El reto de la dislexia

Entender y afrontar
 las dificultades de aprendizaje

 

 

 

Dr. Francisco Martínez

 

 

Primera edición en esta colección: abril de 2012

© Francisco Martínez, 2012

© de la presente edición, Plataforma Editorial, 2012

Plataforma Editorial

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Diseño de cubierta:

Jesús Coto

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Ilustración de portada del autor

ISBN EPUB:  978-84-15750-26-0

 

 

 

 

A mi hija pequeña Isabel, principal responsable de este libro.

A mi hija mayor Helena, superviviente de la dislexia de su hermana.

A mi mujer Marian, la madre que las parió.

 

 

 

 

Nullum esse librum tam malum, ut non aliqua parte prodesset.

PLINIO EL JOVEN, Epístolas III

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

 

1. El dolor de la dislexia

2. El pelotón de los lentos

3. ¿Es todo dislexia?

4. El patito feo... y Prometeo

5. El maratón de la dislexia

6. El cerebro plástico

7. Érase una vez un hormiguero

8. Adán y Eva ¿fueron disléxicos?

9. ¿Y si todo fuese por culpa de la gripe?

10. Guisantes, mercuzas y mutelos

11. El panorama de la dislexia

12. Cuestión de agallas

Bibliografía comentada

La opinión del lector

1. El dolor de la dislexia

 

Sólo podemos amar sufriendo y a través del dolor. No sabemos amar de otro modo ni conocemos otra clase de amor.

FIÓDOR DOSTOIEVSKI

Despojarme de mi condición de médico para permitir que fuese el padre que soy el que escribiese estas líneas no ha resultado tarea fácil. Fue precisamente mi condición de médico la que me llevó a indagar en el conocimiento científico de la dislexia cuando a mi hija se le detectó esta entidad. Aparcarla ahora, me ha producido un cierto sentimiento de infidelidad hacia esa parte de mí, que tantas horas de lectura de artículos y publicaciones científicas ha dedicado, para pagar esa especie de deuda contraída con mi hija desde el primer momento que la cogí en brazos el día que nació. Pero se lo debía.

Mi hija mayor, a cada intento de escribir algo coherente, ameno y alejado de cualquier tratado convencional de dislexia y otras dificultades de aprendizaje, no paraba de decirme: «¡Ánimo, papá! ¡Ya sabes una nueva forma de cómo no hacerlo!». Sí, me decía a mí mismo, pero aún me faltan novecientas noventa y nueve maneras de cómo no hacerlo, en referencia a la famosa frase de Thomas Edison.

Es frecuente comprobar cómo muchos padres descubren su propia dislexia a través de la de sus hijos. No es mi caso; yo no soy disléxico. Podré ser muchas otras cosas, pero no disléxico, aunque en mi familia la dislexia planee de la forma enque lo hace. Pasó de puntillas sobre mí para manifestarse en mi hija pequeña en todo su esplendor.

Hace algún tiempo, durante una cena en unas Jornadas de dislexia, la persona que estaba a mi lado me preguntaba, conocedora de mi peregrinaje por este mundo de la dislexia: «¿Qué es la dislexia?». Mi respuesta debió de dejarla un poco perpleja cuando contesté: «No tengo ni puñetera idea». Lo único que puedo asegurar es que, con el tiempo, cuanto más sé sobre dislexia, menos entiendo todo esto. Utilizando el famoso sofisma socrático, «sólo sé que no sé nada».

Y es cierto; desde hace unos cuantos años llevo preguntándome qué es la dislexia sin encontrar aún una respuesta plenamente satisfactoria. Podemos imaginarnos el conocimiento de la dislexia como un gigantesco rompecabezas que poco a poco vamos consiguiendo ensamblar, no sin grandes frustraciones porque, a menudo, las piezas no encajan correctamente. Porque en una visión general de ese puzle, es todavía mucho lo que falta por completar para entender lo que es. Con el tiempo, más que qué es la dislexia, me ha venido interesando el porqué de la dislexia y ese dolor que causa, ese injusto e inmerecido sufrimiento que provoca. De este modo llevamos con ella, mi familia y yo, con la dislexia a cuestas, siete años, los que hace que a mi hija menor le fue detectada esta entidad.

