Para Vera y Claudia.

ESTOY SEGURO de que la historia que voy a contaros os parecerá increíble en muchos momentos. Lo sé, y no es extraño, porque es una historia llena de viajes al fin del mundo, de vientos que enloquecen a los hombres más valientes, de islas perdidas y de noches en vela bajo millones de estrellas. A mí, si no la hubiera visto con mis propios ojos, si no la hubiera andado con mis propios pies, también me lo parecería.

Pero puedo aseguraros que lo que vais a leer aquí es totalmente cierto. Tan cierto como que el agua del mar es salada y el cielo azul, y que los ojos más negros que he visto en mi vida estaban en la cara de una anciana llamada Dora, en Barbados. Sé que aún no me conocéis, pero ya veréis que yo no miento jamás. Y no es porque me lo enseñaran mis padres (no los conocí), sino porque he descubierto, después de tratar con embusteros de toda calaña, que la mentira solo trae problemas a una persona: quien la dice. Creedme, nunca llegaréis a ningún lugar a través de una mentira, por buena que os parezca. Más tarde o más temprano, aparecerá alguien que sabe la verdad; y entonces tendréis tantos problemas que desearéis haber mantenido la boca cerrada.

Pero dejemos las lecciones para más adelante. Por ahora, solo os haré una advertencia: si venís conmigo, tendréis que estar atentos y ser astutos, porque vamos a visitar lugares peligrosos en los que conoceréis a gente no muy recomendable. Yo os guiaré en el viaje, y es mejor que me hagáis caso porque, allí donde iremos, los errores se pagan caros y no se dan segundas oportunidades. Para empezar, os daré un par de consejos que os servirán en todo lugar: uno, nunca os sentéis de espaldas a la puerta en las tabernas; y dos, cuando os presenten a alguien nuevo, jamás abráis la boca primero. Es mejor dejar que el otro hable un buen rato hasta que ya no sepa qué decir. Entonces se produce un silencio incómodo, y justo después, si consigues permanecer callado un poquito más, el otro te dirá algo importante, algún secreto que podrás usar más tarde. Esto es porque los piratas odian el silencio. Son tipos pendencieros y ruidosos, y no les gusta pensar demasiado.

Porque (¿he olvidado decirlo?) esta es una historia de piratas. Con sus barcos, sus parches en el ojo, sus patas de palo y sus tesoros escondidos.

¡Ya sé, ya sé! Vais a decirme que esto ya lo habéis oído mil veces. Pues os puedo asegurar que no. Esta va a ser, sin duda, la más extraña historia de piratas que escucharéis, aunque vivierais mil años y recorrieseis hasta el último puerto del Caribe escuchando a todo aquel que tuviese algo que contar. Eso puedo jurarlo.

Nunca jamás hubo un capitán como Barracuda, no hubo otra aventura como la nuestra, y nadie podría contárosla mejor que yo, que estuve desde el principio.

El principio... Sí... Todo esto empezó... justo así.

1

 

–¡MALDITOS PESCADORES DE AGUA DULCE! ¿Y vosotros os llamáis piratas? –gritó desde el puente el capitán Barracuda–. ¡Juro que al que abandone su puesto le colgaré de la mesana por los pulgares!

Toda la tripulación del Cruz del Sur se encogió de miedo dentro de sus botas. Barracuda era el pirata al que temían los piratas. Era listo, despiadado y presumía de no tener amigos. Su cara estaba llena de cicatrices, y le faltaba la mano izquierda. En su lugar llevaba un garfio enorme y oxidado. Nadie se atrevió nunca a preguntarle dónde la había perdido, por lo que circulaban numerosas leyendas sobre el asunto.

–Pero, capitán... –se atrevió a decir Nuño, un viejo español que había surcado los siete mares–. Llevamos más de diez días navegando y no hay ni rastro de la maldita isla de Kopra. Los hombres empiezan a dudar de que exista realmente. Tal vez deberíamos dar la vuelta...

Los piratas comenzaron a vociferar, protestando y maldiciendo en español, en portugués, en holandés y en inglés. Se oyeron tantas palabrotas en tantos idiomas que no podríamos escribirlas aquí.

