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CRISTIANISMO REAL

Una reflexión sobre el Evangelio
y las diferentes formas de ser cristiano

José M.ª Baena

EDITORIAL CLIE

C/ Ferrocarril, 8

08232 VILADECAVALLS

(Barcelona) ESPAÑA

E-mail: libros@clie.es

http://www.clie.es

© 2014 José M.ª Baena Acebal

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© 2014 Editorial CLIE

CRISTIANISMO REAL

Una reflexión sobre el evangelio y las diferentes formas de ser cristiano

ISBN: 978-84-8267-949-5

MINISTERIOS CRISTIANOS

Evangelismo

Referencia: 224863

José Mª Baena es Graduado en Teología por la Facultad de Teología de las Asambleas de Dios; Diplomado en Enseñanza Religiosa Evangélica por el CSEE (España) y Pastor del Centro Cristiano Internacional Asambleas de Dios, de Sevilla (España). Profesor de Enseñanza Religiosa Evangélica (ESO) y de la Facultad de Teología de las Asambleas de Dios. Ha sido Presidente de las Asambleas de Dios en España y de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas (FEREDE).

Dedicado a mis amigos,
amantes de la justicia y de la verdad,
que no se conforman
con lo humanamente establecido.

A mi esposa y a mis hijos.

Agradecimientos

Deseo expresar mi mayor agradecimiento a quienes considero dos grandes compañeros y amigos cuya colaboración me ha sido especialmente preciosa a la hora de revisar esta obra:

A D. Amaro Rodríguez García, exsacerdote católico, pastor evangélico, licenciado en teología, compañero de ministerio; por sus correcciones, sugerencias, todas muy constructivas e inspiradoras.

A D. Ramón Ronda Segrelles, sacerdote salesiano, licenciado en Teología y Psicología, profesor de Religión Católica en el Instituto de Enseñanza Secundaria Joaquín Romero Murube y, por tanto, compañero de trabajo; por sus comentarios y sugerencias que me han ayudado a ponerme al día y comprender mejor los posicionamientos actuales de la Iglesia católica, además de algunas sugerencias de vocabulario, más comprensible para quien no está acostumbrado a nuestro modo de expresión evangélico.

Con la ayuda de ambos, he intentado mantenerme en un terreno ecuánime y adecuado a los propósitos de esta obra, que no son otros que hacer revivir el verdadero cristianismo en cualquiera que se identifique como cristiano, dentro de cualquiera de sus confesiones o denominaciones.

ÍNDICE GENERAL

Portada

Portada interior

Créditos

José Mª Baena

Dedicatoria

Agradecimientos

Prólogo

1. Para empezar por el principio

2. Fe y religión

3. Iglesia e iglesias

4. El concepto de salvación

5. El culto cristiano

6. Sacramentos

7. La autoridad eclesiástica

8. Conversión

9. Vida Cristiana

10. Dios: ¿realidad o ficción?

Conclusión

Bibliografía

Otros títulos de la colección

PRÓLOGO

El propósito de este trabajo no es polemizar sobre asuntos doctrinales o dogmáticos de los muchos que separan a los cristianos, ni entrar en controversia alguna. Mi deseo al escribir las páginas que siguen es reflexionar y hacer reflexionar, especialmente a quienes nos identificamos con alguna de las tendencias en que el cristianismo se divide desde hace siglos. Al hacerlo no pretendo en ninguna manera fomentar en nadie ningún tipo de ecumenismo, independientemente del valor que el lector asigne a este concepto, ni hacer proselitismo en ningún sentido.

Es evidente que, si hablamos de cristianismo, tengamos que poner sobre la mesa los temas que nos separan, o sobre los que hay diversas maneras de entender las cosas, pero al exponerlos, intento hacerlo con el máximo respeto a la conciencia de cada uno. He de ser crítico y, cómo no, cuando el asunto en discusión contrasta en forma clara con las enseñanzas del Evangelio, pues este es en suma el verdadero centro de mi reflexión, mis palabras podrán chocar al lector.

