La estela de cien mujeres célebres

¿Quiénes fueron?, ¿cuándo arribaron?, ¿qué hicieron?, ¿cuáles fueron sus palabras y recuerdos? He ahí algunas de las interrogantes que intenta responder un libro que para su autor devino reto y compromiso de seleccionar, entre casi cinco siglos de historia, el quehacer habanero y cubano de un centenar de celebridades extranjeras, todas mujeres, durante su tránsito por la geografía insular, que en el caso de algunas las llevó a arraigarse para siempre en el país.

Desde los tiempos de la inquieta doña Guiomar de Guzmán, Isabel de Bobadilla, esposa del conquistador Hernando de Soto, y de la médica Enriqueta Faber, hasta los días recientes de las presencias de Nadine Gordimer, Teresa Berganza y Cristina Hoyos, pasando por la poetisa Lola Rodríguez de Tió, la danzarina Isadora Duncan, la escritora Gabriela Mistral, la aviadora Amelia Earhart, la diva del celuloide Rita Hayworth y la Madre Teresa de Calcuta, entre muchas otras, esta colección de cien celebridades femeninas abarca diversos perfiles: escritoras, artistas de la plástica, de la escena, del ballet, del cine, benefactoras, religiosas, patriotas, personalidades políticas…

Españolas, norteamericanas, francesas, italianas, austríacas, albanesas, alemanas, dominicanas, venezolanas, rusas, argentinas, haitianas, brasileñas, suecas, noruegas, inglesas, mexicanas, guatemaltecas, puertorriqueñas, chilenas, sudafricanas, caboverdianas… integran un ejercicio laborioso de la memoria distante, y también de la más reciente, que ponemos en sus manos.

Llegadas por innumerables razones: económicas, contratos de trabajo, placer, curiosidad, exilio forzoso, quebrantos de salud… en Cuba encontraron la hospitalidad de una nación, en la que, unas con más intensidad y otras con menos, todas estamparon su huella en el recuerdo.

Recuerdo que estas páginas se empeñan en desempolvar para el mejor conocimiento de las ilustres visitantes… y además, de nosotros mismos.

L. D. C.

Doña Guiomar un personaje de novela

Doña Guiomar de Guzmán es uno de los personajes femeninos más interesantes llegados con la conquista del Nuevo Mundo. Arribó a Cuba, para residir en Santiago, en febrero de 1521, acompañando a su esposo, Pedro de Paz, contador de la Corona española. Nadie podía esperar entonces que sería aquella dama una figura muy importante en el gobierno de la Isla.

Se afirma que por la fecha de su llegada contaba unos treinta años y era de bella presencia. Su esposo llegó a ser considerado el hombre más rico de la Isla y ambos permanecieron en Cuba por muchos años. Sin embargo, los enredos y litigios frecuentes en la colonia mudaron al matrimonio hasta España, donde don Pedro murió en 1538, dejando una fortuna considerable a su viuda e hijos.

En la Península se casó doña Guiomar por segunda vez, pero los intereses —léase encomiendas de indios, el comercio y otras propiedades— que poseía en Cuba, la hicieron regresar. Nuevamente viuda, en 1540 se hallaba otra vez en Santiago de Cuba. Es a partir de entonces que su nombre resulta frecuente en los documentos coloniales.

Decidida a defender su fortuna, con un espíritu muy comercial y bastante ajeno a la tragedia que vivían los indios pobladores de aquellas tierras, la dama hizo valer sus influencias desde el arribo mismo a Santiago del nuevo gobernador, el licenciado Juanes de Ávila, quien después se trasladaría hacia La Habana para el ejercicio de su mandato. Se conoce que durante los muchos meses que residió en Santiago en la mansión de doña Guiomar falló varios pleitos a favor de la dueña de casa, por lo que no debió resultar una gran sorpresa que en 1545 el joven gobernador contrajera matrimonio con la ya madura y dos veces viuda señora Guiomar de Guzmán, cuyo poderío parecía no tener límites dentro de la convulsa vida administrativa de la colonia, caracterizada por un desmedido afán de codicia.