–¡Por todos los diablos del mar! –bramó Barracuda golpeando el timón con su garfio–. ¡Si no dejáis de chillar, os mandaré a nadar con los tiburones! ¡Yo digo que la isla existe! ¡Y que está ahí, delante de vuestras sucias narices! ¡Este barco llegará a Kopra aunque tenga que llevarlo yo solo! ¡El que no quiera venir, puede volverse a nado hasta Maracaibo! ¡No toleraré un motín a bordo!

En ese momento, Dos Muelas gritó desde lo más alto del palo mayor:

–¡Tierra a la vista! ¡Allí, a babor! ¡Sí! ¡Tierra!

Por un momento, se hizo un silencio tan grande que se habría podido oír caminar a una cucaracha.

–¡Largad la mayor! –dijo a voz en grito el capitán Barracuda–. ¡A vuestros puestos, condenadas sardinas! –y todos los piratas del barco comenzaron a correr de un lado a otro de la cubierta como si se hubieran vuelto locos.

Entre todos ellos, un muchacho con la cara llena de pecas, los ojos verdes y la cabeza llena de rizos rojos tiraba de las cuerdas que soltaban el trapo. Ese era yo. Tenía unos once años y llevaba tres en esta tripulación. Nuño me había recogido en un puerto de la Española, donde me abandonaron a mi suerte ya ni recuerdo cuándo, y los demás me habían dejado quedarme.

Al principio limpié pescado, ayudé en la cocina y fregué la cubierta. Sin rechistar. Por eso, finalmente, aquellos hombres empezaron a tratarme con algo parecido al cariño (tipo pirata, ya me entendéis: capones en la cabeza, tirones de oreja y pescozones a traición). Poco a poco, aceptaron enseñarme cosas sobre el oficio. Nadie sabía mi nombre de antes, ni siquiera yo lo recordaba; así que me llamaron Chispas (por aquello del pelo rojo) y no hubo más que hablar sobre la cuestión.

Así que, si de repente leéis «desembarcamos» o «entramos en la batalla», no penséis que exagero o miento. Yo estuve allí.

Pero no nos desviemos de la historia. Estábamos llegando.

La isla de Kopra era, como había dicho Barracuda, apenas un pequeño montón de arena en medio del mar. Acercamos el barco hasta que la quilla rozó el fondo y entonces arriamos los botes. En ellos, amontonados como los pelos de una barba, remamos hasta la playa.

Cincuenta y tres piratas desembarcamos en aquel islote, y puedo deciros que con eso casi estaba lleno a reventar. No había sitio ni para caerte si tropezabas. El capitán hizo que nos pusiéramos rodeando la isla, y dejó muy claro que todos debíamos tener los pies dentro del agua al menos hasta los tobillos. Así lo hicimos y, entonces, Barracuda comenzó a dar grandes zancadas contando pasos: dos al sur, diez al este, cinco al norte, dos volteretas completas sobre el hombro izquierdo y dos saltos a la pata coja hacia atrás. Boasnovas, al que llamábamos el Portugués y el Tuerto (porque las dos cosas era), tuvo la tentación de reírse, pero se contuvo. No era momento de bromas.

–¡Aquí es! –indicó el capitán marcando en el suelo una equis con el garfio–. ¡Justo aquí! ¡Empezad a cavar!

Tuvimos que hacer turnos. Mientras dos cavaban, otros dos empujaban al mar la arena que sacaban del agujero. No había sitio para más. Nadie pensó que una isla tan pequeña pudiera ser tan profunda, pero hicieron falta siete turnos de dos hombres para que, finalmente, una de las palas chocara con algo duro, y el esfuerzo de cinco para sacarlo del hoyo.

Era un cofre enorme y negro que pesaba como si tuviera dentro las Antillas Holandesas. Cincuenta y dos pares de ojos (más uno del tuerto) se clavaron en él. Si el pirata Barracuda decía la verdad (y nadie, jamás, le había pillado en una mentira), en ese día todos aquellos hombres se harían asquerosamente ricos, tanto como para dejar aquella vida de dar tumbos por los mares, si es que era eso lo que deseaban. O cualquier otra cosa. Porque allí, dentro de esa caja de madera oscura, estaba el famoso tesoro de Phineas Krane, el más antiguo pirata de los mares del Sur. Y estaba allí enterrado porque, como cualquiera sabía, Phineas Krane había muerto en el abordaje de un navío holandés, justo cuando iba a retirarse para disfrutar de su vejez. Muchos habían buscado el tesoro desde entonces, pero solo el astuto Barracuda había creído a aquel viejo loco que, en una cárcel de la isla de la Tortuga, gritaba a todas horas que él sabía exactamente dónde estaba el tesoro de Krane.