Escribir sobre la dislexia es una tarea compleja y complicada. Compleja porque tengo la sensación de que cuanto más sabemos sobre ella, menos entendemos cómo puede representar el problema que supone. Compleja porque son más las preguntas que aún no tienen respuesta, que aquellas a las que podemos contestar de una forma categórica. Y complicada porque soy consciente del gran problema que plantea esa complejidad: en muchos casos, cuando se habla de dislexia, no queda nada claro de lo que se está hablando realmente.

Resulta frecuente en charlas organizadas por asociaciones de dislexia, artículos de divulgación, foros e incluso congresos, que la dislexia de la que se habla no parece corresponderse con la idea que tiene cada cual acerca de la misma. ¿Por qué? Para empezar está el gran problema sobre la definición de la dislexia. Cerca de una treintena de definiciones han sido propuestas, probablemente todas válidas pero ninguna definitiva. Y ello representa uno de los más grandes y serios problemas que afronta la dislexia. Se trata de una entidad en busca de su propia identidad.

Aunque de forma genérica sabemos que es una dificultad para el lenguaje escrito (del griego δυσ, dificultad, anomalía, y λέξις, habla o dicción), eso no nos dice mucho. El término «dislexia» fue acuñado por el oftalmólogo alemán Rudolf Berlin en 1884, en referencia a la «ceguera verbal», word-blindness en inglés, o caecitas et surditas verbalis, descrita por el médico alemán Adolph Kussmaul, en el año 1877. El cuadro descrito por Kussmaul hacía referencia a pacientes que habían perdido su capacidad de leer, lo que hoy conocemos como una dislexia adquirida en el contexto de un daño cerebral cuando se produce durante la etapa adulta. Pringle-Morgan, en 1896, describió el primer caso congénito de «ceguera verbal», es decir, la dislexia tal y como la conocemos hoy, y su descripción resulta tan actual que parece como que estuviera describiendo la dislexia de cualquiera de nuestros hijos:

 

Percy F. es un muchacho de catorce años de edad, el segundo hijo de siete hermanos de padres inteligentes y el mayor de los chicos. Siempre ha sido un chico brillante e inteligente, rápido en los juegos, y de ninguna manera inferior a los de su edad. Su gran dificultad ha sido –y sigue siendo– su incapacidad para aprender a leer. Esta incapacidad es tan notable, y tan pronunciada, que no tengo ninguna duda de que se deba a algún defecto congénito.

Él conoce todas las letras y puede leerlas y escribirlas. En los dictados su escritura fracasa aun en el caso de las palabras más simples. [...] Si se le pide que lea una frase escrita inmediatamente antes, no puede hacerlo, y comete errores en cada palabra, excepto en las muy simples. Palabras tales como «y» y «el» siempre son reconocidas. [...] Las palabras escritas o impresas parecen no transmitir ninguna impresión a su mente y sólo después de una laboriosa ortografía es capaz, por los sonidos de las letras, de descubrir su significado. Su memoria de las palabras escritas o impresas es tan defectuosa que sólo puede reconocer las más simples: «y», «la», «de», etc. Otras palabras parece que nunca las recuerde, no importa la frecuencia con que las haya utilizado.

 

Pero describir no es lo mismo que explicar. Todos los que tenemos alguna relación con la dislexia podemos describirla, pero nos resulta difícil definirla y, aún más, explicarla. Por ejemplo, si hablamos de hipertensión arterial, cualquier persona, en cualquier lugar del mundo, tendrá perfectamente claro de lo que se está hablando porque se trata de una entidad perfectamente definida y consensuada por la Organización Mundial de la Salud; pero en el caso de la dislexia eso no ocurre. Cuando alguien habla de dislexia, siempre hay que preguntarse: ¿qué concepto o definición de dislexia está utilizando? El problema de la definición de la dislexia es bastante más serio de lo que habitualmente nos imaginamos. Una persona puede ser disléxica en Murcia si se utiliza una determinada definición, pero podría no serlo en Albacete, si se utiliza otra diferente, por poner un ejemplo.

