Para Isa, mi hermana,
amiga y compañera,

y también mi protectora

aunque ella no lo sepa.

Y para todas las personas

que se dedican a proteger

y cuidar a los demás

de manera desinteresada.

1

 

TODO EMPEZÓ un domingo de invierno.

Eran las once y once minutos de la mañana.

Recuerdo perfectamente la hora porque mi madre levantó la voz y dijo:

–¡Las once y once minutos!

Por si alguien no lo había oído bien, lo repitió gritando aún más:

–¡Las once y once minutos!

El conductor bajó del camión de la mudanza y dijo:

–Lo siento mucho, señora. Había atasco.

–¿Atasco? –preguntó mi madre, fuera de sí–. ¿Un atasco de más de tres horas? ¿En domingo? ¡Llevamos esperando desde las ocho de la mañana! ¡Desde las ocho! ¿Se da usted cuenta de lo que eso significa?

–Me doy perfecta cuenta –respondió el hombre, colocándose una gorra gris en la cabeza–. Ya le he dicho que lo siento mucho.

Estábamos en la calle. Delante de nuestra nueva casa, a la que nos estábamos mudando justo ese día.

A causa del trabajo de mi madre, íbamos de una ciudad a otra constantemente, lo cual era un verdadero rollo. No me daba tiempo a hacer amigos, no me daba tiempo a conocer a la gente y los sitios, y lo que es peor: siempre, en todas partes, era el nuevo.

Mientras el conductor hablaba con mi madre y le entregaba el albarán de la mudanza, otro empleado abrió la parte trasera del camión.

Pude ver que algunos vecinos se habían asomado, atraídos por los gritos.

Pensé que no era la mejor forma de empezar en el barrio.

Pero las cosas fueron a peor.

–Esto no va a quedar así –dijo mi madre–. Pienso hacer una reclamación por escrito, pienso denunciarlos a la oficina del consumidor.

–Está en su derecho –musitó el hombre, al que no parecían afectarle mucho los gritos ni las amenazas de mi madre.

–Ya pueden ir bajando las cosas –dijo ella señalando la entrada de la casa–, y deprisita, que no tenemos todo el día.

–Hummmmmm –dijo el conductor observando el portal–. Debe de haber un error, señora. Usted solo ha contratado el servicio de «transporte», como puede ver en este albarán. No ha contratado el servicio de «transporte y descarga». Ni nuestro servicio plus de «transporte, descarga y desembalaje».

Mi madre le miró como si aquel hombre hubiera hablado en chino.

–¿Pero qué me está contando? –preguntó.

–Pues que solo ha contratado el servicio de transporte. No ha contratado el servicio de transporte y descarga, ni...

–Ya, ya, ya –le cortó mi madre–, le he oído. Pero es que no entiendo qué quiere decir.

–Quiero decir que si hubiera contratado el servicio de «transporte y descarga», por ejemplo, ahora mi compañero y yo bajaríamos todas sus cosas del camión y las introduciríamos en su casa. Sin embargo, como solo ha contratado «transporte», tendrán que bajarlas usted y su familia. Por cierto, ¿cuánto cree que tardará? Si se excede más de cuatro horas, tendrá que pagar un suplemento de espera.

Mi madre estaba que echaba humo por las orejas.

–A ver, buen hombre –dijo ella–. Solo he contratado el servicio de transporte porque nadie me ha dicho que hubiera otras posibilidades, y también porque daba por hecho que meterían todas nuestras cosas en casa, como han hecho siempre todas las empresas de mudanza que he contratado en mi vida, y le aseguro que he contratado unas cuantas.

–Pues estaba usted en un error –respondió.

–Mamá –dije.

–Calla, Vicente, no te metas, que esto es un asunto de mayores –dijo mi madre, y volvió a la carga–. No pretenderá que una mujer sola y dos niños descarguen todos esos muebles y cajas y los metan en la casa.

En ese momento, se asomó por la ventana mi querida hermana Violeta y gritó:

–¡Mamá, te he dicho mil veces que no soy ninguna niña: tengo trece años! ¡No pienso mover ni un dedo con las cajas, esta mudanza es idea tuya, así que tú te las apañas!

Y cerró la ventana de un golpe.

A mi hermana Violeta solo le interesan tres cosas en el mundo: la ropa, la música y los chicos. Por este orden. El resto, incluyendo su madre y su hermano pequeño, somos solo una molestia para ella.

–¡Violeta, a mí no me hables así, y menos delante de extraños! –respondió mi madre, aunque mi hermana, por supuesto, ya no la escuchaba; seguramente estaría tirada en el suelo de su nueva habitación con los cascos puestos.

