Cubierta

Bailar con los ojos cerrados

Historias de felicidad
más allá de los 70

Cristina Hernández

Plataforma Editorial

«El crepúsculo de una vida cabalmente vivida trae consigo su propia lámpara».

JOSEPH JOUBERT

A Raimundo y Maria, mis padres.

Índice

  1.  
    1. Prefacio de Joan Garriga
    2. Presentación
  2.  
    1. El océano infinito Moisès Broggi
    2. Llama de amor viva Eulàlia Bofill
    3. ¡El pájaro, compañeras, vuelve al nido! Neus Català
    4. Mi casa no tiene llaves Marcos Ana
    5. El árbol que da frutos Claudio Naranjo
    6. Bailar con los ojos cerrados Alicia Alonso
    7. Verdes valles, mar azul Ramiro Pinilla
    8. El cuarto oscuro y el terrón de azúcar Ana M. Matute
    9. Amor de manada Eduard Punset
    10. Oír la propia música Salvador Pániker
    11. Vistas del alma Antonio López
  3.  
    1. Epílogo. La suave luz del atardecer
    2. Agradecimientos

Prefacio

La vida discurre impertérrita, soberana en sus ritmos, inequívoca en su expansión y en su contracción, en su dilatación y en su angostura, en su apogeo y en su cénit. Y el tiempo, el tiempo pensado, que es el lineal, fagocita todo lo que fue para crear a continuación todo lo que será. Y en el camino deja una estela de recuerdos, de huellas, de obras, de improntas de las personas que fueron, que perdura por días, semanas, años o, incluso, en casos excepcionales, siglos o milenios.

No es necesario ser creyente en nada, ni siquiera albergar sensibilidad espiritual, para que en la expresión de esta gigantesca rueda de la fortuna que es la vida –algunos lo llaman Dios–, quede sembrado o sugerido el aroma de un plan monumental, quizá caprichoso o azaroso, pero plan al fin y al cabo, que se mueve sin que sepamos a ciencia cierta quién gobierna sus hilos, qué inteligencia lo sostiene ni para qué lo hace.

En los testimonios de los personajes del libro (¿personajes?, mejor personas: únicas, entrañables, humanas y logradas) encontramos ambas cosas. Por un lado, huellas, obras y empeños. Y, como denominador común, vida intensamente vivida, ya sea en lo sublime o en lo trágico, en lo alegre o en lo triste, en la mayor solidaridad o en el costado cruel e hiriente de la vida. Y, por otro lado, para muchos de ellos, también encontramos otra nota: la de aspirar el dulce aroma de lo trascendente, o, al menos, la reflexión sobre el sentido de las cosas, justo cuando el atardecer de la vida les sigue regalando dos o tres tareas ineludibles: integrar la vida vivida (curar las heridas, perdonar a sus deudores, liberar resentimientos y tragedias –o ponerlas en el lugar justo–), vivir cada momento único e irrepetible, que todavía les es regalado, con notable fruición y contento y, en especial, seguir creando futuro. ¿Cómo? Poniendo en circulación todos los días, dentro de las personales posibilidades y los límites de cada uno, los talentos acumulados de una vida para que los venideros puedan degustar sus frutos. Concordemos en que desprende una belleza especial, percibir cómo «los que miran al sol» (que ven a la muerte acercarse) siguen creando futuro.

Creo que nuestro equipaje biológico nos permite vivir el tiempo en dos dimensiones: la eterna, en la que cada momento concentra su propia plenitud silenciosa, y la secuencial o cronológica, en la que nos instalamos para organizar nuestra vida, generar planes, anticipar el futuro y aprender del pasado. Tan sumergidos solemos vivir en estructurar la vida y ocuparnos de futuros y pasados que, a veces, parecería que se nos olvida estar vivos ahora.

Si me pongo a mí mismo en el eje secuencial, diré que me encuentro en un ciclo de mi vida en el que, sin ser anciano, tampoco soy joven. He sobrepasado la edad media estadística. ¿Madurez? Como significación positiva no está mal. Sea como sea, no atesoro todavía la pisada lenta, ligera, venerable y con suerte templada de la ancianidad. Pero me doy cuenta perfectamente de que el tiempo que he vivido es más amplio que el tiempo que viviré, y comprendo con ecuanimidad que tengo más historia que futuro. Diría que sobrepasar la cincuentena y evitar estas reflexiones sería extraño o, cuando menos, un indicador sospechoso de evitar la realidad. Como expresaba Gil de Biedma en su poema «No volveré a ser joven»:

Dejar huella quería / y marcharme entre aplausos / –envejecer, morir, eran tan sólo / las dimensiones del teatro–. // Pero ha pasado el tiempo / y la verdad desagradable asoma: envejecer, morir / es el único argumento de la obra.