–¡Que me asen con manteca de cerdo! –exclamó con una sonrisa de oreja a oreja Nuño el Español–. ¡Decía la verdad! ¡Ese maldito viejo de Tortuga decía la verdad! ¡El tesoro de Phineas Krane!

Se formó un griterío monumental. Todos vociferaban vivas a Barracuda y decían «¡Hurra!» y «¡Bravo!». Entonces, el capitán en persona, haciendo palanca con el garfio, hizo saltar el cerrojo del cofre y abrió la pesada tapa con un chirrido oxidado.

Si alguien hubiera pasado por allí en ese momento, habría visto al grupo de piratas más sorprendidos del mundo, con las bocas y los ojos más abiertos del mundo: ¡cincuenta y tres palmos de narices, eso es lo que habría visto!

Allí, en el fondo del enorme baúl, había... ¡un libro! ¡Eso era todo! ¡El tesoro de Phineas, un maldito libro!

–¿Alguien sabe leer? –preguntó bajito Jack el Cojo.

Nos miramos unos a otros.

–Bueno... Yo... Un poco –respondió el viejo Dos Muelas, y cogió el libro. Lo miró haciendo fuerza, como si se le fueran a salir los ojos, y leyó a trompicones–: «Mi vi... da de pi... ra... ta. Por Phi... Phineas John... Johnson Kra... ne».

Para ese momento, Barracuda estaba ya rojo como un pimiento morrón.

–¿Un libro...? ¿Años buscando un condenado libro? –parecía que le iban a explotar los botones de la chaqueta.

–Sí, capitán, pero un libro escrito por él –susurró Nuño–. Dicen que hay quien se hace rico con eso...

Entonces, el pirata Barracuda sufrió lo que se dice un ataque en toda regla. Comenzó a correr como un loco, aunque casi sin moverse del sitio porque, como ya hemos explicado, la isla era minúscula. Parecía que lo atacaban miles de hormigas invisibles. Y el resto se dividió a partes iguales entre los que lloraban por el tesoro y los que nos moríamos de risa por los aspavientos del capitán.

2

 

EL VIAJE DE VUELTA A MARACAIBO fue terrible. Nadie se atrevía a abrir la boca. Fue la travesía más silenciosa que se recuerda a bordo de un barco pirata, lugares ruidosos hasta de noche. Porque (dejadme que os diga algo que casi ningún libro cuenta) los piratas roncan enormemente. ¡Vaya que sí! Si conseguís dormir una noche entera rodeados de estos tipos, os aseguro que podréis hacerlo incluso en las tripas de un volcán furioso.

Pues así navegaba el Cruz del Sur, como si toda la tripulación hubiera desaparecido o muerto. Era hasta gracioso ver a hombres grandes como montañas caminando con cuidado, casi de puntillas, para no hacer el menor ruido en cubierta. John la Ballena se llevó en esos primeros días más de una colleja. Pero, claro, es difícil ser sigiloso cuando pesas ciento cincuenta kilos y mides más de dos metros.

Tal era el enfado que tenía Barracuda. La primera semana después de lo de Kopra, solo se le oía maldecir en turco (idioma materno que usaba en contadísimas ocasiones) y pasear de un lado a otro en su camarote. Boasnovas, que era cocinero además de artillero, le llevaba allí la comida, con un nudo en la garganta; abría un poquito la puerta, dejaba el plato en el suelo y cerraba rápidamente. Como se hace con las fieras.

Luego se hizo un terrible silencio de un par de días en los aposentos del capitán. Y tras esto, una mañana y sin previo aviso, Barracuda salió por fin a cubierta llevándose por delante un montón de platos.

–¿Qué demonios pasa aquí? ¡Malditos holgazanes! ¡Hace un día que deberíamos haber llegado a Maracaibo! ¡Nuño! ¿Dónde está Nuño?

Todos los piratas señalaron al Español, que en ese instante subía de la bodega, y que se quedó petrificado con el cabo que había ido a buscar en la mano.