–Si es que los jóvenes de hoy en día... –dijo el conductor del camión–. Yo tengo un hijo de quince, y está todo el día con la moto arriba y abajo, no le digo más.

Mi madre se giró de nuevo hacia el hombre de la gorra.

–Escuche. Seguro que es usted muy buen padre, y muy buen profesional también –dijo mi madre–, pero yo ahora tengo un problema. Acabamos de llegar a esta ciudad y no conocemos a nadie. Mañana empiezo en mi nueva oficina. Y mis hijos en su nuevo colegio. Necesito que me ayuden a meter todas las cosas en la casa, se lo suplico. Le contrato ahora mismo el servicio completo de «transporte, descarga y desembalaje», y además le pago un extra por ser domingo.

–Ya quisiera yo, señora –respondió el conductor–, pero no puede ser. Los servicios se contratan cuarenta y ocho horas antes de la entrega, y siempre on line. Lo siento mucho, yo solo soy un operario, no un comercial.

–Mamá –insistí.

–Espera, Vicente –dijo mi madre, avanzando hacia el tipo–. Me está usted diciendo que, aunque yo quiera... ¿no puedo pagarle más para que meta las cosas en mi casa?

–No es posible, señora. Y mire que lo siento.

–Ya –dijo ella, tratando de asimilarlo, y tratando también de no pegar otro grito delante de los cada vez más numerosos vecinos que se iban agolpando en torno al camión y nuestro portal–. Y, por curiosidad, ¿qué van a hacer usted y su compañero mientras mis hijos y yo misma arrastramos penosamente los muebles hasta el interior de nuestra casa?

–Esa pregunta está totalmente fuera de lugar, señora –contestó el hombre, que ahora sí parecía molesto–. ¿Acaso le he preguntado yo qué ha estado haciendo usted mientras conducíamos este camión desde esta mañana temprano?

–Ya que lo menciona, ¿sabe lo que hemos estado haciendo? Esperando, eso hemos hecho: esperar, esperar y esperar. Porque han llegado con más de tres horas de retraso. ¿«Promudanzas»? Me río yo del nombrecito. Deberían llamarse «Mudanzas la Chapuza» o, mejor aún, «Desastre de Mudanzas». Ya está bien de que le tomen el pelo a la gente de a pie. ¡Ya está bien!

Empezaron a escucharse algunos aplausos entre los vecinos presentes.

–¡Sí señora!

–¡Así se habla!

–¡Ya está bien!

Yo estaba rojo de vergüenza, pero mi madre estaba orgullosa, pletórica.

Se subió a los escalones de la entrada. Se disponía a dar un discurso a los presentes o algo así.

Así que decidí que no era plan de interrumpirle y aguarle la fiesta.

Lo que yo había tratado de decirle dos veces era que los muebles y las cosas que había en el interior de aquel camión... ¡no eran los nuestros!

Que los señores de la mudanza se habían equivocado de camión, vamos.

Pero bueno, ya se daría cuenta.

Delante de veinte o treinta vecinos, mi madre empezó a hablar de cómo las grandes empresas abusan de su poder, y de cómo una simple mudanza era el símbolo de una sociedad cada vez más inhumana.

Entonces, alguien me llamó:

–Psssssssssssssssh...

Me giré.

Y la vi.

Por primera vez en mi vida.

Unos metros más allá, asomada tras la esquina de la casa.

Era una niña rubia con un pequeño hoyuelo bajo el ojo derecho.

Llevaba puesto un plumas de color azul.

Era la chica más guapa que yo había visto en toda mi vida.

Y me estaba hablando.

A mí.

–Eh, tú, el nuevo –dijo.

–¿Yo? –pregunté, sin poder creérmelo todavía.

–Es que tenemos aquí una duda enorme –dijo ella–. ¿Puedes venir un momento, por favor?

¿Tenemos?

¿A quién se refería?

Enseguida lo iba a descubrir.

Me acerqué y doblé la esquina.

Allí me topé de bruces con un grupo de niños. En total eran cinco: tres chicos y dos chicas, incluyendo a la rubia del hoyuelo.

Uno de ellos, que me sacaba al menos dos cabezas y que tenía la cara llena de pecas, me miró y dijo:

–Verás, novato, mis amigos y yo hemos hecho una apuesta. Ellos dicen que acabas de llegar de alguna ciudad grande. Yo digo que no. Yo digo que tienes cara de paleto y que vienes de un pueblo. ¿Nos puedes sacar de dudas, por favor?

Los cinco clavaron su mirada en mí y contuvieron las risas.

Noté que una especie de calor me crecía por dentro.

