buscador de meteoritos.

La prevención inicial de Floren, motivada más que nada por la impecable vestimenta del desconocido, fue barrida por completo con esas últimas palabras. ¡Buscador de meteoritos! Nunca había conocido a uno. ¡En realidad, ni siquiera sabía que existiese semejante profesión! Perdió todo el interés por la hamaca y la ropa seca. Sentados en los escalones del porche, comenzó a acribillar a preguntas al prusiano mientras, en torno a ellos, anochecía.

2
METEO

 

Aunque Meteo, tal y como le había dicho a Floren, había nacido en Potsdam, Prusia, su amor por los meteoritos tenía raíces mexicanas. En concreto, procedía de su abuelo materno, Antonio Juárez, a quien, sin embargo, nunca había llegado a conocer.

–Verá: mi padre estaba orgulloso de la sangre prusiana que corría por sus venas, ¡y por las mías! –le explicó Meteo a Floren aquella noche, mientras a su alrededor, tumbados en las hamacas, los otros huéspedes no dejaban de roncar–. Tenía miedo, creo, de la influencia que pudiese tener en mi carácter la rama más... aventurera... de la familia. Por ello, trató de borrar todo rastro de los Juárez en nuestra casa. Ni siquiera dejaba hablar a mi madre en español. Quería que cuando yo creciese fuese un caballero prusiano de los pies a la cabeza, como él. En la escuela estudiaba geografía, esgrima, historia militar, piano y bailes de salón. Mis compañeros de clase se burlaban y, en vez de Kürst, cambiaron mi apellido por Fürst, «Príncipe».

Floren escuchaba atentamente mientras comía una mazorca asada. El buscador de meteoritos continuó.

–Yo me miraba al espejo y veía lo mismo que todos –aseguró–. Sí, un «príncipe» prusiano, tal y como quería mi padre. Pero por dentro... por dentro sospechaba que había otro Antoninus a quien nadie llamaría «el príncipe». Como si en mi interior hubiese otro muchacho más valiente y más salvaje, un chico mexicano con los ojos y el cabello oscuro.

Mientras escuchaba, Floren examinaba al joven. Definitivamente, a la luz de aquella lámpara de aceite, lo único que alcanzaba a ver era su lado más prusiano.

–Todo siguió así –relató Meteo– hasta que una mañana, durante una ventisca de nieve, llamaron a la puerta de nuestra casa. Abrió mi padre. Se trataba de unos transportistas cargados con un baúl. Nos informaron de que lo enviaba alguien desde el desierto de Atacama.

–¡El desierto más desierto del mundo! –exclamó Floren, pues ya entonces acumulaba gran cantidad de datos de este tipo–. ¡Prácticamente no llueve en ese lugar!

Meteo asintió.

–Se trataba de un arcón de viaje muy robusto, forrado de cuero desgastado, con adornos de latón y tan pesado como si estuviese lleno de balas de cañón. Cuando mi madre bajó por la escalera, con aquel cabello tan negro suyo suelto sobre su bata de seda, y lo vio, se puso pálida, se santiguó y dijo las primeras palabras en español que yo le escuchaba: «Virgencita querida, ahora sé que mi padre ha muerto». Y así era.

–Muerto… –musitó Floren.

–Una carta grapada a las cintas que ataban el baúl y redactada por un tal Emiliano Sagasta acompañaba el envío –explicó Meteo–. Allí decía que Antonio Juárez, padre de Mariana Juárez, viudo, de nacionalidad mexicana, había sido enterrado seis meses atrás cerca de la ciudad de Arica, en un cerro desde el que podía divisarse el océano Pacífico, pues tal había sido su deseo. Junto a esta petición había especificado que aquel baúl, su única posesión de importancia, fuese a parar a manos de su nieto, nacido en Potsdam, Prusia, y de nombre Antoninus.

Meteo se detuvo un momento, tal vez recordando con emoción a aquel hombre que lo había tenido en el pensamiento pese a no haberle visto jamás. Se aclaró la garganta y continuó.

