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Música popular bailable cubana
Letras y juicios de valor (siglos xviii-xx)


viñeta


Liliana Casanella Cué



identidad-cidmuc

La actualidad, en alianza con la fundamentación teórica, es el atractivo más inmediato de Música popular bailable cubana. Letras y juicios de valor (siglos XVIII-XX) de Liliana Casanella Cué (Santiago de Cuba, 1965). Fruto de un estudio que recorre, en la prensa y en el entorno académico, el comportamiento histórico de la crítica a esa manifestación cultural, el libro desmitifica criterios impuestos en obediencia a prejuicios sociales (velados o abiertos) decididos por el poder –donde a lo racial corresponde la primera instancia–, y que, paradójicamente, han continuado imponiéndose, como si los sucesos acontecidos en el país en más de doscientos años no hubieran ido desdibujando las circunstancias que originaron e hicieron prevalecer tales discursos. En oposición a fórmulas envejecidas en el análisis de la música popular bailable, la autora propone el ejercicio de una crítica que, también desde la estética, considere audiencias, espacios, peculiaridades del consumo de esta música, observación a la recurrencia de temas y formas de expresión, contextualización de realidades y cambios generados en el habla. Además del corpus crítico, la investigación se ilustra con letras de Ignacio Piñeiro, Miguel Matamoros, Lorenzo Hierrezuelo, Arsenio Rodríguez, Benny Moré, Enrique Jorrín, Richard Egües, Adalberto Álvarez, Juan Formell, José Luis Cortés, David Calzado, entre otros compositores, como muestra de los diferentes rasgos asumidos por el cancionero bailable cubano desde su configuración en el siglo XIX hasta consolidarse a lo largo del XX.

Liliana Casanella Cué (Santiago de Cuba, 1965)

Licenciada en Filología por la Universidad de Oriente, 1987. Máster en Música, mención Musicología, ISA, 2011. Investigadora auxiliar de la Academia de Ciencias de Cuba (especializada en textos de música popular cubana), en el Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana (Cidmuc). Publicó en 2004 En defensa del texto (Editorial Oriente). Miembro de Asociación Internacional para los estudios sobre Música Popular (IASPM), Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y Asociación Cubana de Comunicadores Sociales (ACCS). Con el presente libro obtuvo mención en el XII Premio de Musicología Casa de las Américas 2012.

A mi familia toda, especialmente a mi madre.
A mis amigos y colegas, sin los cuales esta investigación
no hubiera sido posible.
A los protagonistas de nuestra música popular.

El estudio de la música […] como el de todo hecho social,
exige la consideración detenida y en su integridad, del ambiente
humano en que se forma y de los elementos culturales que en ella se refunden.
Olvidarlos ha llevado casi siempre a inaceptables simplismos,
a disparatados criterios y a concebir la historia de la música popular
de Cuba como una relación biográfica de músicos y un catálogo cronológico de sus composiciones,
sin referencia a los muy complejos factores humanos que la hicieron germinar,
crecer y dar frutos diversos según los tiempos, las sustancias que alimentaron sus raíces
y las brisas o ráfagas que movieron su follaje.

Fernando Ortiz (1950)

Índice

De la música popular y sus juicios de valor

Las letras de la música bailable cubana. Códigos e imaginarios

El salón y el barrio (siglos XVIII y XIX)

El impacto del son. Formación de cánones en el cancionero bailable y su corpus crítico (1900-1949)

Los años cincuenta. Nuevos enfoques para entender la MPBC

Música bailable, cambio social e ideología (décadas 1960-1980)

La timba, otro detonador de la crítica a la MPBC (1990-2000)

Coda

Corpus crítico analizado

Bibliografía

Cancionero

De la música popular y sus juicios de valor

La música popular bailable cubana (MPBC) se corresponde con uno de los rasgos que signan no solo la identidad nacional1 sino también la caribeña. Durante mucho tiempo relegada a planos secundarios en los estudios culturológicos, la investigación de tan intensa y extensa área expresiva, ha ido ganando importancia, y presupone el conocimiento de la cultura de los hombres de esta región. Se trata de una de las manifestaciones que históricamente adeuda mayores referentes de lo considerado afrocubano tanto por el resultado creativo como por las raíces culturales de buena parte de autores, intérpretes y audiencias.2

Subvalorada ante su homóloga culta o académica, en ese entramado se proyecta una dicotomía aceptación/rechazo pues, a la postre, la MPBC es uno de los mayores aportes de la Isla a la cultura popular y a la universal, en tanto ha marcado pautas internacionales como su objetiva influencia en la salsa que, consumida en los más diversos sitios del globo terráqueo, ha devenido modelo para agrupaciones pertenecientes a continentes y culturas relativamente distantes. El sistema de juicios de valor generado en torno a las músicas que entraña el concepto MPBC, aconseja estudiarlas en su relación con la audiencia nacional, la realidad del país y el modo en que expresan el discurso de múltiples estamentos sociales, y no solo a partir de las letras sino considerando los espacios y peculiaridades de su consumo.

