El Fundador del Opus Dei I

© 1997 by FUNDACIÓN STUDIUM

© 2010 by EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290, 28027 Madrid


Primera edición: Septiembre 1997

Novena edición: Diciembre 2010


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ISBN eBook: 978-84-321-4004-4

ePub: Digitt.es

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Clave de las principales abreviaturas y referencias

AGP

 Archivo General de la Prelatura.

Apuntes

“Apuntes íntimos” .

AVF

 Autógrafos Varios del Fundador.

Carta

 Las cartas dirigidas a todos los miembros de la Obra, verdaderos escritos fundacionales, van citadas según fecha y numeración marginal; por ej.: Carta 24-XII-1951, n. 7.

D

 Documento del AGP.

EF

 El Epistolario del Fundador, que comprende su correspondencia personal, se cita por la sigla EF y la fecha.

IZL

 Sección del AGP correspondiente al Siervo de Dios Isidoro Zorzano Ledesma.

P01,P02etc.

 Colecciones de documentos impresos (Secciones dentro del AGP).

PM

 Proceso Matritense, seguido del número de folio. 

PR

Proceso Romano, seguido del número de la página.

RHF

 Registro Histórico del Fundador (Sección dentro del AGP).

Sum.

 Summarium de la Causa de beatificación y canonización. Positio super vita et virtutibus, Roma 1988. Se cita el testigo y el número correspondiente del Summarium.


 Testimonial


PRESENTACIÓN

¿Qué es una biografía? Biografía, en sentido estricto, es la narración de una vida singular; y, como género científico, cae plenamente dentro del ámbito de la Historia. Pero una vida no existe aislada, como islote perdido en el océano, sino que se hace y desarrolla en comunidad. El individuo está ligado a un lugar, participa de una cultura determinada y cuenta con una patria. Además, cualquiera que sea la época y país en que viva, los sucesos contribuirán a marcar su existencia. De modo que el enfoque biográfico no se limitará, por fuerza, a lo que afecte exclusivamente a la persona en cuestión. El investigador —y en último término el lector— han de tener presentes otras muchas circunstancias culturales y sociales a fin de puntualizar los hechos y situar debidamente la verdad histórica.

Método de investigación. Por lo general, el biógrafo adoptará un sistema de exposición cronológica, analizando la realidad histórica en su raíz, para proseguir luego el curso de sus vicisitudes, de la cuna a la sepultura. El autor, probablemente, comenzará describiendo la familia y el ambiente del hogar, la educación recibida y las anécdotas tempraneras, que hacen entrever por dónde despuntará la personalidad incipiente del biografiado. Pero debe evitar ficciones y fantasías, trabajando conforme a un estricto método de investigación y a unas leyes científicas que se aplican de manera particular a las fuentes. De forma que toda biografía que se precie de objetividad científica representa un serio desafío, porque el biógrafo se verá obligado a emprender la tarea preliminar de búsqueda de documentos y testimonios, para someterlos luego a depuración crítica, si es el caso. (El investigador, por muy estimables que sean las fuentes de que disponga, nunca estará exento de una previa y fatigosa labor, que consiste en seleccionar testimonios, valorar su trascendencia e insertarlos en el cuadro histórico).

Abundancia de fuentes. Cuando tiempo atrás creí haber cumplido con la grave tarea de recogida de testimonios y otras fuentes históricas, y me apliqué a trazar una posible estructura del libro, mi sorpresa fue grande. El material esencial, del que no era posible ni justo prescindir, resultaba tan sobradamente abundante que desbordaba un ambicioso programa biográfico. Era preciso reducirlo y concentrarse en la persona del Fundador, sin derramar la atención en acontecimientos secundarios. Así, los aspectos del Opus Dei que están íntimamente vinculados con su misión personal van expuestos como corresponde. En cambio, otros temas, en sí importantes, como la génesis de la espiritualidad del Opus Dei, la expansión de su mensaje por los cinco continentes, la descripción del panorama cultural y social en que se desenvuelve el Fundador, etc., etc., van tratados de manera sucinta; porque todo ello será, sin duda, materia de futuros estudios. Teniendo todo esto en cuenta, me he ceñido estrechamente al asunto biográfico, de forma que el relato no se salga de madre. Paralelamente, como muestran las notas, me he sujetado al rigor documental y a las demás exigencias críticas que sostienen la veracidad histórica.

