Bis

DAVID FERNÁNDEZ SIFRES
JORGE GÓMEZ SOTO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Yolanda y a Cecilia,
con las que iríamos a cualquier fiesta.

 

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Entre los árboles se adivina la luz de un faro.

–Ya vienen.

Karol y Alice observan cómo la moto abandona la carretera y se detiene a unos metros de ellas con un derrape calculado. Dos sombras se bajan del ciclomotor, una por cada lado. Aunque se encuentran a escasos metros de ellos, la oscuridad impide que puedan distinguirlos.

–¿Karol? –la voz de Víctor disipa sus dudas.

Antes de que los chicos lleguen a su altura, ambas se miran.

–Siempre vienen –susurra Alice.

Hasta ahora, nadie se ha resistido a una cita con ellas.

–Pensábamos que nos ibais a dejar solas –dice, ya elevando la voz.

–Nos ha costado muchísimo elegir entre quedar con vosotras para ir a una fiesta secreta o ver una peli en la residencia –bromea Víctor–. Tranquilas, nos vais a tener todo el rato encima...

–Habla por ti, que yo soy un caballero ¿eh? –se hace el ofendido Martín.

–Sí, un caballero Jedi, que no puede... ya sabes –se burla Víctor, y vuelve a centrarse en las chicas–. ¿Lleváis mucho tiempo esperando?

–No, acabamos de llegar –dice Alice.

–Uhmm. Ya había olvidado vuestros acentos.

–¿Desde ayer? –pregunta divertida Karol.

–No estuvimos con vosotras ni dos horas.

–Hoy será más.

 

Ellas son las primeras en franquear los restos del arco de ladrillo que da entrada a la finca y, al instante, las adelanta Martín, que ha vuelto a por la moto. Aparca unos metros más adelante, a un lado del camino de tierra, en una explanada en la que motos, coches y un par de autobuses están colocados sin ningún orden, como dejados caer.

El lugar se encuentra cerca de una de las carreteras que atraviesan el bosque, a bastante distancia de la población más cercana. Las pisadas de los cuatro sobre la tierra se mezclan con el rumor de algún manantial oculto. El camino va descendiendo y girando lentamente hacia la derecha. Todavía no se aprecia nada que invite a pensar en una fiesta.

–¿Estáis seguras de que por aquí hay algo? ¿No nos habréis traído a este paraje oscuro y solitario para aprovecharos de nosotros? –pregunta Víctor con un tono de voz que impide saber si habla en serio–. Realmente, no sé qué preferiría... Bueno, sí.

–«Paraje» no sé lo que significa, aunque me lo imagino, pero «solitario»... con todos esos coches y motos...

Martín trata de reconducir la conversación:

–No conocíamos esta carretera. Yo creo que debe de pasar un coche cada tres años. Y la entrada de la finca casi ni se distingue. Si no nos llegáis a mandar la ubicación, no la habríamos encontrado ni de coña.

Alice observa a los chicos. Le resulta evidente que Víctor es el más descarado, y Martín, el prudente. De hecho, camina mirando a todas partes, como estudiando el terreno.

–¿Pero la fiesta es aquí? –insiste.

–Nos han dicho que al final de este camino.

–Pensaba que nos íbamos a encontrar con más gente.

–Por la hora que es, imagino que somos casi los últimos en llegar –interviene Karol–. En este tipo de fiestas no es bueno que se vean muchas personas juntas. Si pasa alguien por la carretera y ve follón en la entrada, la fiesta ya no sería secreta.

–¿Ves como no era una coña lo del secretismo? –Víctor le da una colleja a Martín.

–¿No os fiabais de nosotras? –Alice se hace la ofendida.

Martín muestra su sorpresa.

–Hombre, para habernos conocido ayer…

–¡Eh, que yo las conocí hace una semana! –interrumpe Víctor.

–Quiero decir en persona –aclara Martín–. Decía que, para habernos conocido ayer, nos estamos fiando bastante.

–Y más teniendo en cuenta que nos estáis llevando a lo oscuro....

–¡Qué pesado con lo oscuro! –protesta Alice.

Víctor sigue con la broma.

–Ni siquiera un rato de charla... ¡Aquí te pillo, aquí te mato!

Las dos chicas se paran de golpe. Martín se da cuenta de que se han asustado.

–Tranquilas, que es una expresión de aquí... Bueno, y el lema de Víctor –ríe.

Más adelante, el camino se ensancha. Lo flanquean varios camiones idénticos que parecen guiarlos hacia una nave inmensa en medio de aquel lugar perdido.

Víctor se anima al momento.

–Como todo lo que llevasen estos camiones esté ahí dentro, va a ser la hostia.

–No habéis hablado de la fiesta con nadie, ¿verdad? –pregunta Alice.

–Claro que no. Somos gente de palabra.