–Mi padre era un hombre severo, como le he contado, pero también justo, y aquel día supo que hay cosas contra las que no se puede luchar. Me indicó con un gesto que debía ser yo quien abriese el arcón. Mi madre, que sin duda conocía su contenido, se sentó en una de las sillas del recibidor sin decir ni media palabra. Recuerdo que me sudaban las manos por el nerviosismo, y no me ayudaba sentir la mirada de mis padres y del servicio fijas en mí, todos en silencio. Las llaves del baúl, que estaban dentro del sobre, me parecieron demasiado pequeñas y además estaban un poco oxidadas. Temí que no correspondiesen a aquellas cerraduras. Sin embargo, al introducirlas y hacerlas girar, cada uno de los engranajes sonó con un chasquido impecable, como si en todos aquellos años de viajes no hubiese entrado en ellos ni una pizca de polvo del desierto.

Meteo hablaba despacio, como si volviese a encontrarse en el recibidor de su elegante casa de Potsdam, con ocho años, arrodillado frente al baúl. Aunque también es posible, o eso pensó Floren, que fuese la noche amazónica, llena de sonidos misteriosos, la que le daba a sus palabras un peso especial.

–Dentro del baúl no encontramos balas de cañón –dijo el buscador de meteoritos sonriendo–, sino piedras. No comprendía por qué mi abuelo me había regalado aquello. ¿Era una especie de broma, o más bien una burla? Las piedras estaban cuidadosamente dispuestas en compartimentos de madera, igual que un enorme joyero. Cada compartimento tenía un papelito clavado en el borde, con un número y un nombre escritos en él. Los nombres resultaban exóticos: Puebla, Veracruz, Oaxaca, Sonora, California, Nuevo México... Sin duda se referían al lugar donde mi abuelo había recogido las piedras, lo que resultaba emocionante. Por otra parte, no eran más que eso, piedras. No brillaban a la luz de las lámparas, como sucedía con algunos minerales que yo había visto en el museo, ni tenían formas curiosas o colores extraños. Miré a mis padres desconcertado; pero si tenía alguna duda sobre la importancia de aquel regalo, se desvaneció al ver la cara de mi padre, que observaba el contenido del baúl como si este confirmase todos sus temores.

–¿Eran meteoritos? –intervino Floren, sin poder contenerse.

–¡Por supuesto! Una colección extraordinaria. Pero, por aquel entonces, yo no sabía nada de eso. Aquella mañana de invierno, mi padre trató de ser justo una vez más y accedió a que me quedase con el baúl, ya que se trataba de mi herencia, pero con la condición expresa de no abrirlo de nuevo hasta que cumpliese los dieciocho años.

Floren resopló. ¿Diez años sin abrirlo?

–Hicieron falta cuatro hombres para subir el baúl a mi habitación. Lo colocaron bajo la ventana y mi padre retuvo el juego de llaves. A partir de entonces, los criados se esforzaron en tapar aquella caja que tanta inquietud provocaba en el dueño de la casa, y lo hicieron de todas las maneras que se les ocurrieron. Primero colocaron sobre él un tapete; luego, una maceta, y por último, una gran cantidad de libros. Pero para entonces yo ya había aprendido a abrir las cerraduras con una ganzúa y bajo las piedras había descubierto algo mucho más interesante: ocho libretas de tapas negras plagadas de dibujos (algunos, de piedras; otros muchos, de paisajes o de detalles vistos a través del microscopio) y escritas de principio a fin con una letra menuda y picuda. En la primera página de cada uno de aquellos cuadernos aparecía el nombre de mi abuelo: Antonio Juárez, las dos únicas palabras que fui capaz de leer.

–¿Por qué?

–Porque las libretas estaban escritas en español.

–¡Y tú no sabías! ¡Es cierto! ¿Y qué hiciste?

–No dije nada sobre lo que había encontrado, por supuesto; pero cuando llegó mi siguiente cumpleaños, pedí como único regalo que mi madre me enseñase su lengua materna.