Es la intención de este libro visibilizar las letras de la MPBC, sistematizar sus características y, paralelamente, contrastarlas con los principales juicios de valor emitidos sobre ellas en disímiles espacios de difusión, mediante un cuerpo referencial que ilustre y defina las consecuentes narrativas que dan fe de estos juicios: voces académicas, músicos, periodistas3 con el fin de poner en claro criterios prevalecientes, y algunas de las causas que los generan, así como la repercusión en la relación creación-entorno-impacto que diacrónicamente ha marcado estos juicios.

Las valoraciones resultantes alertarán acerca de los límites borrosos entre juicio estético y gusto personal, o la repetición acrítica y manipulada de cánones envejecidos. En tal sentido, se cuestiona la posición del académico, periodista o investigador al socializar juicios, cuya trascendencia depende del lugar de enunciamiento, grado de visibilidad y circulación ‒tanto en la época en que se publican como en las subsiguientes‒, así como la posibilidad de que su trascendencia adjudique al autor (merecida o inmerecidamente) la categoría de voz autorizada para sustentar y promover perspectivas similares.

Esta investigación se sirve de los enfoques diacrónicos y sincrónicos para el análisis, pues la visión lineal de conjunto (diacrónica) de los juicios de valor sobre la MPBC, se complementa y enriquece con cortes parciales (sincrónicos) en períodos donde la preocupación social por el tema se hace más visible. Llama la atención el comportamiento cíclico en el enjuiciamiento negativo de las letras de la MPBC desde el siglo xviii hasta la fecha. Al valorar el corpus crítico aquí analizado, se pueden establecer las necesarias conexiones en cuanto a los cánones que las distinguen, así como definir cuáles son los grupos sociales legitimados o no por la crítica como consecuencia de sus prácticas sociomusicales.

Lo anterior tiene que ver también con la epistemología de las ciencias que sustentan las narrativas de los juicios de valor. En el caso de la musicología, las discusiones terminológico-conceptuales entre lo folklórico y lo popular ‒en el ámbito académico‒ pueden haber contaminado las apreciaciones de preceptores y discípulos. Es comprensible, pues, que estas clasificaciones hayan ido modificándose con el paso del tiempo, de hecho, el análisis de la muestra crítica estudiada registra las indispensables diferencias entre ambos conceptos.

A esta situación tributa la inevitabilidad de desprenderse del poder que concede legitimar creencias, elecciones, experiencias musicales, posiciones políticas, ideológicas o sociales, según el rol de cada quien: los musicólogos, como parte de un ejercicio de persuasión al exponer modelos de análisis con diferente grado de amplitud y efectividad, y los periodistas, en relación con medios masivos que responden a políticas de difusión de interés estatal.4 De manera general, la circulación de ciertos juicios de valor pretende demostrar “la verdad” que defienden sus postulantes mediante diversas estrategias, políticas y recursos. Así, no es infrecuente que durante períodos de mayor polémica, el discurso periodístico se haga más notable, y haga uso de la encuesta como instrumento para validar criterios a favor o en contra de prácticas o exponentes musicales para expresar un sentir colectivo, muchas veces calificado de popular; es decir, se manipula la opinión de las grandes masas al convertirlas en una suerte de audiencia homogénea que desdeña a los consumidores de otro tipo de prácticas musicales.

Los estudios que abordan la cotidianidad pueden resultar otro referente para entender el por qué áreas como las letras de la MPBC generan conflictos socioculturales, en tanto son muestras del habla popular, registros familiares de la lengua mediante la crónica del acontecer y el carácter localista de las anécdotas cantadas. Estudiosos como Wilder Pérez Varona, avisan sobre las limitaciones del abordaje científico de lo cotidiano como elemento constructor de identidades y generador de significados, tema este que entronca con la razón de ser de estas páginas. Para este autor:

al ser la identidad nacional una (auto)representación objetivada cuya genericidad trasciende el marco de lo cotidiano, los nexos entre ambos, es decir, la participación que en tal construcción sociohistórica poseen los procesos básicos de identificación social no puede sino estar mediada por relaciones y significaciones de mayor integración. Esto conlleva a otro problema, y es la propensión a la homogeneidad que el discurso identitario dominante requiere para cumplir sus funciones de proporcionar sentidos que fomenten la cohesión del conjunto social, el fortalecimiento de las bases consensuales del Estado nacional, frente al carácter difuso y heterogéneo de las adscripciones identitarias que los individuos realizan de modo implícito en sus prácticas cotidianas. Tales relaciones, diversamente mediadas entre ellas por la codificación que de ambas realiza el pensamiento social institucionalizado, pero que también resultan intervenidas por el discurso más propiamente político, como por las artes, los sistemas religiosos etc. constituyen los fundamentos, una de las principales fuentes de una dinámica intrínseca de condicionamiento recíproco que confiere un carácter de permanente apertura a la autoimagen generalizada de la sociedad.


