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Prólogo

11 de septiembre, año 98 d. C.


Los jinetes llegaron del norte, siluetas negras en la oscuridad. Los pocos que los vieron se apartaron de su camino y no se atrevieron a increparlos siquiera. Un grupo de hombres en el exterior, y a esas horas, o eran guerreros, o ladrones o ambas cosas. Cabalgaban con decisión, lo que podía significar varias cosas. Descendieron de pronto a una hondonada dispersando a una docena de ovejas que pastaban en el lugar, y el pastor aulló iracundo antes de que el miedo le hiciera guardar silencio. Los jinetes siguieron adelante, ignorando tanto al pastor como a los animales. Media hora después llegaban a un valle poco profundo, y los hombres espolearon a sus monturas para llevarlas al trote. Estaba a punto de amanecer.

En el valle había un puesto fronterizo romano, aunque el centinela que ocupaba la torre que se alzaba sobre la única puerta de acceso no los vio hasta pasado un rato. Era un tracio, cansado después de una larga vigilia y que no esperaba que ocurriera nada, porque allí nunca pasaba gran cosa. De vez en cuando se daba alguna disputa, algún asesinato, los inevitables robos de ganado, pero nada realmente problemático. Con veintitrés años de servicio a las espaldas, esa era precisamente la razón por la que el tracio había solicitado ser destinado allí. Le quedaban dos años de servicio antes de ser licenciado. Aquello significaba convertirse en ciudadano romano, libertad respecto de las normas del ejército y… Después de tanto tiempo, era difícil hacerse una idea de lo que era la vida fuera del ejército. No estaba del todo seguro de lo que eso significaría, pero quería vivir para comprobarlo, por lo que un destino tranquilo era lo adecuado. De hecho, a veces estaba todo tan tranquilo que daba la sensación de que el mundo en general se había olvidado de ellos por completo.

El puesto era tan diminuto e insignificante como el que más. Para un ejército cuyas unidades alardeaban de haber construido de todo, el letrero pintado que había sobre la puerta era inusual: tan solo informaba de que la Legio II Adiutrix había construido ese burgus —no se especificaba ni cuándo ni por qué—, y ningún oficial se atribuía el mérito de haber supervisado los trabajos. El letrero era sencillo y los caracteres, pequeños, lo que daba la impresión de que los legionarios no estaban orgullosos de su labor, y el tracio no los culpaba, tampoco se preguntaba por qué la legión había dejado Britania y había acabado apostada en el Danubio poco después. Aquel era un estercolero medio olvidado, en medio de ninguna parte, en la provincia más septentrional del Imperio, y la II Adiutrix ni siquiera se había molestado en hacer un buen trabajo.

Se suponía que medía ochenta y cinco pies cuadrados, pero los muros de los lados eran diferentes en longitud entre sí, y el delantero y el trasero tampoco eran del todo regulares. Las largas horas de guardia, día tras día, noche tras noche, significaban que el tracio conocía cada palmo del lugar, cada crujido de los listones, cada grieta en las estacas allá donde los legionarios habían usado madera aún verde porque querían acabar el trabajo cuando antes y no habían esperado a que les llegaran suministros de madera ya madura y tratada. Uno de los tablones de la plataforma de la torre estaba hinchado y blando y, tarde o temprano, se rompería. Tenía la esperanza que el nuevo curator al mando, Crescens, lo estuviera pisando cuando cediese. El tracio sonrió al pensarlo, se giró para mirar al este, se llevó la mano a la frente y prometió ofrecer una libación al dios Jinete de su pueblo si se daba tan feliz acontecimiento.

Y, como si se tratara de una respuesta a su juramento, un destello de luz anaranjada apareció en lo alto de la colina que se alzaba a espaldas del fuerte. Parpadeó. Estaba amaneciendo, y el Jinete galopaba por los cielos en compañía de su perro haciendo que las estrellas se batieran en retirada y permitiendo que el sol trajera un nuevo día al mundo. Un instante después oyó la voz airada de Crescens. Le estaba chillando a uno de los esclavos sin tener una razón para ello.