Providencialmente, la autora me invita a escribir este prólogo y me entrega el borrador. Varios pensamientos me invaden. El primero, autoinvalidante: ¿acaso corresponde decir algo sobre lo que uno no ha vivido todavía? ¿No soy demasiado imberbe para asomarme a las proezas y retos de personas que acumulan tantas millas de viaje, y lograron notoriedad e influencia en distintos campos, o se vieron expuestos a experiencias especiales? El segundo, inverso al primero, es decir, un pensamiento honrado y agradecido: qué fortuna poder leer estos testimonios, tan concentrados, y a continuación poder escribir unas palabras al respecto. Me doy cuenta de que penetrar en estas entrevistas, dirigidas y aromatizadas por la autora hacia lo que verdaderamente cuenta en la vida, es como leer biografías rebanadas por la navaja de Occam, en las que lo periférico se desprendió por completo y la anécdota se eleva, cual metáfora o símbolo, para reflejar el corazón de una vida. En tercer lugar, siento una cierta envidia de la autora, pues me habría encantado estar en su piel y poder sentarme a escuchar un rato a seres tan entrañables, únicos, mayoritariamente bien humorados y sabios todos.

Empiezo las lecturas de las entrevistas y ya no puedo parar. Me entra la sed de saber cómo viven y cómo cuentan su vida y sus cosas estas personas que, a modo de exploradores, avanzan por delante de mí y van indicando cómo es vivir ante el cercano argumento de la obra. Envejecer, morir. Y de eso se trata seguramente. De saber envejecer con plena vida, de saber morir con plena vida. Y ser feliz. Ojalá. Elevo (o bajo, quién sabe la dirección de los destinatarios) una plegaria para que así sea para mí y para mi gente querida. Retos nada fáciles mientras uno los piensa, en tanto uno no ha llegado todavía ahí.

Uno descubre que todas las personas del libro pueden con su realidad y la aprecian, en general por la vía activa, y, sobre todo, que pudieron con lo que en la vida les tocó: ya fuera sobrellevando y disfrutando del éxito y la notoriedad o sobreponiéndose a las derrotas, los fracasos y las pérdidas. Pudieron y supieron perseverar en su dignidad y felicidad. Uno descubre que con la realidad se acaba pudiendo –qué remedio–, aunque sea difícil; en cambio, con las fantasías de lo temido no podemos, porque tejen tupidos pensamientos fabricados con hilos de inexistencia. Mark Twain así lo reflejó cuando escribió que todos tememos a un montón de cosas que nunca llegarán a suceder.

Hace unos pocos años, como reflexiones para un –supongo– yo mismo venidero, empecé a hacerme preguntas del tipo: ¿las personas mayores ven aumentar su ego y sus ínfulas de importancia personal, o bien se suavizan y lentamente dejan de identificarse con sus logros o sus desdichas y su historia personal, y aun amándola, se esponjan y se sustentan en otro aire y otros pilares que no sean los hitos biográficos? Es decir, ¿se abren a la dimensión espiritual o se mantienen pegados a los objetos, la materia y las historias que acumulan? ¿Tienen mayor libertad interior o menor? ¿Han conseguido librarse de los roles que les tocó representar y logran volverse creativos, o bien sus roles se han apoderado de su ser y de su alma? ¿Cómo integran la pérdida, el deterioro, el menoscabo, la enfermedad, la lentitud, el no poder con tantas cosas con las que sí podían cuando eran más jóvenes? ¿Cómo viven el ser cuidados o volver a experimentarse dependientes en algunos niveles? ¿Han ganado sabiduría y alegría interior o se han vuelto más rancios y amargos y lo peor de su carácter se ha agudizado? ¿Luchan aún por el poder y el territorio o se algodonan y viven el fragante poder de su interior y de su ser? ¿Reflejan más su ser o su tener y parecer?

Una vez le pregunté a un periodista que había entrevistado a bastantes personas mayores, muchas de las cuales habían tenido, o seguían teniendo, poder político, económico o social, si había encontrado en ellos una mayor humanidad y un menor cociente egoico, o no. Su respuesta me desconcertó: «Muchos de ellos son insoportables, primas donnas insufribles, propagadores incansables de sus medallas y trofeos. Les sobra ego y escasean en humanidad». Me quedé perplejo. Siempre había pensado que la meta del viaje era la de estar más vacío y libre de uno mismo. Sí, en pleno respeto y amor con la vida vivida y sus logros y reconocimientos, pero más desapegados de ella. Así que ¿me equivocaba? No lo creo.

