MANUEL PEÑA MUÑOZ

PREMIO GRAN ANGULAR, ESPAÑA, 1997

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Para Elizabeth Hall,
que cortaba flores silvestres en el hotel de Cochamó,
y que ahora vive en una casa con jardín,
en las afueras de Glasgow.

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Después de un largo viaje en barco

La casa era amplia, forrada con planchas de cinc, con ventanas de guillotina y una mampara fresca con una pequeña mano cuajada de anillos para golpear. Cuando era niño me preguntaba siempre de quién sería aquella mano femenina que empuñaba una bola de metal... Cuando venían las visitas, desde las habitaciones del fondo, en el segundo piso, oíamos los golpes discretos, a los que seguía un eco lejano.

Enseguida mi madre acudía a abrir, tirando de un cordoncito blanco que bajaba puntillosamente escaleras abajo por el brillante pasamanos. Luego, comenzaba el lento subir de los invitados, siempre sonriendo y adelantando comentarios cuando se detenían en el primer descanso, donde había una gran bola lustrosa de nogal.

Mi madre siempre disponía flores allí. Eran malvones del jardín que creaban un gran efecto cuando se miraba hacia arriba y se veían duplicados en el espejo.

Recuerdo cada detalle de esa escalera: los peldaños cubiertos por una alfombra gastada, cierta fragancia de cedro y una aterciopelada frescura.

Ahora, cuando rememoro aquella casa de Valparaíso que ya no existe, me dan unos irrefrenables deseos de regresar allí otra vez para recorrer aquellos largos pasadizos encerados, entrar al salón con aquella suave luz tamizada de las cortinas corridas, contemplar el papel mural de arabesco diseño, abrir la tapa del piano y tocar aisladamente aquellas teclas amarillentas y desafinadas de color marfil.

Nada parece cambiar en el pensamiento. Allí está la casona tal como era en aquellos años, con su galería de vidrios empavonados en forma de rombos rojos y azules que miraba al mar, con sus latones que se batían con el viento norte, con un gran tragaluz que daba a un vestíbulo lleno de helechos, con sus silloncitos de mimbre antiguo y la pajarera donde cantaban los canarios flautas de color otoño...

Cuando mi madre viajó a España para hacerse cargo de aquella herencia de tierras dejada por mi abuela, la casa se cubrió de una extraña tristeza, casi de una suave melancolía, como si hubiese llovido dentro una invisible ceniza.

Tía Leticia quedó a cargo de la casa y trataba por todos los medios de que hubiese siempre calas en los jarrones, que en la mesa no faltara nunca el pan de miel de los sábados o que las catitas australianas tuviesen siempre alpiste en la pajarera. Pero nada era igual... Durante esos meses de ausencia, casi nadie vino a visitarnos, como no fueran las amistades de la parroquia. Los días transcurrieron monótonos y sin sentido, muy parecidos unos a otros.

Al cerrar la tostaduría de la planta baja, subíamos con mi padre a sentarnos en el sofá de cretona por el simple placer de estar juntos, mientras tía Leticia guardaba discretamente la ropa recién planchada en los cajones de la cómoda fragantes a espliego y membrillo. Con papá nos gustaba estar allí, en la semipenumbra tibia del salón, bajo la lámpara de pergamino, escuchando pasodobles y repasando aquellas cartas de mamá escritas en hojas azul celeste con su impecable caligrafía un poco inclinada, como si las letras estuviesen mirando de lado.

En aquellas pulcras esquelas nos refería la vida en la pequeña aldea castellana cuyas casas tenían balcones asomados al río Duero. Nada había cambiado después de tantos años de ausencia. Mis tíos estaban en el campo cosechando aceitunas, que se habían dado mejor que en años anteriores. Habían vendido bien el aceite de oliva y —aprovechando su visita— le pidieron que fuese madrina de una joven en su boda con un campesino negro venido de las colonias portuguesas en África.