—Es ese, señor —farfulló el tracio—. Sé que tienes mucho que hacer, pero ese cabrón se lo merece.

La pequeña guarnición empezaba a despertar, salvo por el centurión, cuyas dependencias se encontraban junto al muro opuesto de la fortificación. Hacía tres días que nadie veía al oficial. Tampoco se le había oído, salvo por la última racha de cánticos de la segunda mañana. Ocurría, más o menos, una vez al mes, y a esas alturas el tracio ya conocía los tiempos. Supuso que el centurión, Flavio Ferox, volvería a estar medio sobrio cuando llegara la noche, o quizá a la mañana siguiente.

La mayor parte del tiempo Ferox no bebía mucho para ser legionario, y solía hacer bien su trabajo. Era centurión regionarius, el centurión a cargo de la región circundante. Su labor era mantener la paz y el imperio de la ley, para que el ejército supiera lo que estaba ocurriendo y los nativos estuvieran dispuestos a solventar sus disputas sin arrancarse la cabeza. Ferox era britano, aunque de una lejana tribu del sudoeste, y aunque los hombres dijeran que esa era la razón por la que los nativos confiaban en él, el tracio dudaba de que esa fuera la principal razón. El centurión era un tipo duro, de rostro severo, pero se le conocía por ser un hombre de palabra y por nunca darse por vencido. Contaban historias de cómo había perseguido a fugitivos durante semanas y a lo largo de cientos de millas y de cómo casi siempre daba con ellos. En una ocasión se había adentrado en el norte en pleno invierno y había vuelto con un joven guerrero acusado de violar y asesinar a la esposa de un mercader romano. Más aún, testificó durante el juicio en favor del cautivo y probó que era inocente y que el culpable era el romano. No todo el mundo le agradeció ese gesto, pero los familiares del guerrero sí lo hicieron, y se corrió la voz de que el centurión valoraba en mucho la verdad. No es que importara mucho, porque jamás capturaron al marido, que huyó a la Galia bajo la protección de amigos influyentes.

El tracio no sabía si todo aquello era cierto, ya que en el ejército siempre había más rumores que soldados. Había quien decía que Ferox había sido un gran héroe, y quizá eso fuera verdad, ya que el arnés que solía llevar sobre la cota de malla estaba repleto de phalerae con forma de disco, torques y otras condecoraciones al valor. Otros susurraban que era un hombre con mala suerte, y que cuando estaba cerca se sucedían los desastres, como legiones destrozadas a manos de dacios y germanos.

Todo eso había ocurrido hacía mucho tiempo. Ferox llevaba siete años en aquel puesto fronterizo y no había ocurrido nada malo. De hecho, no había pasado nada de nada. El tracio no sabía si la debilidad por la bebida era la razón por la que el centurión había sido destinado allí o si había sido la monótona humedad del lugar la que le había hecho refugiarse en ella. Fuera como fuese, Ferox era britano, y este era un pueblo extraño, así que quizá le gustara ese agujero y, sencillamente, fuera un tipo dado a la melancolía. Cuando llegó, había hecho que alguien pintara un letrero más grande con la palabra Syracvse en grandes y elegantes letras, y había ordenado que lo clavaran encima del mensaje dejado por la II Adiutrix. Nadie sabía por qué.

La luz se iba haciendo más intensa, y ya casi era de día, lo que significaba que las cuatro horas de guardia del tracio pronto llegarían a su fin. Levantado para una cincuentena de hombres y una docena de caballos y mulas, el puesto fronterizo de Siracusa albergaba ahora menos de la mitad, así que Crescens había decidido que todo el mundo hiciera guardias dobles desde que Ferox se había encerrado. El curator paseaba su exiguo poder como comandante del puesto atormentando a aquellos que no le caían bien. Por fortuna, eso quería decir casi todo el mundo, así que la carga era compartida. El sujeto tan solo llevaba sirviendo cinco años, pero era muy activo y sabía escribir bien, así que lo más seguro era que le ascendieran tarde o temprano. Aquel no era más que un puesto temporal que no le confería a nadie un rango permanente.