Puede que seamos cristianos, pero ¿seguimos realmente las enseñanzas de Jesús? No me erigiré en juez, porque también soy parte, y porque no me corresponde. Mis reflexiones son para mí, y solo pretendo que quien lee medite y reflexione igualmente para sí sobre su propia manera de ser cristiano.

Tampoco he pretendido ni pretendo ser exhaustivo sobre los temas abordados; simplemente intento tratarlos en forma suficiente para un examen personal que pueda movernos a un entendimiento más íntimo de nuestra fe personal y de nuestra relación con Dios y con los demás. La fe es una experiencia que nos une con Dios y con otros que viven la misma experiencia más o menos en la misma manera, aunque la variedad de formas sea infinita. Es eso lo que nos «religa» en algo más amplio que nosotros mismos como individuos y que se llama la Iglesia, la asamblea o congregación de los creyentes, la comunidad de fe, que llaman muchos. Pero la Iglesia no es lo absoluto, porque lo absoluto solo es Dios.

En consecuencia, mi deseo no es que nadie cambie de identidad, sino que cada cual sepa ser coherente con lo que dice ser y lo asuma consecuentemente. Lo que debe de cambiar es nuestra manera de vivir, nuestra fe. Ser cristiano es mucho más que haber nacido en un determinado país de tradición y cultura cristiana, adscrito a cualquiera de las tendencias conocidas. Ser cristiano es una decisión que se toma todos los días y que tiene consecuencias inmediatas y prácticas en nuestra forma de vivir.

José M.ª Baena

Sevilla, diciembre de 2012

CAPÍTULO 1

Para empezar por el principio

Jesucristo no fundó la Iglesia católica de Roma, ni tampoco las Iglesias ortodoxas o protestantes. Es evidente: todas ellas son bastante posteriores a su tiempo y todas tienen su origen en las acciones y decisiones humanas, sean estas más o menos acertadas o equivocadas. Hay incluso quienes sostienen que nunca fundó iglesia alguna. Lo cierto, por lo que nos cuentan los Evangelios, es que en algún momento al inicio de su ministerio, Él «designó a doce para que estuvieran con Él, para enviarlos a predicar» (Mc 3:14). Esos doce discípulos, «a los cuales también llamó apóstoles» (Lc 6:13), es decir enviados —o misioneros si usáramos una terminología actual— después de estar con Él durante un período de tiempo aproximado de tres años durante el cual Él los adiestró como lo hacían los maestros de la época; y después de haber compartido con Él todo el tiempo de su ministerio por tierras de Palestina, tras su partida, se sintieron desprotegidos y atemorizados y, encerrados en el salón de un primer piso por temor a las mismas autoridades que habían dado muerte a su maestro, se vieron sorprendidos de pronto por un fenómeno sobrenatural que los transformaría en valientes propagadores de una fe, no nueva, porque nacía del existente judaísmo, sino revitalizada y llevada a la plenitud anunciada por sus profetas.

El día de Pentecostés, nombre en griego de la fiesta judía de la cosecha (heb. Shavuot) que se celebraba cincuenta días después de la Pascua —de ahí su nombre—, el evangelista Lucas cuenta cómo

… de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablaran. (Hch 2:2-4).

Esta manifestación sobrenatural llamó la atención de los habitantes de Jerusalén, que acudieron al lugar sorprendidos y deseosos de ver lo que sucedía; aunque su análisis no fue muy fino, pues Pedro tuvo que aclararles que «estos no están borrachos, como vosotros suponéis» (Hch 2:15), explicándoles a continuación que aquello que estaban presenciando no era ni más ni menos que el cumplimiento de lo dicho por el profeta Joel[1] unos siete siglos y medio atrás. Tras las palabras de Pedro a la multitud refiriendo lo que había sucedido realmente con su maestro Jesús, su muerte a manos de las autoridades judías y romanas y su resurrección, declarándolo mesías —el ungido o escogido por Dios para salvar al pueblo— se produjo una reacción masiva de la multitud, resultando en unas tres mil personas que creyeron sus palabras y optaron por bautizarse en señal de conversión.

