Prólogo

 

La manzana que soñaba con ser una estrella

Había una manzana que soñaba con ser una estrella. Miraba de noche con envidia la luz que desprendían las estrellas en el firmamento y a ella le deprimía no desprender luz alguna. No le gustaba tampoco estar quieta día tras día en aquella rama que miraba a la tierra.

Cuando el viento soplaba, la manzana le preguntaba:

–¿Están fijas las estrellas en el firmamento?

–No –respondía el viento–, viajan a grandes velocidades.

La manzana lamentaba y maldecía la suerte que le había tocado de estar siempre inmóvil y sin luz. Cuando los pájaros se posaban de día en el árbol, la manzana preguntaba:

–¿Dónde están ahora las estrellas? ¿Están recogidas en algún lugar secreto? No las veo por ninguna parte.

Los pájaros decían:

–Las estrellas están en el firmamento y siguen viajando y viajando. Lo que pasa es que su luz es más débil que la del sol y por eso no se las ve.

La manzana se entristecía y lloraba por su desdichada condición. Quería ser una estrella.

Un buen día, una familia salió al campo y se cobijó a la sombra del manzano. Alguien golpeó sin querer el tronco y la manzana que quería ser estrella acabó en el suelo. El niño de la familia vio la manzana, comprobó que estaba madura y preguntó si podía comerla. Le dijeron que sí. Pidió un cuchillo a su madre y cortó la manzana, no del rabo al centro, sino en sentido transversal. Cuando la partió, asombrado, gritó:

–Papá, mamá, ¡una estrella!

En efecto, en el centro de la manzana se hallaba una estrella de cinco puntas. La manzana descubrió, a la voz del niño, que aquello que buscaba tan lejos estaba en su interior, se encontraba en su corazón.

 

Durante la lectura del libro de Andrea Giráldez Hayes y Emma-Sue Prince me ha venido a la mente con reiteración la historia de la manzana que soñaba con ser una estrella. Verá el lector, o lectora por qué.

Muchas veces perseguimos la felicidad en las cosas, en el poder, en el dinero, en la fama, en el conocimiento, en las destrezas… Si mirásemos con cuidado, veríamos que se encuentra en nuestro interior.

Ser inteligente es desarrollar la capacidad de ser felices y de ser buenas personas. Pero ¿a qué fines se encamina el sistema educativo?, ¿qué es lo que perseguimos en la escuela?, ¿en qué empeñamos nuestro tiempo? Pues bien, no hay nada más estúpido que lanzarse con la mayor eficacia en la dirección equivocada. Si todo el conocimiento que se adquiere en las escuelas sirviera para dominar, explotar y engañar mejor al prójimo, más nos valdría cerrarlas.

Andrea y Emma han hecho un trabajo tan sencillo como ambicioso. Se han preguntado por lo esencial. Y han pretendido ofrecer al lector, o lectora, una información eficaz para buscar la felicidad. No hay objetivo que pueda anteponerse a ese.

Me imagino, a veces, las instituciones escolares como barcos en alta mar. Toda la tripulación extenuada por las muchas y acuciantes tareas. Alguien pregunta:

–¿Se puede saber hacia dónde va el barco?

Nadie, ni siquiera el capitán, puede responder, más que lo siguiente:

–No lo sabemos. Estamos demasiado ocupados en las tareas apremiantes.

¿Y si van hacia el abismo? ¿Y si están dando vueltas en círculos concéntricos? Pues bien, no hay viento favorable para un barco que va a la deriva.

No tiene mucho sentido navegar a toda velocidad sin saber hacia dónde se va. ¿Qué pretende la escuela? Que salgan de sus aulas personas críticas. ¿Y si salen adocenadas? Que salgan ciudadanos solidarios. ¿Y si salen egoístas, competitivos e insolidarios? Que salgan personas creativas. ¿Y si salen romas y repetitivas? Que salgan personas felices. ¿Y si salen desgraciadas?

Las autoras de este libro se han planteado una cuestión fundamental: ¿Cuáles son las habilidades más necesarias para la vida? Y, después de definir en qué consisten, han elegido nueve. Ellas mismas afirman que podrían ser muchas más. Se trata de habilidades que nos ayudan a conocernos, a vivir felices, a relacionarnos bien con los demás: conocerte a ti mismo, adaptabilidad, optimismo, resiliencia, integridad, empatía, escucha activa, pensamiento crítico y creativo y proactividad.

