9788416970674.jpg






«El amor es querer ser amado.

El amor es pedir ser amado.

El amor es necesitar ser amado».

John Lennon (1940-1980).



Prólogo



Lorena Sanz:

Buenos días, Alexa.
¿Qué tal estás?
Perdona que contacte contigo a través de Facebook, pero no dispongo de tu teléfono. Soy periodista, y una gran amiga de Izan. Es de suma importancia que nos conozcamos cuanto antes. Si estás libre, te espero el viernes a las 21:00 h en el restaurante La Musa, en el barrio de La Latina. Adjunto la geolocalización del local. Espero verte.
Un abrazo.
L. S.

Fijé la vista en el avatar de Marilyn Monroe con nariz de payaso; releí su nombre varias veces; hice una lista mental de todas las personas que había conocido el verano pasado; repasé, una y otra vez, conversaciones con Izan; y, después de mucho meditar…, me dije que no, que jamás había oído hablar de Lorena Sanz. Si ellos eran amigos, estaba cien por cien segura de que él nunca la mencionó en mi presencia.

Alexa Vera:
Hola, Lorena.
Encantada de saludarte.
¿Me podrías explicar por qué necesitas verme? ¿Izan se encuentra bien? ¿Le ha sucedido algo a Evil?

Tras enviar mi respuesta, me senté en el sofá con el portátil sobre mis rodillas a la espera. Pasaron segundos, minutos, media hora… y la misteriosa desconocida no parecía dignarse a contestar. Así que llegué a mi propia conclusión: que mis miedos y obsesiones de los últimos meses se habían hecho realidad.

Sin más dilación, cliqué sobre el nombre de la desconocida para curiosear en su Facebook. Necesitaba una prueba de que yo estaba equivocada. Una foto de Izan sonriendo a la cámara con el mar de fondo, por ejemplo; o rodeado de sus alumnos en la playa celebrando el final de la temporada. Algo. Moría de necesidad por encontrar cualquier mínima pista que me liberara de los grilletes que arrastraba desde que me marché de Karra.

Tampoco tuve suerte. La extraña había cerrado su muro de Facebook a cal y canto. Decidí, entonces, enviarle una solicitud de amistad y así, mientras esperaba a que me aceptara, podía seguir rastreando.

«Lorena Sanz, periodista, Madrid»; tecleé los escasos datos que disponía de ella en la barra del todopoderoso Google.

Polvo y paja. Eso fue lo único que encontré en la red: cientos de links de diferentes Lorenas Sanzs de diversas partes del mundo y con profesiones que poco tenían que ver con el periodismo. Supongo que a un tipo listo como Mr. Robot le hubiera resultado pan comido localizar a mi objetivo, pero ni yo era una hacker ni mis conocimientos en programación iban más allá de leer la revista TP. ¿Mi única opción? Persistir en mi búsqueda.

Mientras saltaba de link en link y fisgaba en las historias bastante aburridas de las Lorenas Sanzs del planeta, mis miedos y paranoias se fueron materializando en escenas mentales catastróficas que yo había bloqueado mucho tiempo atrás. Y como una cobarde que prefiere justificar su falta de valor en lugar de enfrentarse al miedo, me abracé al peor de los salvavidas…

El odio.

Maldije la hora en que Izan Oliveira se cruzó en mi camino. Me maldije a mí por preocuparme por él cuando no se lo merecía. Pero, sobre todo, maldije a Rebeca porque fue ella la responsable de que abandonase mi vida cómoda en Madrid para, cinco meses después, dejarme tirada.

Abandonada y olvidada. Dos palabras que resumían mi vida.

Y, por fin, sonó mi móvil…

No reconocí el número en la pantalla, así que di por hecho que me llamaba Lorena Sanz, la causante de mis nuevas paranoias y una incipiente migraña. Me masajeé la frente, respiré hondo y descolgué:

—Sí, dígame.

Para mi sorpresa, escuché un carraspeo sin duda masculino al otro lado de la línea:

—¿Alexandra Vera?

—Sí, ¿quién eres?

—Soy el doctor Garcimartín. Perdona si te molesto, pero ayer no acudiste a por los resultados de tus analíticas y he considerado necesario ponerme en contacto contigo.

Mi corazón se aceleró.

—Oh, siento haberle dado plantón, pero estos dos últimos días no me encuentro muy bien —me justifiqué—. Pero, dígame, ¿ha detectado algo raro en mis análisis?