–¿Se enfadó tu padre?

–Si se enfadó, no dijo nada. Y a mi madre se la veía feliz enseñándome –la cara de Meteo se iluminó al recordar aquella felicidad–. Comenzó por los objetos de la casa: mesa, silla, cama, cortinas, traje, lámpara... Luego continuó por aquello que podía verse desde la ventana: árbol, tejados, caballo, farola, vecino, chimenea, lluvia... Después fue más lejos: barcos, gaviotas, océano, patria... Una vez se abrió el grifo, ya no hubo manera de pararlo. Me contó toda clase de historias sobre la tierra en la que se había criado de niña, al sur de México, y sobre los extraños regalos que le hacía su padre cuando iba a visitarla al convento donde pasó su infancia: una pequeña guitarra hecha con el caparazón de un armadillo, una flor de cactus dentro de un pliego de papel secante, un puñado de arena roja en un botecito de perfume, regalos que aún guardaba en una caja, allí, bajo su cama prusiana, y que me mostró entonces por primera vez. También me habló de una ocasión en la que su padre, Antonio Juárez, le trajo algo distinto a todo lo anterior: una piedra. «¿Cómo las del baúl?», le pregunté yo, y ella me dijo que sí. «¿Y por qué te trajo una piedra», insistí, sabiendo que aquella era una pregunta importante. «Porque ese era su trabajo, a eso se dedicaba».

Floren, con los ojos brillantes, asintió.

–Buscador de meteoritos... –murmuró con admiración.

Meteo afirmó y continuó con la historia.

–Mi madre, mirando de reojo el baúl, semioculto bajo el tapete, la planta y los libros, añadió: «Meteorito, esa es la palabra más lejana que te puedo enseñar. Esas piedras son pedacitos de estrellas».

A partir de entonces, mi fascinación por el baúl creció aún más. Leí todos los libros que encontré sobre meteoritos. Por las noches abría el gran cajón y me asomaba a su interior. ¿Dónde habían estado con anterioridad aquellas rocas? ¡En la oscuridad del cosmos, en lugares que ningún hombre había visto! Y ahora estaban allí, en mi habitación. Cada noche podía tocar unas piedras que habían cruzado el universo y compartir su misterio. Me bastaba sostener una de ellas para sentirme un poco más audaz.

Llegado este punto del relato, Meteo se revolvió.

–¡Qué barbaridad! Le estaré aburriendo con estas niñerías.

–No, no, en absoluto –replicó Floren vivamente–. Siga, tenemos toda la noche.

–Sí, eso es cierto –resopló Meteo–. ¡Ya habrá tiempo para dormir en el barco! ¡Cuatro días! ¡A veces siento que llevo toda una vida remontando este río! ¿No le parece que no termina jamás?

–¡Oh, no! ¡El río es siempre tan distinto! ¿Recuerda la desembocadura? ¡Ancha como un mar! Y los delfines rosados, río arriba, ¿los vio usted? Y las gentes que viven en sus orillas, procedentes de docenas de tribus distintas, con sus dialectos, sus costumbres... No, no, ni el Amazonas ni su caja de meteoritos tienen ninguna posibilidad de aburrirme.

Meteo rio, mirando al joven botánico con simpatía.

–Seguiría, pero la verdad es que tengo la garganta seca de tanto hablar.

–¿Qué tal si bebemos un poco de eso? –propuso Floren señalando una de las botellas de cristal azul–. No creo que a su dueño le importe compartir uno o dos tragos. Probablemente ni se dé cuenta.

–¿Habla en serio? –la cara del prusiano, sombreada por la luz de la lámpara, se arrugó en una mueca–. No he probado nada peor en mi vida.

–¿Cómo? ¡Pero si todo el mundo lo toma!

–Deduzco que usted no lo ha probado. ¡Con decirle que las mujeres de aquí utilizan ese aguardiente como repelente para mosquitos! Es muy eficaz, se lo aseguro. Pero venga, adelante, tome un trago. No creo que nada que yo le diga pueda resultarle más ilustrativo que eso.