–¡Si hasta hace media hora no nos habéis mandado la ubicación!

–Claro, como no os fiais de nosotros... –apoya Martín.

–¡Eh, que nosotras tampoco lo sabíamos hasta esta tarde!

–Nadie lo sabía hasta hoy, creo –añade Karol y, como si ella misma se lo hubiese recordado, saca el móvil y busca unos mensajes–. Por cierto, acordaos cada uno de vuestra clave. Víctor: d-t-h-p-r-t-y-2-1-1.

–Eso lo he leído yo antes en el oculista.

Karol ríe con la ocurrencia de Víctor y le golpea el hombro. En general, Karol ríe y habla más que Alice.

–Martín, la tuya es d-t-h-p-r-t-y-2-1-4.

–Me he quedado en la hache. Repite, que la apunto en el móvil.

–Y la mía también, please –dice Víctor.

 

A medida que se acercan, va tomando forma la figura de una persona en medio del camino, entre dos camiones que soportan antenas parabólicas. Es un hombre corpulento, lleva un traje de una talla menos y sujeta en la mano un dispositivo electrónico. Se coloca frente a ellos, cortándoles el paso, y les pide la clave.

–Sí, sí, tengo la clave –responde Víctor, y se queda mirando al hombre; Karol le tiene que dar un codazo para que reaccione–. Ah, sí, que te la diga, ¿no? D-t-h… Espera –dice, y echa un vistazo a su móvil–. D-t-h-p-r-t-y-2-1-1.

El vigilante pasa unas pantallas en su tableta antes de encontrar la de Víctor. Repite la contraseña dirigiendo la voz hacia el micrófono que lleva en la solapa. Se ajusta el pinganillo que asoma por su oreja y se queda inmóvil un instante. Al poco, asiente levemente con la cabeza. Le acerca la tableta a Víctor y le pide que teclee su número de teléfono.

–¿Y eso? –pregunta Martín.

El hombretón le mira un tanto contrariado. Responde sin ganas, como cansado de repetir siempre lo mismo:

–Seguridad. Para confirmar la clave.

Víctor teclea su número y, al terminar, un sonido acompañado de una vibración le indica que ha recibido algo en su móvil. Cuando lo mira, la pantalla le pide que confirme la clave.

–Menudo coñazo –murmura.

La introduce y el teléfono se queda varios segundos como suspendido. Martín y las chicas se acercan para ver qué ocurre. Finalmente, la pantalla se vuelve negra y aparecen varias líneas en el centro:

 

Reglas

 

1.ª Debes acceder solo.

2.ª Si abandonas la fiesta, no puedes volver a entrar.

3.ª Disfruta.

 

Abajo del todo, un botón de Aceptar, que Víctor pulsa por inercia.

El hombre repite el proceso con todos los demás y solo después les indica el orden de entrada: Víctor, Karol, Alice y Martín. Con dos minutos de diferencia entre cada uno.

–¿Y por qué tenemos que entrar así?

Martín vuelve a incomodar al segurata, pero antes de que este tenga que contestar, lo hace Víctor:

–¡Qué más da, tío! Son las reglas –Víctor mira a Martín y a las chicas–. Os echaré de menos –pronuncia de forma teatral–. A ti, dos minutos. A ti, cuatro. A ti, seis.

Martín niega con la cabeza y resopla.

–Anda, nos vemos dentro.

3:30:00

 

Desde la posición en la que me separo de ellos no se ve ninguna puerta de entrada, así que empiezo a bordear la nave. Esta hondonada en medio de ningún sitio no parece el lugar más adecuado para una fiesta. Aunque, bien mirado, sí es el ideal para una fiesta secreta. No distingo la canción, pero puedo percibir en el pecho su retumbo. Las paredes exteriores de la nave son lisas y de una altura similar a las de mi edificio, que tiene tres pisos. La construcción, sin recovecos ni curvas, parece un enorme cubo semienterrado. Cada pocos metros hay una cámara de vigilancia. Qué exageración. Cuando Karol y Alice nos invitaron a una fiesta secreta, no podía imaginar un despliegue semejante. Yo pensaba que la iban a montar en un descampado perdido, con varias barras improvisadas, un potente equipo de música y poco más. Tipo fiesta de pueblo pequeño.

Paso entre dos clones del gigante anterior, que parecen sendas columnas. La puerta es pequeña. De ella solo salen música y calor. Asomo la cabeza antes de entrar, pero lo único que veo es un pasillo hacia la derecha. Me dejo absorber por el edificio, por la promesa de una fiesta memorable. No he recorrido ni tres metros cuando, de repente, algo cae con estruendo a mi espalda. Uno de los focos que iluminan el pasillo se ha desprendido del techo. Debía de pesar bastante, porque se ha roto en muchos pedazos y ha temblado el suelo. Los gorilas abandonan su inmovilidad y se acercan hasta el lugar del siniestro. Yo miro hacia arriba con cara de «yo no he sido», aunque resulta evidente, porque los focos se encuentran a una altura que solo alcanzaría si pudiese volar.