—No, tranquila. Tan solo he visto que los depósitos de hierro están al límite y la glucosa un poco baja, pero lo esperado, dado tu estado.

«¿Qué estado? ¿De ansiedad? ¿Crítico? ¿Terminal? ¡Oh, dios mío…!». Me eché a temblar.

—¿Y cuál es mi estado, doctor? — pregunté temerosa.

—Estado de gestación, Alexandra. Enhorabuena —contestó mi médico en su tono monocorde habitual—. Por eso te he llamado, tenemos que cambiar tu tratamiento contra la ansiedad y derivarte a ginecología. Por cierto, ¿cuándo tuviste tu último periodo?

—El… el… — Tragué saliva. Mi cerebro se había cortocircuitado.

¿Yo, embarazada? ¡¡Yo!! Aquello era inviable. Inaudito. Un milagro de la naturaleza.

O, más bien, una señora jugarreta.

—¿Estás ahí, Alexandra?

—Perdón, doctor. — Hice memoria y…, ¡chast!, recuperé el riego sanguíneo en la cabeza—. El 27 de septiembre —respondí precipitadamente—, y recuerdo también que el periodo se me adelantó y que solo me duró un día. Y poco flujo…

«Como el que ahora sufro en mi azotea».

—Bien… —Suspiró, reflexivo. Luego, añadió—: Podría ser un manchado en la implantación. De todos modos, ¿recuerdas la fecha de tu anterior periodo?

—A ver…, déjeme pensar… Creo que la primera semana de ese mismo mes, sobre los días 6 u 8, pero no estoy segura.

Me quedé callada mientras le escuchaba teclear y venga a teclear en el ordenador.

—Eso te pone en diez semanas de gestación aproximadamente —dijo, al fin—. Por lo tanto, es prioritario que te pases por mi consulta para que pueda recetarte un complejo vitamínico y, hasta que te hagamos las pruebas de toxoplasmosis, recuerda que debes evitar los embutidos no cocidos y las carnes poco hechas o crudas.

—La toxo… ¿qué?

Mi doctor se echó a reír. La primera vez en diez años que le oía reír.

—Toxoplasmosis, pero no te agobies. Cuando nos veamos hablaremos de cómo debes cuidarte a partir de ahora. ¿Qué tal te viene pasarte por mi consulta mañana sobre las diez?

¿Que cómo me viene? Tan jodidamente de culo como estar preñada… Eso, dando por hecho que yo pudiera estar embarazada, porque, hasta donde yo sabía, para colgar un cuadro, además de un agujero, se necesitaba una alcayata.

—Tengo una duda, doctor —admití en un tono de fingida serenidad—. Y, por favor, no se ofenda con mi pregunta, pero ¿es posible que en el laboratorio hayan confundido mis análisis con los de otra paciente?

El doctor Garcimartín titubeó un poco antes de responder:

—Bueno…, sí…, siempre cabe esa posibilidad, pero sucede con poca frecuencia. Tú sabes perfectamente cómo funciona el protocolo.

—Ya, pero aquí el cuadro se cae al suelo por su propio peso.

—Disculpa, no te he entendido muy bien.

—Me refiero a que para gestar se necesita la participación de dos y aquí falta… un compañero de juegos, ¿comprende?

—Comprendo. —Volvió a teclear algo en su ordenador y, después, añadió—: Para resolver tus dudas, trae mañana una nueva muestra de orina y repetiremos las pruebas. ¿Te parece?

—Supongo que sí… —acepté poco convencida.

—Entonces, ¿nos vemos mañana, Alexandra?

—Sí, claro. Allí estaré; y muchas gracias por tomarse la molestia de llamarme, doctor.

—No hay de qué, y cuídate.

La línea hizo clic y yo hice plof. Lancé el móvil contra el escritorio, busqué mi monedero en el bolso y salí de mi casa como alma que lleva al diablo en busca de una farmacia.

No compré uno ni dos ni tres, sino cinco tests de embarazo. Cinco tests que no tardaron ni un minuto en reafirmar el diagnóstico de mi doctor.

Grité horrorizada frente al espejo. Parpadeé ante mi reflejo y rompí a reír como la psicótica que puedo llegar a ser. Tras la risa, llegaron los gimoteos. Y de los gimoteos, por fin, me refugié en el puro llanto.