Floren tomó la botella y quitó el tosco tapón de corcho. Un olor poderoso, de alcohol y azúcar, subió hasta su nariz.

–¡Sí que parece fuerte! –exclamó, sin decidirse a beber.

–¿Fuerte? ¡Es puro veneno! Lo hacen en Ibunne y lo comercializan por toda la zona –resopló de nuevo Meteo–. Es lo habitual por aquí. Alguien ingenia una mezcla de plantas y alcohol, lo embotella y ahí tiene el resultado: Trago de Dioses. O, más bien, Trago del Diablo, que es como lo llaman, porque vuelve locos a quienes beben demasiado. Aunque, en mi opinión, cualquiera que se lleve eso a la garganta ya está sobrepasando mi límite, se lo aseguro.

Floren, pese a todo, se llevó la botella a los labios y los humedeció. De inmediato escupió sobre el barro, limpiándose la boca con la manga.

–De acuerdo, Trago del Diablo. No lo olvidaré –resopló–. Pero ahora siga con su historia. ¿Qué es lo que hace aquí? Porque no puede estar buscando un meteorito, ¿verdad? No en medio de la selva.

Meteo frotó algo de aguardiente sobre sus muñecas y continuó.

–Sería como buscar una aguja en un pajar, ¿no es cierto? –dijo, casi como si hablase consigo mismo–. Lo sé, lo sé. Pero verá: esto tiene relación con lo que le contaba. Para cuando cumplí once años, ya era capaz de leer en español. No muy bien al principio, pero sí lo suficiente como para tratar de leer los cuadernos de mi abuelo. Y eso es lo que hice, llevando buen cuidado de no decírselo a nadie.

–¿Tampoco a su madre?

–No, tampoco a ella.

–Siga.

–Mi abuelo había llevado un detallado registro de sus viajes en busca de meteoritos: los detalles acerca de sus hallazgos, las fechas, el lugar, el tipo de roca. Pero poco a poco había dejado de ser un mero listado de datos para convertirse en una especie de diario de su trabajo. Allí recogía información sobre «avistamientos» y «caídas», anécdotas que le sucedían, historias que le habían contado y, sobre todo, reflexiones acerca de lo que veía o escuchaba, sobre las decisiones que debía tomar, sobre sus dudas. A través de esas lecturas, Antonio Juárez comenzó a convertirse en alguien muy real para mí, y fui aprendiendo de él todo lo que un buscador de meteoritos puede aprender de otro. O casi todo. Por ejemplo, que los meteoros, al destruirse en la atmósfera, siempre caen en haz sobre la tierra y que por ello, una vez das con un pedazo, hay que trazar una elipse imaginaria alrededor dentro de la cual buscar sus fragmentos. Por eso el mejor lugar para encontrarlos son las zonas desérticas, donde nada estorba la vista. Por cierto, la mayoría de los meteoritos tienen un aspecto semejante al de rocas comunes. Aunque también los hay que parecen hierro fundido y otros tienen la superficie cubierta de cráteres. Algunos son gigantescos y otros tan pequeños como un guijarro, ¡y aún más! También aprendí que hay que prestar atención a las supersticiones y leyendas de los distintos pueblos alrededor de estas «caídas» porque son una fuente muy valiosa de información; pero no siempre es fácil distinguir lo real de lo inventado.

Meteo había subido un poco la voz al hablar de todo esto, exaltado como estaba por lo apasionante del tema. Ahora volvió a mostrarse pensativo, más melancólico que desafiante.

–En esas libretas, además, encontré los paisajes de México, sus gentes y sus relatos, las revueltas que sacudían el país cuando mi madre era niña y mi abuelo lo atravesaba de parte a parte buscando rocas caídas del cielo, el calor del desierto, el Pacífico... Cuando terminé de leer supe que, si bien no había heredado de la familia Juárez el color del pelo ni el de los ojos, sí era suya hasta la última gota de sangre que corría por mis venas. Creo que eso es lo que mi abuelo quiso legarme, que eso era lo que contenía en realidad aquel baúl.