La mayoría de las definiciones de dislexia existentes tienen en común el concepto de dificultad para el aprendizaje de la lectoescritura. Lo que las diferencia es la forma de referirse a dicha dificultad. Desterrado el concepto de enfermedad hace ya mucho tiempo, muchas de ellas se refieren a la dislexia en términos de trastorno, alteración neurológica, disfunción y muchas otras cosas. En segundo lugar, las diferentes definiciones de dislexia lo que hacen es acotar las condiciones en las que se da. Mientras algunas definiciones establecen condiciones muy particulares y precisas como «a pesar de una educación convencional, una adecuada inteligencia y oportunidades socioculturales», y que es el caso de la definición de la World Federation of Neurology de 1968, otras no establecen prácticamente ninguna; ese es el caso de la del Comité de Dislexia del Consejo de Salud de los Países Bajos de 1997. En un reciente trabajo del año 2010, la doctora Sally Shaywitz y colaboradores encontraron que, en los lectores típicos, el cociente intelectual y la lectura no sólo evolucionan de forma conjunta, sino que también se influyen mutuamente en el tiempo. Sin embargo, en los niños con dislexia, el cociente intelectual y la lectura no están vinculados en el tiempo y no se influyen mutuamente. Esto explica por qué un disléxico puede ser brillante y no leer bien. Este trabajo, que muestra que la dislexia es una condición independiente de la inteligencia, devalúa considerablemente la definición de la Federación Mundial de Neurología y alguna que otra más.

Es indudable que, entre la necesidad de una definición rigurosa, científica, y una definición operativa, se abre toda una brecha ideológica que alimenta el escepticismo de algunos, como mencionaré más adelante. La ciencia debe buscar la verdad, pero también debe repercutir en la sociedad.

Como nunca me ha gustado el tema de la definición de la dislexia, por el carácter impreciso de dicha definición, sencillamente, lo he obviado; después de todo, este libro no pretende ser un tratado científico sobre la dislexia, algo que resultaría extraordinariamente aburrido hasta para mí mismo. Es más interesante divulgar y hacerlo en términos asequibles, aunque como se verá más adelante haya que recurrir, en algún momento, a términos imposibles de traducir a un lenguaje coloquial. En alguna que otra charla divulgativa en la que he participado como ponente, suelo sortear el problema de la definición de la dislexia por medio de un ejemplo práctico. Si el movimiento se demuestra andando, la dislexia se demostraría dificultando la lectoescritura. Imaginaos tener que enfrentaros al siguiente texto, escrito en unos caracteres diferentes a los que estáis habituados, y tratad de leerlo.

 

 

La sensación de impotencia que experimentaréis será la misma que la de un disléxico. Para la ocasión, he reemplazado los habituales caracteres cirílicos que suelo utilizar por este texto en tailandés, así como el contenido del párrafo, por lo que, para los que conozcan la «trampa», debo decir que no se trata del comienzo de El Quijote. A lo largo de este libro desvelaré el misterio; así, el que tenga curiosidad por saber lo que pone, no tendrá más remedio que seguir leyendo.

La objeción al texto expuesto resulta obvia: no estamos obligados a conocer, y por tanto a poder decodificar, el alfabeto empleado, en este caso el thai. Y es cierto, pero ¿por qué se supone que el cerebro de un disléxico debe ser capaz de descifrar un determinado código impuesto a nuestro antojo? Eso es sencillamente la dislexia: un problema de decodificación. El significado de esos símbolos que representan «el milagro de la comunicación en medio de la soledad», como definió el escritor Marcel Proust a la lectura, suele carecer del sentido necesario para una persona con dislexia, condenándola a la soledad. Aunque no siempre. La dislexia es una dificultad, no una imposibilidad. Con un problema de decodificación permanente, a un disléxico le resultará más complicado leer, pero eso no quiere decir que no pueda hacerlo. Conozco muchos adultos disléxicos que, pese a su dificultad, leen y, es más, adoran los libros y la magia que estos encierran.

Cuando empezamos este largo camino de convivencia con la dislexia, mi familia y yo, hace ya siete años, una de las primeras cosas que me llamó la atención fue la enorme discrepancia existente entre las diferentes definiciones de dislexia, alimentada a su vez por la, en muchos casos, lamentable desinformación existente en Internet. Si optamos por dar un rodeo, como haría una persona con dislexia, y empezamos por plantearnos lo que no es, es muy probable que nos resulte más fácil acercarnos a su entendimiento.

