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Índice

Primera parte: Osca

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

Segunda parte: Emporion

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

Tercera parte: Lauro

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

Cuarta parte: Itálica

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXXIX

Quinta parte: Mitrídates

XL

XLI

XLII

XLIII

XLIV

XLV

XLVI

XLVII

XLVIII

XLIX

L

LI

LII

Sexta parte: Muturudum

LIII

LIV

LV

LVI

LVII

LVIII

LIX

LX

LXI

Apéndices

Contenido extra

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Primera edición: enero de 2018



Copyright © 2018 de Agustín Tejada Navas



© de esta edición: 2018, ediciones Pàmies, S. L.
C/ Mesena,18
28033 Madrid
editor@edicionespamies.com



ISBN: 978-84-16970-54-4

BIC: FV


Ilustración de cubierta y rótulos: Calderón Studio



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Kalaitos es mi nombre celtíbero. Así es como mis padres me llamaron al pisar este mundo, antes de que el destino me convirtiera, años después, en ciudadano romano. Soy, pues, un hispano de nacimiento. Un bárbaro con una rara inclinación por las letras. Una afición que le debo a un hombre llamado Placidio, un maestro griego al que conocí en la ciudad de Osca. Aunque quizá toda la culpa —o el mérito— de tan inusual apego fuera del general Quinto Sertorio. Fue él, al fin y al cabo, quien me condujo hasta allí después de destruir mi ciudad en medio de su lucha inaplazable contra el gran Cneo Pompeyo Magno. Una guerra entre romanos que empapó en sangre las tierras de Hispania durante ocho largos años. Esta es la crónica de aquella epopeya, o quizá el relato de un sueño: el del propio Sertorio y el de muchos hispanos que empuñaron su espada al lado de un rebelde. Persiguiendo la esperanza de unas libertades casi olvidadas; o, cuando menos, la ilusión de un orden más justo. Estas páginas narran el enfrentamiento de dos colosos, y también una parte fundamental de mi vida: la que pasé enrolado en las legiones del general Quinto Sertorio, el Gigante de Nursia. El hombre que nos guio a través de la peor de las pesadillas: la guerra contra Roma.






Primera parte

Osca



I



Año 77 a. C., otoño


«Osca», señaló el centurión con su dedo al despuntar el décimo segundo día de marcha. Escondida entre las telarañas del amanecer, una ciudad sólidamente amurallada descansaba, majestuosa, sobre un tapiz de prados verdes. «Osca, magna urbs», insistió el suboficial romano en vista de nuestro silencio. Y es que por primera vez contemplábamos el que sería el destino final de aquel viaje. El lugar que debía acogernos por tiempo indefinido, hasta que en nuestros cuerpos y también en nuestras mentes hispanas se obrara la transformación definitiva.

«Osca, komtreb maros», traduje al celtíbero, provocando un escalofrío inevitable entre mis jóvenes acompañantes. Consiguiendo que aquellos pequeñuelos desorientados se pusieran a contemplar el horizonte algodonoso con aprensión evidente. Temblequeantes, apiñados a mi alrededor como hormigas aterrorizadas. Quizá la sombra de bozo que afeaba mi rostro y los diez años de diferencia les hacían ver en mí a todo un guerrero de la Celtiberia, a alguien capaz de defenderlos de una legión enemiga con el mero rugido de su garganta.

—Pronto entenderéis y hablaréis la lengua romana tan bien como Kalaitos —les dijo Draco, el centurión sertoriano, desde su montura—. En Osca os van a enseñar muchas cosas, la mayor parte de las cuales no os servirá de nada en la vida —se carcajeó nuestro guardián—. Afortunadamente, yo estaré siempre cerca para convertiros en hombres hechos y derechos, en auténticos legionarios —añadió con mirada inquietante.

Traduje también aquellas palabras a nuestro idioma materno, pero no logré arrancar ni un solo sonido de unas gargantas enmudecidas por el pánico. No resulta fácil aflojar el nudo cuando el destino siembra tu camino de acertijos indescifrables. Y para aquellos polluelos hispanos nada podría ser más inexplicable y sobrecogedor que verse entregados en custodia a unos soldados extranjeros a los que nuestros padres siempre llamaron invasores y ahora denominaban aliados. Y es que pocas fechas atrás también yo me había rascado la cabeza incrédulo ante aquella realidad nueva y desconcertante: que la Roma opresora de siempre apareciera repentinamente dividida y que ambas facciones en discordia estuvieran usando nuestro suelo como campo de batalla no era ciertamente un asunto de fácil digestión. De hecho, algunos habíamos tenido que comprender el entuerto sobre la marcha. Con la falcata en la mano y sin tiempo para interrogantes.