Desde la ventana de la casa de mi abuela se divisaba Mogadouro, un pequeño pueblo portugués donde mis tíos iban a comprar sábanas afraneladas, colchas artesanales tejidas con trapos viejos de colores y toallas de baño en tonalidad azafrán.

Mi padre me mostraba Fermoselle en el mapa del comedor y ante mi mente se agrandaba ese puntito negro frente a Portugal. Yo veía que ese diminuto lunar casi imperceptible tomaba formas caprichosas y podía ver claramente el puente románico y el castillo derruido, como si mirase a través de un ojo invisible. Allí, en esa zona parda, sin nombre, pura extensión en el mar de hule, estaba el pueblo con sus casas de piedra y su iglesia coronada por un nido de cigüeñas, tal como yo la había visto en unas tarjetas postales descoloridas que atesoraba tía Leticia en el baúl.

A mi padre siempre le gustaba hablar de su pueblo fronterizo. Había conocido allí a mamá siendo niña, cuando iban a merendar almendras y tortilla al río. Una vez encontraron una caverna con un astrolabio y unas babuchas del tiempo de los árabes. Cada cierto tiempo mencionaban alegremente ese episodio dándole distintas interpretaciones. Después mi padre se vino a Chile para trabajar con su hermano mayor en la tostaduría del cerro Alegre de Valparaíso.

Pero tío Jesús tuvo que regresar a España porque en Chile se vio afectado por una soriasis que le impedía atender el negocio. Decían que allá había remedios apropiados. Se equivocaban amargamente porque, al poco tiempo de llegar a Zamora, unos médicos del Hospital de Nuestra Señora de la Bandera le pidieron que encargase a Chile hojas de boldo. Puestas a hervir, soltaban un caldo espeso que, mezclado con azúcar y bebido en ayunas, tenía la propiedad de sanar aquella enfermedad de la piel.

Tío Jesús nunca regresó. Pero, entusiasmados por los relatos del viejo puerto en la cima de la prosperidad, se vinieron tía Leticia y tío Constante —junto con mi madre recién casada por poder— embarcados en un buque de gallegos que los iba repartiendo por los mares sudamericanos.

Sin embargo, la experiencia de mis tíos fue diferente a la de mis papás, porque les fue más difícil acostumbrarse y siempre se sintieron extranjeros. Jamás se casaron, y muchas personas pensaban que eran esposos porque andaban siempre juntos en las fiestas de la colonia.

Tío Constante tenía mal carácter. Papá lo soportaba sólo porque eran hermanos, pero nunca se llevaron bien. Severo y de rostro adusto, era un solterón de pocas palabras. No salía con nadie y vivía en la casa de una familia que alojaba a otros españoles pensionistas. Lo apodaban El Peines por su cabello siempre desordenado. Nunca había querido vivir con nosotros, pese a que nuestra casa era grande. Por lo demás, mi madre no lo hubiera consentido porque siempre había roces entre ellos. Recuerdo que cuando mamá bajaba ocasionalmente al negocio, mi tío Constante se iba a atender a los clientes al otro lado del mostrador.

Tía Leticia también vivía sola en una residencial del puerto. Pero a veces se quedaba a dormir en nuestra casa. Era una mujer extraña, pálida, muy enfermiza y de ideas demasiado originales. Quería imponer su criterio en el negocio, pero papá no la dejaba. Por las tardes, cuando mamá bajaba a la tostaduría o iba a sus ensayos teatrales, la tía se encerraba en la cocina a preparar salsas de tomate que luego embotellaba para vender en la tienda. Otras veces trataba de hacer negocio con ideas descabelladas como preparar jabón casero hirviendo huesos que iba a comprar al matadero. En una olla inmensa, en el fondo del patio, como una bruja, revolvía aquel líquido espeso que luego vertía en unos moldes de madera. Cuando aquella pasta se enfriaba, iba sacando las pastillas de jabón. Pero lo cierto es que nadie las compraba y los clientes preferían las de marca tradicional.