Dando pisotones para que sus pies volvieran a la vida, y con cuidado de no pisar el tablón blando, el tracio se dirigió al parapeto que había en el extremo exterior de la torre y miró hacia el valle. La pequeña aldea que se veía a lo lejos parecía tranquila, y no había duda de que las mujeres ya estaban devolviendo la vida a los fuegos de los hogares. Unos muchachos llevaban pequeños rebaños de animales hacia el arroyo.

—Omnes ad stercus —gruñó el tracio, demasiado cansado para enfadarse, aunque no por miedo—. Chico —le susurró al centinela que hacía guardia en el exterior del pequeño fuerte. Ambos habían compartido aquella larga guardia, y, dado que era veterano, había sido él quien había escogido las almenas y la torre. La normativa para el ejército, establecida por el Divino Augusto y sancionada por todos los césares desde entonces, decía que debía haber un piquete en el exterior de cada una de las puertas de un campamento. Los hombres de servicio estaban obligados, bajo juramento, a mantenerse firmes incluso si se enfrentaban a un contingente muy superior, y estaban ahí para alertar a la guarnición de cualquier peligro.

—¿Y si vienen los bárbaros? —preguntaba un nuevo recluta en uno de los chistes más viejos del ejército.

—Limítate a hacer todo el ruido que puedas mientras te matan —respondía el centurión.

El joven centinela no se movió, así que, al menos, era fiel a su juramento. También estaba en el lugar que le correspondía, a tres pasos del foso y a la derecha del sendero que llevaba a la puerta, pero estaba demasiado rígido.

—¡Chico! —repitió el tracio, un poco más alto.

El muchacho seguía sin moverse. Tenía el regatón de la lanza hundido firmemente en el suelo y el asta sobre el hombro para descansar el peso de su cuerpo. Envuelto en la capa oscura y con el escudo contra las piernas, su inmovilidad y la cabeza ladeada protegida por el casco le delataban. El tracio conocía todos los trucos de soldado, y aquel era uno muy viejo y muy peligroso. Una de las cosas más importantes que debía aprender un recluta era a dormir lo que pudiera y siempre que tuviera ocasión, porque al ejército no le importaba levantarte a una hora u otra. El sueño era algo precioso, casi tanto como la comida. Ser capaz de dormir de pie era raro y a veces útil, pero una peligrosa práctica para un hombre de servicio.

—¡Despierta, imbécil, o te arrancarán la piel de la espalda a tiras! —El tracio escupió las palabras y, nervioso, miró a su espalda, hacia el interior del fuerte, por si alguien le había oído.

El hecho de que la puerta estuviera cerrada significaba que nadie podía ver al muchacho desde dentro, pero en cuanto el sol superase la cima de la colina era labor del tracio tocar la campana de latón para dar por terminada la guardia nocturna y el principio del nuevo día. A medida que la guarnición se fuera desperezando y las puertas se abrieran, movería el pasador de madera que había en el calendario para marcar que era el tercer día antes de los idus de septiembre. Una pareja de centinelas vendría a relevarlos, formarían, se darían las órdenes para la jornada y una nueva contraseña, y solo entonces podrían comer algo. Siempre era igual. Lo mismo daba que la guarnición estuviera compuesta por una legión al completo o por dos docenas de hombres. Incluso aquí la jornada militar comenzaba del mismo modo que en cualquier otro lugar.

Tenía que actuar con rapidez, ya que Crescens le culparía de no haber mantenido despierto al muchacho. Sabía que el curator estaba ansioso por presentar cargos oficiales contra quien fuera y ordenar un castigo físico o algo peor.

—¡Hijo! —El veterano volvió a intentarlo, alzando la voz tanto como llegaba a atreverse. Su pie le dio una patada a algo que había en el suelo. Era un corazón de manzana, dejado allí por alguno de los centinelas anteriores, probablemente el asqueroso de Victor.

Apoyó la lanza contra el parapeto de madera y se agachó para recogerlo.