En este libro, configurado con pequeñas entrevistas a personas mayores que se leen como retales biográficos o como puntos esenciales en la historia de cada uno, se encuentran personas bellas, logradas, generosas, fraternas, únicas, respetuosas consigo mismas, cada una con su carácter e historia específica, diría que también amorosas a su manera. Vidas vividas con sentido. Vidas abiertas a todas las dimensiones del vivir: los afectos, la pareja, la paternidad, la pérdida de hijos, la vocación, el servicio, Dios, la justicia, el arte, la transformación, la amistad, la salud, el bien común, la crueldad, por ejemplo, de los campos de concentración o las cárceles, el enamoramiento, la sexualidad, la soledad, la supervivencia en condiciones extremas, el amor, etcétera. De todas ellas se podrían escribir sus memorias, con el mismo título que eligió Pablo Neruda para las suyas: Confieso que he vivido.

Hace mucho que no he vuelto a encontrarme con este periodista para seguir hablando del asunto, pero diría que sus entrevistados pertenecían, con más probabilidad, a otra casta, distinta de los que inspiran generosamente este libro. Al grupo de los que, en lugar de respetar su propia verdad, prefirieron edificarse en imágenes falsarias, alejadas de su corazón y de sus impulsos verdaderos, que apostaron por el parecer o el tener, y que luego, ya mayores, les cuesta ayuda y pavor encontrar el camino de vuelta a la casa sencilla y plena de su interior, y combaten para que siga prevaleciendo su personaje. Quién sabe. Son sólo ideas y reflexiones. Porque seguro seguro no estoy nunca de casi nada.

Son muchos los autores que han escrito acerca de la vida como viaje existencial o viaje heroico (por ejemplo, uno de los entrevistados, Claudio Naranjo, el cual lo refleja en su libro El viaje interior a través del análisis de algunas de las grandes epopeyas míticas de la humanidad), cuyo logro y meta es convertirse en servidor, en apurar plenamente la copa de nuestras potencialidades entregando lo que tenemos, y en saber soltar y regresar a la casa de la que partimos, misteriosa y desconocida, con olor inequívoco a «nadieidad».

A juzgar por los testimonios de este libro, parece que la meta lograda del viaje se compone de un conjunto de elementos previsibles: mayor amor, mayor servicio, mayor entrega a los propios dones y talentos, mayor perspectiva de las cosas, mayor generosidad, mayor respeto hacia uno mismo y la propia particularidad, mayor consideración hacia los demás, mayor apertura a los afectos. Mayor sentido de la vida vivida y mayor entrega y abrazo a lo que aún está por delante, a lo que aguarda incierto y por venir. Mayor claridad en el balance de lo vivido, de lo entregado, de lo hecho. Mayor compasión ante lo que fue doloroso en la vida y una tendencia a recordar lo que alegró y no tanto lo que lastimó. También, para algunos, mayor apertura a lo trascendente, a la música silenciosa del espíritu. Y del mismo modo, cómo no, un mayor y necesario desarrollo de la paciencia ante los menoscabos crecientes en la salud y un tratar de ponerse en conformidad con los límites.

Amanece para todos. Pero atardece sólo para los que cuidaron y cuidan bien de su vida, y por ende el azar, el destino o lo que sea les permite vivir su crepúsculo como un vitral rico en colores y formas nuevas. ¿Alegrarse por tener una larga vida o apenarse por ello y sufrirla?, dependerá de muchos factores, pero el más importante, además de la calidad de la vida y de los afectos, seguro que es la actitud personal. Conversando una vez con una pareja de ancianos, ella decía, en un tono de añoranza: «¡Ay! Ya nos hemos hecho mayores». Y él replicaba, con un tono más gozoso: «¡Sí! Qué suerte que hemos llegado a mayores y podemos vivir este tramo del camino».

Qué bonito, digo y agrego yo, poder seguir bailando, aunque sea con los ojos cerrados. Bailando hasta el final. Y si el cuerpo ya no puede, que sea con la mente y el corazón. Por mi parte lo tomo como una contraseña de futuro.

Para terminar, agradezco de corazón a Cristina Hernández el lazo que empezó a unirnos a través de los libros y que, a día de hoy, me permite participar, desde la comprometida tangente que constituye un prefacio, en su bella aventura libresca. La combinación de ternura, respeto, seriedad y encuentro verdadero que destilan las presentaciones de sus entrevistados es conmovedora y nos introduce en un paisaje calado de hondura y humanidad. Y su reflexión final sobre el arte de abandonar lo que llama «la tiranía del siempre más», para transitar a una mayor libertad de espíritu y de corazón de la gente mayor, plasma su gran delicadeza, sensibilidad e inspiración. Con elegante y entrañable respeto nos muestra el núcleo medular de sus entrevistados: su sístole y su diástole. Y con ellos, y junto con ellos, con su ejemplo y testimonio, ojalá consigamos revitalizar la añeja cultura de veneración a los mayores, o al menos rendir un poco más de culto a su grandeza, como guías ineludibles.