Casi toda la colonia española acudía a comprar a La Leona de Castilla porque además de la harina tostada, las aceitunas de Azapa y las nueces de primera clase, se habían especializado en quesos mantecosos, polvorones de Antequera, almendras garrapiñadas y turrones de Alicante, que vendían en Navidad. Recuerdo claramente una caja grande de color verde, como de sombrero antiguo, en cuyo interior dormía agazapada una anguila de mazapán con ojos de vidrio...

En ese tiempo difícil, cuando nos quedamos solos con papá, escuchando la radio sobre la mesa revuelta de facturas, recordábamos siempre a mamá. Aunque había días en que ni siquiera la mencionábamos, ambos sabíamos que estábamos pensando en ella. Su presencia nos hacía falta. Por eso, cuando leíamos aquellas cartas, nos parecía que la convocábamos y que estaba allí, esa tarde, con nosotros.

Habían transcurrido ya varios meses desde su viaje en barco. Por suerte, ya había arreglado todas las particiones, visitado a amistades y vendido su parte a mis tíos, ansiosos por tener esas tierras fértiles para la mies que daban al río.

A pesar de ser española y de encontrarse otra vez entre los suyos, nos extrañaba y pronto iba a regresar nuevamente para llenar la casa con su alegría tierna y natural. Una tras otra, transcurrieron aquellas misivas descoloridas, hasta que, por fin, llegó aquella en la que anunciaba su regreso. La recibió mi padre un sábado, cuando los empleados del negocio estaban cerrando las grandes cortinas metálicas y yo estaba con él, detrás del mostrador, ayudándole a arreglar una balanza. El cartero le entregó aquel sobre maravillosamente salpicado de sellos con los escudos de las provincias de España. Ya sabíamos que ésa era la carta decisiva. Y antes de que la abriera, me dijo simplemente: «Llega tu madre».

El tiempo que siguió fue de preparativos. Había en el aire una especie de ansiedad semejante a los días que preceden a un temporal. Hasta mi padre estaba más contento, hasta tal punto que sacó el violín del estuche y se puso a tocar La Maja y el Ruiseñor, de Enrique Granados, que me gustaba mucho. Por fin, la noche de la víspera había llegado. La casa estaba dispuesta para recibir otra vez a mi madre, con el piso reluciente, los crisantemos en el descansillo de la escalera y aquel aroma a viento salino que procedía del mar.

Dormimos nerviosamente con un sueño ligero. A la mañana siguiente nos levantamos con una alegría inusual. A cada instante nos asomábamos a los balcones para atisbar el horizonte a ver si veíamos aparecer el Reina del Pacífico. Sí. Allá lejos se veía. Era apenas una silueta difuminada entre la niebla. No nos cabía duda. La nave venía avanzando silenciosamente proa al puerto.

Mi padre me echó una gota de Varon Dandy en mi pañuelo, me lo colocó en el bolsillo superior de la chaqueta y me acarició la cabeza con un gesto amistoso.

Desde el balcón del dormitorio, antes de salir, pudimos ver cómo el buque entraba en la bahía. Allá abajo estaba, con sus tres chimeneas y sus amplias cubiertas, blanco e imponente en medio de los remolcadores.

Cuando llegaban a puerto los barcos de esa compañía naviera, era un verdadero acontecimiento. Todos los muchachos nos asomábamos a los altos miradores de los cerros para contemplar, aunque fuese de lejos, la llegada de aquellas magníficas naves de pasajeros que procedían de Europa. Después, por las tardes, en vez de elevar volantines o de jugar al trompo, bajábamos al parque para ver pasear a nobles austríacos o a baronesas riquísimas con abrigos de piel de nutria que se quedaban extasiadas escuchando tocar al organillero de todos los días Violetas imperiales.

Una vez, un alemán le compró la mona al organillero. Se la llevó atada a una cuerda. La mona chillaba con su vestido floreado mientras el hombre contaba los billetes. Días más tarde lo volvimos a ver muy triste sentado en un escaño del parque.