Me estaban tomando el pelo.

Habían decidido reírse a costa del nuevo.

Eso no iba a quedar así.

Decidí hacer algo al respecto.

Algo que no olvidaran fácilmente.

Abrí la boca y dije:

–Me llamo Vicente Friman. Acabo de cumplir once años. Y nací en un lugar al que seguro que nunca habéis ido, y al que posiblemente nunca vayáis en vuestra vida: Buenos Aires, Argentina.

Por un momento, me miraron sorprendidos.

Seguro que no se esperaban una respuesta así.

Si me pedían disculpas, estaba dispuesto a explicarles que, aunque había nacido en Buenos Aires, en realidad llevaba en España toda mi vida y que a causa del trabajo de mi madre había vivido ya en unas cuantas ciudades.

Pero no pude hacerlo.

Porque un niño moreno muy bajito dijo:

–¿Ha dicho Vicente? Así que el nuevo es... ¡el repelente niño Vicente!

El resto estallaron en risas.

Y en ese momento... ¡me acribillaron con unos globos de agua que llevaban escondidos!

¡Los globos estallaron contra todas las partes de mi cuerpo!

En pocos segundos, acabé empapado de la cabeza a los pies.

Ellos no paraban de reír.

–¿En Buenos Aires tenéis globos de agua?

–¡Ten cuidado, no te vayas a constipar!

–¿Dónde va la gente? Donde va Vicente.

Y más risas.

Me apoyé en la pared. Estaba tiritando. Estuve a punto de echarme a llorar, pero no podía hacerlo. Si lloraba en mi primer día, estaba acabado.

Una cosa es que se rían de ti y te reciban a globazo limpio por ser el nuevo. Pero llorar en público... eso nunca.

Me aguanté las lágrimas. Y pensé que ya llegaría el momento de darles su merecido.

Simplemente dije:

–Hasta luego.

Y me fui.

Mientras me alejaba, aún pude escuchar sus risas a lo lejos.

Sabía perfectamente que ser nuevo en el barrio es difícil.

Ya había pasado por eso otras veces.

De hecho, esos cinco eran los chicos buenos, por así decirlo.

A los malos los conocería más tarde.

2

 

EL SONIDO DEL CLAXON nos sobresaltó a todos.

Cuando salimos de la casa pudimos verlo.

Allí estaba.

Casi a las doce de la noche, llegó por fin el camión de Promudanzas con nuestras cosas.

Mi madre les pegó una bronca histórica al nuevo conductor y su acompañante, incluso llamó a la policía municipal para denunciarlos. Los operarios trataron de calmarla. Aunque no habíamos contratado el servicio completo, terminaron metiendo los muebles y las cajas en nuestra casa.

Eso llevó hasta las tres de la madrugada.

Fue un día muy largo.

Y aún no había terminado.

Aún iban a pasar más cosas.

La casa al completo estaba llena de cajas de embalaje: el salón y los dormitorios y la cocina. Absolutamente todo.

Así que dormimos en unos sacos de dormir que mi madre había improvisado en las habitaciones.

Estoy harto de mudarme cada poco tiempo y de ser siempre el nuevo.

Mi madre trabaja en una empresa de catering muy grande que se dedica a preparar y servir comida para grandes reuniones, bodas y otros eventos. Es una empresa enorme que tiene delegaciones por toda España. Mi madre se ha especializado en formar a los nuevos equipos.

Cada vez que abren una delegación nueva, allí la mandan.

Mi madre dice que es una oportunidad muy buena para nosotros también, y que así conocemos sitios y gente nueva, y que algún día echaremos de menos estos viajes tan emocionantes.

La verdad es que yo no le veo nada de emocionante. Estoy deseando quedarme en algún lugar para siempre.

Estaba pensando en eso dentro de mi saco, cuando escuché un ruido en la ventana de mi habitación.

Imaginé que sería el viento.

Pero al poco, se escuchó de nuevo.

Me di la vuelta.

Eran unos pequeños golpecitos.

TOC, TOC, TOC.

Me levanté con algo de miedo, la verdad.

Me acerqué despacio.

TOC, TOC, TOC.

Debajo de mi ventana vi a la niña rubia, que estaba tirando piedrecitas.

Miré con cuidado a ver si estaban sus amigos por allí también. A primera vista, no parecía haber nadie más.

–Estoy sola –dijo ella–. Abre, por favor.

Abrí la ventana y me asomé.

Era el piso de arriba, pero no había mucha altura.

–Me llamo Bárbara –dijo–. Quería pedirte perdón por lo de antes. Ha sido una tontería, lo siento.