Reclamaciones, intrigas y denuncias de abusos llegadas hasta la metrópoli por el llamado desgobierno de Juanes de Ávila, juicios, requisas en el domicilio de doña Guiomar en Santiago de Cuba y otros incidentes nos dan la medida de cuán decidida fue esta señora, que defendió sus propiedades y por último consiguió conservarlas. Su esposo sí salió bastante maltrecho, pues entre las penas que se le impusieron estuvo la del destierro de las Indias y el pago de multas, si bien el dinero de doña Guiomar pudo finalmente interceder en el regreso de ambos a Cuba.

Todo un capítulo casi novelesco constituye la estancia de doña Guiomar de Guzmán en la Isla. Se desconoce dónde y cuándo murió. Y lo de novelesco es tan cierto que el escritor e historiador santiaguero don Emilio Bacardí Moreau le dedicó un libro titulado Doña Guiomar. Tiempos de la conquista (1536-1548) publicado en 1916-1917, en el que conjuga la realidad con la leyenda, aunque la historia no deje de reconocer que fue una mujer de armas tomar.

Isabel de Bobadilla la Señora Gobernadora

Es bastante probable que la primera mujer devenida célebre —por el cargo que llegó a ocupar— en visitar la Isla de Cuba fuera doña Isabel de Bobadilla, quien arribó en su condición de esposa de Hernando de Soto, nombrado por España en 1538 gobernador de Cuba.

Pero…, ¿era Isabel una mujer realmente famosa en la España de entonces? Pues sí. Se trataba nada menos que de la hija de Pedro Arias Dávilas, conocido como Pedrarias, cruel y codicioso conquistador, fundador de la ciudad de Panamá y gobernador de Nicaragua, país donde murió.

Doña Isabel se casó en 1536 con Hernando de Soto, quien alcanzó la celebridad como conquistador de La Florida para la corona española. Arribaron ambos por Santiago de Cuba el 7 de junio de 1538. Ella continuó rumbo hacia La Habana por barco, y él por tierra.

Cuando en mayo de 1539 Hernando zarpó de La Habana con una flotilla para su aventura en tierras de Norteamérica, dejó en el cargo suyo, oficialmente, a su esposa Isabel, convertida así en la primera y única mujer que ostentó la máxima autoridad de la Isla a lo largo de los cuatro siglos de período colonial.

De Hernando de Soto se ha escrito abundantemente. Siendo adelantado de La Florida, descubrió el río Mississipi, en cuyas aguas fue sepultado de un modo bastante curioso: dentro del tronco hueco de un árbol.

Isabel quedó sola y sin noticias por meses y años. Fue entonces cuando se empezó a tejer en torno a ella la leyenda de que desde lo alto de la antigua fortaleza (destruida por el corsario francés Jacques de Sores durante su ataque y toma de La Habana en 1555), oteaba el horizonte en busca de alguna huella del esposo ausente.

No podemos asegurar cuánto pueda haber de cierto o falso en la bella leyenda, pero sí que en 1543 arribó a la ciudad un navío con la noticia de la muerte de Hernando de Soto, la cual sembró el luto no solo en la viuda, sino en la villa completa.

Todo indica que Isabel regresó posteriormente a España junto a su familia y bienes, acrecentados estos por los de Hernando. Aunque la leyenda asocia a la doliente esposa con la figura de la Giraldilla que adorna lo alto de la torre del Castillo de La Fuerza, esta se erigió solo después de destruida la antigua fortaleza que habitó doña Isabel, por lo que nunca pudo asomarse a esta última.

La Giraldilla, en verdad, no pasó de ser una veleta para indicar la dirección del viento a los navegantes. Fue esculpida por el orfebre habanero Gerónimo Martín(ez) Pinzón en la década del treinta del siglo xvii. La que hoy vemos expuesta a los vientos es una réplica, pues su original se encuentra en el museo de la ciudad de La Habana, donde puede ser observada y se preserva de la continua erosión.

Historia y leyenda se integran en la figura de Isabel de Bobadilla, cuyo renombre perdura en nuestros días.

Enriqueta Faber más que culpable, víctima

Corría 1819 y Cuba vivía bajo el dominio español, cuando el 19 de enero de aquel ya lejano año desembarcó por el puerto de Santiago un joven de nacionalidad suiza y modales refinados cuya documentación, una vez revisada, arrojó su identidad y profesión. Se nombraba Enrique Faber, médico cirujano.