Publiqué hace años en Buenos Aires un pequeño libro titulado Arqueología de los sentimientos en la escuela. Digo en él que la escuela ha sido tradicionalmente el reino de lo cognitivo, pero no (y debería serlo) el reino de lo afectivo. Cuando entramos en ella (profesores y alumnos) se nos pregunta: “¿Cuánto sabes?” Pero nunca: “¿Eres feliz?” Y cuando salimos de ella, se repite la misma pregunta: “¿Cuánto sabes?” Pero no si has aprendido a ser feliz.

Algunos objetan que no se puede abandonar el desarrollo del currículo académico para distraerse con otras preocupaciones, por muy sensatas que sean. Quienes así piensan se equivocan. Porque para aprender hace falta, como certeramente plantean las teorías constructivistas, una disposición emocional para el aprendizaje y no solo la coherencia lógica externa e interna del conocimiento. Solo aprende el que quiere. El verbo aprender, como el verbo amar, no se puede conjugar en imperativo. La profesión de enseñar gana autoridad por el amor a lo que se enseña y el amor a los que se enseña.

La ventaja enorme de este libro es que no solo nos dice hacia dónde tenemos que caminar, sino que también nos indica cómo hay que hacerlo. En efecto, después de explicar con claridad, sencillez y eficacia lo más importante de cada una de las habilidades, después de explicar por qué es importante cada una de ellas, nos dice cómo desarrollarlas. Me ha gustado también la forma sugestiva y elegante de la invitación: “¡Prueba esto!”. Te dan ganas de decir al leerlo: “Pues sí. Lo voy a probar. Gracias”. Porque nos habían persuadido previamente de lo importante que era hacerlo. Cada capítulo se cierra con siete recomendaciones para desarrollar la habilidad.

Este es un libro para leer y para hacer. Para pensar y para sentir. Para comprender y para compartir. Para hablar y para escuchar. Son “ideas en acción”, como titulé un libro con ejercicios para la enseñanza y el desarrollo emocional.

Cuando leí el índice y me topé con el título del capítulo diez (Mi fin es mi comienzo), pensé que las autoras iban a abordar el espinoso tema de la muerte. Luego vi que no. Dedicamos todo el esfuerzo a preparar para la vida. ¿Y la muerte? Un grupo de profesores de la Universidad Autónoma de Madrid lleva más de veinte años investigando sobre cuestiones relacionadas con la didáctica de la muerte. Pocas veces se piensa en ello. Y nada hay más inexorable que la certeza de que vamos a morir y de que también habrán de hacerlo nuestros seres queridos. Pocas veces se hace frente a ese tabú. Pocas veces se piensa en las habilidades necesarias para enfrentarse a la muerte. Habría que hacerlo.

 

El libro está destinado a educadores y educadoras, a padres y madres preocupados por el desarrollo emocional de los hijos e hijas, a especialistas en educación y, en general, a todas y cada una de las personas sensibles y responsables. Porque el libro nos interpela a todos y a todas. Nos pone frente al espejo de nuestra felicidad. Y nos hace preguntarnos por aquellas estrategias que de verdad contribuyen a que las personas sean felices. Cada uno se asomará al libro desde su especial idiosincrasia, desde sus intereses y preocupaciones. Para cada uno será distinto. Hay dos tipos de lectores: los inclasificables y los de difícil clasificación. Estoy seguro de que todos quienes lo abran no se verán defraudados.

Creo que en las escuelas hay que formar no a los mejores del mundo, sino a los mejores para el mundo. Y para ello es preciso que los alumnos y las alumnas aprendan y dominen aquellas habilidades que les permitan vivirse a sí mismos dignamente y relacionarse con los otros de forma honesta, solidaria y compasiva. Este libro es un buen vademécum para conseguirlo. Es una suerte para ti, querido lector, querida lectora, que haya caído en tus manos.

Andrea y Emma han conseguido, con su esfuerzo, su inteligencia, su sensibilidad y el amor que ponen en lo que hacen, que miremos en la dirección adecuada y que descubramos el lugar exacto en el que se encuentra la estrella de la felicidad. Nunca se lo agradeceremos suficientemente.

Miguel Ángel Santos Guerra

Catedrático emérito de Didáctica y Organización Escolar