Juro que lloré como hacía semanas que no lloraba. Mi situación era incomprensible. Un milagro bíblico, diría yo. Un hecho natural materialmente imposible. Y digo «materialmente» porque faltaba materia prima de base. Salvo que sufriera un embarazo psicológico, claro estaba. Y dado mi historial clínico, cabía esa posibilidad. Además, lo creas o no, yo siempre había actuado de manera responsable en mis relaciones sexuales; tanto era así que Rebeca solía mofarse de mí. «Un día de estos te veo llamando a un albañil para que te alicate el cuello del útero». Y, estúpida de mí, yo me desternillaba de risa.

Poca broma, amiga mía…

Con los ojos de sapo y una jaqueca de nivel extremo, salí del cuarto de baño en dirección al salón. A cada paso, las paredes de mi casa daban vueltas a mi alrededor. Palpé el sofá y —una vez segura de que se encontraba a dos palmos de mi culo— me derrumbé sobre él. Recordé entonces un dicho que mi madre solía mencionar cuando se cruzaba por la calle con una embarazada: «Siempre que un bebé viene de camino es para echar a alguien fuera de este mundo». Una manera muy sutil de explicarme por qué mi abuela había fallecido tres días después de que ella le anunciase que estaba embarazada de mí. Pero así era mi madre, macabra y deprimente.

Durante las cuarenta y ocho horas posteriores a la llamada de mi médico, estuve muy cerca de perder la poca cordura que me quedaba. Primero visité a mi vecina del tercero, una viuda de ochenta años.

—¿No tendrá un poquito de sal que prestarme? —le pregunté.

—Por supuesto, pasa y te llevas lo que queda del paquete —me ofreció ella muy amablemente.

—Y otra cosa quería preguntarle…

—Dime, bonica.

—El aparato de oxígeno portátil le funciona correctamente, ¿verdad?

—Claro, mujer. Si estuviese roto no tendríamos esta conversación ahora mismo. —Se echó a reír.

—¿Y el pulsador de emergencias? ¿Funciona?

La anciana miró dubitativa el dispositivo que colgaba de su cuello.

—Compruébelo, por favor —le sugerí avergonzada, y salí corriendo escaleras abajo, olvidándome por completo de la sal.

Tampoco recuerdo las veces que telefoneé a mi padre para comprobar que ese dolorcillo que sintió en el pecho hacía ya dos años no se había vuelto a repetir. A continuación, desbloqueé a mi amiga Rebeca en Facebook para asegurarme de que era tremendamente feliz con su nueva vida.

Y también —gracias a mi macabra madre y sus malos presagios— un viernes lluvioso y frío, abandoné la tranquilidad de mi hogar para sentarme a la mesa de un restaurante, a la espera de encontrarme con una desconocida que se había puesto en contacto conmigo a través de un misterioso mensaje.



1


Musa



Madrid, 18 de noviembre


Presente


Levanto la vista de mi móvil y observo a la mujer que entra por la puerta. Lo primero que capta mi atención es su larga melena plateada y ese mechón entre azul y morado que cae sobre su cara. Ella echa un rápido vistazo a las mesas del restaurante y, en cuanto se topa con mi mirada, me gesticula un hola exageradamente coqueto.

Le devuelvo el saludo algo incómoda y continúo con mi escaneo. Jamás pensé que la supuesta amiga de Izan rondara los sesenta años. Y muy bien llevados, para ser honesta. Es guapa, delgada y luce muy moderna. Si mi amiga Rebeca estuviera sentada a mi lado, diría que Lorena Sanz es el prototipo de una auténtica «estiloca» (dícese de aquella persona que se pone todas los estampados y estilos de moda a la vez, uno encima del otro); y yo me echaría a reír, porque efectivamente el look de esta mujer es… casi doloroso.

Me fijo en que su abrigo tres cuartos atigrado va dejando un reguero de pelos flotando en el aire tras su paso. Debajo del «peluche» asoman un vestido largo floreado y unas botas acharoladas fucsia. El maquillaje en su rostro (rosa, malva y melocotón) también resulta excesivo, posiblemente debido al empeño absurdo de combinarlo con el estampado de su vestido. Y por esas (también) absurdas razones siento que Lorena Sanz me gusta… Por ser una «estiloca», por salirse de lo normal y, sobre todo, por caminar con una seguridad aplastante bajo la mirada crítica de todo el restaurante.

