Marisol en apuros

Violeta Diéguez

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ALGUNA VEZ la sombra fue parte de un juego de artificio en el que su padre, mago sin sombrero, convocaba a la selva a través del movimiento ágil de sus manos y, así, aparecían en la pared sucesivamente perros negros, cisnes extraviados, gatos sin maullar, lobos pacíficos, oscuras serpientes, cocodrilos silenciosos que desaparecían en un abrir y cerrar de manos. Esto sucedía durante algunas noches que se llenaban de una magia plena de asombro y encanto. Eran tiempos felices. Los tiempos en que Peter Pan, con su traje verde, corría desesperado tras su sombra fugitiva, porque sabía que era imposible vivir desprendido de ella, ya que esta es inseparable del cuerpo, incluso en el país encantado de Nunca Jamás.

En esos días de escuchar cuentos y jugar a descubrir el mundo, todo parecía tan sencillo y luminoso; hasta la noche era para Marisol el manto protector de los sueños que no conocían aún las pesadillas.

Pero ahora, demasiado a menudo, las sombras surgían en los lugares más inesperados, provocándole una sensación desagradable en el estómago. A veces en la cocina a mediodía, incluso cuando se juntaba con sus compañeras de curso para ver una película o sim-plemente escuchar música, o en la calle, cuando se encaminaba al colegio, repasando mentalmente sus lecciones, porque ese y no otro era el secreto de sus excelentes calificaciones. Paso a paso, concentrada al máximo, recordaba una palabra clave, luego otra y otra hasta reconstituir la fórmula de química, Los versos del Capitán, los ríos de Europa o la lección que correspondiera al día. Eso siempre que las sombras no le nublaran la vista como en este preciso momento, en que ella y toda su familia esperaban con ansiedad el resultado de los últimos exámenes de laboratorio realizados a su madre, aguardando una palabra tranquilizadora: “negativo”, porque “positivo” era malo, pésimo, significaba que existía una enfermedad severa, de largo tratamiento y riesgo vital, como dicen los médicos con una expresión seria en la cara inescrutable que pretende ser neutral, pero que desliza en el cuerpo el aire frío de un peligro solapado y oscuro. Así que esa mañana Marisol ya no tenía ánimo ni ganas para hacer sus juegos mentales, solo deseaba cavilar y pensar, esperando que las sombras se alejaran y volviera a brillar el sol.

—¡Hey! Espérame, Marisol; no camines tan rápido —le pidió Catalina corriendo y tropezándose con su propia mochila.

—Hola, Cata, qué bueno que llegaste, solo faltan quince minutos para las ocho y no quiero llegar atrasada, así que mejor apurémonos ¿ya? —le dijo con un gesto más serio de lo habitual.

—Bueno ya, pero… ¿Te pasa algo? —preguntó Cata acercándose y mirándola a los ojos con preocupación, y luego agregó en voz baja—: Tienes una cara diferente hoy.

—No es nada, Cata, estoy un poco cansada, dormí mal anoche. Eso es todo —contestó sin ganas de entrar en detalles.

—¡Qué bueno! Entonces, cuéntame todo acerca de ese aparato circulatorio que no lo tengo tan claro para la prueba de hoy —le pidió su amiga sin dejar de morder su goma de mascar.

—¿Hoy? ¿Había prueba fijada para hoy? No tengo la menor idea y la biología es lo que menos me interesa en este momento… no estudié, pero si tú quieres, revisemos mis apuntes en el recreo —contestó resignada Marisol, incapaz de contarle que el día anterior había estado tirada en su cama viendo televisión toda la tarde, solo porque necesitaba no pensar en nada para sacarse del cuerpo ese sentimiento de esperar que algo terrible suceda, como cuando te quedas muy quieta, aunque no quieras, aguardando el movimiento tembloroso de un terremoto.

—No creo que tú no hayas estudiado, es imposible. Tú que eres mi salvación, yo siempre confío en ti, cachái. No seas mala onda —replicó Catalina estirando el chicle.

—Ya, ya, ya, Cata, hay otras cosas que llegan de repente… No sé para qué, no todo es estudiar el aparato circulatorio. A veces a mí también me da lata, mucha lata, te lo confieso —le aclaró mirándola pensativa.

—Sí, obvio. Te creo… A propósito de cosas muy importantes, ¿irás al cumpleaños de Roberto el sábado? No te lo puedes perder… Además, quiero, o sea, necesito que vayamos juntas. Me tienes que ayudar, amiga.

—¡Sí, sí!, me encantaría ir con mi vestido rojo —le contestó Marisol cambiando de expresión—, pero no sé si pueda, no sé si deba, si será correcto ir y carretear, precisamente ahora, como si no pasara nada en mi familia. ¿Me entiendes, Cata? Por una parte quiero ir, igual que tú, que todos, pero por otra hay cosas que necesito comprender y poner en orden en mi cabeza —suspiró.

—Marisol, si estuviera en tu lugar, igual trataría de pasarlo bien y no amargarme la vida; mira, estoy segura de que tu mamá te entiende y lo que más quiere es que tú estés bien… igual es bueno salir un día sábado por la noche, con los amigos y bailar… Y algo más puede suceder, algo emocionante de verdad. Estará Roberto, ya le tengo el regalo listo y envuelto con un papel brillante lleno de corazones, ojalá le guste y capte el mensaje… —acotó con una sonrisa asomada a sus labios como si fuera el tímido gusanito de una manzana roja.

—Te contaré algo que será un secreto entre tú y yo. Nadie más puede saberlo, pero después… —agregó a media voz, con una mirada enigmática en sus pequeños ojos verdes.

Las dos amigas apuraron el paso para entrar antes de que el portero cerrara la pesada puerta de fierro. En eso era implacable. Lo hacía ni un minuto más allá de las ocho horas. “Caiga quien caiga”, decía muy orgulloso de cumplir con su deber. Marisol había recuperado su buen humor y se dirigió ágilmente a su sala de clases, que estaba al final del pasillo.

—¡Que tenga un buen día, Carlitos! —le deseó al pasar, pensando que ella también necesitaba un día espléndido, repleto de sol y de luz.

Evocó en su memoria el aparato circulatorio, debidamente ordenado en un mapa conceptual, y empezó a explicarle a Catalina lo que recordaba de las clases.

—¡Sabía que tú sabías! Pero yo no soy tan rápida; explícame más leeento, por favor.

—Ya, ya, ya, pero es la última vez, Cata —luego pensó que los secretos de su amiga eran de esos que su abuelo llamaba “secreto a voces”. El secreto de Catalina tenía un nombre y ese era Roberto. Estaba casi segura. ¿Y en qué la tenía que ayudar ella?, se preguntó algo intrigada.