Cuando el tracio volvió a incorporarse, percibió movimiento por el rabillo del ojo y, al fin, pudo ver a los jinetes a menos de media milla de distancia, acercándose a un trote brioso. Percibió puntitos blancos en los ojos al observar a las veloces siluetas que se acercaban: eran al menos diez, pero no más de veinte. El sol naciente brillaba en los cascos y en las puntas de las lanzas, lo que significaba que iban bien armados, aunque no cabalgaban en columna ordenada, sino como un enjambre, y eso significaba que lo más probable era que se tratara de britanos.

El tracio no había visto un solo enemigo desde que llegara, en invierno. Entrecerró los ojos para ver con más claridad por si lo anterior cambiaba al tiempo que rezaba para que no fuese así. Los britanos pasaron junto a los chicos y sus vacas, ignorándolos, y los muchachos no parecieron asustarse. Eso era buena señal.

El jinete que cabalgaba en cabeza era un hombre alto montado sobre un animal enorme, y, aunque no pudiera verle el rostro, el tracio le reconoció y suspiró aliviado. Era Vindex, jefe de los exploradores que servían en el ejército. Sus hombres y él pasaban por allí con frecuencia, y el centurión solía salir con ellos, aunque llevaban casi un mes sin aparecer por el fuerte.

—¡Eh, el de la torre! —gritó Crescens desde el patio interior interrumpiendo sus pensamientos—, ¿algo que informar?

Omnes ad stercus —dijo, hastiado, el tracio.

Ya no había tiempo. Se tomó un instante para apuntar y el centinela lanzó el corazón de manzana. Se sintió bastante satisfecho cuando este golpeó el guardanucas plano del casco de hierro del muchacho. El joven se despertó de una sacudida y gruñó. Aún medio dormido, se volvió para mirar al parapeto; tenía la cara pálida.

—¡Haz tu trabajo, chico! —gritó el tracio señalando a los jinetes.

Hacer ruido ya era lo de menos. Volvió la cabeza para mirar por encima del hombro.

—¡Jinetes acercándose!

Abajo, el muchacho seguía aturdido mientras miraba en aquella dirección. Se quedó pasmado un momento, resolló y dejó caer la lanza. El tracio rio cuando el muchacho, con la boca abierta, alzó el brazo para señalar y el escudo cayó de plano sobre la hierba.

—Sí, lo sé —dijo el veterano en voz baja—. ¡Los veo! ¿Te has despertado ya, hijo?

Los jinetes estaban lo bastante cerca como contar catorce en total así como otros tres caballos con carga. El sol ya había superado la colina y proyectaba largas sombras alargadas tras ellos a medida que recorrían el sendero hacia la puerta. El tracio se acercó a la campana y la tocó seis veces para anunciar que había salido el sol. Luego esperó un instante antes de dar la alarma, aunque no creía que hubiera nada de qué preocuparse, pero eran las normas.

—¡Exploradores acercándose! —gritó hacia el patio interior—, ¡abrid la puerta!

Crescens le observó con rencor, porque la orden se había dado sin consultárselo, pero el tracio sabía perfectamente lo que decía la normativa. Vindex espoleó a su caballo, pasó a un trote rápido junto al aturdido centinela y accedió al fuerte en el momento mismo en que las puertas se abrían. El tracio sonrió mientras se metía los dedos por el hueco donde se unían las carrilleras de su casco y se rascó la barba. Algunos de esos britanos tenían clase, eso había que reconocerlo.

El resto de los jinetes se detuvieron fuera. Al igual que su jefe, los exploradores eran brigantes, guerreros de la tribu que dominaba gran parte del norte de la provincia de Britania y leales aliados de Roma desde hacía tiempo. Eran de rostro enjuto, altos y patilargos, y se erguían como estatuas sobre sus monturas, observando impasibles al joven centinela. La mayoría lucían frondosos mostachos, aunque ninguno de ellos hacía gala de un bigote tan grande y marrón como el de su jefe. Todos llevaban cascos militares anticuados de bronce con el guardanucas recto y soporte coronado con una punta roma, del tipo que las legiones habían dejado de usar hacía ya medio siglo. Solo el jefe llevaba cota de malla, pero todos tenían espada junto a la cadera derecha, aunque estas eran de todo tipo y tamaño, desde las típicas largas hojas locales hasta las suministradas por el ejército tanto para la infantería como para la caballería. Los escudos eran aún más variopintos, y estaban decorados con vivos colores; algunos tenían animales dibujados.