El recién llegado se trasladó hacia La Habana, donde fue recibido por el propio Capitán General de la Isla, quien le extendió la carta de domicilio para que se estableciera en el país. En tanto, el Tribunal del Protomedicato lo autorizó a ejercer su profesión en la Isla. No dejó de llamar la atención que para ello escogiera la distante y un tanto escondida ciudad primada de Baracoa, aunque allí podía ser más útil que en otro punto cualquiera de la geografía.

No obstante, el doctor Faber, ya convertido al catolicismo, se hizo de buena clientela. Propuso matrimonio a una joven humilde y se casó con ella. Todo aparentaba normalidad hasta que la esposa comenzó a lamentarse de manera más o menos pública del inusual comportamiento de su esposo, quien rehusaba la intimidad con ella.

Papeleos burocráticos —que siempre han existido— reclamaron la presencia del doctor Faber en La Habana, por lo que dejó Baracoa, donde los rumores crecían en torno a su voz afeminada y delicado porte. Fue en la capital donde confesó el motivo de tales sospechas: ¡se trataba de una mujer!

Enriqueta Faber, así resultó llamarse, explicó que siendo adolescente se había casado con un oficial muerto en campaña poco después. Ella marchó a París, vistió las ropas masculinas y estudió cirugía, según le dictaba su vocación. Aquella mujer tan decidida, vistiendo y fingiendo ser hombre, participó en la campaña napoleónica contra Rusia, que terminó en un gran fracaso para las huestes del emperador francés. Después embarcó hacia América, esperanzada con iniciar una nueva vida y ejercer la profesión médica.

Estos detalles los escuchó el tribunal que más tarde la juzgó en Santiago de Cuba por contraer matrimonio en circunstancias tan irregulares, bajo falsa identidad y con una persona del mismo sexo. Se le sentenció a varios años de servicios en el antiguo Hospital de Paula, en La Habana.

Enriqueta sufrió muchos quebrantos morales que alteraron su carácter, tornándolo pendenciero. Por último, hacia 1844, se le embarcó con destino a Venezuela. Se conoce que en Nueva Orleans, a edad avanzada, había sido destinada al cuidado de enfermos.

A Enriqueta Faber, nacida en Lausana, posiblemente en 1791, se le considera la primera mujer que ejerció la medicina en Cuba, si bien lo hizo amparada por trajes masculinos. Se afirma que el abogado que la defendió durante el triste proceso en Santiago declaró valientemente: «Enriqueta Faber no es una criminal. La sociedad es más culpable que ella, desde el momento en que ha negado a las mujeres los derechos civiles y políticos...».

De ahí que para algunos sea ella pionera en la defensa de los derechos de la mujer a acceder a todas las profesiones. El caso, que tal parece tomado de un libreto de ficción, es memorable dentro de la historiografía médica insular.

Fanny Elssler cuando el encanto perdura

Fanny Elssler tuvo el mérito de ser, según palabras de Alejo Carpentier, «la primera gran bailarina que atravesó el océano para danzar en nuestro continente». Desembarcó en La Habana en enero de 1841 y debutó el 22 de ese mes en el entonces muy nuevo teatro Tacón inaugurado en 1838 y sito en el Paseo del Prado del área de extramuros de la ciudad—, bailando el ballet La sílfide.

Entusiasmo y admiración despertaron las actuaciones de una artista precedida de renombre y de quien el crítico Serafín Ramírez escribió en estos términos: «Dio seis funciones, asistida de la compañía dramática que por entonces trabajaba en el Tacón, pudiéndose contar aquellas por otras tantas ovaciones. El teatro se veía constantemente lleno, o mejor dicho, cuajado de espectadores».

Nacida en Viena en 1810, se hallaba en el momento cumbre de su carrera. Ella y María Taglioni fueron, tal vez, las más célebres bailarinas de mediados del siglo xix, pero se cuenta que la belleza y maestría de la austríaca inclinaron en más de una ocasión la balanza a su favor.