Cuando detecto que no le quedan ni tres pasos para alcanzar mi mesa, doy un trago largo a mi Coca-Cola en un intento tardío de disimular mi escrutinio descarado.

—Alexa, cuánto me alegro de verte —me saluda, sin un ápice de duda de que yo soy su cita.

—Tú debes de ser Lorena. —Me pongo en pie y, antes de que pueda decidirme si ofrecerle la mano o besarla, me encuentro rodeada por sus brazos.

Me tenso.

—¡Ay, bonita! Eres tal y como me imaginaba, una auténtica monada —dice sorprendida, y da un paso hacia atrás para contemplarme más detenidamente—. ¿Nadie te ha dicho que tu aura es azul?

La miro desconcertada.

—Mmm…, creo que no.

—Pues lo es. —A continuación, levanta la mano para captar la atención de un camarero, se despoja de su abrigo y el bolso y se sienta enfrente de mí—. Y, dime, ¿qué tal te van las cosas desde que regresaste a Madrid?

Abro la boca para responder que mal, que ha sido infinitamente más difícil de lo que yo pensaba, pero rápidamente caigo en la cuenta de que esta mujer y yo no nos conocemos de nada. No tengo intención de relatar mi vida a una extraña, por muy amiga que sea de Izan. Así que decido dejarme de chácharas y pasar al asunto que me preocupa.

—Desde que recibí su mensaje, estoy preocupada por si… a su amigo Izan le ha pasado algo —confieso con voz queda.

Por una milésima de segundo, detecto que su sonrisa se tuerce en una mueca extraña. La corrige, se aparta el mechón malva de la cara y vuelve a sonreír.

—No, claro que no. Izan está bien. ¿Y tú? ¿Qué tal te encuentras?

—Yo, muy bien, gracias —respondo aliviada, aunque ahora nuestra cita me resulte todavía más extraña—. No se ofenda, pero…, entonces, ¿por qué razón me ha citado aquí? Usted dijo que era urgente que nos conociéramos.

—Dije «sumamente importante», no que fuera urgente. Izan me ha hablado muchísimo de ti, y me moría de curiosidad por conocerte. Ni más ni menos. Y, por favor, tutéame. Los formalismos no van nada conmigo.

—Pero él nunca me habló de usted… de ti —rectifico.

—Normal; Izan y yo nos conocimos semanas después de tu marcha.

Abochornada, desvío la mirada hacia la puerta de salida. En ese momento, uno de los camareros se acerca a nuestra mesa. Escucho que Lorena le saluda con familiaridad y después le pide una copa de vino más un par de cartas. Me revuelvo en mi silla incómoda. Ya no tiene ningún sentido que cene con esta extraña y mucho menos ahora que he obtenido lo que buscaba. Claro, que… solo tengo que explicárselo de la manera más educada posible para que no se enfade y poder marcharme cuanto antes a casa.

—Me jubilé hace dos meses y pensé en alquilarme una casa en el Algarve por un año —comenta de repente, respondiendo a una pregunta que, por otra parte, yo no he formulado.

«“Estiloca” y como una cabra», me informo a mí misma mentalmente.

Fuerzo una sonrisa y asiento alucinada.

—No sé qué opinarás de Portugal, pero yo llevo enamorada de ese país desde que conocí a mi marido —añade con un parpadeo de ojos exagerado—. Él nació en Lisboa y muy joven emigró a España. Siempre que podíamos, veraneábamos en la Costa Vicentina. De ahí que su deseo fuera pasar los últimos años de nuestra vida allí. Por desgracia, esa misma vida no guardaba los mismos planes para nosotros. Él falleció hace cinco años y, bueno, una vez jubilada, he decidido cumplir nuestro sueño. Aunque tengo intención de seguir viajando. Me apetece descubrir otras culturas, conocer a gente diferente y escribir en un blog sus historias, mis experiencias e impresiones. Ya sabes, algo parecido a compartir un diario de viaje. Sé que puede sonar pretencioso, pero creo que puedo aportar emoción a esas personas de mi edad que viven encerradas en sus hogares a la espera de su muerte. La jubilación despierta muchos sentimientos contradictorios, Alexa. Pasas media vida soñando con ella, pero cuando llega el momento te sientes un poco abandonado por la sociedad. Tengo amigos que lo viven como el principio del fin en lugar de tomárselo como un segundo comienzo, como la oportunidad perfecta para llevar a cabo esos planes que han ido posponiendo año tras año desde la juventud.

