Para Laly

 

 

Siete puentes sobre el Danubio


































Hablar de Budapest es hablar sobre sus puentes, que atraviesan el Danubio en distintos puntos de la ciudad. Cada uno tiene su personalidad y su historia que contar; cada uno tiene su nombre: nombres patrióticos, como el Petöfi, y nombre de mujer, como el Erzsébet. La Isla Margarita tiene dos puentes que la cruzan: el puente Margarita por el sur y el Árpad por el norte; y así podríamos seguir.

Algunos de estos puentes desempeñaron un papel significativo en el desenvolvimiento de la última insurrección húngara: la de octubre de 1956. En la descripción de esta, se hace mención al primer puente que cruzaron los estudiantes sublevados, al puente Szabadság (que significa, ¡oh, casualidad!: Puente de la Libertad). En mi vida personal los puentes de Budapest no significaron mucho.

Hungría sí significó mucho para mí: salvé la vida y terminé la carrera universitaria. Como médico de barrio conocí muchas personas y muchas situaciones. Me permitió conocer algo de lo que se gestaba en aquel otoño de 1956, inolvidable para mí, pero insuficiente para escribir un libro. Fue necesario investigar, y en este camino nos topamos con personas que eran portadoras vivas de sus relatos. A ellos va dedicado este libro.

Y no nos esperaba nadie




Llegamos a Hungría en tren procedente de Viena. Veníamos de la Prisión de Villa Devoto, en Buenos Aires, donde éramos los tres únicos españoles que había deportado el primer Gobierno de Perón, por la aplicación de la Ley 4144. Esta ley establecía la deportación al país de origen de los extranjeros “indeseables”. Su aplicación correspondía a la Policía Federal. De los tres, yo era el único comunista, de la Federación Juvenil Comunista de la Argentina; los otros dos no tenían militancia política alguna. Habían sido recogidos en una redada por varias provincias del país, en la que apresaron a decenas de personas cuyo único vínculo político era el haber prestado en alguna ocasión ayuda monetaria. Una de las víctimas de esta redada era un viejo orate que se pasaba el día canturreando una marcha de los guerreros Yidish (de Palestina), y que se hallaba completamente fuera de la realidad.

Mis dos compañeros de viaje se llamaban Enrique y Eutimio, y físicamente eran lo opuesto el uno del otro: Enrique era regordete, de buen humor; Eutimio, en cambio, era delgado y pálido, siempre estaba con una guitarra al hombro, pero jamás le oímos tocar más que una única melodía.

En las negociaciones con el gobierno español, las organizaciones democráticas fueron posponiendo la fecha de la partida hacia España. Hubo un hecho que decidió nuestro destino: un compañero de celda nuestro, paraguayo, fue deportado a su país. La dictadura de Strossner lo fusiló apenas llegó. A partir de este momento, las organizaciones democráticas y de derechos humanos comprendieron que era vital nuestro rápido asilo político en un país socialista.

De ahí la elección de Hungría, único país que mostró su disposición de recibirnos. Hubiéramos preferido ir a Checoslovaquia, una nación más conocida en Occidente; mas no importaba, íbamos eufóricos, estábamos en libertad y nos dirigíamos a un país socialista: la meca de los revolucionarios. No sabíamos su idioma, y solo contábamos con un diccionario de bolsillo que no entendíamos. Era un país completamente desconocido.

De nuestra provincia de origen (Córdoba), fuimos conducidos en jeep militar hasta un campo de aterrizaje perdido en las Pampas. Íbamos secuestrados y, cuando nos dirigíamos a nuestro incierto destino vigilados por policías, ya creíamos que nos iban a matar. Pero no, nos montaron a un avión de carga, encadenados al asiento. Seguíamos sin saber adónde nos llevaban. Dos horas más tarde, el avión aterrizó en un aeropuerto militar de Buenos Aires. Al pie de la escalerilla nos esperaban tres automóviles grandes rodeados de policías, que nos condujeron sonando sirenas a la tenebrosa Sección Especial para la Represión del Comunismo, conocida en todo el país por su historial de torturas y al menos un asesinato. El más famoso de los torturados fue un joven llamado Ernesto Bravo.

Quiso el destino que muchos años después, casi una vida entera, lo conociera una noche en persona, reunidos por Estela Bravo en La Habana.