Teófilo Gautier, estilista del idioma francés y conocido novelista, fue uno de los más rendidos admiradores y críticos de Fanny, quien la consideró «la primera en introducir en la ópera fuego, impetuosidad, pasión y temperamento». Aunque el juicio de monsieur Gautier pudo haber sido tildado de un tanto parcial, el tiempo transcurrido ha respetado y acrecentado la gloria de Fanny Elssler, una de las grandes bailarinas de todas las épocas.

En Cuba, igualmente, se comentó mucho de ella y dio motivos para que se escribiera una pieza titulada Fanny Elssler y los Raveles —estos últimos, hermanos franceses que se presentaron con éxito en La Habana en sus números de funambulismo. A Fanny, además, por aquellos días se le compuso un vals.

El poeta José Jacinto Milanés le dedicó dos composiciones, una en español y otra en francés. De la primera reproducimos tres ilustrativas líneas de verso:

¿Y qué diré de tu gallarda planta?

¡Que nunca oprime el suelo y nunca pisa;

Que solo vuela y que volando encanta!

La artista permaneció en el país hasta entrado el mes siguiente, pues en febrero y desde La Habana, escribía en una de sus cartas: «Estoy encantada de haber venido a Cuba, no meramente por haber extendido mi renombre, sino por el encanto que he hallado en todo lo que me rodea. El cielo, el clima, sus sabrosas plantas, el pueblo, su generosidad, su hospitalidad...».

Una tarja de mármol colocada en la fachada de la que fuera vivienda de los condes de Peñalver y que hoy ocupa el Centro Wifredo Lam, situada en la esquina de las calles San Ignacio y Empedrado (en el área de la Plaza de la Catedral) recuerda al transeúnte que allí se alojó Fanny Elssler. La única de las luminarias de la danza de entonces que hizo tournée por América tiene así en la ciudad de La Habana un recuerdo permanente.

La bailarina se retiró de los escenarios aún joven, en posesión de cuantiosa fortuna; tuvo luego una larga vida. Murió a los setenta y cuatro años, en 1884.

Fredrika Bremer y sus cartas desde Cuba

La presencia de una figura importante de las letras escandinavas en Cuba a mediados del siglo xix conserva, incluso al paso del tiempo, elementos capaces de despertar la curiosidad.

Fredrika Bremer arribó a La Habana el 31 de enero de 1851 y de inmediato redactó la primera de sus cartas desde el Caribe. Sintiéndose deslumbrada por la naturaleza insular y bajo ese hechizo escribe: «Estoy sentada bajo el claro y cálido cielo y las hermosas palmeras de los trópicos; ¡qué bello y qué extraño...! El aire espléndido y delicioso y las altas palmeras son indiscutibles bellezas».

En la misma carta alude al encuentro inesperado con una compatriota suya de renombre artístico: «¡Jenny Lind aquí, y esa expresión de su rostro resplandeciente, fresco, alegre, inolvidable para quien lo ha visto una vez! Toda la primavera sueca ha brotado en él. Quedé encantada».

«Encantada» es ciertamente una palabra que se ajusta a lo que experimenta por cuanto «descubre» en sus recorridos, sea por la ciudad o por los campos. Entretanto, aprovecha los días que restan en La Habana a Jenny para pasarlos juntas entre amenas charlas y paseos.

La correspondencia cubana Fredrika la dirige a su hermana, y en ella va recogiendo, a la manera de un diario, las visitas que realiza a las ciudades de Matanzas, Cárdenas y otros pueblos. Se siente muy a gusto, lo cual se evidencia en sus comentarios epistolares, que resultan abrumadores por el campo tan vasto de intereses de la escritora. Abundan los apuntes sobre la vegetación, las observaciones acerca de la vida en las poblaciones cubanas y la arquitectura de la Isla, y se deleita con la fauna del archipiélago, que parece tomarle por sorpresa en toda su diversidad. Las danzas de las etnias africanas (esclavos) son descritas con precisión y constituyen uno de los aportes de la escritora al conocimiento de esta manifestación entre los países donde por entonces se conocía su obra.