La escucho hablar atentamente y, a pesar de que sonríe y que sus motivaciones son muy esperanzadoras y positivas, me invade un horrible sentimiento de pena. Pena por mi padre, al que tengo olvidado. Pena por ella, por Lorena, que debe de estar muy sola para citar a una desconocida en un restaurante y contarle su vida y obra. Y pena por mí, porque posiblemente dentro de treinta años me diferenciaré muy poco de esta mujer. Si es que no me muero antes.

—Disculpa, pero ¿por qué me cuentas todo esto? —la interrumpo, antes de que siga parloteando sin parar.

—Perdona si me he enrollado un poco. Solo quiero que entiendas cómo conocí a Izan y por qué tengo curiosidad por descubrir a la chica de las olas.

«Chica de las olas». Al escuchar cómo se ha referido a mí, me enderezo en la silla.

—Como te decía —Lorena continúa con su historia—, he alquilado una casita allí por un año. Una tarde, mientras charlaba con los lugareños en el centro de jubilados, Izan apareció por la puerta para resolver unos asuntos con el encargado del bar. ¿Tú llegaste a conocer a João?

—Por supuesto que sí —afirmo, rotunda.

—Un señor muy simpático —apunta ella; y yo me limito a asentir. Lo cierto es que nunca me paré a hablar con él—. Fue João quien me presentó a Izan. Me dijo que era un joven muy amable y que me ayudaría a conocer a fondo el pueblo y sus alrededores a cambio de unos cuantos euros. Llegué a un acuerdo económico con nuestro amigo y, tres tardes a la semana, se convirtió en mi guía turístico. Y la verdad es que contratar sus servicios ha sido de las mejores cosas que he hecho. Ese chico es fascinante, ¿no crees?

Fascinante…susurro pesarosa. Me pregunto cómo demonios se lo ha montado Izan para fascinar a una señora que puede ser su abuela. Y tal cual me formulo la pregunta, mi cerebro traidor me responde con una lista «porno-menorizada» de todas las cosas fascinantes que ha podido hacer Izan por esta mujer.

Siento las náuseas ascender por mi garganta. «No…, ahora no», ordeno a mi estómago, y me apresuro a dar un trago a mi Coca-Cola.

—Como ya imaginas —comenta Lorena, recobrando el tono serio de su conversación—, poco a poco fuimos ganando confianza el uno con el otro. Fue así como he sabido de ti. No recuerdo de qué estábamos hablando; pero una noche mientras cenábamos, te mencionó de pasada. Al día siguiente volvió a nombrarte otro par de veces; y con el tiempo fui descubriendo que en cada conversación aparecía siempre tu nombre. No me cupo duda alguna de que habías calado hondo en él, así que le tiré de la lengua y acabó contándome vuestra historia.

Me guiña un ojo, divertida, y espera mi reacción.

—Entonces, ¿por qué quieres conocerme? Se supone que lo sabes todo de nosotros, ¿no? —pronuncio con altivez.

—Excepto tu versión.

—¿Mi versión? No comprendo por qué te importa tanto lo que yo pueda contarte.

—Porque sería muy poco ético por mi parte compartir vuestra historia con mis lectores del blog y no contar con tu punto de vista y aprobación.

—Esto debe de ser una broma. —Me echo a reír. ¿Quiere airear mis trapos sucios por internet como si yo fuese una celebridad? ¿De dónde se ha escapado esta mujer? ¿De los laboratorios de Hawkins?

—Me alegro de que te divierta, pero hablo completamente en serio —responde Lorena, risueña.

—¿Y él está de acuerdo con tu plan de chismorrear sobre su intimidad? Porque eso no encaja mucho con Izan.

—Ajá… Cuando se lo planteé, me aseguró que no le importaba, aunque, si te soy sincera, creo que no tiene mucha idea de qué es un blog —apunta con una risilla de suficiencia.

—Posiblemente él no lo sepa —contesto en tono cortante—, pero yo sí sé qué es un blog y no tengo intención alguna de relatar mi vida ni a ti ni a un puñado de ancianos deprimidos. Además, no te ofendas, pero todo esto me suena a tomadura de pelo. La gente normal no va contactando con desconocidos para citarse en restaurantes, curiosear sobre sus batallitas y airearlas en internet.