–Da igual, no ha sido para tanto –dije encogiéndome de hombros.

–Me gustaría enseñarte una cosa.

–¿Ahora? –pregunté.

–Venga, baja –dijo.

¿Quería que bajara?

¿A la calle?

¿A las tres de la madrugada?

¿Para acompañar a una chica a la que no conocía de nada y que me había dejado en ridículo un rato antes?

–Vale –dije.

Inmediatamente, di un salto y salí por la ventana.

Allí estábamos.

Bárbara y yo. Frente a frente.

–Pensé que no te atreverías –dijo ella.

–Yo también –respondí.

Me hizo una seña y echó a correr.

Sin pensarlo, fui detrás de ella.

Cruzamos la urbanización en silencio.

No sé si lo he dicho, pero mi nueva casa estaba en una pequeña urbanización que se llama la Colonia. Son un centenar de casas de una o dos alturas como máximo.

Hay varias zonas peatonales dentro de la urbanización, y también un pequeño parque de juegos, y un aparcamiento enorme, y...

–¿Qué es eso? –pregunté.

Bárbara sonrió de oreja a oreja.

–Lo mejor de la Colonia –dijo, señalando delante de nosotros.

Era una especie de tubo de metal gigantesco, mucho más alto y más ancho que cualquiera de las casas de la urbanización.

Parece que Bárbara había estado allí más de una vez, porque fue directa hacia una pequeña abertura que tenía el tubo en un extremo. Era una abertura que no se veía con facilidad, estaba oculta por unos setos y además estaba casi pegada al muro de la urbanización.

La seguí y entramos en el tubo, por llamarlo de alguna forma.

Tenía una rampa que subía por el interior.

–En otra época, esto era un depósito de agua –explicó Bárbara mientras caminaba por la rampa.

Por supuesto, fui detrás de ella.

–Es enorme –dije, tratando de seguir su ritmo.

–Las casas de la Colonia son muy viejas. Cuando las construyeron, por lo visto, ni siquiera había agua corriente; por eso necesitaban este depósito.

Según corría, me empezaron a doler los pies.

A mitad de rampa, me di cuenta.

¡Estaba descalzo!

Con las prisas y la emoción, se me había olvidado ponerme las zapatillas.

Creo que era la primera vez que me pasaba algo así.

Claro que también era la primera vez que una chica llamaba a mi ventana de madrugada.

Un consejo: si alguna vez subís la rampa de un depósito de agua corriendo, os recomiendo que no lo hagáis descalzos.

Menos aún en pleno invierno.

Cuando llegué arriba, tenía los pies destrozados.

Y por si fuera poco, casi no tenía aire.

Estaba afixiado.

Me detuve para recuperar el resuello.

–Mira –dijo Bárbara señalando delante de ella.

Ella estaba apoyada en una barandilla que le llegaba casi hasta el cuello.

Me puse a su lado.

Las vistas eran increíbles.

Más allá de los muros de la Colonia, se veían las luces de todo el barrio.

Me alegré de haber seguido a Bárbara hasta allí arriba.

Desde lo alto de aquel depósito se veían muchas cosas.

Se veía un puente enorme por el que pasaban algunos coches a pesar de la hora.

Se veía un campo de fútbol algo más allá.

Se veían varias naves industriales.

Se veían luces de los letreros luminosos de los comercios y los bares.

Y se veía también la silueta de un edificio muy grande sobre una especie de pequeña colina.

–¿Qué es ese edificio? –pregunté.

Bárbara sonrió y dijo:

–El colegio Francisco de Quevedo. Mañana empiezas allí las clases.

–Ah –dije, contemplando aquel enorme mamotreto. Tenía pinta de que allí dentro cabrían muchos niños y niñas.

–No te preocupes –dijo ella–. Es un buen colegio. Tiene un campo de fútbol y varias canchas de baloncesto.

–¿Tú también vas allí? –pregunté, con la esperanza de que tal vez incluso estuviéramos en la misma clase.

Pero Bárbara negó con la cabeza.

–Yo voy a otro colegio más pequeño, el Santo Ángel –respondió–. Desde aquí no puede verse, está detrás del campo de fútbol.

Vaya.

Bárbara y yo nos quedamos allí un buen rato.

Contemplando mi nuevo barrio.

Dejando que el aire frío de la noche nos diera en el rostro.

Bajé la vista un momento. Y pude ver mis pies desnudos.

La verdad es que no me importó lo más mínimo. Me sentía bien.

Bárbara era una de esas personas que te hacen sentir muy especial.

Y allí, en lo alto del depósito de agua, pensé que, después de todo, no había estado tan mal aquel domingo.