El joven centinela parecía temblar mientras contemplaba a los silenciosos guerreros, y al fin uno de ellos sonrió. Entonces todos empezaron a reír y algunos desmontaron. Los brigantes hablaban mucho, al menos si se los comparaba con el resto de los britanos. El tracio se fijó en que dos de ellos habían compartido montura, algo incómodo, particularmente para el que iba detrás, y luego vio que otros dos se dirigían a pie al interior del fuerte, cada uno llevando a uno de los caballos de carga de las riendas.

El estruendo de unas botas con tachuelas anunció al tracio que su relevo había llegado.

—Longino se presenta en el puesto para labor de guardia —anunció el sujeto. Era un tungro robusto. Su nariz rota y su rostro con cicatrices escondían un carácter amable—. ¿Alguna novedad, hermano?

El tracio, en realidad, no le estaba escuchando. Cuando los caballos cargados cruzaron la puerta, vio que cada uno de ellos llevaba un cuerpo cubierto con una manta. Un costado de uno de los animales estaba tintado de sangre seca. Quizá las cosas no estuvieran tan calmadas como parecía.

—¿Qué? —dijo un instante después al percatarse de que Longino le estaba mirando—. ¡Ah! Ya sabes, lo de siempre: omnes ad stercus.

Su relevo parpadeó, pero el tracio no se molestó en dar explicaciones. Bajó la escala hasta el parapeto y se dirigió a los peldaños que llevaban al patio interior, donde Vindex se había acercado al curator con su caballo y le miraba desde lo alto.

—Necesito al centurión. —El latín del brigante era comprensible a pesar de un acento que les confería a las palabras un tono gutural y brusco—. ¿Está aquí?

El rostro de Vindex era largo, casi equino; tenía la piel tan prieta que se adivinaba cada músculo en cada línea de su cráneo y mandíbula. Era un rostro diseñado para aterrar a los niños e inquietar a la mayoría de los hombres, el rostro de un fantasma o un demonio, suavizado ligeramente por un bigote exuberante y bien cuidado. Crescens se mostró vacilante, y el tracio no le culpó.

Los stationarii que no estaban en servicio de guardia formaron en línea a un lado del sendero. Dado que eran hombres destacados a ese puesto fronterizo desde media docena de unidades diferentes, vestían un elenco de uniformes y llevaban escudos de formas diversas, pero estaban listos para inspección, con la salvedad de que el britano se encontraba entre el curator y su revista matutina.

—Está enfermo —dijo Crescens al fin.

Vindex resopló y su caballo empezó a orinar. Crescens dio un paso atrás para evitar las salpicaduras del estruendoso chorro amarillo.

El tracio se unió a la formación y observó el careo con deleite. Ferox había dado orden de que cualquier explorador que trajese información fuera llevado ante él de inmediato, y el curator debía saber eso. Por supuesto, tenía que admitir el tracio, la orden no decía nada sobre qué hacer cuando el centurión estaba completamente borracho y ese resultaba ser un intrincado problema que resolver para el curator. Le fue difícil no sonreír.

—¿Enfermo? —La expresión de Vindex no mutó en lo más mínimo, hasta que una mínima sacudida de piernas hizo que el caballo reanudara el trote.

Crescens abrió la boca, incapaz de saber qué hacer.

El brigante detuvo a su enorme montura castaña ante el bebedero, se irguió y saltó en un ágil movimiento. Mientras se dirigía a grandes zancadas hacia las dependencias del centurión, el animal empezó a beber agua. Los britanos que guiaban a los caballos que llevaban la carga le siguieron, ignorando a los soldados romanos. Unas piernas desnudas, sin calzado y sucias, se bamboleaban lentamente, de lado a lado, al tiempo que el semental que avanzaba en cabeza pasaba por delante de los legionarios.