[…]


Sin embargo, la concepción de las conductas sociales únicamente como acciones significativas, o sea, la reducción de las prácticas sociales a la producción y reproducción de significados, del mismo modo que el entendimiento unívoco de las normas sociales, es decir, como no susceptibles de interpretación a que se enfrenta, deja por elucidar las transformaciones institucionales y la propia historicidad de tales prácticas.5

Llama la atención la prevalencia de la narrativa argumentativa/justificatoria ‒denominación del académico argentino Miguel A. García‒, en los discursos de la superioridad. Para García, quienes se adscriben a esta tendencia:

formulan sus juicios de valor desde un paradigma estético determinado aunque, a diferencia del fan, suelen tener conciencia de su inmersión en él y lo consideran superior a todos los demás porque están convencidos de que sus premisas definen verdaderamente lo que debe considerarse “auténtico”, “refinado”, “complejo”, “trascendente”, “universal”, “autónomo”. En general tienden a utilizar un lenguaje técnico y argumentativo para sostener la superioridad de la música que defienden y la inferioridad de la música que critican y se erigen en defensores calificados del paradigma estético al que se adhieren.6

Entre quienes suscriben esta corriente, son más visibles y de mayor resonancia social los autores de críticas periodísticas pues:

la mayor parte de nuestro conocimiento social y político, así como nuestras creencias sobre el mundo, emanan de las decenas de informaciones que leemos o escuchamos a diario. Es muy probable que no exista ninguna otra práctica discursiva, aparte de la conversación cotidiana, que se practique con tanta frecuencia y por tanta gente como el seguimiento de las noticias en prensa y televisión.7

Debe recordarse que la información periodística se caracteriza por su inmediatez, brevedad y responde más a exigencias sociales de política cultural o editorial que de índole personal. Esto puede explicar la existencia de nodos sobre un tema específico, reconocibles en la prensa nacional durante algunos períodos. La prensa funciona como artefacto visibilizador de diversas narrativas, y según sus intereses, puede dar cabida a voces especializadas tanto de aquellas posicionadas en la academia como la de actores del proceso musical, en este caso autores o intérpretes, pero siempre con la intención de socializar pautas definidas a priori. En otro sentido, la delimitación de estos nodos también responde a momentos de reestructuración de las prácticas cotidianas nacionales, cuyas modificaciones se perciben de diversas maneras. Criterios de mayor nivel de especialización, espacio y profundidad corresponden a la narrativa académica, donde intervienen musicólogos, filólogos o especialistas que estudian un mismo fenómeno desde diversas disciplinas. Por discurrir a manera de conferencias, ensayos o artículos destinados a la enseñanza o público especializado, se desarrollan con amplitud las herramientas teóricas como la argumentación y la ejemplificación, de marcado interés didáctico en muchas ocasiones. La densidad del lenguaje ha sido una de las causas de que el mensaje no llegue a auditorios heterogéneos.

La narrativa de los músicos generalmente se concreta con poca autonomía, a partir de intervenciones en encuestas y entrevistas, imbricados en las exigencias de entrevistadores o encuestadores encargados de seleccionar quiénes responderán a sus expectativas, con la consiguiente e inevitable manipulación de contenido que suele implicar esta práctica, tanto para el encuestador/entrevistador como para el encuestado/entrevistado. De hecho, ser músico confiere casi per se la condición de voz autorizada, aun cuando la competencia o preferencia personal no siempre se corresponda con el tema al cual se articula.

No puede obviarse la intencionalidad de los medios de comunicación, ni el deber ser del sistema pedagógico y académico, centrados en representaciones sociales que expresan modelos históricos, en aras de “enseñar saberes o persuadir a la gente formando o cambiando sus actitudes sociales”.8

La elección de voces autorizadas o, simplemente, la decisión de determinar quién es capaz de (des)legitimar determinados juicios de valor tiene que ver también con las representaciones sociales. Como plantea Van Dijk, estas “pueden aplicarse no solamente a la dimensión semántica del discurso, sino también a la interacción discursiva misma: ¿Quién puede/debe hablar/escribir sobre qué/quién, para quién, de qué modo?”.9 En el caso que nos ocupa, la pertenencia a un círculo especializado (músico, investigador, académico, periodista) y el acceso sistemático a los medios, acredita una cierta autoridad para enunciar criterios que pueden generar un alto nivel de credibilidad y aceptación entre los lectores o, al menos, movilizan sus opiniones.

La historiografía musical recoge, de modo preferente, la producción concebida por (y para) la clase media y alta, de ahí que la relacionada con las más pobres (la mayoría negras y mestizas), sea prácticamente nula y esquemática. Por tales razones, muchos textos escritos con posterioridad a la época que abordan son los que sirven de punto de partida para establecer paradigmas, sin desconocer que ya entonces están contaminados por las representaciones sociales del entorno en que se desenvuelven.

Si en las primeras décadas del siglo XX estos cánones estéticos de creación y enjuiciamiento se limitaban a la música culta y a la canción, hacia finales de ese mismo siglo e inicios del XXI, se incorporan los que tutelan la música popular creada entre los años 20-50 –por encima de congéneres más contemporáneos–, y comienzan a usarse como argumento de oposición a creaciones recientes. Las modificaciones obedecen, en principio, a las circunstancias personales y sociales de los responsables tanto de la producción como de la visibilización y legitimación de conocimientos. En este sentido suscribo el criterio de Van Dijk quien alerta que:

Lo que realmente influye o controla el discurso (o resulta afectado por él) no es la situación social “objetiva”, sino la construcción mental y subjetiva que poseen los usuarios de la lengua en sus modelos contextuales. Esto nos permite explicar las variaciones personales, los conflictos comunicativos, los malentendidos, las negociaciones del mutuo entendimiento, etc. Así pues, dondequiera que el discurso y sus estructuras varíen en función del contexto, deberíamos decir que esa variación (estilística) es una función de los modelos contextuales mentales. La cognición –en este caso, tipos específicos de modelos mentales– desempeña el necesario papel de interfaces entre la sociedad (la estructura social, la situación social) y el discurso.10