Contrebia Leucade, mi ciudad natal, había sido una de las pocas fortalezas que rehusó apoyar a quien pensaba aflojarnos —o eso aseguraba al menos— el nudo de la soga. Es decir, el de los impuestos abusivos de Roma. Mi padre —caudillo indiscutible del oppidum celtíbero— no era de los que atan la mula al árbol tan solo porque el tronco aparezca ya lleno de ramales. Para el viejo Ambón, el general Quinto Sertorio, líder de la facción popular, no pasaba de ser un loco con la cabeza llena de grillos. Por eso le cerró las puertas de su ciudad en espera de una ayuda que nunca llegó. Por eso murió con sus guerreros, aferrado a su hacha bipenne, mientras luchaba por salvaguardar la Ciudad Blanca de las ínfulas de un agitador sin futuro. Porque entre una guerra incierta hoy o una muerte segura mañana a manos de las legiones consulares, el veterano mandatario escogió la primera opción como la menos catastrófica. Lamentablemente, la muralla y el foso de Contrebia solo aguantaron cuarenta y cuatro días. Después llegaron la muerte, la destrucción, la esclavitud o la deportación para casi todos, aunque no para mí, sorprendentemente. Porque a pesar de los innegables trastornos ocasionados por mi padre durante el asedio, Sertorio me respetó la vida. Y no solo eso: el general rebelde también prometió devolverme Contrebia cuando estuviese preparado «para gobernarla con madurez y criterio». Y para alcanzar ambas prerrogativas me enviaba a Osca, a su Academia de Latinidad, lo mismo que al resto de alevines celtíberos que me acompañaban. No obstante, la extrema cercanía de la tragedia y la estrecha vigilancia a la que éramos sometidos me impedían confiar por completo en la sinceridad de una declaración tranquilizadora solo en apariencia. No en vano yo era el único integrante de aquella caravana de herederos errantes cuyo progenitor había rechazado sumarse a la causa popular, la defendida por el insurgente Sertorio. Una circunstancia que también me había convertido en el único huérfano de padre de aquel grupo. Y sin embargo, a pesar de que el horizonte pintaba más despejado para los otros, el miedo nos atenazaba a todos con la misma fuerza. Tal vez por eso, para ahorrarnos el espanto de la gran urbe, Draco esperó a que las sombras de la noche se adueñaran de Osca antes de hacernos penetrar en sus calles.



Una empinada pendiente nos dejó frente a la puerta oeste de la fortaleza, unos batientes que se abrieron como las fauces de un dragón hambriento y se cerraron detrás de nosotros con el estruendo de la maza del dios Sucellos al resquebrajar el mundo. Después, los soldados romanos nos empujaron dentro del laberinto.

Por alguna razón, el centurión Draco había descartado hacernos desfilar por la que parecía una de las avenidas principales de Osca y prefirió rodear casi todo el perímetro amurallado de la ciudad hasta alcanzar su zona oriental. En aquella apresurada travesía pude contemplar las innumerables torres que defendían —cada veinte pasos— todos los sectores de la ciudad. También comprobé en aquel primer contacto la irregularidad de una urbe adaptada a los caprichos de un relieve escabroso. En Osca no abundaban las manzanas trazadas a escuadra, ni los trayectos rectilíneos. Muchas veces las calles solo conseguían llegar a su destino a base de escarpadas rampas o escaleras más o menos abruptas. Precisamente a poco de rodear uno de aquellos obstáculos nos dimos de bruces con la imponente mole de la Academia de Latinidad. No fue, sin embargo, la solidez y grandeza de aquel edificio lo que más llamó nuestra atención, sino el variopinto gentío que esperaba nuestra llegada entre las columnas del pórtico.

Siguiendo las órdenes de dos individuos envueltos en togas blancas, una veintena larga de mozalbetes nos dio la bienvenida en un latín deshilachado y balbuceante. Después, el más grueso de aquellos dos instructores se acercó a nuestro grupo y se quedó observándonos con aire decepcionado.

—Mi nombre es Placidio y soy el rétor de la Academia Latina de Osca —afirmó mirándonos de arriba abajo—. ¿Alguno de vosotros es capaz de entenderme?