—Necesito ver al centurión. —La potente voz de Vindex retumbó en el pequeño patio interior.

—Mi señor Ferox lamenta estar indispuesto. Le es imposible recibir visitas. —Era Filo, el esclavo del centurión, un elegante oriental que parecía demasiado civilizado para un lugar como aquel.

—Necesito ver al regionarius —repitió el brigante aún en voz alta—. Y necesito verle ahora.

—Lo lamento, mi señor Vindex, pero eso no es posible.

El tracio ocupaba el extremo derecho de la línea de soldados, y podía ver al gigante britano alzándose como una torre ante el pequeño esclavo con los pulgares hundidos en el cinturón que llevaba a la cintura y del que colgaba su espada. La piel de Filo era suave y oscura, sus ojos eran de un marrón oscuro, casi negro. No vestía capa, y su túnica era tan blanca que brillaba. No parecía haber ni una mota de polvo o suciedad en él, y eso a pesar de estar de pie, sobre el barro, delante de la puerta. No era más alto que un chiquillo, apenas cinco pies de altura, y, sin embargo, se mantenía firme ante aquel bárbaro al que parecía resultarle más sencillo matar a alguien que perder el tiempo hablando. El tracio estaba impresionado.

—Es importante. —Vindex, el jefe de los exploradores, bajó la voz, aunque aún se oía en todo el recinto.

—Lo lamento, mi señor, de verdad que lo lamento. —Filo se agarró la muñeca derecha con la mano izquierda y se la frotó, pero aquella fue la única muestra de nerviosismo.

—¿Cuánto lleva así? —Vindex habló esta vez con mesura, y sonrió, aunque la sonrisa, en su rostro cadavérico, más se antojó un gesto malicioso.

Filo dejó caer los hombros y entrelazó las manos.

—Hoy es el cuarto día —admitió.

Vindex gruñó. Dio un paso al frente y el esclavo volvió a erguirse para impedirle el acceso. Crescens intentó abrirse paso para unirse a ellos, pero se lo impidieron los dos caballos y el explorador que los tenía cogidos por las riendas.

—Mira, griego —dijo Vindex; su tono de voz había cambiado de conciliador a amenazante—. Los dos sabemos que voy a entrar y que no vas a poder detenerme. Tu señor no te culpará.

Le sacaba dos cabezas al esclavo. Al final Filo se rindió y dio un paso a un lado. El brigante le hizo un gesto a uno de sus hombres para que le siguiera, empujó la puerta y entró.

Se oyó un estruendo en el interior de las dependencias del centurión, luego otro, y luego el sonido de cerámica haciéndose pedazos.

—¡Perros bastardos! —El tracio reconoció la voz de Ferox, aunque nunca le había oído tan enfadado.

Más gritos, más estruendo, y entonces un agudo grito: «¡Taranis!», indicando que alguien había sentido un intenso dolor. Crescens, una vez más, intentó abrirse paso, pero el britano y los dos caballos volvieron.

—¡Dos voluntarios, ahora! —gritó, pero su voz se quebró y se antojó débil.

El tracio y el hombre que tenía al lado se adelantaron para unirse al curator.

El escándalo dentro del edificio se volvió aún más violento, y hubo más estruendo de violencia y destrucción. Filo esbozó una mueca de dolor al oír lo que debía de ser una balda repleta de platos y vasijas siendo golpeada por algo pesado y rompiéndose en mil pedazos. La puerta se abrió de pronto y el explorador que había seguido a Vindex salió trastabillando, con la cara magullada y sangre manando de un labio partido.

Entonces apareció el centurión regionarius, Tito Flavio Ferox, agarrado e inmovilizado por Vindex. A los brigantes les encantaba la lucha libre, aunque, por lo que había visto el tracio, ese deporte tenía más de fuerza bruta y de juego sucio que de arte. En este caso era imposible dudar de su eficacia. Ferox tan solo era un poco más bajo que el enorme brigante, sí más ancho de pecho y hombros, pero estaba doblado, con el brazo retorcido, así que toda su fuerza era inútil, y tenía que avanzar si no quería que le rompiera los huesos. Vindex le llevó hasta el bebedero.