¿A alguien se le habrá ocurrido meter una escoba y un recogedor en alguno de los camiones? En cualquier caso, no es mi problema. Un foco se ha roto, pero ha entrado Víctor, o sea, yo. La fiesta ha salido ganando.

De pronto me vibra el móvil. Lo saco del bolsillo y, donde antes estaban las sencillas reglas de la fiesta, ahora hay un reloj digital: 3:29:58. ¿Cómo van a ser ya las tres y media, si hace un rato miré la hora y no era ni medianoche? Ese reloj está escacharrado. Ah, no, pero si van bajando los segundos...

Es una cuenta atrás.

La sala a la que accedo es enorme. Haces de luz no dejan de moverse, como si buscaran gente por la sala de forma frenética. Sin embargo, no es tan oscura como habría imaginado. Quizá había asociado fiesta secreta con fiesta oscura, y es evidente que en esta estancia no es así.

En la pared de enfrente, con números tan grandes como personas, está proyectado el mismo cronómetro: 03:29:48.

Karol entrará aproximadamente cuando marque 03:28:00; Alice, 03:26:00 y Martín, 03:24:00.

Mi primera intención es esperar cerca de la puerta a que lleguen los demás, pero el jolgorio me llama. Hay un ángel con alas rojas, disfrazado de preciosa mujer, balanceándose sobre algunas cabezas en un columpio de largas cuerdas que cuelga del techo. ¿Cómo se habrá subido? Resulta absurdo, pero me gusta. Muevo la boca como si estuviese pronunciando la palabra «hola». Es mi saludo a la multitud. Atravieso la estancia en dirección a la barra más cercana que he localizado.

Una camarera espectacular se acerca con una sonrisa tan agradable que me hace sentir como si llevara toda la noche esperándome. Seguro que se comporta así con todos, pero lo hace tan bien…

–Ponme un whiseras –le pido en voz alta.

–¿Un...?

Whi-se-ras –silabeo con claridad.

La camarera niega con la cabeza, no porque no quiera ponérmelo, sino porque no tiene ni idea de qué le estoy pidiendo. Se la ve apurada, casi tensa.

–No me creo que no te lo haya pedido nadie antes. No se puede organizar una fiesta por esta zona y no saber qué es un whiseras. Tenemos la denominación de origen registrada y todo –añado–. ¿Quieres saber qué lleva?

Ella asiente y acerca su oreja a mi boca.

–Whisky con lo que quieras.

Se relaja y sus labios vuelven a sonreír. Echa los hielos en el vaso y se da la vuelta en busca de la bebida.

–A mí pídeme lo mismo –de pronto, tan cerca que parece que estuviese dentro de mi oído, escucho una voz femenina con acento ruso que no puede ser de nadie más que de...

–¡Karol! Dos minutos sin ti se hacen muy laaaargos.

–Eteeeernos –bromea ella.

Cuando vuelve la camarera, le pido otro y Karol le hace un gesto para que se lo ponga corto de alcohol.

Alice sería más guapa que Karol si solo fuesen dos fotografías o dos esculturas, ya me di cuenta ayer; pero cuando empiezan a hablar, moverse y sonreír, Karol toma la delantera. A lo mejor me gusta porque es la que más se parece a mí, la que más se ríe con mis bromas y, en general, la que más caso me hace de las dos... Su media melena es de un color cobrizo demasiado intenso para ser natural, y las puntas se curvan hacia su cuello como atraídas por él. Tiene la piel clara e intuyo que suave. Me encantaría comprobarlo.

Martín y yo hemos tenido algunos éxitos sonados con chicas que parecían muy por encima de nuestras posibilidades. Él, por supuesto, antes de estar con Marta... –Martín y Marta, los Mart, los llamo yo... o los llamaba... o yo qué sé–. Pero un triunfo como el que puede producirse esta noche, con un par de chicas impresionantes que nos sacan tres y dos años, nunca. No hay precedentes. Puede haber un antes y un después de hoy en nuestras vidas. Parece mentira que hayamos encontrado dos chicas que se acoplen tan bien con cada uno de nosotros. Porque si Karol es igual a mí, Alice parece un calco de mi amigo. Ni que nos hubieran elegido aposta. Y Martín todavía convencido de que no es posible conocer chicas interesantes en las redes. A ver si mañana piensa lo mismo.

La camarera termina de servirnos las copas y Karol señala unas escaleras cercanas.

–¿Vamos a dar una vuelta por la fiesta? Tiene que ser enorme.

–¿No esperamos a Martín y a Alice? –pregunto haciéndome el sorprendido, solo para ver a Karol negar con la cabeza mientras sonríe como si estuviese planeando una travesura.