Ese es el momento cuando la mayoría de los eruditos y teólogos entiende que se constituye la Iglesia. Ciertamente, Jesús es el fundador de algo mucho más trascendente que una institución eclesiástica, pues se trata de un movimiento espiritual que transformó la civilización occidental. La que conocemos como Iglesia —la asamblea de los creyentes—, existente germinalmente en aquellos ciento veinte discípulos de Jesús reunidos en el aposento alto, eclosiona el día de Pentecostés. A partir de ese momento hemos de recurrir a la historia para tener una visión ponderada de ella y de su evolución a través del tiempo, pasando de un grupo más o menos organizado —o quizá habría que decir más bien desorganizado— de fieles a distintas organizaciones estructuradas e institucionalizadas; para ver cómo se pasa de una fe sencilla y vivencial a la elaboración de todo un complejo sistema teológico; de estructuras de gobierno heredadas de la sinagoga judía a la asimilación, en el caso del catolicismo romano, de la estructura del Imperio romano; de ser perseguida como amenaza para la paz social a ser ella misma perseguidora de quienes la amenazan desde dentro o desde afuera…

Los primeros datos nos vienen dados por el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuyo autor es Lucas, el médico de origen griego, colaborador y compañero de viaje de Pablo de Tarso. Este libro es la continuación o segunda parte de su Evangelio, escritos ambos tras una profunda y minuciosa investigación y recopilación de datos procedentes de diversas fuentes.[2] Algunos de los relatos, tras la partida de Troas hacia Samotracia en el segundo viaje misionero de Pablo, se basan en sus propias experiencias como compañero suyo.

La primera comunidad de seguidores de Jesús se constituye, pues, en Jerusalén; pero pronto, y debido en buena parte a la persecución desencadenada por las autoridades judías contra ella, estos creyentes judíos, renovados por el mensaje de Jesús y de sus seguidores, se esparcen y, según nos refiere Lucas en su relato, «los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el Evangelio» (Hch 8:4). Así que lo que fue un intento por reprimir una idea disidente y seguramente revolucionaria se constituye en el primer motor de su expansión. Como ocurre casi siempre: reprime, y solo conseguirás extender más lo que pretendes reprimir. Es como echar gasolina al fuego. Las ideas no se pueden reprimir, y menos si estas ideas son vivencias que transforman toda una vida. Aquellos discípulos de basta y rústica cultura y condición se convirtieron en un peligro; una verdadera plaga y una amenaza para una clase religiosa y política corrompida; algo que había que extirpar a toda costa antes de que fuera demasiado tarde. El que después fuera apóstol, el fariseo Saulo de Tarso, asumiría con vehemencia el cumplimiento de esta misión. Siguiendo el relato:

Saulo, por su parte, asolaba la Iglesia; entrando casa por casa, arrastraba a hombres y mujeres y los enviaba a la cárcel… respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, vino al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallaba algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajera presos a Jerusalén. (Hch 8:3; 9:1-2).

Y aquí tenemos uno de los primeros apelativos para esos judíos disidentes, seguidores de una secta[3] nueva —y no eran pocas las que se pueden considerar en el espectro socio-religioso judío de la época— «los del Camino», también conocidos como ‘nazarenos’.

Siguiendo el curso de la historia, algunos de aquellos judíos que habían sido esparcidos por todas partes por causa de la persecución llegaron a Antioquía, en la provincia de Siria a la que pertenecía Palestina, y allí predicaron a personas que no eran judías, a quienes estos llamaban ‘gentiles’.[4] Lucas añade a su relato una nota de gran calado histórico:

A los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía. (Hch 11:26).

Así que, aquí tenemos el origen de la palabra ‘cristiano’, término usado por la gente para designar en forma un tanto despectiva a los seguidores de aquel jristos o ‘ungido’,[5] al que predicaban sus discípulos o seguidores afirmando con vehemencia que había resucitado y que estaba vivo.