JOAN GARRIGA BACARDÍ

Barcelona, abril de 2014

Presentación

Sentada ante cada uno de los entrevistados, he procurado escuchar y mirar a los ojos. Luego, al transcribir negro sobre blanco lo dicho, he plasmado deliberadamente todo lo que se registró en mi pequeña grabadora. No he cambiado palabras ni resumido respuestas. A veces, casi como acotaciones teatrales, se registran sutiles gestos, risas, movimientos de la persona y algún silencio. Para mí, todo tiene valor en una entrevista. Incluso la respiración. A menudo, un silencio entre frase y frase da sentido a una respuesta; otras, el silencio dice más que lo que calla. También el carraspeo o la risa pueden ser más expresivos que una cortina de palabras. Así que son entrevistas transcritas tal como verdaderamente sucedieron –apenas hay algún retoque para facilitar la lectura o para evitar repeticiones y en tres de ellas, que eran más largas que el resto, la poda de toda una parte poco significativa–. La intención era plasmar el encuentro, que en su mayoría fue de una hora u hora y media, entre mi persona y el entrevistado tal como sucedió el propio acto de comunicación y su circunstancia. También con mis vacilaciones y errores.

He intentado dejar de lado ideas y juicios y ver a la persona en su esencia, obviando al personaje y afinando el oído para oír su música. Lo he conseguido poco, pues no es fácil soltar la mochila de los prejuicios con la que todos viajamos. La selección de los entrevistados ha sido mía y totalmente aleatoria. A algunas personas ya las conocía de antemano. A otras no, y ha surgido la posibilidad de entrevistarlas en los dos años que he tardado en escribir el libro, a menudo gracias a mi trabajo en TVE. Todos son entrevistados con quienes yo tenía interés personal en hablar. Por otro lado, hay muchas entrevistas que quise hacer en este tiempo y finalmente no pude: Santiago Carrillo, con quien ya tenía cita, murió poco antes de que fuera a verlo al balneario donde veraneaba, Bebo Valdés sufre alzhéimer, Manoel de Oliveira nunca contestó a mis correos, Emilio Lledó declinó la proposición, Asunción Balaguer también, Antonio Gala no concedió la entrevista por problemas de salud, a Rita Levi-Montalcini estaba dispuesta a ir visitarla a Roma pero ya era demasiado mayor y lo mismo sucedió con Alice Herz-Sommer y con José Luis Sampedro, en un delicado estado de salud cuando contacté con él.

En general, he buscado que el abanico de profesiones fuera amplio, ya que, aunque no se trata ni mucho menos de un trabajo de campo sobre la vejez, me ha parecido que sería bueno hablar con personas que hubieran tenido ocupaciones dispares. Si bien es cierto que hay rasgos en común entre ellos, por la época que les ha tocado vivir, con sus guerras y atrocidades, y también porque han destacado cada uno en su campo y ocuparán un lugar en la historia del siglo XX en España. Las edades se sitúan entre los ciento tres años de Moisès Broggi, que murió con ciento cuatro años, y los setenta y cinco de Eduard Punset, el benjamín del grupo. Son casi treinta años de diferencia, con lo que se pueden observar momentos distintos del proceso de envejecer. Ha habido más entrevistas que no aparecen en este libro y que espero que puedan aparecer en uno próximo. Ahora son once en total, y es un número que no es redondo, pero que a mí me gusta, sin que sepa bien por qué.

Las he ordenado cronológicamente según las hice. Empecé en marzo del 2012 y acabé en noviembre del 2013. A cada una le he puesto un título, como si de una historia se tratara. Una historia de vida. Y cada una la he acompañado de una nota biográfica. Creo que mi estilo ha cambiado a medida que iba escribiendo estas notas. Al principio escribía con más rigidez y luego he ido soltando la pluma y poco a poco he encontrado mi voz. Al ponerme a redactar el epílogo, ya me he sentido dueña de mis palabras. Me he dado cuenta de que a medida que me expresaba, más iba enseñando mis cartas, yo misma descubriéndolas, y la verdad es que descubrirse a una misma mientras escribe es un verdadero placer. Pero, sin duda, el mayor placer ha sido escuchar a las personas que aparecen en Bailar con los ojos cerrados. A todas ellas les doy las gracias por dedicarme su tiempo, por su generosidad en abrir su corazón y por todo lo que me han enseñado. Sin ellas no habría libro. Ahora tienes tú, lector, la oportunidad de disfrutar de ese placer.