La sección estaba situada en una casa de dos plantas; la segunda de ellas, destinada totalmente a reducidas celdas. Éramos entre ocho y diez personas en cada una de ellas, hasta el punto de tener que estar parados y dormir por tiempos muy breves y por turnos. Así estuvimos quince días, al cabo de los cuales nos notificaron la deportación y nos trasladaron a la Policía de inmigración próxima a los muelles, de donde zarparíamos en el vapor italiano “Santa Ana” rumbo a Nápoles, y de allí tomaríamos un tren con destino a Hungría. Solo hicimos una breve escala en la ciudad de Santos, Brasil, que aprovechó mi tío Martín –radicado años antes en ese país– para subir a bordo y entregarme 50 dólares para gastos. No nos veíamos desde 1934 en Madrid.

En el barco había un piano y un pianista italiano con el que hablábamos a menudo (en italiano). Al saber que íbamos a Hungría, él –que había sido miembro voluntario de la División Azul del Ejército alemán– me contó los horrores cometidos por los soldados soviéticos en su avance. Yo, comunista al fin, no di crédito a sus palabras, pero años después recordé sus anécdotas.

Por fin llegamos, pero allí en Budapest no nos esperaba nadie. Fuimos a las señas que indicaba el pasaporte: KEOKH (Külfóldieket Ellenörzö Országos Központi Hivatal, lo que significa: Oficina Central Nacional de Control de Extranjeros, según supe después), donde, después de acuñar el pasaporte, nos hicieron volver al día siguiente en vano, pues luego nos citaron para un día más adelante.

Tuvimos que dejar el Hotel Nacional donde nos habíamos alojado, pues se nos acababan los 50 dólares, único dinero con el que contábamos. Una empleada de la cafetería del mismo hotel que hablaba italiano nos alquiló el cuarto de criados de su casa. Al tercer día volvimos a inmigración, dejamos la dirección donde estábamos y mostramos en el diccionario la palabra “munka” que significa “trabajo” y que era nuestra principal preocupación, pero tampoco ocurrió nada. Al cuarto día estábamos en crisis, cuando aparecieron en la casa dos camaradas: un español y un húngaro. ¡Por fin nos encontraron! Nos sacaron de allí inmediatamente, no sin echar un rapapolvo a la dueña (quizás por alojar a extranjeros indocumentados); así cambiaron las cosas. El camarada János Rusz (el húngaro) y Daniel Anguiano (representante del Partido Comunista de España) se hicieron cargo de nosotros y nos llevaron a un piso modestamente amueblado donde viviríamos por algún tiempo. Se excusaron diciendo que había habido un problema de falta de información sobre nuestra llegada. Nos instalaron y dijeron que volverían al día siguiente para arreglar nuestras cosas.

A partir de ese momento seríamos refugiados políticos y los problemas se fueron resolviendo.

Nuestro primer encuentro con el socialismo no había sido fácil. El limbo burocrático que nos rodeaba ocultaba a nuestros ojos el socialismo húngaro, que ahora formaba parte de nuestra realidad.

 

Dahlia. Quemo las naos




Al poco tiempo de llegar a Hungría recibí una carta por vía aérea de Dahlia, la novia que había dejado en Argentina. La recuerdo por sus ojos verdes, desde el mismo momento en que la vi, con su cabellera roja y su bata blanca de asistente dental. Había acudido al dentista por alguna causa, pero desde ese momento ella se convirtió en la razón de mi vida. Es como si el tiempo se hubiera detenido en los ratos, después horas y días que pasábamos juntos; escuchando su voz cantarina. Luego vino la detención y por fin el traslado a Villa Devoto. Allí fue la única persona que me visitó los siete meses de cárcel. Estaba siempre presente: sus cartas cotidianas en el bello italiano del norte –era nacida en Brescia–, sus declaraciones de amor y la espera de sus respuestas me mantenían vivo. No sabría ella el papel que desempeñaría el italiano en mi vida.

En su carta me decía que no podía vivir sin mí y que había iniciado las gestiones para viajar a Hungría. Esto me colocó en una situación difícil: yo no trabajaba –estaba aún en la fábrica como aprendiz– y luego me quedaban varios años de carrera. Además, ella tenía una hija de seis años que se lanzaría a la difícil tarea de de reiniciar sus estudios en húngaro. En estas circunstancias, mi amigo Luis de Azcárate me aconsejó cortar por lo sano: nuestra relación aquí sería difícil. Y la diferencia de edad entre nosotros se haría sentir más y más con el transcurso del tiempo.

Estuve varios días meditando qué hacer. Por fin, y contra mis sentimientos, le dije que no viniera, que ya no la quería. Esta mentira, necesaria para que desistiera del viaje, fue lo que más me dolió.

Ahí quemé las naos, por así decirlo: rompí el vínculo con la Argentina y me centré por completo en Hungría. Nunca me arrepentí de la decisión tomada, por más que me doliera. No sería la última vez que quemaba las naos