Todavía no había ni católicos, ni ortodoxos, ni protestantes: solo cristianos. Tampoco había dado tiempo a que hubiera herejes o disidentes. En todo caso, los cristianos eran los herejes para los judíos, que se consideraban ortodoxos. Siempre ha sido peligrosa esta palabra, la de ‘ortodoxo’. Significa ‘el que enseña la doctrina correcta’. El problema es saber quién determina si la doctrina es correcta o no; cuál es la ortodoxia o cuál la heterodoxia o la herejía. El otro problema es saber qué se hace con aquellos que no son considerados ortodoxos: ¿se les expulsa? ¿se les persigue? ¿se les quema? o ¿qué otras opciones hay? Habría que considerar con más atención y humildad y, por qué no decirlo, con más caridad, las propias enseñanzas del único ortodoxo posible: Jesús mismo. El elemento diferenciador era el haber tenido una experiencia transformadora.

Para los judíos se trataba de haber descubierto el verdadero sentido de su fe judaica: al Mesías prometido, que en sus enseñanzas les repetía sin cesar «oísteis que os fue dicho… mas yo os digo…». Es decir, Jesús era el cumplimiento de las Escrituras, quien les daba sentido y las llevaba a su plenitud.

Para los gentiles, los llamados paganos,[6] que vivían confundidos en el politeísmo, la idolatría y en una condición moral mayoritariamente degradada, denunciada por sus propios literatos, filósofos y muchos de sus dirigentes, significaba haber abandonado las supersticiones, las prácticas idolátricas y la depravación moral, habiendo encontrado al «Dios no conocido», honrado en uno de los numerosos altares de Atenas y, seguramente, de otros lugares.

Para todos ellos, seguir al Cristo o Mesías de los cristianos significaba vivir una vida nueva, transformada, que merecía la pena, en armonía con los demás compañeros de experiencias, llamados ‘hermanos’. El resultado no se plasmaba en una vida de aislamiento y lúgubre solemnidad a la sombra de las paredes de ningún recinto especial en particular, sino que, como nos cuenta Lucas,

perseveraban unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la Iglesia los que habían de ser salvos. (Hch 2:46-47).

La fraternidad, la alegría, la simpatía y el agrado eran manifestaciones propias de aquellos primeros seguidores de Jesús, que componían lo que viene a llamarse su «Iglesia».

[1] Jl 2:28-32.

[2] En el prólogo al Evangelio, Lucas escribe: «Puesto que ya muchos han tra­tado de poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas, tal como nos las enseñaron los que desde el principio las vieron con sus ojos y fueron ministros de la palabra, me ha parecido también a mí, después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen, escribírtelas por orden, excelentísimo Teófilo, para que conozcas bien la verdad de las cosas en las cuales has sido instruido». (Lc 1:1-4).

[3] Utilizamos este término en su sentido antiguo y original, de grupo si no aún escindido, sí diferenciado del resto de la comunidad judía, sin mayores connotaciones peyorativas.

[4] En heb. gôyîm; gr. ethnē (o Hellēnes) por la Vg., gentiles. Término inicialmente aplicado a las naciones, y después en forma más estricta para designar a los no judíos. Fuente: DOUGLAS, J.: Nuevo diccionario bíblico; Miami: Sociedades Bíblicas Unidas, 2000; primera edición.

[5] El término ‘Cristo’ es la trascripción al alfabeto latino de la palabra griega Χριστός (Christos /jristos), y que significa ‘ungido’, es decir, designado y dotado divinamente para cumplir con una misión. Es el equivalente a la palabra hebrea que ha pasado a nuestro idioma como ‘mesías’. El término se ha constituido como un título asignado a Jesús de Nazaret, y de ahí el nombre compuesto: Jesucristo.

[6] El origen de este apelativo viene del latín paganus, ‘aldeano’ o ‘campesino’, porque el cristianismo se propagó primero por las grandes urbes y ciudades llegando tardíamente a las zonas rurales, por lo que ser aldeano o rústico era sinónimo de «no cristiano».