Mas no vaya a pensarse en Fredrika como una mera «turista» exenta de facultades para el ejercicio de la crítica. Ella, que por su formación europea era una mujer de ideas avanzadas, también expresa: «...La situación de los esclavos en las plantaciones es aquí, generalmente, peor que en los Estados Unidos; viven peor, se alimentan peor, trabajan más duramente y carecen de toda enseñanza religiosa. Se les considera totalmente como ganado, y el comercio de esclavos con África se practica todavía, aunque en secreto».

La última de las cartas escritas por la Bremer desde Cuba tiene fecha de 8 de mayo de 1851: «He aspirado una nueva vida en Cuba —confiesa—, pero vivir aquí no podría. ¡Esto solo podría hacerlo donde exista y crezca la libertad!».

Al cabo de una visita a Estados Unidos regresó a Europa, para continuar sus viajes por ese continente. Escritora traducida a varias lenguas (entre ellas el español) y dibujante, abogó por la emancipación de la mujer y por el reconocimiento de sus derechos. Había nacido en 1801 en Finlandia, aunque se le reconoce como una escritora sueca. Murió cerca de Estocolmo en 1865.

Su libro Cartas desde Cuba, del cual se han tomado las citas de este capítulo, ha tenido cuando menos dos ediciones en el país que tanto impresionó la delicada sensibilidad de una escritora observadora, crítica y esencialmente honesta. Una tarja en la fachada de la vivienda donde radicó la casa de hospedaje en que se alojó, en la calle Oficios no. 18, recuerda el paso de Fredrika Bremer por la capital cubana.

Jenny Lind la sueca maravillosa

Quienes han tenido en sus manos una fotografía de Jenny Lind no podrán menos que reconocer que se trató de una artista con un rostro lo suficientemente atractivo como para integrar la más exigente galería de mujeres bellas que pueda conformarse del siglo xix.

A ello unía un indiscutible talento, un toque de distinción y gracia que apreciaron los públicos de Europa y América tan pronto la artista se atrevió a cruzar el océano Atlántico para actuar en el Nuevo Mundo.

Poco más de treinta años contaba cuando se presentó en La Habana a inicios de 1851, y curiosamente la «descubrimos» a partir del comentario de una compatriota suya, la escritora Fredrika Bremer, quien apuntaba en una de sus cartas, fechada el 5 de febrero: «¡Jenny Lind aquí, y esa expresión de su rostro resplandeciente, fresco, alegre, inolvidable para el que lo ha visto una vez! Toda la primavera sueca ha brotado en él. Quedé encantada».

En compañía de Fredrika Bremer pasa la Lind los dos últimos días que restan a la actriz en La Habana, donde dio cuatro conciertos, el primero en la noche del 10 de enero.

Cuenta el cronista Serafín Ramírez en su libro La Habana artística que, al despedirse, Jenny «dedicó una función a los pobres, llevando a ella tal concurrencia que se dijo que el teatro valía aquella noche ¡8 000 pesos!». Pese a que la cifra no puede hoy ilustrar con exactitud cuánto representaba en oro en su momento, sí revela la magnífica acogida que la actriz recibió del público habanero.

La artista, a quien el Héroe Nacional de Cuba José Martí llamó en una de sus crónicas desde Nueva York «la sueca maravillosa», nació en Estocolmo, en 1820, y paso a paso desarrolló una brillantísima carrera como cantante y actriz —iniciada hacia 1838— que le dio celebridad, permitiéndole acumular una fortuna considerable.

Actuó en los teatros de París, Berlín, Viena, Inglaterra, Estados Unidos... También fue destacada profesora de música de conciertos. Contrajo matrimonio con el pianista y compositor Otto Goldschmith —de ahí que a veces se le identifique como madame Goldschmith—. Posteriormente se retiró, todavía en el apogeo de su carrera, y fijó residencia en Dresde, Alemania. Murió el 2 de noviembre de 1887.

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A quienes ahora siguen el acontecer sobre los escenarios mundiales les sucede que a veces estos nombres resultan poco conocidos, pero basta con revisar las páginas de una enciclopedia —de antes o de ahora, según se prefiera—, o con hojear las crónicas, comentarios y programas de importantes funciones del siglo xix, para representarnos una idea exacta acerca de cuánto significaron, en cualquier escenario de prestigio, las actuaciones de figuras como Fanny Elssler, Sarah Bernhardt, Adelina Patti o Jenny Lind, por citar los nombres solo de algunas de las luminarias femeninas que recrearon las noches de los habaneros amantes del teatro.