Tener en cuenta la relevancia social de esta música en Cuba, resulta indispensable para entender el comportamiento no solo del cancionero bailable, sino del corpus crítico originado sobre el mismo. Los criterios de Josep Martí arrojan luz para profundizar en las razones de las significaciones y usos que se le otorgan en la sociedad cubana, teniendo en cuenta que “la relevancia social de una música no depende de ella misma, sino de su contextualización en un marco espacio-temporal concreto”.11

Igualmente, los postulados del autor permiten entender quiénes y por qué construyen o suscriben cánones estéticos, cómo estos se relacionan con factores como la etnicidad y el género, por qué no tienen que coincidir los patrones de rechazo y aceptación de los actores que participan del consumo de determinadas músicas, entre otros muchos asuntos.

Los patrones de rechazo relacionados con el fenómeno musical dentro de una sociedad dada no son evidentemente compartidos por todos los miembros de la colectividad, pero es de interés tenerlos en cuenta ya que siempre expresan de manera directa una serie de valores que en mayor o menor grado se hallan en su seno. Aunque no sean propios de una mayoría, ni tan solo de una consistente porción de los miembros de la sociedad, estos patrones forman parte del sistema y poseerán, por tanto, una determinada función […] una crítica condenatoria, en determinados contextos, puede resultar estimulante para quien la recibe […] La naturaleza de los patrones de rechazo, marcada por el eje semántico que las articula [moral/inmoral, falso/verdadero, propio/ajeno, etc.], nos da una valiosa información sobre cómo es percibida una música en la sociedad y su relevancia dentro de ella.12

Sobre el fenómeno de la crítica, o mejor, el enunciamiento de juicios de valor en el área musical, existen varias investigaciones, sin embargo, a tenor de los objetivos de este trabajo selecciono las opiniones de algunos musicólogos y comunicadores interesados por establecer –cada uno desde diferentes posiciones– las limitaciones que se evidencian en este proceso no solo en Cuba sino a nivel latinoamericano.

El tema de la pertinencia de los juicios de valor en los estudios de la música popular presentado en la lista de discusión de la rama latinoamericana de la Asociación de Estudios sobre Música Popular (IASPM-AL)13 generó una enriquecedora polémica en la que participaron musicólogos e investigadores, al punto de estimular al menos dos publicaciones: Música popular y juicios de valor. Una reflexión desde América Latina, compilación de los musicólogos Rubén López Cano (mexicano) y Juan Francisco Sans (venezolano), y el ensayo “Cartografía de enfoques de la música popular en la América Latina y Cuba desde la problemática de los juicios estéticos”, de la musicóloga cubana Liliana González Moreno, quien realiza un análisis de la discusión en la mencionada lista de conversaciones, acerca de la estética y los juicios de valor en el ámbito de la música popular, y promueve sus propias insatisfacciones acerca de este proceso crítico-analítico en los estudios de música popular en Latinoamérica. Llama la atención el enfoque comunicativo de su aproximación, toda vez que incluye de manera coherente el papel que desempeñan todos los elementos que en él intervienen, a saber: emisor, destinatario, canales, códigos y entorno de creación y consumo. Para la estudiosa:

La socorrida frase de educar o proveer de elementos a la audiencia para conducir y guiar una mejor percepción, describe muchas veces lo que se espera del musicólogo en nuestras sociedades. Esto conlleva a que muchas veces la producción del conocimiento se divorcia de las realidades abordadas, y de los públicos a los cuales se dirige con sus verdaderas necesidades, proponiendo un patrón educativo homogeneizante, en vez de utilizar la estética o los juicios de valor, como estudio de la filosofía de vida de determinados sectores sociales, y el por qué ciertos elementos generan su identidad. Se da con frecuencia que los demás no están interesados en conocer los juicios personales. Estos también son juicios de valor, que concretan un campo de interacción entre percepciones y puntos de vista estéticos o filosofías del arte encontradas entre académicos y audiencias. En relación a este tópico Juan Pablo González apuntó premisas fundamentales de cualquier aproximación estética hacia la música popular. González sostiene la idea de que cualquier juicio valorativo generalmente nos dice más de quien opina y los conceptos y el lugar desde donde ofrece su discurso, que sobre lo que nos quiso decir respecto de la música.


Por ello es que el juicio se convierte también en conocimiento sobre el que lo emite, y se produce socialmente, un continuum en los juicios de valor y en las lecturas sobre la sociedad.14

En el artículo “Juicios de valor y trabajo estético en el estudio de las músicas populares urbanas de Latinoamérica”, incluido en la compilación anteriormente mencionada, Rubén López Cano aborda el concepto de prácticas musicales sucias o infravaloradas para referirse a aquellas cuyas características no se homologan habitualmente con los cánones o modelos reconocidos como artísticos.