Desde luego, no es una enfermedad, por lo que resulta paradójico que se la incluya en el Manual de diagnóstico estadístico de los trastornos mentales, el conocido DSM-IV de la American Psychiatric Association. El DSM-IV lo define como un trastorno, concepto ampliamente extendido por Internet. El problema del término «trastorno» es lo que implica. Según el diccionario de la Real Academia Española de la lengua, «trastorno», en una de sus acepciones, hace referencia a un problema mental, y tener un trastorno indicaría que un disléxico es un trastornado; si un disléxico os oyese afirmar semejante idea, os remitiría al alimento favorito de las moscas. Como bien lo explica el doctor Josep Artigas, la traducción del concepto inglés disorder por «trastorno» se debe a la sencilla razón de que no se encontró ninguno mejor. No es, pues, una enfermedad, no es un trastorno, no es una discapacidad sensu stricto, lo que no quita que la dislexia pueda ser una condición discapacitante en algunas personas; entonces ¿qué es? El propio doctor Artigas, en el XI Curso Internacional de Actualización en Neuropediatría y Neuropsicología Infantil, celebrado en Valencia en 2009, y posteriormente recogido en un número especial de la Revista de Neurología, lo explica de forma muy clara y sencilla: se trata simplemente de «una desventaja, una desventaja culturalmente impuesta». Si no existiese la lectoescritura no se manifestaría la dislexia. Y la lectoescritura es un invento humano, relativamente reciente si se compara con todo nuestro peregrinaje como especie por la faz de la tierra.

A lo largo de este libro me referiré siempre a la dislexia como desventaja, en todo momento, huyendo de cualquier referencia a la dislexia como enfermedad, excepto en los casos en que se trate de una cita. Es por ello por lo que términos médicos que se utilizan habitualmente en la dislexia, como «diagnóstico» y «tratamiento», haya preferido desterrarlos; creo que es más recomendable utilizar «detección» e «intervención».

Por si fuera poco, os encontraréis con frecuencia con que la dislexia tiene apellido: dislexia evolutiva; dislexia superficial; dislexia profunda… Esto es interesante para los psicopedagogos y los logopedas porque les facilita orientar el tipo de intervención necesaria en cada caso, pero dice bastante poco; yo prefiero adornar las dislexias con un complemento nominal: la dislexia de Isabel; la dislexia de Pedro; la dislexia de Alicia o la de Rebeca…, porque, y es cierto, cada disléxico es un mundo y cada dislexia es diferente. Yo creo que toda persona es, en sí misma, diferente. Lo que sí es cierto es que la dislexia hace a las personas más diferentes en función de cómo la incomprensión generalizada hacia el problema va dejando una mella cada vez más profunda en su ser. Claro que un disléxico adulto es capaz de leer, aunque nunca logrará la automatización necesaria como para hacerlo con la soltura de un adisléxico, término acuñado por Manuel Escorial, presidente de la Asociación Valenciana de Dislexia (AVADIS) y disléxico. El problema es que, además de la dificultad para la lectura, probablemente el sistema educativo deje profundas cicatrices en su autoestima.

¿Cuán frecuente es la dislexia? En España no existen estudios serios sobre la prevalencia de la misma, por lo que lo habitual es extrapolar los resultados de estudios realizados en otros países según convenga. Estamos habituados a ver incidencias con relación a la dislexia muy dispares, desde un 5% a un 17%. Esta disparidad en la prevalencia de la dislexia viene condicionada por la definición que se use. Si se usa una definición amplia, sin las restricciones a las que me refería antes, el porcentaje de disléxicos será mayor que si se usa una definición que acote mucho más la condición. La doctora Uta Frith abordó esta cuestión para explicar las diferencias en la prevalencia de las dificultades de aprendizaje entre las que se incluye la dislexia, la más conocida de ellas, pero no la única.