La visión objetiva de la realidad histórica. En esta labor de investigación, de que venimos hablando, es muy de agradecer una cualidad que se da en la persona y escritos del Fundador. Me refiero a la visión objetiva de los hechos. Don Josemaría poseía en muy alto grado el don intelectual de medir con justeza y acierto la realidad histórica. Siempre estaba en disposición alerta para considerar las cosas y las situaciones a la luz de los designios divinos, prescindiendo de gustos e inclinaciones personales, y desprendido de intereses egoístas. Cara a Dios, la estela de su vida es recta, sencilla y profunda. Puede resumirse diciendo que se entregó en cuerpo y alma a cumplir los planes divinos sobre el Opus Dei. El 2 de octubre de 1928, tras diez años de espera, barruntando algo que estaba por venir, Dios le introdujo de la mano en la Historia. Aquel joven sacerdote recibió la misión de hacer el Opus Dei; y se le concedió el correspondiente carisma. A partir de esa fecha, Dios y Josemaría—Josemaría de la mano de Dios— correrán juntos una larga y estupenda aventura.

Las dos caras de la biografía. He aquí, pues, el tema sustancial de que se ocupa la presente biografía: seguir paso a paso la gestación del Opus Dei, hasta que el hombre elegido para realizar esta colosal empresa ponga punto final a su obra. En ello empleó don Josemaría toda su existencia. Lo cual vale tanto como afirmar que el carisma recibido actuó, durante todos esos años, dentro de su alma; identificando su persona con el Opus Dei. Haciéndose, él mismo, Opus Dei. Esta es la otra cara de la biografía.

Lógica divina y lógica humana. Dios, como un Padre hace con su hijo, enseñó a Josemaría la «lógica divina» , a veces tan desconcertante y lejos de la «lógica humana» , porque ésta juzga y obra según criterios terrenales. Los juicios de Dios, por el contrario, reposan amorosamente en el sentido de la filiación divina; en la Cruz, signo gozoso de la victoria de Cristo; en el poder ilimitado de la oración, en la oculta fecundidad de las contradicciones... Aquella visión objetiva de la realidad histórica que poseía el Fundador, antes mencionada, es algo más que pura perspicacia clarividente; es el don de penetrar la esencia de la historia, sabiamente gobernada por la Providencia. A las realidades religiosas, a los hechos sobrenaturales aplicó categorías propias de la lógica divina, de acuerdo con su misión, divina y universal, dentro de la Iglesia.

La talla del Fundador. Para apreciar debidamente la grandeza de su persona es preciso acompañarle conforme fue adquiriendo madurez espiritual. Ese itinerario de crecimiento interior es a la vez fuente de amor y via crucis de sufrimiento, por una progresiva identificación con Cristo. No se requieren, pues, loas hagiográficas, porque su santidad es patente y se yergue, de modo impresionante, a nuestra vista.

A poco de recibir su misión divina don Josemaría se comparaba a un pobre pajarillo de vuelo corto. Lo arrebata un águila; y entre sus garras poderosas, el pajarillo sube, sube muy alto, por encima de las montañas de tierra y de los picos de nieve, por encima de las nubes blancas y azules y rosas, más arriba aún, hasta mirar de frente al sol... Y entonces el águila, soltando al pajarito, le dice: anda, ¡vuela!... 1

En las páginas de este libro pretendemos también proyectar la visión del itinerario místico de un alma.