Las letras de la MPBC no pueden ubicarse categóricamente dentro de esas prácticas, aunque una vez realizado el estudio de la crítica sobre ellas, se advierte que las comparaciones (explícitas o subliminales, intencionales o no), inclinan la balanza hacia los contravalores. El comportamiento tradicional de esta relación pudiera representarse gráficamente como sigue:

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Lo anterior ratifica el planteamiento de Josep Martí acerca de la delimitación de ámbitos musicales de relevancia sociocultural: ruido/música, música popular/música culta, música seria/ música ligera, etc., que obedece a una serie de valores sociales muy concretos, más que a criterios de naturaleza intrínsecamente musical.16 Partiendo de este razonamiento se comprende cómo el tópico de las letras de la música bailable más cercanas al lenguaje coloquial queda relegado a escaños inferiores.

Tal problemática sugerida como asunto de ingente abordaje por varios especialistas de Cuba y Latinoamérica, se revela como punto de partida para empeños analíticos concretos. El musicólogo mexicano Alejandro L. Madrid, con una perspectiva teórica, apunta que:

existen dos formas fundamentales de realizar los juicios de valor: reproducir y validar el discurso estético (la conocida y mal llamada crítica musical, que es en realidad una perspectiva acrítica porque nos convierte en voceros de otros proyectos), o valorarlo desde una perspectiva crítica (que “implica tomar esos discursos con pinzas para diseccionarlos, compararlos y ver qué nos dicen de quienes los pronuncian y de las redes de poder, de ideología, de identificación, etc. en que se mueven o en que desean moverse”). Con esta segunda orientación se refiere a “poner en diálogo a ‘la música’ con fenómenos mucho más amplios que son en realidad los que le dan significado”.17

Por su parte, el musicólogo chileno Juan Pablo González asevera:

La simple descalificación de aquello a lo que no se le adscribe valor ético, ni estético, nos ha impedido penetrar en los fenómenos de mediación, modernización y masificación segmentada que afectaron a múltiples repertorios durante el siglo XX, y que han influido en la construcción de modos de audición y patrones de significado con los que un extenso público escucha todo tipo de música. Además, quedamos en la peligrosa posición de tener que condenar, junto con la música que dejamos de lado, a aquellos que la practican, la consumen y construyen su propio mundo de sentido en base a ella.18

Todas estas inquietudes confirman que los juicios de valor articulan las experiencias de escucha de sus emisores, lo que a su vez puede explicar las condicionadas parcializaciones de unos y la amplitud de criterios de otros.

Los trabajos críticos, en buena parte de los casos, apenas tienen un carácter argumentativo, casi siempre manipulan los conceptos contextuales del receptor para propiciar un proceso de inferencia que utiliza como premisas otras representaciones combinadas entre sí, o con otros supuestos previos. Como aclara Luciana Ciminari:

Una parte del significado lingüístico indica precisamente cómo deben manipularse dichas representaciones conceptuales para restringir adecuadamente la fase inferencial de la comprensión. La inferencia es, entonces, el proceso deductivo por el cual se obtiene un supuesto a partir de otro. Este tipo de significado es el procedimental y no está formado por conceptos sino por instrucciones sobre el modo de manejar conceptos. Orientan al destinatario mostrándole el camino inferencial que debe recorrer en la interpretación y, por lo tanto, lo guían en la construcción del contexto.19

Según Simon Frith:

Las funciones sociales de la música popular están relacionadas con la creación de la identidad, con el manejo de los sentimientos y con la organización del tiempo […] Esta intuición de la música como elemento de auto-reconocimiento nos libera de las rutinas y de las expectativas de la vida cotidiana que pesan sobre nuestras identidades sociales; forma parte del modo en que experimentamos y valoramos la música: si bien llegamos a creer que poseemos nuestra música, no tardaremos en darnos cuenta de que estamos poseídos por ella. La idea de trascendencia, por tanto, juega un papel tan importante en la estética de la música popular como en la estética de la música seria; pero, como espero haber dejado claro, aquí trascendencia no significa la libertad de la música respecto a las fuerzas sociales, sino el hecho de estar organizada por ellas (por supuesto, en último término esta afirmación es igualmente válida para la música culta).20

En este sentido, en ocasiones el mencionado auto-reconocimiento propicia que, ante el distanciamiento temporal, las audiencias anulen el valor de las letras más recientes y privilegien aquellas músicas de un período específico con las cuales establecieron un vínculo afectivo, confirmando en la crítica el eslogan de “cualquier tiempo pasado fue mejor”. El marketing propio del entorno periodístico refuerza esa mirada cuando, por ejemplo, al referirse a la música popular de la primera mitad del siglo XX, utiliza clichés como: “La auténtica música cubana”, “Lo mejor de la música cubana”, “La década de oro de la música cubana”, etc.