Con un gruñido de esfuerzo el brigante levantó al centurión sobre el costado de madera y le metió de cabeza en el agua gélida. Dijo algo en su propia lengua y el hombre del labio partido se unió a él, manteniendo al romano en el agua mientras este se resistía.

Sacaron al centurión del bebedero. Ferox empezó a toser agua y a sacudir la cabeza mientras se revolvía.

—¡Perros bastardos! —espetó—. ¡Hijos de…!

Vindex y el otro britano volvieron a echarle al agua. A Crescens le colgaba la mandíbula mientras observaba el desenlace, pero no hizo nada.

Los britanos volvieron a alzar al centurión. Esta vez Ferox parecía lánguido y exhausto, incapaz de seguir luchando. Su túnica era del típico blanco desgastado que entregaba el ejército, atada con un cinturón holgado para que le llegara a las espinillas. La costura sobre uno de los hombros estaba desgarrada por completo y la prenda colgaba informe. Los moratones empezaban a florecer en su piel desnuda, y se veían dos viejas cicatrices, una de ellas larga. Su pelo oscuro estaba empapado y sucio, lucía una barba de varios días en el mentón de su rostro afilado, y sus ojos, de un gris claro, parecían ausentes. Había un rastro de vómito seco en la túnica rasgada y en la piel del centurión, así como manchas de vino y suciedad en manos, piernas y pies.

—¿Te has calmado ya? —Vindex volvía a hablar en su áspero latín—. Te necesito, y te necesito ahora. —Vio a Filo de pie, junto a la puerta, observando boquiabierto a su dueño—. Griego, tráele algo de posca. —La posca era la bebida barata que tomaban soldados y esclavos; era más agua que vino, y tenía un sabor muy amargo—. Y prepárale: tiene un largo camino por delante, y puede que tenga que luchar.

Le hizo un gesto al otro explorador e intentaron ayudar a Ferox a alcanzar sus dependencias, hasta que este se los sacudió de encima. El centurión miró a su alrededor con ojos soñolientos y vio a Crescens con la boca abierta. Se le quedó mirando un buen rato.

—Ah, curator —dijo al fin. Su voz tenía una cadencia musical que hacía que todo lo que decía pareciera verso—. No dejes que entorpezcamos tus quehaceres.

Vindex se encogió de hombros y siguió al centurión a su cuarto. El otro britano volvió al bebedero y empezó a echarse agua al labio partido.

Crescens, recuperado, pasó lista y dijo la nueva contraseña: «Mercurius Sanctus», pero no tenía la cabeza en la formación, y ordenó romper filas después de una corta inspección. Varios hombres, incluido el tracio, decidieron desayunar en el patio para ver qué pasaba. Al principio no hubo ni rastro de Ferox y Vindex: lo único que ocurrió fue que los exploradores bajaron los cadáveres y los tendieron, el uno al lado del otro, sobre la hierba. Dos britanos más entraron en el fuerte y empezaron a llenar odres de cuero para los hombres y animales que se habían quedado fuera, pasando junto a los cuerpos sin mostrar un ápice de interés o preocupación.

Uno de los muertos era un hombre mayor, de cabello gris y barba enmarañada, vestido con una túnica andrajosa decorada con motivos cuadrados pero tan descolorida que tales motivos apenas se distinguían. Tenía algunos pequeños cortes en la cara, pero ninguna herida de gravedad. El otro cuerpo era más joven: más alto y fibroso, llevaba pantalones de lana, túnica a rayas y un par de botas que no mostraban mucho desgaste. Tenía la pierna derecha retorcida: era evidente que tenía rotos los huesos inferiores. Por lo demás, el joven no parecía haber sufrido daños, salvo por el hecho de que su cabeza y su mano izquierda habían sido cercenadas.