Dos docenas de pequeñas —y sorprendidas— cabezas se volvieron inmediatamente hacia mí con gesto interrogativo.

—¿Solo tú? ¿Solo tú eres capaz de comprender la lengua romana? —me preguntó aquel hombre rechoncho con el desencanto propio de quien se forja ilusiones que luego se desvanecen como el humo—. ¿Nadie más? —todavía sondeó infructuosamente entre los recién llegados.

Adrastos era el nombre de quien mantenía el orden de aquella formación bajo los soportales. Él no ostentaba el título de rétor , sino de gramático, y se encargaba precisamente de enseñar los fundamentos latinos a los más pequeños. «Porque en algún idioma tendríamos que entendernos», sostuvo Placidio haciendo pequeñas pausas que permitieran mi traducción. Y a fe que parecía en lo cierto a juzgar por los indescifrables cuchicheos de aquella tropa menuda que ya ocupaba la Academia de Latinidad. Según explicó el rétor, aquellos chiquillos vestidos con indumentarias de color púrpura pertenecían a pueblos que jamás había oído nombrar en mi Celtiberia natal. Los había sedetanos, ilergetes y suessetanos provenientes del norte del río Hiberus; y también ilercavones, edetanos y contestanos de la costa oriental. A todos ellos Placidio los llamó «iberos», no por vivir en las inmediaciones del río Hiberus, sino porque, antes que Hispania —dijo—, la tierra que todos pisábamos había sido bautizada con el nombre de «Iberia» por los primeros comerciantes griegos que llegaron a sus costas.

Un muchacho pelirrojo sobresalía en medio de aquella infantil muchedumbre debido a su aventajada estatura. Era un indiketa, una estirpe que habitaba en la costa, «entre las montañas siempre nevadas del norte y las aguas más septentrionales del mare Internum», afirmó Placidio apuntando hacia Oriente. El chico se llamaba Estibos y su aspecto, taciturno y sombrío, era el de un condenado triste, el de un reo conforme con su sentencia. Fue tras la marcha de Draco y sus soldados cuando el gramático se dispuso a mostrarnos las dependencias de nuestro nuevo hogar, un bonito edificio de piedra que a juzgar por su olor a argamasa fresca quizá hubiera sido utilizado para otros menesteres antes de ser reconvertido en centro de instrucción para analfabetos hispanos.

Adrastos era un hombre ceñudo, alto y seco como el palo de una escoba, y ensabanado en una túnica que no conseguía disimular las aristas puntiagudas de su esqueleto.

Cognitionis alae —declamó de manera escueta y a la vez rimbombante a la hora de designar los dos espacios donde Placidio y él impartían sus enseñanzas.

Durante unos segundos me devané los sesos tratando de encontrar la manera de hacer inteligible al celtíbero aquel curioso término de «habitaciones del conocimiento». Cuando lo logré, descubrí que Adrastos fundamentaba su magisterio no solo en la precisión y parquedad de sus palabras, sino también en la dureza del método.

—¡¿Cómo quieres que mis pupilos dejen de usar ese dialecto bárbaro si alguien les proporciona una traducción instantánea?! —me reconvino ásperamente mientras un recio cachete restallaba sobre mi nuca—. Hospitia —apenas murmuró cuando accedimos a la parte del edificio que albergaba los dormitorios, el comedor, las letrinas y la zona de aseo. Allí, enfrentados a un aguamanil, Adrastos nos repartió una esponja y un frasquito con un líquido oleaginoso con los que pudimos arrancar de nuestros cuerpos exhaustos el polvo incrustado en el camino. Después, desoyendo los rugidos salvajes de nuestros estómagos, el severo gramático nos envió directamente a dormir. Según dijo, habíamos rebasado con creces la hora prevista para la cena, y el sueño debería convertirse en nuestro único alimento hasta el ientaculum de la mañana. Afortunadamente, Estibos, mi solitario compañero de dormitorio, guardaba una agradable sorpresa para mí.

—Sabíamos de vuestra llegada a Bolskan desde ayer —me susurró en un latín parejo al mío cuando Adrastos apagó el último candil de la academia.

—Nuestra llegada… ¿adónde?

Estibos forzó una sonrisa.