Adelina Patti la soprano de una época

Hacia la década del cuarenta del siglo xix contaba La Habana con una buena colección de teatros que daban a la capital, junto a otros atributos inherentes a su propia belleza y a la de algunas de sus construcciones, el rango de ciudad cosmopolita.

Eran conocidos los teatros Principal, en la esquina de las calles Luz y Oficios, donde debutó el 16 de enero de 1834 la primera compañía de ópera italiana en gira por Cuba, clausurado en diciembre de 1846; el Diorama, de la calle Industria entre San Rafael y San José, donde se realizó en 1831 el primer baile público de máscaras, e igualmente demolido en 1846 a causa de los daños sufridos por el ciclón que azotó la ciudad dos años antes; el Villanueva, inaugurado en 1847, en la manzana comprendida entre las calles Refugio, Colón, Morro y Zulueta, escenario de los sangrientos sucesos del 22 de enero de 1869, que ocasionaron su cierre por las autoridades coloniales, y, por supuesto, el formidable y lujosísimo teatro Tacón, del Paseo del Prado, que representó su primera ópera, Norma, el 6 de mayo de 1839.

Apenas trece años contaba la italianita Adelina Patti —nacida en Madrid por esos avatares que suelen ocurrir cuando los padres son músicos y actores— al presentarse ante el público cubano.

Serafín Ramírez, uno de los críticos más perspicaces de la época escribió en sus crónicas:

Cuando en 1856, aún bastante niña, cantó en Tacón el Miserere de El trovador, causó profunda impresión no solo por sus progresos artísticos, sino porque anunciaba ya un sentimiento, un genio increíble que poco después se han visto confirmados en la brillante carrera, en los triunfos indescriptibles de su vida teatral.

En 1861 visitó nuevamente esta capital dando algunas funciones asociada a otros artistas. La última, es decir, su despedida, tuvo lugar en Tacón la noche del 5 de abril de 1861, auxiliada por la compañía dramática de los señores Robreños. En ella cantó en escena todo el final de Sonámbula y el cuarto acto de El trovador.

En realidad, la fama de la Patti alcanzó ribetes legendarios, al punto de ser considerada la primera de las sopranos por un largo período —entre los años sesenta del siglo xix y 1906, fecha de retiro de la artista.

Desde su columna de La Nación, de Buenos Aires, con fecha 27 de enero de 1884, José Martí escribió admirado: «...la Patti, criatura canora, de cristal hecha y plata, que aras merece, y no loas de pluma».

Marietta Gazzaniga y su huella en el léxico cubano

La temporada teatral de 1857-1858 deparó para los espectadores habaneros un regalo especial: la premier de Marietta Gazzaniga, cuyas actuaciones hicieron época. Ya veremos por qué.

La Gazzaniga y otra grande de las tablas, también italiana, Erminia Frezzolini, protagonizaron en la capital cubana un capítulo memorable de rivalidad artística.

Las representaciones de Gazzaniga —quien debutó en noviembre— alcanzaron niveles dignos de estudio como fenómeno sociológico: el público la aplaudió con delirio y, no bastándole con las palmas de las manos, rompió lunetas y con tablillas y bastones manifestó su admiración por la cantante-actriz. Después de una de aquellas actuaciones de la diva, el lujoso teatro Tacón quedaba bastante mal parado, con candilejas quebradas, asientos desencajados, decorados vueltos al revés y algún que otro músico lesionado por el aluvión de flores lanzadas a los pies de la actriz.

La función de beneficio, el 30 de enero de 1858, durante la cual se representó La traviata, de Verdi, fue inolvidable, pues según se cuenta, la Gazzaniga escenificó el brindis con una copa de oro obsequiada por los mismísimos admiradores.

Sin embargo, no está de más echar un vistazo a lo que escribió el crítico Serafín Ramírez, una autoridad en la materia y testigo de los sucesos: «Su voz de soprano poco valía por su desigualdad y timbre desagradable, pero su talento dramático, su inspiración, el sentimiento con que expresaba un canto cualquiera, le dieron aquí y en todas partes un prestigio y simpatía muy difíciles de conquistar».