Pasado un rato aparecieron Ferox y Vindex, y los soldados se retiraron un poco, aunque permanecieron lo bastante cerca como para escuchar lo que se decían. El centurión no hizo ademán de prestarles atención. Ferox estaba pálido, y tenía los ojos hundidos e inyectados en sangre. Calzaba botas cerradas, pantalones y una túnica de un rojo intenso con un jubón acolchado encima. El centurión caminaba como un viejo, pero hubo un destello de su habitual mirada severa cuando se quedó mirando al cuerpo del anciano.

—¿Qué hay del chico? —le preguntó a Vindex. El regionarius tenía el ceño fruncido. Daba la impresión de que pensar era todo un esfuerzo para él, y que hablar suponía un reto para su fuerza y su voluntad.

Vindex negó con la cabeza.

Con un gruñido el centurión se acercó al otro cadáver y lo movió con el pie.

—A este creo que no le conozco —dijo sin entonación alguna.

—Yo tampoco —convino Vindex—. Pero apostaría a que era más alto.

Instantes después Ferox se inclinó para inspeccionar la pierna rota y el resto de las heridas. El centurión estudió el cuerpo en silencio. La piel de su rostro adquirió una tonalidad verde cuando una oleada de náuseas le recorrió las tripas. El tracio dudaba que se debiera al desagradable espectáculo. El centurión se bamboleó un poco, se restregó la barbilla y la boca con una mano y se puso en pie.

—Mmm —murmuró, y luego, sin dejar de frotarse el mentón, añadió algo que no sonaba a latín.

Vindex no dijo nada. Esperaron.

—Mal asunto —dijo Ferox al fin—. ¿Pero de verdad me necesitas?

—Sí. —Vindex estaba muy tieso, observando directamente y sin pestañear al centurión. A este le costaba sostenerle la mirada—. Es tu territorio.

—Ya. —Ferox volvió a empujar el cuerpo con la punta de la bota.

—Sigue muerto —dijo Vindex.

—Ya.

Crescens apareció entonces. Venía del pequeño establo que había en el otro extremo del patio. Había cuatro caballos en el burgus, aunque una de las yeguas no estaba en condiciones de ser montada.

—Buenos días, curator —dijo Ferox como si fuera la primera vez en el día que veía a Crescens—. ¿Cómo está la gris?

—Se está recuperando de la pata, pero aún cojea. —La respuesta de Crescens fue firme; era jinete, y entendía de esas cosas—. No aguantaría más de una o dos millas.

Eso significaba que Siracusa tan solo contaba con tres caballos en condiciones de servicio para el centurión y los cuatro jinetes que había entre los stationarii, incluido el propio curator.

—¿Hoy son las nonas? —Había más que duda en el tono del centurión. Miró a Vindex, y este no dijo nada.

—No, señor. Es el tercer día antes de los idus —dijo Crescens, sorprendido de que el centurión se hubiera equivocado en seis días—. Es septiembre, señor —añadió con malicia.

—Ya. —Ferox seguía intentando mirar a Vindex a los ojos como si Crescens no estuviera allí. El britano le observaba impasible—. ¿Y estás seguro de que me necesitas?

—Sí, te necesito. Será más fácil si viene un romano con nosotros, y sabes seguir un rastro mejor que cualquier hombre al que haya conocido.

—¿Acaso es culpa mía que no conozcas a mucha gente? —dijo el centurión encogiéndose de hombros—. ¿Estás completamente convencido?

Por primera vez el brigante pareció hastiado al asentir.

—Juro por el dios por el que se jura en mi tribu, y por el sol y por la luna, que tienes que venir.

Ferox permaneció en silencio. No emitió ni un gruñido. Empezó a bambolearse de nuevo, y todos vieron que le costaba recuperar el equilibrio.

—También juro por nuestra amistad que eres tú quien debería encargarse de esto.

Ferox suspiró, y dio la sensación de que estaba a punto de desplomarse.

Curator —dijo—, haz que ensillen a los caballos y que los preparen para salir. Os llevaré a Victor y a ti conmigo.

Mientras Crescens se alejaba, Ferox volvió a dirigirse al brigante.

—No somos amigos —dijo el centurión—. Lo que pasa es que aún no he tenido ocasión de matarte.