Sant Cugat del Vallès, 2 de marzo de 2014

El océano infinito

Moisès Broggi

Barcelona, 18 de mayo
de 1908-31 de diciembre de 2012
Cirujano

Llamo al portal a la hora convenida, las cinco de la tarde, y una asistenta me hace pasar al salón donde el doctor Broggi descansa junto a su mujer, Angelina. Es un hombre de ciento tres años, y esta cifra por sí sola me impresiona. Significa que tenía casi cuatro años cuando se hundió el Titanic y seis cuando estalló la Primera Guerra Mundial.

Después del Bachillerato, escogió hacerse médico, aunque no tenía una vocación definida, siguiendo el mismo camino que muchos de sus compañeros. Fue practicando la asignatura de Técnica Anatómica, es decir, la disección de cadáveres, y después la cirugía con el médico Joaquim Trias i Pujol, como empezó a aficionarse por la cirugía porque, dice, «de la profundización en cualquier disciplina puede nacer una pasión». La admiración por su maestro contribuyó a ello.

Durante la crisis de 1929, con veintiún años, ya trabajaba como interno de urgencias en el Hospital Clínico de Barcelona. Hasta que estalló la Guerra Civil. Luchó por la República integrado en las Brigadas Internacionales, donde fue destinado a la cirugía de heridos en el ejército. Allí contribuyó a importantes avances en medicina de guerra, como los hospitales móviles, que permitían operar en el mismo campo de batalla. Seguramente es a él a quien retrata Ernest Hemingway como el valeroso médico de Por quién doblan las campanas, porque le impactó ver al joven doctor Broggi operando día y noche en la batalla de Navacerrada, cuando el escritor era el corresponsal del New York Times en Madrid.

Con la llegada de las tropas franquistas a Barcelona, lo expulsaron del Hospital Clínico, donde había fundado el servicio de urgencias, el primero de toda España dispuesto veinticuatro horas del día. Fue inhabilitado para la Sanidad Pública, lo que lo llevó al ejercicio privado de la cirugía. Durante los años de la guerra fría, el doctor Broggi impulsó la Sociedad Internacional de Médicos Contra la Guerra Nuclear, una entidad que recibió el Nobel de la Paz en 1985.

Me acompaña a su despacho, amueblado con piezas antiguas, libros, un reloj de pared y un sofá, donde me siento. Hablamos bajo la luz tenue de una lámpara. Me da la sensación de que estoy fuera del tiempo, tan suave es su voz y tan espiritual su pensamiento. Me atiende con una amabilidad exquisita, mezcla de caballerosidad y bondad. Al acabar, el anfitrión me presenta, con un brillo en la mirada, a su esposa. Angelina era la hija de su maestro, Joaquim Trias i Pujol, se casaron en 1941 y han tenido siete hijos. Setenta y un años casados. Ella tiene noventa y cinco años y sufre una ligera demencia. Me dice que ha sido su ángel, que han vivido muy felices y que ahora la cuida tanto como sus fuerzas le alcanzan.

* * *

¿Qué lugar ocupa la espiritualidad en la vida de una persona de su edad?

La espiritualidad es muy importante, porque cada vez ocupa más espacio en la vida de una persona. El joven no piensa en ello, pero a medida que se hace mayor va viendo que la vida no lo es todo, que hay algo más, algo difícil de definir. Además, la ciencia también revela que la materia no lo explica todo. En la física clásica hay un momento en que la materia desaparece y se convierte en energía. El mundo es un misterio. El joven inteligente también lo ve, que la materia no lo es todo, que hay algo más. Y la vida también es igual. Obedece a unas normas que no dependen del hombre; están establecidas. Como todo el universo, que ya se ve que no funciona sólo de una manera perfecta sin que nadie lo dirija. La idea del espíritu universal es muy antigua, la idea de que hay un espíritu universal que crea y ordena las cosas.

¿Cree que esta energía nos une a todos, y hasta incluso a todo lo que existe?

Absolutamente, sí. Esta energía tiene la idea del infinito. Para nosotros es muy difícil de percibir, pero existe.

¿Es lo que las personas creyentes llaman Dios?

Eso mismo. La religión quiere personificarlo, pero es muy difícil.

¿Usted es creyente?

¡Y tanto!

¿Y cómo es su idea de Dios?

Yo creo en la existencia de un principio creador y ordenador, no del hombre, sino de todo el universo, que es infinito. Es la idea de las grandes religiones, también. Sin esta idea, no se puede tener fe. Para el viejo es más claro que para el joven, porque el joven está demasiado apegado al ego. El ego es su futuro, su vida, sus ilusiones y sus desgracias, y el joven está atado a todo eso. Vive obsesionado en obtener seguridad, porque siente la vida muy incierta y llena de peligros, y no piensa en la transcendencia. El cuerpo lo domina, y la persona no es el cuerpo, es el cuerpo y algo más.