La revisión y análisis de los textos publicados al respecto confirman la reiteración de este fenómeno, y su relación estrecha con el contexto sociohistórico y cultural pertinente, amén de acercarse a otras causas sociales que exceden el ámbito puramente musical y lingüístico. Hasta donde conozco no existe en Cuba un estudio académico que enjuicie la crítica a las letras de la MPBC. En la Isla, a modo de artículo periodístico, solo he encontrado un texto con similar intención: “¿Se debiera de morir quien por bueno no lo estime?”,21 donde el comunicador cubano Humberto Manduley López hace un recorrido por diversos criterios que han marcado el cancionero popular cubano desde inicios del pasado siglo XX. Manduley –especializado en programas de rock, género musical que se inserta en las llamadas músicas alternativas y, por ende, en un segmento que ha sido objeto de juicios de valor negativos– involucra la música popular cubana y arremete contra las críticas parcializadas y dogmáticas, en un discurso que revela no poco sentimiento testimonial:

La evolución histórica de la música cubana muestra que cada manifestación nueva logra salir a flote, para integrarse finalmente al lenguaje cultural, después de arduas batallas, abiertas o solapadas, donde parece que todas las armas, las legales y las otras, son permitidas. Términos como “reaccionario” y “revolucionario” aplicados al discurso cultural (específicamente en la música) han ido cambiando de rostros y argumentos, en la medida en que transcurren los tiempos. Lo que un día pudo ser “revolucionario”, sacudiendo las bases de un tipo de pensamiento, puede dejar de serlo en otra circunstancia. No se trata de la dicotomía de posturas filosóficas contrapuestas, como lo sería, por ejemplo, el enfrentamiento entre el pensamiento burgués y el socialista, sino del anquilosamiento, de la idealización del pretérito, y por inercia, del temor al cambio, de reticencia hacia lo nuevo. Actitudes que pierden de vista el análisis desapasionado de las dinámicas culturales, y se parapetan en convicciones estéticas, posturas ideológicas, directivas partidistas, celos profesionales, rencillas privadas, pequeñas miserias humanas; elementos cuestionables todos, y que carecen de fuerza persuasiva per se. Se desemboca así en una de las formas del fundamentalismo, la imposición de un orden sobre otro, la anulación (o sus intentos) de todo lo que pueda aparentar, de lejos, una agresión a cierto status quo (en este caso) de la cultura.22

El estudio de la documentación que aborda las letras de la MPBC requirió sistematizar la información sobre el tema y caracterizar comportamientos teórico-conceptuales manifestados en ella a partir de una organización cronológica. Con ello se propone una suerte de historiografía acerca de la presencia del texto en la música bailable cubana y sus principales códigos comunicativos, así como los rasgos temáticos y morfológicos que distinguen esta área expresiva, lo cual permite entender las posibles causas que han llevado a que, tradicionalmente, los análisis de los textos-letras se adentren más en la repercusión sociocultural que en sus valores estéticos.

Al mismo tiempo, se trata de entender las letras de las obras musicales como un hecho comunicativo,23 lo cual requiere atender los múltiples parámetros que en él intervienen entre los cuales no deben obviarse el contexto de creación, difusión o consumo, las características del autor, intérprete y audiencia, función de la pieza, el tono literario o musical en que está concebida, los recursos formales con los que se construye en función de los códigos del género musical a que pertenecen y que incluyen las exigencias de sus performances particulares, en cuanto a creación, interpretación y recepción, todo lo cual tributa a la elección de una tipología específica del texto en cuestión. Para Pablo Alabarces:

En el caso de la música popular, esta decisión supone entrenar la mirada. Exige la construcción de una lectura compleja que no puede reducirse a la superficie del texto poético –partiendo del presupuesto de que las letras de las canciones populares suponen una estructuración poética del lenguaje, pese a las opiniones respecto a su mayor o menor calidad estética. Debe además abarcar lo musical, la puesta en escena, los circuitos industriales y comerciales –es decir, las condiciones de producción del mercado de la cultura y las relaciones de producción cultural–, los espacios de realización, los rituales de consumo, las prácticas de los consumidores. Y también debe contemplar las instituciones y los agentes que participan de las relaciones de campo, introduciendo criterios de valoración y normativos, no solo en el marco de la música erudita –donde estos actores son más fácilmente reconocibles–, sino también en el de la popular –mediante, por ejemplo, las declaraciones y posturas de los músicos o la crítica periodística.24

La recurrencia del debate sobre la calidad de las letras en la MPBC, en disímiles espacios, alerta sobre la necesidad de renovar los discursos críticos acerca de la música popular y construir un tipo de acercamiento más integrador, abierto y flexible, alejado de los cánones tradicionalistas y eurocentristas que subsisten en diversos campos del saber. En todos los casos, se manifiesta el interés por las letras de la música popular, aun cuando no sea el objetivo único o principal de los materiales, lo cual sirve como punto de partida para emprender su estudio en los diferentes cancioneros.

Para reconstruir el derrotero de los juicios de valor sobre el tema, he analizado una extensa muestra de textos bailables de diferentes épocas, así como las principales críticas publicadas sobre estos en la prensa plana, y en la bibliografía musicológica y lingüística. Los caracteres distintivos, según momentos históricos, generaron la necesidad de una suerte de periodización que arroja luz sobre los procesos de creación y de ejercicio de crítica musical. Estos cortes en bloques responden a los siguientes períodos: siglos XVIII-XIX, 1900-1949, 1950-1959, 1960-1989 y 1990-2000; una delimitación lógicamente subordinada a condiciones socioculturales, económicas y políticas. No obstante prefiero considerar el período que contempla los siglos XVIII y XIX como el lapso en que se construye el cancionero bailable nacional25 y –en diálogo con este–, un corpus crítico que continuará manifestándose hasta hoy;26 el siglo XX –con subdivisiones que responden a nodos reconocidos en el devenir de la música bailable de la Isla–, cuyo discurso creativo asume lenguaje propio.