—Bolskan —repitió—. Los iberos siempre hemos llamado así a esta ciudad. «Osca» es un invento romano —añadió tendiéndome un trozo de queso y otro de pan—. Los he guardado para ti. —Volvió a sonreír—. Estaba seguro de que Adrastos no os permitiría probar bocado.

Miré a nuestro alrededor con más detenimiento. Estibos y yo ocupábamos los dos solos un cubiculum diseñado para albergar a un grupo tan enorme como el que ya formaban el resto de chiquillos hispanos. Sin embargo, por una razón u otra, el rétor solo contaba con dos discípulos. Y posiblemente, de ahí la decepción que mostraba su rostro.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le pregunté al amable indiketa.

—Un mes —afirmó—. Igual que los demás.

—¿Viniste voluntariamente?

Estibos esbozó una sonrisa condescendiente ante la estupidez que yo acababa de plantear.

—Nadie viene aquí voluntariamente.

—¿Has intentado escapar? —le espeté entonces a quemarropa.

Un respingo agitó el cuerpo del joven ibero.

—¡¿E… escapar?! Ni siquiera sé si eso es posible —arguyó tragando saliva—. Y además…

—¿Además?

—Además, mi padre me mataría si volviera a Indika.

—¿Por qué?

—Él admira a Sertorio. Es su aliado —me explicó—. Me ha enviado aquí para que aprenda el arte de gobernar, y también el de la guerra. —Estibos calcó la misma mirada atribulada de antes—. ¿Y tú?

—Mi caso es distinto —repuse—. Mi padre era enemigo de Sertorio.

—¿Era?

—Murió durante el asedio de mi ciudad: Contrebia Leucade. Después caí prisionero y fui conducido hasta aquí por un centurión llamado Draco. No hay mucho más que contar —aduje tras engullir el último trozo de pan.

Estibos señaló con su mano hacia donde quedaban las dos «habitaciones del conocimiento».

—Esto no está tan mal —me aseguró con resignación—. Un poco aburrido, quizá. Pero podría ser peor, sin duda.

—No hay nada peor que perder la libertad, Estibos —le dije poniéndome en pie.

El heredero indiketa pareció considerar mis palabras un par de segundos. Después saltó de su jergón al verme asomar la cabeza al pasillo y avanzar hacia la ventana del otro lado.

—¡¿Qué pretendes hacer?! —siseó.

Todavía sin haber cruzado los lindes de la medianoche, la Academia de Latinidad y toda la ciudad de Osca, o de Bolskan, se habían convertido en una nebulosa de silencio negro. Justo la ocasión propicia para un temeuei fugitivo.

—¿Sabes qué es un temeuei? —lo interrogué.

—No conozco el idioma celtíbero… —se disculpó tímidamente el indiketa.

—Es alguien capaz de caminar en la oscuridad sin ser visto; capaz de fundirse con las sombras y pasar por una de ellas.

Estibos asintió, aunque sin demasiada convicción.

—Yo tengo ese don —le dije—. Y voy a usarlo ahora para escapar de esta ciudad.



A través de la ventana observé la patrulla de
vigiliae que custodiaba la academia. Eran cuatro soldados y daban la vuelta a su perímetro constantemente, separados entre sí por unos pocos metros. Pronto noté que se demoraban ligeramente a las puertas de la academia y también junto a la ventana de nuestro dormitorio, porque esos eran los lugares más probables para intentar una fuga. También calculé sus tiempos muertos, y sus ángulos ciegos. Entonces atravesé el enorme dormitorio en el que descansaban plácidamente los más pequeños hasta alcanzar el ala opuesta del edificio e hice la misma operación. No me resultó demasiado complicado descolgarme por una de sus ventanas en cuanto los dos guardias que tenía a la vista doblaron la esquina. Una vez en la calle crucé al otro lado de la calzada y me convertí en sombra en espera de los otros dos vigiliae. Tampoco ellos repararon en el bulto oscuro que se agazapaba bajo el alero. De reojo los vi girar y supe que contaba con apenas tres segundos hasta que el siguiente vigilante apareciese por mi izquierda. Eché a correr como un galgo y torcí, todavía a tiempo, por la primera bocacalle que encontré a mi derecha. Tomé sin pensarlo varios cruces más con el fin de alejarme cuanto antes de aquel lugar, pero sin olvidar nunca mi objetivo principal: alcanzar la muralla. Ella iba a convertirse en mi aliada más fiable en la búsqueda de una salida de aquel laberinto. Al fin y al cabo, mi único devaneo por Osca se limitaba al realizado pocas horas antes, cuando Draco nos había guiado desde la puerta oeste hasta la academia rodeando más de media ciudad. En aquel trayecto casi circular pude contar cuatro puertas de acceso, de lo cual deduje que la ciudad contaría con no menos de seis o siete en total. El número, sin embargo, carecía de importancia. Lo que yo pretendía localizar ahora era la última de las entradas que había visto al pasar. Porque en ella me había parecido advertir un canal de desagüe que atravesaba la muralla por su parte inferior. Una gruesa tubería que además de conducir agua quizá sirviera también para evacuar prófugos.