¿Y qué ocurre con el ego cuando se llega a su edad?

(Ríe y señala su cuerpo). Mire mi ego, ya no vale para nada. Antes corría, bailaba, y ahora ya no me muevo de una silla. Y espero ir al cementerio con este ego, que queda reducido a nada. Si miro fotografías y veo el niño pequeño que algún día fui, me digo: «No puede ser».

¿Se reconoce?

No. (Ríe). Es otra persona, materialmente.

¿Y qué peso tienen los recuerdos?

A su edad, lo más importante es el futuro; a mi edad, lo más importante es el pasado. (Ríe). Fíjese qué pequeña diferencia. (Silencio). Sí, yo recuerdo ahora cuando jugaba con mis primos, cuando era un muchacho. Hay unos recuerdos que vuelven y otros que no. Se debe a un factor cerebral. Está la memoria retentiva y la memoria evocativa. Existe una memoria que puedes evocar a tu antojo y otra que no, pero que también te influye. Influye, pero no puedes evocarla. Aunque a veces sí. A veces sale. Y no se sabe por qué. Los recuerdos más malos desaparecen. Vuelven las situaciones que más te han marcado.

¡Usted ha viajado mucho!

Los recuerdos de eso también vuelven. En la guerra de aquí vino mucha gente a ayudarnos y yo les devolvía la visita. He estado en Inglaterra, en América, en Rusia, en Japón.

A mi edad vivimos proyectándonos en el futuro.

Sí, parece que la vida es eterna, y luego te convences de que todo es inestable, que todo depende de la casualidad, que no hay nada seguro.

Pero usted ha tenido una vida muy arraigada.

He tenido suerte. Y eso es diferente para cada uno. Y no sabes de quién depende. Mi suerte ha sido una, pero si hubiese nacido en otro sitio, por ejemplo, en Asia, yo sería otro. El azar es importantísimo. Es lo que llaman el destino.

Aunque usted debe de haber tenido un papel en ese destino. Al menos le ha dado forma…

Mire, hay dos factores que conciernen al destino. Uno es el factor personal, saber aprovechar los momentos. Pero hay otro, y este depende de las circunstancias. Y en tantos por ciento, podemos decir que el primer factor cuenta un 20% y el segundo un 80%.

Pero este 20% es muy importante…

Este 20% es muy importante, pero el 80% lo es más.

Hablemos de la angustia. La angustia de la incertidumbre que tiene el joven, ¿desaparece con la edad?

Sí, se apacigua. Porque uno ve que la suerte y la desgracia no dependen del todo de uno mismo. Que las cosas vienen o van a su manera, y nosotros sólo debemos adaptarnos a ellas. Además, ves que los grandes alicientes de la vida no son nada. El placer, por ejemplo, es efímero. Un día disfrutas de una gran felicidad y al día siguiente todo se derrumba. La vida es un tobogán de ilusiones y desilusiones. Quien a los cuarenta o a los cincuenta no ha comprendido que aquí no hemos venido a divertirnos, es que no entiende nada. (Ríe). Aquí no hemos venido a divertirnos, aunque no sé qué hemos venido a hacer aquí.

¿No sabe qué hemos venido a hacer aquí?

Yo creo, no lo sé, que hemos venido a prepararnos, pero no lo sé… (Silencio).

Las ilusiones se desvanecen… pero usted ha vivido una vida plena llena de proyectos cumplidos. ¿Es la vejez lo mismo para alguien que ha tenido una vida plena que para otra persona?

Ya le he dicho la importancia de la suerte. Yo he tenido mucha suerte. Una suerte es llegar a la edad a la que yo he llegado, o haber tenido una familia que ha hecho posible que yo llegara hasta aquí. Hay una serie de elementos que se juntan o no se juntan y que hacen que la vida sea una cosa o sea otra, pero en el conjunto de la vida no hay sólo felicidad y bienestar. Siempre hay algo malo, como la pérdida de los seres queridos, y eso es imprevisible. Los más poderosos y los más orgullosos también caerán.

¿Y dónde queda el reconocimiento público que usted ha tenido como médico?

Sólo quedan las cosas buenas, como los recuerdos que se refieren a gente a quien he podido dar un poco de bienestar o de felicidad. Es decir, lo que da más satisfacción es haber podido dejar un rastro de amor, de estima, de personas queridas y que te han querido. Eso es lo más importante.

