Seré feliz con todas y cada una
de las cosas que poseo y
tomaré todas las oportunidades
para ser mejor.

Viaje al puerto

María de la Luz Soto

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Pancho se acercó al María Elena, el bote rojo y blanco que pertenecía a su abuelo. De un salto estuvo dentro y comenzó a levantar las redes, que empapadas, parecían pesar más del doble.

Con sus ojos tranquilos, el muchacho recorrió los alrededores de esa naturaleza tan conocida por él y siempre inquietante y misteriosa.

El muelle, pequeño, resguardado y de gran profundidad, permitía atracar a embarcaciones de importante eslora y gran calado. El mar en toda su majestad se abría extendiendo los brazos en gran anchura y soledad, invitando a la vez al abrigo y cobijo de la isla y sus habitantes.

Ni una sola ave sobrevolaba las aguas encrespadas por la leve brisa que se iba imponiendo.

Pancho tenía doce años y estaba acostumbrado a la dura faena de pescador. Se levantaba cada día a las cuatro de la mañana y se hacía a la mar junto a su abuelo; al viejo no le gustaba salir de noche, decía que ya tenía muchos años encima y si les sorprendía una mala marea, él no podría hacer nada por salvar al muchacho.

El niño revisó la amarra de la pequeña embarcación como lo hacía cada tarde. Metió las redes en el sucio saco, las tiró fuera del bote y de un nuevo salto estuvo sobre la crujiente madera del viejo muelle de la isla. Se echó el saco a la espalda y empezó a subir por el sendero que llevaba al poblado, de una de casas, donde vivía él y su abuelo.

La tarde se volvía oscura y una fina llovizna mojaba su cara a pesar del gorro negro con visera que jamás se sacaba.

Sin levantar mucho la cabeza, caminó lo más rápido que pudo y pronto distinguió la figura inconfundible de su viejo abuelo: pantalones negros, un feo y raído chaquetón impermeable de color café, su gorro de lana del mismo tono y los pesados bototos que parecían acentuar la cojera de su pie izquierdo.

Un poco encorvado por el peso de los años y tal vez por las muchas penas que le había dado la vida, el anciano, bastante alto, parecía muy disminuido. Con ambas manos sujetaba sobre su hombro la caja de madera que contenía la pesca de ese día. Una cuerda ancha atravesaba su pecho y su espalda, terminando en un bolso de cuero donde había guardado los espineles que más tarde prepararían para la pesca del día siguiente.

El abuelo giró la cabeza dos veces para ver si divisaba a su nieto. Pancho era todo lo que tenía en este mundo.

El silencio era característico de la isla y esa tarde no hacía la diferencia. El soplo de voz que traía el murmullo del viento parecía quebrantarse a ratos para retomar el sonido del oleaje, que también pretendía ocultarse, sobrepasado por el frío y la llovizna.

Después de recorrer las dos primeras hileras de casas, el viejo Aníbal se detuvo en una puerta entreabierta, iluminada tenuemente por dos lámparas a gas colgadas en ambos extremos del cuarto, implementado pobremente con una pequeña estantería y un viejo y sucio mesón. Era el negocio de don Aureliano, donde se podían adquirir algunos alimentos.

Dos o tres pequeños almacenes como éste abastecían a todo el poblado. Cada cierto tiempo, Aureliano iba hasta la Isla Grande o al continente, como ellos llamaban al puerto, y allí compraba mercaderías que no fuesen perecibles a corto plazo, algunas cajas de conservas, tal vez unos pantalones de oferta u otras ropas que pudiesen solucionar la necesidad de alguien en la población. La mayor inversión consistía en comprar lana de vellón, pues las mujeres de la isla ocupaban gran parte de su tiempo en limpiar, lavar y teñir con vivos colores la lana virgen, para luego hilarla y tejerla.

El huso y la rueca son dos infaltables en las casas del archipiélago y los telares forman parte del mobiliario de los isleños.

—Buenas, Aureliano —dijo el viejo dejando la caja en el suelo.

—Muy buenas, don Aníbal. ¿Cómo estamos? ¿Y el muchacho?

—Pisándome los talones —replicó el anciano.

—Buen chiquillo ese Pancho —comentó el dependiente.

—Me lo dices a mí, si no fuera por él yo ya no saldría a la mar. Debe venir apenitas con las redes —terminó diciendo el abuelo.

—¿Y en qué lo puedo servir, don Aníbal? —preguntó Aureliano.

—Dígame, ¿le queda por ahí algún pancito amasado de esos caseros?

—Algo queda todavía, don, en realidad solo tres —agregó Aureliano sacando los panes del canasto.

—Suficiente, pues —dijo el abuelo—. ¿Y tendría por casualidad una porción de charqui?, al Pancho le gusta muchísimo. Agregue por favor un paquete de tabaco; me estuve fumando el olor de la pipa toda la tarde.

—Aquí está su nieto —anunció Aureliano señalando a Pancho con el dedo.

—Buenas, don Aure. Friaza está la noche pues; tengo los dedos entumecidos —dijo el niño juntando las manos y acercándolas a la boca para recibir el calor de su aliento.

—Eso es todo, vamos andando chiquillo.

—Buenas noches, don Aureliano —dijo el niño echándose al hombro el saco con las redes que había dejado en la entrada de la tienda.

Abuelo y nieto caminaron en silencio hasta llegar a la casa. Dos puntos brillantes se movieron en la oscuridad de la noche, de pronto se escucharon los ladridos de saludo del Negro, que los recibía como era su costumbre.

—Sale, Negro, no te cruces perro travieso, vas a botarme, animal. ¡Quita, quita! —decía Pancho riéndose.

El abuelo puso la caja sobre una hechiza banca de troncos y empujó la puerta de la vivienda.

Dos gatos plomizos y flacos aparecieron como por encanto maullando y acercándose a la caja del pescado, que, para ellos, olía maravillosamente.

—Ya llegaron estos frescos —murmuró el abuelo dirigiéndose a tientas hasta la mesa que se hallaba en el centro del cuarto, a la vez que se palpaba los bolsillos para encontrar los fósforos.

—Pancho, vigila a esos ladronzuelos —alertó el abuelo mientras encendía la lámpara a parafina.

—Fuera de aquí —gritó el muchacho entrando la caja y poniéndola sobre un piso. Enseguida la cubrió entera con otra caja un poco más grande.