—Alexa, entiendo que todo esto te parezca algo raro, pero estoy siendo completamente honesta contigo —dice ofendida—. He venido a Madrid para arreglar el papeleo de la venta de mi casa y empaquetar mis cosas para la mudanza, y regresaré a Karra en quince días. Pensé que podía aprovechar para conocerte. Al principio no creí que sería tan fácil localizarte, pero, chica, desde que apareció internet en este mundo, nadie es invisible, salvo unos cuantos como Izan. —Y a la muy chocha se le vuelve a escapar otra asquerosa risilla.

Me quedo observándola en silencio. En cuestión de minutos, Lorena Sanz ha dejado de gustarme por completo. No sé cuál es su juego, si es el señuelo de un programa de cámara oculta o simplemente está más zumbada que yo, pero acaba de agotar mi paciencia.

«Se acabó el show, abuela».

—Lo siento, tengo que marcharme —sentencio, y arrastro bruscamente la silla dispuesta a salir pitando de allí.

—Espera un momento, querida. — La vieja chiflada me retiene por la muñeca—. Soy consciente de que mi comportamiento puede asustarte y que no sueno muy convincente, pero en el fondo hago esto por Izan. Le tengo mucho aprecio. Mira, te daré algo… No debería hacerlo, pero creo que… —Deja la oración sin terminar, abre su bolso a toda prisa y deposita un objeto en nuestra mesa.

Cuando bajo la vista, me quedo paralizada. Es Lucy. Mi querida vieja Lucy.

—Esta monada es un pendrive —me explica—, y puede que te venga bien echar un vistazo a su contenido.

Estudio por segunda vez a Lorena, angustiada.

—¿Él te ha pedido que me lo entregues?

—No; a decir verdad, Izan no sabe que he contactado contigo. Como ya te he dicho, fue una decisión mía de última hora. —Recoge a Lucy de la mesa y la deposita en mi mano.

—Entonces ¿por qué me das esto? ¿Y qué contiene? Y… y… ¿por qué te has puesto en contacto conmigo? Dime la verdad, por favor.

—Porque él te importa.

—Estás muy, pero que muy equivocada.

—No lo creo. Pregúntate por qué estás aquí, Alexa. Tú misma lo has dicho: no es muy sensato que una desconocida contacte contigo y te cite en un restaurante. Pero en los tiempos que corren yo tampoco esperaba que te presentaras, sobre todo sin saber el motivo ni haber respondido a tu mensaje en el Messenger. ¿No crees que eso significa algo?

Niego con la cabeza avergonzada y miro el reloj fingiendo prisa.

—Debo marcharme. Me están esperando en casa.

Me pongo en pie y recojo mis cosas de la silla. Justo cuando saco el monedero para pagar mi bebida, noto su mano en mi bolso.

—¡¿Qué estás haciendo?! —exclamo asustada.

—Te olvidas de tu pendrive.

—No me olvido, es que no lo quiero.

—Alexa, hazme caso. Te hará mucho bien descubrir su contenido, te lo aseguro.

—¿Y tú cómo puedes saberlo?

—Porque el marco que rodea tu preciosa aura azul es negro y siniestro. Estás sufriendo, cielo. Puedo verlo.

—Y yo también puedo ver el tuyo. ¿Y sabes qué me dice? Que estás como una cabra. —Cierro la cremallera de mi bolso, me pongo mi abrigo sobre los hombros y, sin mirar atrás, abandono el restaurante.



Durante todo el viaje de regreso a casa, mi corazón no ha parado de latir a toda velocidad. Estoy agotada, pero eso no es ninguna novedad. Llevo semanas con la sensación de que me acuesto cansada, y me levanto más agotada aún. Los días se me hacen eternos, salvo aquellos que me paso dormitando en el sofá.

Camino a mi habitación, enciendo la luz de la mesilla y, sin quitarme el abrigo, me dejo caer rendida en la cama. Cada día que pasa, la vida se me complica un poco más. A veces pienso que nací con una soga invisible en el cuello y que, segundo a segundo, se ciñe a él un poco más. Y lo peor de todo es que soy consciente de que este pensamiento es negativo e irracional; y que debería registrarlo en mi libreta, junto a una descripción exhaustiva de mis emociones, mis percepciones propioceptivas, el factor que ha causado dicho razonamiento y toda la mierda que se me pasa por la cabeza. Y después de que me duela la mano de escribir, tengo que convertirme en «Mrs. Wonderful» y tratar de sustituir ese pensamiento negativo por otro positivo. Si lo llego a saber, me apunto a un grupo de autoayuda en lugar de acudir a la consulta de un loquero disfrazado de entrenador emocional. Al menos, me digo, en las terapias grupales no te mandan deberes y siempre sales de la reunión con la sensación de que hay alguien más jodido que tú. En fin…, demasiado tarde para dar marcha atrás.