Su profesión ha estado relacionada con poder prestar ayuda. Y lo ha hecho durante casi setenta años, porque se jubiló con más de ochenta. ¿Qué ha significado para usted el ejercicio de la medicina?

Ha significado una lucha contra el mal, contra el dolor, y estoy contento de la profesión y de la manera con que la he podido practicar, tanto en el frente de batalla como en circunstancias difíciles.

¿Volvería a ejercer de médico si tuviera que empezar de nuevo?

Sí, sin ninguna duda, volvería a ejercer de médico.

¿Y, en estos momentos, cuando ya no ejerce, continúa sintiendo su identidad vinculada a la medicina?

Ya le he dicho que lo que tiene más fuerza en los recuerdos son las personas amadas y que te han querido, y lo más penoso ha sido perder a esas personas. Entonces te das cuenta de que esto es irremediable y de que todo lo que se produce tiene que perderse, por valioso que sea; todo es efímero. La cosa más preciada, más querida, también tienes que resignarte a perderla.

¿Es más fácil aceptar la pérdida si se ha dado todo lo que podías a la persona amada?

Sí, por supuesto. Es más fácil, pero siempre piensas que no has hecho lo suficiente, siempre te queda un cierto pesar. (Ríe. Tocan las horas en el reloj de pared. Silencio). Mire, la persona humana tiene tres planos: el material, el mental y el espiritual. El material ya se sabe qué es; el mental es la idea del yo, separado de todo lo demás, yo y todo lo demás; y después está el espiritual, y este te dice que los otros dos planos también son tú, porque todo es obra de Dios. Ahora bien, el mental es muy importante, es el dominante, porque te da la idea del yo, del ego, y después está el resto. En el mundo domina el plano del ego, y con esta idea no puede haber paz.

¿Qué papel tiene en este juego de planos la meditación?

Yo medito y también leo mucho. A veces necesito una lupa. Y si no pudiera leer, entonces tendría las ideas acumuladas. (Ríe). Sí, la meditación más importante es conseguir unir el yo con el espíritu universal. Es muy difícil, pero cuando has conseguido eso estás salvado.

¿Usted lo ha conseguido?

Mujer, lo intento. (Ríe). Creo que sí, creo que sí. Es decir, el espíritu universal es el que lo anima todo. El universo es una cosa muy compleja. Es infinito, e imaginarse el infinito es imposible. Y cada persona y cada cosa contienen alguna partícula, en un rincón de su alma, de este principio universal. Si no, no existirían. Todo el mundo tiene algo de Dios. Es aquello que decía Tagore, que cada criatura, al nacer, nos trae el mensaje de que Dios aún no pierde la esperanza en los hombres. Pero cuanto más joven, más difícil es llegar a esto, porque la cosa material pesa mucho. El joven piensa en comer, en tener cosas, y en su futuro, y piensa demasiado. El niño pequeño no tiene pasado, sólo tiene un futuro incierto. El viejo no tiene futuro, sólo tiene pasado, y se da cuenta de que este pasado no es nada y que tiene que llegar alguna cosa mejor.

¿Cree que el universo está unido al pasado, con el presente y el futuro?

Eso depende mucho de la conducta del hombre. Es decir, si el hombre continúa con una prevalencia del ego, se va a la ruina. Es lo que explica san Agustín, la ciudad de Dios y la ciudad del Diablo. La ciudad de Dios es la de la persona que quiere conocer a Dios y actúa para conseguirlo, y la ciudad del Diablo es la de la persona que ignora la ciudad de Dios. Sólo conoce su yo y la relación con los hombres, y la segunda ciudad, que no conoce a Dios, está perdida, porque se autodestruirá.

¿Cree que la humanidad tiene algún propósito en sí misma?

No lo sé. Pero el ego es fatal. Ya se han hecho cosas para desprenderse del ego. Las grandes religiones lo hacen, pero con dificultades.

¿Para sentir compasión, hay que haber sufrido?

Sí, todo el mundo tiene que haber sufrido, si no, no entiende el sufrimiento de los demás. Esto es la vida de Buda: su padre lo tenía encerrado en una jaula de oro con todo lo que quería, todos los juguetes. El niño feliz, aunque él no sabía que era feliz. Un día le dijo al criado: «Oye, ¿por qué no vamos afuera?». «Tu padre no quiere». «Sí, sí, quiero salir». Lo primero que ven es a un hombre pidiendo caridad. Dice el niño: «¿Por qué pide ese?». «Pues mira, no tiene para comer y pide que le ayuden». «Entonces resulta que hay gente que no tiene para comer. ¡Esto no puede ser! ¿Y ese otro qué hace? ¿Tiene una pierna rota?». «Mira, estuvo enfermo y han tenido que cortarle la pierna». Y así sucesivamente. «Pues esto no puede ser, esto se tiene que arreglar». Este es el mensaje de Buda. En cambio, los hay que viven encerrados en su jaula de oro. Son felices, pero no saben que son felices. Para poder ser feliz tienes que haber conocido el sufrimiento. El día que salen de su encierro, son desgraciados. Ven a alguien que se muere y se dan cuenta entonces de que ellos también tienen que morir. Hay mucha gente que lleva vidas falsas. Mucha gente que lucha por cosas materiales, que después tienen que luchar para mantener.