—No debí haberla vendido —dijo.

La llegada del barco más elegante de Inglaterra resultaba esa mañana de primavera doblemente emocionante porque pronto veríamos a mamá en medio de esos rostros sabiamente maquillados con polvos del Harem compactos.

En medio de la muchedumbre tratamos de avistarla. Allá en la cubierta se asomaban ya los pasajeros haciendo señas y hablando a gritos con los familiares que estaban en el muelle. Nosotros tratamos de adivinar dónde estaba, buscamos su sonrisa tratando de evocarla como era, con su aire elegante y su acento español que no perdió nunca. Llevaba en el porte o en la apostura el estilo de ese pueblo español perdido en la provincia de Zamora.

En una vieja fotografía enmarcada en el pasillo se veía el pueblo antiquísimo con viñas y callejuelas empedradas por donde iban los campesinos en mula. Mi padre muchas veces se quedaba contemplando esa fotografía y recordaba cuando también él iba camino a una huerta a regar las lechugas o a cosechar pimentones antes de venirse a Chile.

Allá, en la baranda del buque, estaba mamá haciéndonos señas. Ya la habíamos reconocido. Tenía todo ese aire español tan característico de las Damas de la Colonia, pero además se destacaba en ella un aire ligeramente teatral aprendido en sus actuaciones en el Club Español. No hacía un año que la habíamos aplaudido en La Dama Boba, de Lope de Vega, y cuando murió mi abuela en España, estaban ensayando La Verbena de la Paloma. Lástima que no llegó a actuar en ella, y la señora Antonia Colmenar, de la panadería La Burgalesa, tuvo que reemplazarla en el papel de Susana.

Mi madre era muy alegre y en casa siempre ponía discos de zarzuela y cantaba fragmentos de La Revoltosa o de La Corte del Faraón. Por eso no nos sorprendía verla deslumbrantemente vistosa en la cubierta del barco, con sus labios pintados y sus ojos de un indescriptible tono violeta. Acaso traía cierta fragancia nueva y diferente. Lo presentíamos así cuando la vimos descender por la pasarela cargada de paquetes de regalo y ataviada con un sombrero de alas anchas.

Ahora que escribo en este cuaderno de tapas negras, me parece que la veo otra vez abrazando a papá y después a mí, fragante a Flores de Pravia, sonriendo con esa expresión que la caracterizaba.

Papá estaba feliz de tenerla otra vez con nosotros. La casa iba a estar completa. Ella iba a llenar nuestro mundo como una música hermosa. La íbamos a ver otra vez sentada al piano cantando coplas castellanas, tocando dúos de piano y violín con mi padre o preparando en la cocina rosquillas de anís.

Acomodamos las valijas en el Chevrolet rojo y nos dirigimos a casa subiendo por la pendiente del cerro, serpenteando entre calles adoquinadas. Mi madre iba hablando alegremente, comentando la travesía y diciendo que estaba feliz de regresar. Había entablado amistad con un matrimonio de Toledo que venía a ver a unos parientes de Peñablanca.

El viaje había sido espléndido, salvo en Guayaquil, donde hubo marejada y se mareó un poco, pero en El Callao casi no se movió el buque. Una noche incluso cantó en el comedor «De España vengo», de la zarzuela El Niño Judío, a petición de unos conocidos que la oyeron tocar el piano en la sala de música...

Todo le parecía nuevo y miraba las casas victorianas por la ventanilla como si fuera la primera vez que estuviese en Valparaíso, sorprendiéndose al ver las jaulas de canarios colgadas de los balcones o a un niño que vendía leche de burra en la Plazoleta de los Catorce Asientos.

Al bajarnos, salieron a saludar los tíos y los empleados, que ayudaron a subir el equipaje. Cuando cerraron las cortinas metálicas a la hora del almuerzo, subieron mis tíos para tener noticias directas de Fermoselle. La tía Leticia sirvió un aperitivo con jerez, tortilla española, jamón serrano, aceitunas sevillanas, calamares y chorizo riojano. Hasta tío Constante estaba de buen humor. Acaso se sentía transportado a España al sentir aquellas fragancias que venían de lejos...