La revisión del corpus que aquí interesa revela varios puntos de posicionamiento en la emisión y asentamiento de juicios de valor acerca de la MPBC: la crítica periodística, la academia musicológica, lingüística o humanista, la literatura de ficción, testimonial o de crónica viajera expuesta en libros, conferencias, ensayos y artículos de corte periodístico, literario o académico, pues solo el análisis del conjunto permite reconstruir el canon predominante en cada período. Todos estos espacios favorecen el ejercicio de la crítica, aunque se practica más en reseñas o valoraciones específicas de un hecho musical, casi siempre defendidas en columnas o secciones de la prensa. Con ello se olvida que crítica es esencialmente emisión de criterios acerca de un tema, lo que implica exposición de juicios de valor.

En el caso que aquí nos ocupa, se trata de juicios sobre valores de índole ética, estética y humanista, toda vez que las letras de la música revelan el rico entramado de la sociedad, muchas veces marcada por patrones desfasados temporalmente o contradictorios en sí mismos. Estos criterios, sin establecer nexos a priori, coinciden y divergen en muchos aspectos, lo cual puede explicarse por varias razones: repetición acrítica de juicios de valor, coincidencia de juicios y prejuicios socioculturales, asignación de valores superiores a las normas cultas de la lengua, desconocimiento de códigos particulares de las manifestaciones musicales bailables de carácter popular, (in)competencia de quienes emiten los juicios de valor. A lo anterior se puede añadir el no haber considerado los textos de la música bailable como un hecho comunicativo, así como ignorar las tendencias y los paradigmas éticos y estéticos a los cuales respondieron sus autores y receptores (como participantes activos del hecho comunicativo) o, lo que es lo mismo, acogerse al mecanismo de “ubicar el hecho en su contexto histórico”.

La inconformidad con el sistema de juicios de valor imperante en la llamada crítica musical actual y también histórica, es el pretexto para intentar establecer en estas páginas una propuesta de historización tanto de la creación bailable en la Isla como del discurso valorativo acerca de las letras de la MPBC.

Las letras de la música bailable cubana. Códigos e imaginarios

Si bien los estudios sobre los procesos musicales son frecuentes en el ámbito de la academia, aún son insuficientes los relacionados más directamente con sus textos-letras27 así como el peso de estas en el imaginario social, en la conformación de la identidad nacional, y en la representación de ciertas tipologías humanas. El estudio de los textos-letras de la música popular requiere un enfoque reticular, abierto y flexible pues supone adentrarse en un mundo permeado de múltiples aristas, no solo de la creación en sí sino –sobre todo– de los análisis de que han sido objeto sin tomar en cuenta elementos como: función comunicativa, particularidades linguoliterarias, impacto social y escenas de consumo.

La escasa bibliografía se refiere a las letras de las obras musicales de forma muy diversa. Se habla de cada especie (letras de los boleros, de los sones); se generaliza atendiendo a movimientos determinados (letras de la trova o del filin) o, de manera más amplia todavía (letras de la música bailable, letras de la cancionística). Las coincidencias y rupturas apreciables en los análisis tienen que ver con las particularidades de cada género musical en cuanto a intención, letra y función.

La música bailable es concebida para consumir en colectivo, por tanto es tributaria de elementos comunes a un amplio número de receptores que pueden compartir o no códigos vivenciales similares. Esa función le imprime una sólida raigambre popular, de ahí que en lo musical sea prioritario su sentido rítmico y que, en lo textual recreen anécdotas de lo cotidiano, en un lenguaje de tropos cuya polisemia puede ser desentrañada con relativa facilidad.

Las estructuras de estas músicas se complejizan mediante la irradiación de zonas rurales a urbanas (o viceversa), y el intercambio permanente de intérpretes y creadores con músicas de otros entornos y procedencias, de donde resultan especies genéricas que, en sí mismas, contienen amalgamados múltiples elementos de la historia del país, así como de los procesos gestados paralelamente en el área caribeña y latinoamericana.

La escena donde se manifiesta la música bailable es de carácter festivo-masivo: bailes públicos o privados, o en sociedades28 pero, al mismo tiempo, su uso se extiende a acciones íntimas, como estímulo sonoro o simple disfrute auditivo ajeno a la canónica actividad corporal bailable. Sin embargo, la crítica insiste en la manera en que este tipo de música y sus letras construyen un comportamiento signado por la interacción social. Un estudioso de temas cubanos, el norteamericano Robin D. Moore, considera que: “La música y el baile en Cuba han estado históricamente entre las artes más democráticas y representan formas de expresión accesibles a las minorías y atraen auditorios por encima de las barreras clasistas y raciales […] como en Estados Unidos y otras partes, estas modalidades han servido como medios de poder real y simbólico para aquellos que, de otro modo, hubieran carecido de voz propia”.29

Tradicionalmente la crítica ha cuestionado las implicaciones que esta actividad puede generar en el comportamiento humano, a tenor de los valores éticos de cada momento: se impugnó la sensualidad del danzón, el erotismo sonero y su exacerbación con la timba, sin olvidar otros comentarios relacionados con la rumba.30 Al mismo tiempo, y no siempre de manera explícita, la fiesta o espacio donde concurren grandes audiencias es apreciada como ambiente social catártico de emociones y de sentimientos que se corporizan en el baile, ya sea libre o de pareja.