Aparte de evitar a los retenes de guardia de las puertas principales y sus torres anexas, apenas tuve que desviarme o buscar escondrijo en mi recorrido hasta la alcantarilla. Aun así, cuando la encontré, miré varias veces sobre mi hombro antes de agacharme. Aunque ya contaba con ello, no pude evitar un suspiro de contrariedad al descubrir la reja que protegía aquel agujero. Eran tres gruesos barrotes verticales que cerraban el paso a intrusos y fugitivos como yo. Me acordé entonces de mi diosa predilecta: Noctiluca, guardesa de todos los seres insomnes. Y le pedí un único deseo: si al menos un hierro cediera —«tan solo uno», le supliqué—, podría colar la cabeza entre ellos. Y después el cuerpo.

Noctiluca no me falló. El barrote de en medio lo sentí menos afianzado que los otros. Dos fuertes tirones le hicieron coger juego. El tercero lo arrancó de la pared, dejándolo en mi mano. Lamentablemente, la diosa de la noche no se mostró excesivamente generosa en esta ocasión y no juzgó necesario rodear mis maniobras de la intimidad necesaria.

—¿Qué estás haciendo, muchacho? —Una voz afectada por los hipos intermitentes del dios Baco me asaltó por la espalda.

Al beodo se le advertían los ojos chispeantes. Y también algo extraviados por la sorpresa de ver a un joven hispano hurgando en el interior de una alcantarilla. Mientras me erguía para encarar a aquel romano curioso, reparé en sus aires de distinción. En la túnica bordada en oro que lo cubría de pies a cabeza, una rica prenda cuyo extremo derecho aquel hombre llevaba enroscado sobre el antebrazo. Una mala costumbre, pensé, la de llevar una extremidad comprometida de manera tan estúpida, pues concede a un posible agresor una ventaja decisiva.

El primer trancazo se lo endosé con mi mano izquierda, justo por encima de la oreja. Y, como había supuesto, mi víctima fue incapaz de defenderse. No obstante, no me ensañé con él. Procuré golpearle con tiento, a pesar de que un garrote de hierro puede resultar tan mortífero como una espada. Lo que no hice fue comprobar si respiraba tras desplomarse como un fardo. Los fugitivos no suelen andar precisamente sobrados de tiempo. Ni de miramientos.



El desagüe atravesaba la muralla de parte a parte y se prolongaba por el exterior varios codos. Cuando saqué la cabeza por aquel extremo, después de reptar un buen tramo entre inmundicias, solo percibí oscuridad. Una penumbra atosigante y fétida que me impedía calcular la verdadera altura que me separaba del suelo, aunque el eco lejano de aquel chorrillo de agua corrompida al golpear más abajo me hizo pensar en una distancia considerable. Lo ideal habría sido dejarse caer con los pies por delante. Sin embargo, la angostura del canal hacía inviable cualquier maniobra. Y ya no era cuestión de volver atrás para invertir mi postura y arriesgarme a ser sorprendido de nuevo. El batacazo resultó rotundo, tras una caída difícilmente estimable en tiempo. Sí pude contar los tumbos que fui dando hasta quedar nuevamente inmóvil al pie de la ladera. Fueron nueve las volteretas y, afortunadamente, ninguno los huesos rotos. Una flecha incendiaria rasgó la noche cuando todavía yacía inmóvil en el fondo de aquel barranco, tratando de mover brazos y piernas en un rápido intento por hacer recuento de los desperfectos. Aunque no era consciente de haber gritado, tampoco podía asegurar que ningún sonido hubiese escapado de mi garganta. En cualquier caso, saltaba a la vista que los centinelas de las torres más próximas habían escuchado ruidos extraños debajo de la muralla.