Almorzamos juntos alrededor de una mesa arreglada con el mantel de las visitas. Después del postre, mis tíos bajaron otra vez a la tostaduría y mi padre se quedó con nosotros. Al momento nos reunimos todos en el dormitorio para abrir maletas, desenvolver paquetes y preguntar por los parientes lejanos.

Todos se encontraban bien y enviaban cariños y regalos. En especial mis tíos paternos, a quienes yo sólo conocía por fotografías, excepto a tío Jesús, que había sido especialmente afectuoso conmigo cuando vivía en Chile, al igual que tía Esmeralda. Ahora en aquellas fotos se veía más viejo, ya curado de su soriasis y con esa inefable expresión de sorpresa que tuvo siempre, como si no se convenciese de su increíble destino de viajero impenitente.

Por fin, después de vaciar las maletas, mi madre abrió el pesado baúl. Comenzaron a aparecer vestidos envueltos en papel de arroz, un mantón de Manila para las funciones de teatro, toreritos de cristal con perfume, castañuelas, una Biblia para mi tía Leticia, una boina vasca Elósegui para mi tío Constante, barajas maravillosas para jugar a la brisca, botijos, una pipa de La Mansión del Fumador, camisas de seda a listas y libros de epopeyas españolas para mí.

De pronto, mi madre recordó algo. Miró en el fondo del baúl y sacó un paquete envuelto en papel azul. Era una caja mediana, como de calzado, pero un tanto pesada. No sabía qué contenía, pero se la había entregado una amiga de la infancia para que se la llevara personalmente a su hermano que vivía en el sur de Chile.

—A Celestino Montes de Oca —dijo.

Y aquel nombre sonó en mi casa como una campana.

Mi padre quedó sorprendido... Habían sido amigos en el pueblo... Aunque Celestino era mayor que él, recordaba que iban a pasear los sábados a los portales de la plaza de Salamanca a buscar novias y muchas veces fueron a cazar perdices a la sierra de San Isidro y jugaron al dominó...

—Sonsoles te recuerda mucho —dijo mi madre sosteniendo la caja en las manos como si se tratase de un tesoro—. Me preguntó que cuándo vamos a ir los tres, con el niño, pero les he dicho que será difícil.

—¿Y piensas llevarle esa caja a Celestino? —preguntó mi padre, estupefacto.

Mi madre estaba también un poco desconcertada. Era cierto que era una locura, ¡hacer un viaje después de ese viaje!, pero Sonsoles se lo había pedido como un favor especial... Allá en el pueblo pensaban que una vez en América ya era fácil visitarse unos con otros.

—Me dio la dirección. Vive en un pueblo en el estuario de Reloncaví —dijo mi madre—. En fin, ya lo pensaremos —agregó con un suspiro mientras depositaba aquella caja sobre la cómoda, como sobre un altar...

A partir de ese momento los días empezaron a sucederse extrañamente lentos, monótonos, con un débil sol mortecino que iluminaba apenas los cerros. Días en los que no había nada que hacer salvo estar con mamá mirando las fotografías que se habían sacado en la plaza con mis tíos.

—Ésta es la casa de tu abuela —decía—. Tiene un túnel que comunica con el castillo de doña Urraca. Dicen que debajo del tercer escalón que baja a la bodega hay enterrado un tesoro. Pero lo cierto es que nadie ha encontrado nada. Y éste es hermano de tu padre. Es herrero.

A veces bajábamos a la tostaduría para acompañar a papá. Entonces el tema de las conversaciones era recurrente: España. Se hablaba del pueblo, de las tierras, de las viñas..., mientras que por la puerta principal del negocio, entre trombas de viento, se atisbaba una porción de mar.