En este último sentido, se explica la autolimitación de un público que decide no compartir espacios festivo-bailables, aunque consuma la misma música en otros entornos. Estos criterios de organización social pueden responder a razones clasistas, raciales o de otro tipo, casi siempre extramusicales. En Cuba el bailable popular devino espacio de conflicto, por ejemplo, en las postrimerías del siglo XX durante el boom de la timba. En tal sentido es relevante la hipótesis de Gérahrd Steingress al plantear que:

La fiesta es una respuesta a la necesidad humana colectiva de descargar los impulsos reprimidos como precio de la civilización en que le ha tocado vivir. De ahí surge el carácter subversivo de todas las fiestas, sobre todo de las que son acentuadas mediante la música que genera la masa rítmica. De ahí surge la reacción a someterla a las necesidades del orden, es decir, el eterno esfuerzo de controlar la espontaneidad lúdica, de imitar la experiencia transgresiva, de domesticarla mediante su transformación en un ejercicio colectivo, en un ritual bajo la vigilancia de la autoridad –y todo esto en función de la reafirmación del orden social.31

En este ámbito, se produce una suerte de “cohesión emocional” efectiva, bien sea temporal o duradera, pero lo cierto es que se consigue la articulación de comunidades musicales, aunque sea de modo esporádico.32 La relevancia del baile en la cultura nacional se evidencia en su permanencia en el gusto de un segmento notable de la población, y ha quedado plasmada por numerosos autores en diferentes épocas.33

En La Habana artística, Serafín Ramírez34 cita el criterio de Ferrer acerca de la música que, por 1798, se tocaba popularmente en La Habana:

01-Serafín-Ramírez

Serafín Ramírez

Otra de las diversiones favoritas de los habaneros es el baile, pues casi toca en locura. Habrá diariamente en la ciudad más de cincuenta de estas concurrencias, y como son todas a puerta abierta, los mozos de pocas obligaciones suelen pasar en ella toda la noche […] los bailes de la gente principal se componen de buenos músicos y se danza en ellos la escuela francesa; los demás se ejecutan con una o dos guitarras y tiples y un calabazo hueco, con unas hendiduras. Cantan y bailan unas tonadas alegres y bulliciosas, inventadas por ellos mismos, con una ligereza y gracia increíbles. La clase de las mulatas es la que más se distingue en estas danzas.35

En su libro En ritmo de bolero el músico e investigador cubano José Loyola reconstruye el gusto por el bailable en Cuba:

Ya desde el siglo XVIII existía la costumbre de organizar bailes en casas particulares por medio de abonos […] Con el decursar del tiempo y su avance hacia el siglo XIX, estas casas devinieron locales específicos, denominados casas de baile, bailes de cuna, o simplemente cunas. Los bailes de cuna se convirtieron en centro de atención y blanco de ataque de los elementos “moralistas” de las clases altas de la sociedad colonialista, que aprovechaban cada ocasión para desdibujar toda manifestación de expresiones culturales de lo que ellos denominaban “gentuza” o “gentualla”. Alrededor de las cunas se tejían infinidad de comentarios, intrigas e historias, que iban desde los tintes más tenues hasta los púrpuras más hirientes.36

Las diferencias de comportamientos y espacios, músicos y músicas, agrupamientos raciales y estamentales en el baile, pueden ser apreciadas en crónicas sociales periodísticas. Artículos costumbristas dan fe de la preferencia por esta afición como el del historiador Emilio Roig de Leuchsenring: “El baile, desenfrenada pasión del criollo” –década de 1950– que lo considera “nota sobresaliente del carácter y costumbres cubanos de todos los tiempos y de todas nuestras clases sociales”.37 Para argumentar esa afirmación, Roig retoma varias fuentes: Lo que fuimos y lo que somos o La Habana antigua y moderna, donde el historiador José María de la Torre, plantea que en 1598, ya se bailaba en esta población;38 Ensayos Literarios de José Joaquín Hernández (publicados en colaboración con Francisco Baralt y Pedro Santacilia, en Santiago de Cuba, 1846), quien al describir las costumbres de Cuba a finales del siglo XVIII, dice “que no había en aquella remota época […] una Sociedad Filarmónica donde reunirse a bailar o cantar, ‘pero en cualquier día se reunían unos cuantos jóvenes y hacían una ponina y ya estaba el baile armado…’”.39

Roig de Leuchsenring selecciona criterios de otros cronistas de siglos precedentes para confirmar el gusto por el baile en esa etapa (finales del siglo XVIII y comienzos del XIX):

El Vizconde D’Hespel D’Harponville en La reine des Antilles, recoge la impresión que le produjo el entusiasmo por el baile en Cuba en el año 1847: “El baile, de que gustan con pasión, es la ocupación favorita de la juventud. El año entero es un solo baile y la isla un solo salón. Cuando no se baila en las casas particulares o en los pueblos de temporadas, se baila en la propia casa de la familia, muchas veces sin piano ni violines y con sólo el compás de la voz de los bailadores”.



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