La Gazzaniga rivalizó en dicha temporada con la Frezzolini, quien estaba ya en el ocaso de una exitosa carrera, por lo que el duelo fue un tanto desigual.

Marietta Gazzaniga volvió a La Habana con su compañía italiana de ópera, para la temporada de 1858-1859 y además de repetir el éxito del año precedente, disfrutó de una función de beneficio —el 2 de marzo de 1859— aún más esplendorosa, cuando los espectadores la aplaudieron por cinco minutos y le obsequiaron flores, joyas y monedas de oro.

Al regresar en febrero de 1866 se le recibió bien, mas sin el delirio de las ocasiones anteriores. El tiempo había transcurrido, dejando huellas sobre la anatomía de la artista, y el veleidoso público se permitió hasta alguna expresión de humor negro a expensas del sobrepeso de la actriz, quien no podía ya darse el lujo de escenificar con realismo (al menos en el orden físico) las características del personaje protagónico de La traviata.

El éxito de Marietta Gazzaniga, además de recordarse en los anales del teatro lírico, sirvió para engrosar los registros de la lexicografía antillana. Veamos. Un comerciante avispado se apresuró a elaborar un pan especial llamado «de Gazzaniga», que pronto se castellanizó como gaceñiga, término identificativo de un sabroso panqué por mucho tiempo comercializado en el país, que adquirió carta de ciudadanía en el vocabulario popular cubano.

De tal modo, el de Marietta Gazzaniga es un nombre para recordar en la historia del teatro lírico, e igualmente por su involuntaria contribución al léxico insular.

Teresa Carreño la eximia pianista venezolana

«Es un genio. No tiene más de nueve años... Quiero que hagas todo lo que puedas para ayudarla. Es una niña simpática, encantadora. Entiende todo lo bueno. Su padre es el caballero más cumplido, ilustrado y del mejor mundo».

Tal era la recomendación que el compositor norteamericano Louis Moreau Gottschalk daba de Teresita Carreño a su amigo el pianista y profesor Nicolás Ruiz Espadero, residente en La Habana.

Las actuaciones en la capital cubana de quien era considerada una niña prodigio de la música ocurrieron a principios de 1863 y no estuvieron exentas de apasionadas controversias.

La presencia de la pequeña movilizó a la prensa y a la colonia venezolana residente en la ciudad. Aunque los elogios abundaron, el maestro Ruiz Espadero —quien era entonces el más famoso de los pianistas cubanos— se negó a unir su voz al coro de las alabanzas, era él un convencido de que tales muestras de admiración podían alejar a Teresita del camino del esfuerzo, dado lo mucho que aún le quedaba por aprender. Sin embargo, Ruiz Espadero no dudó en augurar a la joven pianista un porvenir brillante en su carrera como concertista.

Fuera ya por su talento inusual o por su edad, ganó pronta popularidad entre el auditorio cubano y hasta se le homenajeó con una contradanza titulada Teresita, lo cual era un halago apreciable para tan pequeña artista.

En aquel mismo año de 1863 se presentó en Estados Unidos. Enterado Abraham Lincoln de las dotes de Teresita, la invitó a tocar en la Casa Blanca. El presidente le pidió que ejecutara algo sencillo, pues él no se consideraba un conocedor en asuntos musicales, pero ella quiso impresionarlo y prefirió una pieza en que pudiera demostrar todo su virtuosismo; ¡escogió para ello nada menos que una obra de Juan Sebastián Bach!

Se cuenta que Lincoln le tarareó una melodía folclórica norteamericana, instándola a continuación a que la reprodujera al piano. Teresita aceptó el velado reto y lo complació, ejecutando preciosas variaciones sobre la melodía que parecían no terminar nunca, por lo que fue necesario mandarle a parar. La broma le costó una reprimenda del padre, e ilustra el genio que ya se gastaba la niña.

Viajera inagotable y concertista de éxito, fue invitada, mucho después, a una audición privada ante la reina Victoria. Se afirma que entre la soberana del Reino Unido y la soberana del teclado se forjó una bonita amistad continuada por largo tiempo.