Se quedaron en silencio unos minutos, como meditando aquellas palabras, hasta que Floren reanudó la charla.

–Pero entonces, ¿en qué quedamos? –dijo, sin poder contener su curiosidad–. ¿Está o no está buscando un meteorito?

–Pues... digamos que he venido para comprobar si los relatos que recogió mi abuelo sobre cierto asunto tienen algún fundamento.

–¡Relatos! ¿Qué relatos?

–Historias indígenas sobre sus dioses, ya sabe...

–No, no sé. ¡Cuénteme!

Meteo dudó un momento. Luego miró alrededor, comprobando que los hombres aún roncaban, y bajó la voz.

–Existe una leyenda en esta zona, una leyenda sobre unas bolas de fuego que cayeron hace años del cielo.

–¡Meteoritos!

–¡Shhh! –le riñó Meteo–. No levante la voz, o no continuaré.

Floren, con la boca cerrada, asintió repetidas veces. No diría nada. Nada de nada.

–Las últimas anotaciones del último de los cuadernos de mi abuelo...

–Antonio Juárez –apuntó Floren de forma bastante innecesaria.

–Sí, de Antonio Juárez, giraban en torno a esta historia. «Las lágrimas de Naraguyá», es como la conocen por aquí. Según esa leyenda, la diosa Naraguyá, madre de todos los ríos, rompió a llorar cuando los hombres de la tribu de los yucatti mataron a uno de sus hijos, que había adoptado forma de jaguar para recorrer la selva. Aquellas lágrimas se convirtieron en bolas de fuego y cayeron en la espesura, destruyendo el poblado yucatti. Pese a la destrucción que causaron, se consideran lágrimas sagradas, con ciertos... poderes, y los descendientes de aquellos cazadores les rinden tributo desde entonces. Ellos y un ejército dorado que las protege.

–¡Un ejército dorado! –exclamó Floren, bajando rápidamente la voz ante la alarma de Meteo–. ¿Qué quiere decir eso?

–Oro, seguramente. Esculturas rituales –replicó Meteo sin darle especial importancia.

–¡Un tesoro!

–Quizá, pero no es eso lo que me interesa. No me importa el oro, sino las rocas. Tienen que haber sido realmente grandes para originar la leyenda y todo lo demás.

–¿Qué es «todo lo demás»?

–No sé; se dicen muchas cosas, como en casi todas las leyendas de este tipo. Que quien las toque obtendrá la inmortalidad.

–¡Qué estupidez! Científicamente, eso es imposible.

–Lo sé, lo sé. Otros aseguran que, después de tocar las lágrimas, todo lo que roces se volverá de oro.

–¿Como una especie de rey Midas?

–Eso es. O que las piedras están malditas y quien las toca se convierte en pájaro. O que, directamente, muere.

–Vaya predicciones más halagüeñas –rumió Floren–. ¿En qué se basarán?

–Imagino que en el hecho de que nadie que las haya buscado ha regresado –le respondió Meteo mirando hacia la oscuridad.

–¡Ah, vaya! ¿Y cuánto hace que pasó eso?

El buscador de meteoritos suspiró; el viento agitaba las palmeras y los castaños. Empezó a lloviznar.

–Unos ochenta años, algo menos.

–¡Ochenta años! ¿Y dónde exactamente?

–Eso nadie lo sabe, ¡o casi nadie! Mi abuelo... –dudó, volvió a mirar hacia las hamacas y bajó aún más la voz–. Mi abuelo tenía una pista. Estaba dispuesto a intentarlo. Él era bueno en esto, sabía separar el grano de la paja. Lo hubiese conseguido, puedes estar seguro. De no haber terminado su vida en Atacama, hubiese venido y encontrado las lágrimas.

–¿Por eso quieres hacerlo? ¿Por tu abuelo?

–Sí, supongo que sí. Y porque ya es hora de que comience mi propia colección de meteoritos, ¿no crees?