Imaginaos el siguiente escenario en la detección de una dificultad de aprendizaje con tres niveles distintos, según los diferentes profesionales implicados: un maestro, un psicopedagogo y un neurobiólogo. En el primer nivel, el que se basa en el comportamiento del niño, el maestro podría detectar que este no alcanza la fluidez necesaria en la lectura. Desde el punto de vista de la intervención, se trataría del nivel más importante de cara al diseño de las estrategias más apropiadas, en cada caso, así como del seguimiento de las mismas.

En un segundo nivel, el neuropsicológico, el psicopedagogo identificaría y evaluaría la situación con una batería de test neuropsicológicos apropiados para la detección de las diferentes categorías de las dificultades de aprendizaje: dislexia, discalculia, déficit de atención, etc. A este nivel se pueden diseñar estrategias de intervención que puedan ser evaluadas de acuerdo al método científico.

En un tercer nivel, el neurobiológico, el especialista desentrañaría las alteraciones neuronales de cada una de las dificultades de aprendizaje por medio de estudios científicos, de índole genética o de neuroimagen.

Dependiendo del nivel en el que nos moviésemos obtendríamos unas prevalencias muy diferentes, elevadas en el caso del estudio del comportamiento o mucho más bajas en los estudios neurobiológicos. El balance entre ambos extremos se encontraría más compensado a un nivel neuropsicológico.

 

 

Sin embargo, el caos generado en torno a las diferentes definiciones de dislexia empleadas hace que la representación más real sea esta otra debido a que lo que puede significar la dislexia en un determinado nivel, puede no serlo en el otro.

 

 

Además, la detección de la dislexia guarda una relación directa con la transparencia o no del lenguaje escrito. En un idioma transparente, como es el castellano, en el cual se pronuncia como se escribe, la prevalencia de la dislexia es indudablemente menor que para aquellos idiomas en los que el lenguaje no es transparente, como es el caso del inglés y para cuya lengua se han reportado las prevalencias más altas.

Lo del inglés daría para todo un tratado debido a su gran singularidad fonética. Los 44 sonidos básicos de esta lengua deben corresponderse a las 26 letras que conforman el alfabeto latino internacional. En español, disponemos de 27 letras contando nuestra emblemática eñe, más los actuales dígrafos che y elle que a partir de 2010 dejaron de ser letras. Como los británicos carecían de un lenguaje escrito, la adopción del alfabeto latino, tras la conquista por los romanos, a los sonidos de la lengua vernácula, fue el preludio de la futura dislexia anglosajona. Siempre he sostenido que el inglés son dos lenguas diferentes: la hablada y la escrita.

Que la dislexia sea congénita, que se nazca con ella, implica que se trata de una condición que es para toda la vida. Un niño disléxico será un adulto disléxico; de ahí la importancia de la atención temprana en la infancia, porque si bien un disléxico tendrá dificultades toda su vida, en mayor o menor medida, para decodificar el lenguaje escrito, el desarrollo de estrategias tempranas para «compensar» la dislexia le permitirá en el futuro desenvolverse de una forma razonable en un mundo dominado por las letras. Noticias sobre cómo algo ha curado la dislexia de alguien no son más que payasadas que provocan un gran daño a la dislexia y a los que sufren sus consecuencias.

He leído y escuchado en muchas ocasiones que las personas no disléxicas son incapaces de comprender a una persona con dislexia. Huyamos de los típicos tópicos. Todas las personas somos complejas per se, seamos o no disléxicos; la dislexia hace a las personas más diferentes de lo que lo serían, pero como cualquier otra dificultad. Un mundo perfecto, un mundo feliz, no existe, y sólo nuestra capacidad de adaptación a una determinada dificultad es la que nos permite una más que razonable supervivencia en un mundo tan diverso como es el nuestro. En este libro lo que pretendo tratar es por qué algo que no debería representar una especial dificultad puede acabar suponiendo tanto dolor y tanto sufrimiento en torno a algo tan sencillo como debería ser la dislexia. Como escribí en una ocasión en un blog: «sólo nos interesa la dislexia por sí misma, por lo que significa para nuestros hijos, para nosotros mismos, seamos o no disléxicos; en la mayoría de los casos, una putada. Pero una putada no por la dislexia en sí, sino por el sistema de enseñanza al que se ven sometidos y que los estigmatiza para el resto de su vida. Lejos de serlo, el sistema nos obliga a hablar de la puta dislexia».