Cuando busco en mi bolso mi diario psicológico, inevitablemente mis ojos reparan en el pendrive. Lo extraigo del fondo y lo observo embelesada. La verdad es que es una réplica casi exacta de Lucy: la chapa Volkswagen, las cortinas psicodélicas y las dos olas dibujadas sobre sus puertas. No debería ni siquiera planteármelo por un segundo, pero confieso que me muero de ganas por averiguar qué contiene. Recuerdo que, tiempo atrás, también ansiaba conducirla con todas mis fuerzas, por aquellas carreteras de mala muerte.

Y ahora que lo pienso…

«Quizá es una señal del destino que Mini Lucy haya recorrido mil kilómetros para acabar entre mis manos».

Me echo a reír amargamente. ¡¿De dónde ha salido ese pensamiento?! Es obvio que soy una clara víctima de mi madre. O de Izan. Según la teoría de este, los sucesos que acontecen en la vida de una persona guardan un equilibrio natural. Estoy segura de que si estuviera ahora mismo en mi pellejo, pensaría que existe una correlación entre mi «lío embarazoso» y el hecho de que Lorena se haya puesto en contacto conmigo. Azar o fuerza sobrenatural, el único impulso que me mueve en este instante es meramente frívolo. Pura y dura curiosidad.

Camino hacia el escritorio, enciendo mi portátil y, cuando la pantalla se desbloquea, pincho el pendrive. Un segundo después se despliega ante mis ojos una lista de archivos de audio.

1. Hello I love you.mp3

2. You make me real.mp3

3. Woman is a…

«¡¿Qué mierda es esta?!». Cierro los ojos e inspiro hondo. «¿Tanto misterio para entregarme ¡esto?! ¿Una simple playlist?». Canciones que, por otra parte, he escuchado cientos de miles de veces. Masajeo mi frente. «Relax, Alexa, relax… ¡Ja! A mí no me relaja ni una sobredosis de Lorazepam».

Llámame pragmática (y acertarás), pero, cuando Lorena me entregó el dichoso pen, pensé que guardaba algo más especial, más íntimo: recuerdos, fotos nuestras, un videorresumen del verano o tal vez un diario escrito por él. Izan es el tipo de hombre al que le pega mucho escribir diarios, uno tras otro. No se acercaría nunca a un ordenador, eso sí; pero relataría sus memorias en diarios encuadernados en piel de vaca sin tratar y que se cierran con un cordón de cuero. Ahora sí que me siento completamente estúpida. Mucho más que en el restaurante. No cabe duda de que la chiflada aquella me ha tomado por gilipollas.

Decepcionada, me recuesto en la silla, selecciono la primera canción con desgana y pulso el play.

«Álex y yo nos conocimos en primavera. Si no me falla la memoria…».

Detengo la grabación.

—¡Oh-dios-mío-oh-dios-mío-oh-dios-míoooooooooo!

Fenezco ahora mismo.

—¡Es él! ¡Es él! —exclamo con júbilo.

«Él-él-él…»

Es su voz. Y suena tan sexi y real que casi puedo verlo charlando a mi lado en la playa, con su cabello dorado revuelto por la brisa y sus dedos entrelazados a los míos. Se me constriñen el corazón y…

Algo más.

Pero no, no ¡y no! No puedo hacerlo. Una parte de mí me dice que, si continúo con esto, estaré cometiendo un suicidio emocional; la otra, la amargada, me recuerda que más jodida de lo que estoy no voy a estar. Pero ¿qué mujer en mi lugar podría resistirse a la tentación? ¿Santa Teresa de Jesús?

Sin detenerme mucho más en ello, me acomodo en la silla y hago doble clic en la primera grabación.

«Álex y yo nos conocimos en primavera. Si no me falla la memoria, era el primer día de mayo. Yo conducía mi Volkswagen de vuelta al campamento con la idea de darme una buena ducha, picar algo y meterme en la cama hasta la mañana siguiente. También recuerdo que sonaba en la radio Hello, I love you, de los Doors, y que subí tanto el volumen que casi reviento los altavoces. Pero era eso o quedarme dormido al volante…».