Nadie sabía por qué, pero mi madre estaba intranquila desde que llegó de España. Era como si su cuerpo estuviese con nosotros, pero no su espíritu, como si nunca hubiera vuelto.

—¿No vas a ir a los ensayos de zarzuela? —le preguntó una vez mi padre, visiblemente confundido porque en vez de reunirse con las amigas españolas, permanecía tardes enteras en casa mirando fotos de cuando vivía en España.

—Me aburrió el teatro —le respondió.

A veces era caprichosa. Tenía gestos de altivez. No sé por qué, pero tenía gran seguridad en sí misma. Sabía que podía tomar decisiones en forma independiente y que podía encontrar un camino propio. Esta arrogancia era constantemente un motivo de discusión en casa.

—¿Qué estás buscando? —le preguntó mi padre una noche al llegar del negocio y verla examinando con una lupa no el mapa de España precisamente, sino el de Chile que había extendido sobre la mesa. Ella, sin levantar la vista, exclamó:

—Las Perdices. Un pueblo al interior del estuario de Reloncaví.

Mi padre se acercó y la ayudó a buscar, pero era evidente: el pueblo no estaba.

—Por lo menos Fermoselle figura en el mapa —dijo papá, un tanto molesto.

—Yo voy a ir a ese estuario —exclamó mamá. Y luego, guiñándome un ojo con una sonrisa cómplice, agregó—: Y voy a ir con Víctor Manuel.

Desde luego, mi padre estaba en desacuerdo, pero era muy difícil tratar de disuadir a mamá cuando en su mente tenía una obsesión.

Por fin llegó el día de la partida en medio de un nuevo nerviosismo de maletas. Mi padre dejó a mis tíos a cargo de la tostaduría y subió al segundo piso por la escalera interna que comunicaba la bodega donde estaban los sacos de trigo, con el comedor. Una compuerta disimulada junto a la alfombra se abrió y por la abertura asomó mi padre, irrumpiendo como si fuese una aparición. Vestía la chaqueta de tocuyo color barquillo que usaba para estar en el negocio. Juguetón, de temperamento alegre y nervioso, con sus ojos que bailoteaban detrás de los lentes de montura de oro, caía a veces en estados de misteriosa melancolía. Acaso recordaba los paseos por los campos de cebada en Fermoselle, el chocolate con churros en las mañanas de invierno o los veranos cálidos con los amigos en el río bebiendo sangría o limonada fría en el casino donde iba por las tardes a jugar a la brisca.

Esta vez, al aparecer por el piso como un mago, directamente del almacén al comedor, ciñendo su boina, traía esa expresión secreta que yo le vislumbraba a veces cuando leía cartas de España o cuando hojeaba las enciclopedias encuadernadas en piel y hacía anotaciones en una libreta, copiando listas de cereales de las provincias de España o palabras difíciles para sus crucigramas.

—Me vas a dejar solo, otra vez, Estrella —dijo entre sonriendo y pensativo, como haciendo una broma que tenía un fondo de verdad. Trataba tal vez de aligerar el momento de la despedida, pero se le notaba algo así como un temblor en la voz.

Mi madre, pese al calor del verano porteño, se echó sobre los hombros un abrigo de piel.

—En el sur nunca se sabe con el tiempo —dijo, tratando de que la despedida fuese lo más natural posible y restando importancia al hecho de que, otra vez, lo iba a dejar solo. Afuera, el viento de enero hacía retumbar los latones del techo y levantaba remolinos en las calles. Las ventanas de guillotina se remecían también con ese ventarrón cálido que a veces soplaba furioso por las calles de los cerros y levantaba pétalos descascarados como cenizas de incendio.

Y así, sin saber el destino ni la ruta verdadera que nos aguardaba, descendimos aquellas escaleras y fuimos a la tostaduría a despedirnos de los tíos. Ellos salieron y se quedaron en la esquina, perdidos en medio del viento, haciéndonos señas.

La camioneta dio una curva y, desde ese momento, el viaje tomó un curso extraño, teñido de un color que no existe en las acuarelas.