Teresa Carreño volvió a La Habana en 1916, cuando Europa ardía bajo el fuego de la Primera Guerra Mundial. La artista hacía mucho que era una celebridad y el regreso al continente americano, el suyo, todavía no involucrado de manera directa en el conflicto, devolvía un poco de quietud a su espíritu.

Se anunciaron tres conciertos, aunque no llegó a dar ninguno porque se hallaba más enferma de lo que se creía. Regresó de inmediato a Estados Unidos, donde residía, y poco después allí murió, el 12 de junio de 1917, a los sesenta y cuatro años. Tal como pidió, sus restos fueron repatriados a su natal Venezuela.

Adelaide Ristori ¡qué artista!

El de Adelaide Ristori es un nombre que no falta en las enciclopedias, sean estas generales o especializadas; y como «la más célebre y admirable actriz que ha visitado La Habana» la calificó en su momento don Serafín Ramírez, padre de la crítica artística en la Cuba del siglo xix.

Pero la italiana Ristori hizo algo más que dejar su huella sobre las tablas: convulsionó el panorama habanero con sus maneras y figura, tanto como con su voz y proyección escénica. Además, y por si fuera poco, revolucionó la moda de la colonia: se popularizó la pañoleta a lo Ristori, de encaje y tres puntas, una cayendo sobre la espalda y las dos restantes cruzadas sobre el pecho. El abrigo Ristori fue otra de las novedades que legó: sin mangas, complementado por una esclavina para dar salida a los brazos.

Ahora detengámonos en sus actuaciones. Arribó a La Habana el 29 de enero de 1868 y muy poco hubo que esperar para su debut en el teatro Tacón. Un crítico y ensayista ilustre como Enrique Piñeyro quedó deslumbrado: «¡Qué artista! [escribió]. Otras logran adivinar una sola faz de la pasión y esto les basta para llenar el mundo con su fama. La Ristori va más lejos. Todos los rasgos, todos los matices del sentimiento, por diversos u opuestos que parezcan, caben en aquel corazón y en aquella inteligencia».

Con sus presentaciones —observe el lector que ese mismo año, el 10 de octubre, se produciría el alzamiento libertador de Carlos Manuel de Céspedes en su ingenio La Demajagua— Adelaide Ristori monopolizó los temas de conversación en la sociedad habanera, las jóvenes damas de la aristocracia hallaron pretexto para confeccionarse nuevos y complicados trajes, y los caballeros hicieron un alto en sus habituales temas de política y economía para comentar por lo bajo acerca de los atributos físicos de la actriz.

Mientras tanto, Serafín Ramírez, el respetado crítico, apuntaba: «En Sor Teresa, Medea, Pías de Ptolomei, María Estuardo, obras todas que aprendió al lado de la famosa Carolina Internaria, se hizo aplaudir frenéticamente, conquistando desde la noche de su primera aparición en la escena, la simpatía de nuestro público».

Natural de Cividale, Italia, y nacida en 1822, Ristori era una actriz madura a juzgar por la fecha de sus funciones en La Habana. Sin embargo, su éxito fue total y le permitió «embolsillarse tranquilamente más de treinta mil pesos en su breve temporada de apenas dos meses; se rumoreó que hubo fanáticos que pagaron mil pesos por un palco, y que en su beneficio [el 16 de marzo] fue llamada a la escena once veces, un verdadero récord» —escribió el profesor Rine Leal en su insustituible libro La selva oscura.

En Cuba, donde el teatro era una pasión desde el siglo xix, Adelaide recibió los más cálidos elogios, pese a que por el país pasaban habitualmente las luminarias de la escena que sobre los escenarios habaneros realizaban los últimos ajustes antes de hacer la América en giras por México, Estados Unidos y la América del Sur.

En lo que toca a la Ristori, su celebridad era tal que en Barcelona le fue dedicado un teatro, en tanto monarcas y princesas la halagaban con obsequios y condecoraciones. Actriz trágica por excelencia, apenas tuvo rivales en su época, y sus funerales en Roma, en 1906, devinieron una manifestación de duelo por parte de sus admiradores.