Una segunda flecha voló sobre mi cabeza, y después una tercera, mientras varias voces discutían sobre la procedencia de avisar al oficial de guardia. Por experiencia propia conocía los miedos que acorralan a todos los centinelas. Dar una alarma general que luego resulte falsa no es un error que se perdone fácilmente. Por eso aquellos hombres dudaban mientras yo peleaba por ordenar mis ideas.

Poco antes de llegar a Osca, Draco nos había mostrado desde un cabezo el río que circunvalaba la ciudad por el norte y también por el este, justo el sector que yo había escogido para mi fuga. El centurión nos había hablado también del puerto fluvial por el que llegaban pertrechos y víveres para las legiones sertorianas. Bajo la luz rojiza de aquellos dardos incendiarios, el Iseola se me antojó como una auténtica carretera líquida hacia la libertad. O, cuando menos, como la mejor manera de poner tierra de por medio con mis posibles perseguidores. Aunque para lograrlo necesitaba una embarcación.

Di con el muelle tras seguir la orilla durante unos centenares de pasos. Era espacioso, el embarcadero más grande que yo hubiera visto jamás, con más de dos docenas de naves amarradas a sus bolardos de hierro. Desgraciadamente, la mayoría de ellas resultaba absolutamente ingobernable para un grumete inexperto como yo. Había sin embargo dos pequeñas chalupas atadas a una simple estaca y un pontón para el paso de personas y carruajes al otro lado del río. Sentado junto a aquella barcaza un hombre arrojaba guijarros al río arrullado por la corriente. Fatalmente distraído, desapercibido ante un traicionero ataque por la espalda.

Arranqué una enorme piedra del suelo sin hacer el menor ruido y proseguí mi avance de puntillas, como un ladrón en la noche, con la espalda arqueada y el brazo listo para descargar mi golpe.

—¿Eres tú? —Una voz grave e inesperada detuvo en seco mis pasos. Al parecer el barquero esperaba a alguien, quizá a una amante secreta que lo encontraría ya con la cabeza abierta y los sesos esparcidos—. ¿Eres tú, Kalaitos? —volvió a preguntar aquel hombre mientras se desperezaba.

Cuando el supuesto pontonero comenzó a darse la vuelta, la silueta maciza de Draco quedó recortada al contraluz harinoso del Iseola.

—Sabía que lo intentarías —me dijo con una condescendencia afable—. Y sabía también que acabarías aquí. —Cabeceó afectuoso, como si neutralizar mi huida le hubiese resultado igual de divertido que jugar con un hijo travieso—. Por cierto, ¿saliste por la alcantarilla? —Draco esbozó otra sonrisa paternal—. Te vi mirarla con ojos golosos cuando pasamos junto a ella al anochecer.

Las habilidades deductivas de aquel curioso centurión me parecieron bastante meritorias. Y sin embargo, tener ante él a un celtíbero con un enorme pedrusco en la mano y el ceño fruncido no le había hecho asociar ideas. Draco logró esquivar el proyectil en un alarde de agilidad, aunque el escorzo le dejó haciendo equilibrios sobre el embarcadero. Entonces me abalancé sobre él aprovechando su desconcierto.

—Vaya… —Draco asintió con admiración cuando me vio otra vez en pie con la daga que un segundo antes llevaba al cinto—. ¿Quieres jugar? —sonrió mientras se limpiaba el polvo de su túnica corta—. Juguemos entonces.

Yo no habría llamado exactamente «juego» a un lance en el que un adversario exhibe un afilado estilete y el otro simplemente sus puños. Pero no era el momento de discutir pequeñeces ni de hacer concesiones. La primera estocada rozó la manga derecha del centurión rasgando la tela desde el codo.

—¡Bien! —exclamó Draco, dedicando un gesto de aprobación a mi frustrado intento.

Mi segunda tentativa consistió en un tajo cruzado pero mi contrario se lo quitó de encima con un simple giro del torso. La tercera cuchillada la lancé recta pero el filo solo encontró el aire húmedo de una noche estrellada.

—Se acabó la clase por hoy —le oí gruñir a Draco tras cazar mi brazo armado bajo su axila. Después el canto de su mano se abatió sobre mi cuello como el filo de un hacha de acero. A pesar del súbito mareo, traté de zafarme de aquel apretón de oso pardo, pero el centurión de Sertorio ya había decidido acabar con la pantomima. Su puño de hierro estalló sobre mi sien, encendiendo de una vez todas las estrellas del firmamento.