¿Cómo se consigue ser una persona virtuosa?

Amando. La manera de llegar a ser virtuoso es amando. Uno tiene que intentar identificarse con aquella partícula que tenemos dentro, que es luz y es oro. Es muy difícil encontrarla si no es con amor. Cuanto más amor das, más amor recibes. La estima siempre retorna, aunque de momento te parezca que no, retorna. Y los que tú has amado te devuelven amor. Por eso a aquellos que no aman a nadie, nadie los quiere. Están solos. Los hay que buscan esta unión con Dios en la soledad, el ermitaño, por ejemplo. Yo no estoy solo. Estoy con mi mujer, mis hijos, mis nietos, mis amigos.

Aprender a amar no es nada fácil.

Sobre todo si te tienen encerrado en una jaula de oro. (Ríe). Quiero enseñarte un libro. (Se levanta y rebusca entre los libros de la mesita y de la librería). Es sobre la enfermera Patience Darton.1

¿Y la muerte?

La muerte es el final del cuerpo material, pero hay algo que sobrevive, que es a lo que llaman alma, que es inmaterial y no se puede demostrar científicamente. El alma se compara con una corriente de agua, un riachuelo, que pasa por sitios abruptos, por cascadas, y va a parar a un océano infinito, que es la muerte. Cuando se está cerca del océano, se tiene un sentimiento de satisfacción. Yo he visto morir a muchísimas personas, y la mayoría mueren con satisfacción, aunque hayan sufrido mucho. Llega un momento en que todo se desvanece y parece que hayan encontrado la felicidad. Es como una liberación. He visto morir a mucha gente que había luchado por no morir, y llegado el momento, yo les he preguntado cómo se encontraban y me han dicho: «Mira, he sufrido mucho, pero he llegado a un momento dulce, un momento de una suavidad y de un bienestar extraordinario, como si me alejase de todo, y después, cuando he vuelto a la vida, he tenido una decepción, al volver a las miserias de cada día». Eso lo he vivido yo muchas veces. Y después están los que mueren con sufrimiento, producido por otros, y también llega un momento en que ese sufrimiento desaparece, por más torturas que les inflijan. Hay un umbral. El centro del dolor queda anulado.

¿Qué piensa de la crisis actual? ¿Forma parte de un ciclo de la humanidad?

Tota la historia de la humanidad está hecha de ciclos como estos, y el hombre ha conseguido salir siempre de ellos. Pero todo tiene un fin, y la humanidad también. Si el ego domina, puede acabar mal, porque una guerra con las armas actuales es la destrucción de todo.

¿Nota algún cambio a mejor?

Sí, hemos avanzado un poco, sobre todo al ver la magnitud de las desgracias que se pueden cometer en una guerra. El símil es el de los cuatro caballos del Apocalipsis. El de la enfermedad y el de la muerte se han dominado un poco, no del todo, porque la gente continúa muriendo, pero quedan los caballos del hambre y de la guerra, quedan todavía. Hasta ahora la historia de la humanidad se ha hecho a base de guerras. Ahora, gracias a la bomba atómica, se ha visto el alcance que puede tener una guerra.

¿Cree que la medicina de hoy ha perdido la facultad de consuelo?

Claro, porque la relación humana del médico con el enfermo no es como antes. Ahora vas al médico que te toca, no al que te gusta, y el médico está más pendiente de la enfermedad que de la persona. Se ha avanzado mucho, pero se ha perdido humanidad. La medicina cura más, pero no consuela tanto. La ciencia ha podido hacer disminuir la mortalidad, pero ahora gracias a eso hay un exceso de demografía. Antes la guerra era una manera de solucionar eso. Ahora la única manera es reducir nacimientos. Por lo tanto, tendría que haber un gobierno global, por este y otros motivos que afectan al conjunto de la humanidad, como, por ejemplo, el desgaste del medio ambiente, porque la tierra se está arruinando. Nos hemos apartado demasiado de la naturaleza.

¿Cree que tienen alguna cosa en común las personas que llegan a centenarias?

Sí, que no tienen futuro. (Ríe).

Barcelona,
22 de marzo de 2012