–Qué... ¿Qué pasa? –acertó a decir mirando a todos sus compañeros.

–Pasa que aquí no trabaja nadie en cuanto me doy la vuelta –dijo Barracuda bajando terriblemente el tono de voz–. ¡Pasa que llevamos día y medio de retraso! ¡Eso pasa!

–Pero, capitán... Es que no hay viento y...

–¡Excusas! ¡Eso es lo único que sabéis hacer bien! ¡Poner excusas! ¡Si no hay viento, soplad! ¡Quiero llegar cuanto antes a Maracaibo! –dio un paso y rompió algunos platos–. ¡Que alguien limpie esto!

Y volvió a meterse en el camarote dando un portazo. Quién sabe si fue por no contrariar más al capitán, pero cuando el sol empezó a ponerse, por fin el viento empezó a soplar, las velas se hincharon y el barco cogió velocidad. Agrupados en la proa, los hombres cuchicheaban intentando averiguar los planes de Barracuda. Yo estuve allí, y puedo decir que todos se equivocaron.

Nadie sabía a qué venía la prisa por llegar a ningún sitio, la verdad. Durante años, el capitán había buscado aquel tesoro sin descanso. Incluso se dejó apresar en Tortuga para sonsacarle al viejo preso del que le habían hablado por casualidad en una posada de San Juan. Muchos de estos piratas, que le seguían desde hacía años, lo hacían por la fe ciega que Barracuda tenía en encontrar el tesoro perdido de Krane. Y ahora, allá iban aquellos hombres a todo trapo, camino de Maracaibo, sin más plan que atracar en el puerto y beberse unas jarras de ron. Estaban más que desorientados.

Cuando al fin divisamos las luces del puerto, era ya muy entrada la noche. Barracuda, como si alguien lo hubiera avisado, salió del camarote y de dos zancadas subió al puente, agarró el timón y dirigió la maniobra de atraque.

Los muelles estaban desiertos y a lo lejos, en la ciudad, apenas se oían un par de borrachos peleándose y algún perro ladrando. Como siempre, John la Ballena saltó a tierra con una agilidad pasmosa para alguien de su tamaño y ató la pesada maroma de proa. Estaban los hombres contentos de pisar tierra firme, después de casi veinte días dando tumbos en el barco como grillos en una caja. Pero cuando el primero puso el pie en la pasarela para desembarcar, Barracuda habló por fin, agarrado como estaba al timón, con voz alta y clara.

–¡Bien! –y con solo esa palabra, todos se quedaron plantados donde estaban y miraron al puente–. Esta tripulación queda disuelta. A partir de este momento, os libero de vuestro compromiso conmigo. Podéis ir por ahí riéndoos a mi costa, no os lo reprocharé. Solo tengo una cosa más que decir: ¡ojalá el maldito Phineas se pudra en el infierno! Y ahora podéis iros.

Todos aquellos hombres, venidos de muchos lugares diferentes, con historias diferentes y diferentes formas de pensar, se quedaron igual de estupefactos. Y todos debieron pensar lo mismo que pensé yo: «¿Qué narices voy a hacer a partir de ahora?». Nuño miraba a Dos Muelas, Dos Muelas miraba a Boasnovas, Boasnovas miraba a Erik el Belga, y John la Ballena, que subía a bordo en ese preciso momento, vio las caras de todos y dijo:

–¿Qué pasa?

–Que nos echa –contestó a media voz el Belga, un tipo alto, fuerte y calvo, pero (como para compensar) con un enorme bigote pelirrojo.

–¿Nos echa, quién? ¿Adónde nos echan? –titubeó John.

–A la calle –le contestó Boasnovas–. A tierra, vaya... Que ya no somos la tripulación del Cruz del Sur.

Se oyó un suspiro conjunto y hubo una bajada de hombros general. Pero la Ballena seguía sin entender.

–Pero ¿qué hemos hecho? ¿Qué demonios hemos...?

–Es por lo del tesoro –dijo desde el fondo Malik el Negro–. Porque no lo encontramos.

–¡Pero si lo hicimos! ¿No? Estaba justo donde Barracuda había dicho.

–¡He dicho que salgáis de mi barco! –bramó Barracuda, y en un santiamén todos estuvimos en el muelle.