Padre de una gran familia. Dios ha suscitado un hombre, en el mundo de nuestro tiempo, para bien de la Iglesia y de las almas. Don divino que hay que agradecer; primeramente, a Dios; y, en parte, a don Josemaría, pues tomó dócilmente sobre sí el secundar los designios de Dios. No volvió las espaldas al mundo. Se interesó por su marcha y progreso. Puso audacia y optimismo en sus afanes apostólicos. Proclamó que la santidad no es tan sólo para unos cuantos privilegiados. Abrió, en fin, con su mensaje los caminos divinos de la tierra . Caminos de santificación para todos los que, en medio del mundo, se identifican con Cristo, trabajando por amor a Dios y a los demás hombres.

En la misión del Fundador va también el carisma de su paternidad: Padre y Pastor de una porción del pueblo de Dios. Ya en vida tuvo, como los antiguos patriarcas, larga descendencia espiritual. El 17 de mayo de 1992, día en que la Iglesia declaró oficialmente su subida a los altares, una inmensa multitud de hijos de su espíritu—gentes de todas las razas y condición de vida— llenaban apretadamente la plaza de San Pedro en Roma.

* * *

Agradezco la valiosa ayuda recibida de monseñor Álvaro del Portillo, Obispo Prelado que fue del Opus Dei; de su sucesor monseñor Javier Echevarría, Obispo Prelado actual; y de quienes han tenido a bien comprobar la exactitud de algún dato de este libro.

Finalmente he de confesar que, llevado del laudable deseo de no dejar cabos sueltos en esta historia, por mínimos que parezcan, sigo revisando a fondo los otros dos volúmenes. Verán la luz en su día, querido lector, que no por mucho madrugar amanece más temprano.


ANDRÉS VÁZQUEZ DE PRADA


1 Apuntes, n. 244.

4. Desventuras de un hogar

Se desplazó a Huesca, capital de la provincia, para hacer el examen de ingreso en el bachillerato el 11 de junio de 1912 100.

Al regresar de Huesca se encontró enferma a su hermana Lolita. Había cumplido la niña cinco primaveras. Era la más pequeña de la casa, porque otra de las hermanas, Rosario, había muerto dos años antes, el 11 de julio de 1910, cuando contaba sólo nueve meses. Y, en la víspera del segundo aniversario de la muerte de su hermana, Lolita se marchó a hacerle compañía 101. De manera que en la casa se hizo ahora un triste hueco. Josemaría quedó entre sus dos hermanas: Carmen, la mayor, y Chon (Asunción). Los padres aceptaron serenamente la desgracia, sin rebeldías ni desplantes contra Dios. La mortandad infantil era alta en aquellas épocas, pero no por eso menos dolorosa para las familias.

Como solían hacer todos los veranos, los Escrivá se fueron a descansar a Fonz, pueblo cercano, a la otra margen del río Cinca, como a tres leguas y pico de Barbastro. Plantado encima de un collado, la iglesia arriba y el caserío desparramándose por la ladera, tenía el pueblo algún que otro viejo escudo en casas de rancio sabor solariego. Allí vivía la abuela Constancia con dos de sus hijos, Josefa y mosén Teodoro. La aparición de su tercer hijo, acompañado de la nuera y los nietos de Barbastro, era siempre motivo de alegría.

En aquellas jornadas estivales la curiosidad infantil de Josemaría, nunca del todo satisfecha, se extasiaba ante la naturaleza. Absorbía paisajes y escenas llenas de color y movimiento, mientras relegaba a la memoria el proceso íntimo de esas sorpresas diarias. Después, pasados los años, a la hora de sacar enseñanzas sobre vida interior, los recuerdos fluirán cálidos y nítidos:

He gozado, en mis temporadas de verano, cuando era chico, viendo hacer el pan. Entonces no pretendía sacar consecuencias sobrenaturales: me interesaba porque las sirvientas me traían un gallo, hecho con aquella masa. Ahora recuerdo con alegría toda la ceremonia: era un verdadero rito preparar bien la levadura —una pella de pasta fermentada, proveniente de la hornada anterior—, que se agregaba al agua y a la harina cernida. Hecha la mezcla y amasada, la cubrían con una manta y, así abrigada, la dejaban reposar hasta que se hinchaba a no poder más. Luego, metida a trozos en el horno, salía aquel pan bueno, lleno de ojos, maravilloso. Porque la levadura estaba bien conservada y preparada, se dejaba deshacer —desaparecer— en medio de aquella cantidad, de aquella muchedumbre, que le debía la calidad y la importancia.
Que se llene de alegría nuestro corazón pensando en ser eso: levadura que hace fermentar la masa 102.

Hacía excursiones a la montaña, a la sierra de Buñero, en cuyas estribaciones se encuentra Fonz; o más arriba aún, por los valles que subían hacia el Pirineo:

Se quedaron muy grabadas en mi cabeza de niño aquellas señales que, en las montañas de mi tierra, colocaban a los bordes de los caminos; me llamaron la atención unos palos altos, ordinariamente pintados de rojo. Me explicaron entonces que, cuando cae la nieve, y cubre senderos, sementeras y pastos, bosques, peñas y barrancos, esas estacas sobresalen como un punto de referencia seguro, para que todo el mundo sepa siempre por dónde va la ruta.

En la vida interior, sucede algo parecido. Hay primaveras y veranos, pero también llegan los inviernos, días sin sol, y noches huérfanas de luna. No podemos permitir que el trato con Jesucristo dependa de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter 103.

A los sucesos cotidianos, a las faenas caseras o campesinas, a las costumbres del pueblo, sobreañadiría después “consecuencias sobrenaturales” . En su manera de retener poéticamente la vida diaria reviven dulzuras o sufrimientos espirituales:

Yo recuerdo que, en la tierra mía, cuando llegaba la temporada de la siega, y no existían aún estas modernas máquinas agrícolas, cargaban con esfuerzo a lomos de mulo o de pobres borriquitos las gavillas de mies. Y llegaba un momento en la jornada, al mediodía, en que acudían las mujeres, las hijas, las hermanas..., tocada graciosamente la cabeza con un pañuelo para que el sol no quemara su piel, más delicada que la de los hombres, y llevaban vino fresco... Aquella bebida refocilaba a los hombres ya cansados, les animaba, les fortalecía... Así te veo, Madre bendita, que, cuando luchamos por servir a Dios, vienes a animarnos a lo largo de esta jornada... A través de tus manos, nos llegan todas las gracias 104.

En fin, en sus parábolas y comentarios evangélicos se captan imágenes en que se conservan, frescos, lejanos recuerdos de la infancia:

Recuerdo haber visto, de niño, a los pastores envueltos en sus zamarras de piel, en los días crudos del invierno del Pirineo, cuando la nieve todo lo cubre, bajar por las cañadas de esa tierra mía, con aquellos perros fidelísimos y aquel borrico cargado con todos los enseres, que culminaban en unos calderos, donde preparaban la comida para ellos, y los potingues, que ponían sobre las heridas de sus ovejas.

Si alguna se había descalabrado —como dicen allí—, si alguna se había roto una pata, se reproducía la vieja estampa: la llevaban sobre sus hombros. También he visto cómo el pastor —pastores toscos, que parece que no reúnen condiciones para la ternura— lleva entre sus brazos amorosamente un cordero recién nacido 105.

De esa atenta observación de cosas y personas extrajo todo tipo de lecciones: la aparente necedad de sembrar una semilla, que se entierra y se pierde a la vista; la labor constante, imprescindible, del borrico que da vueltas y más vueltas a la noria; o la deuda espiritual que contrajo con su abuela Constancia. Viéndola de continuo con el rosario en las manos llegó más fácilmente a entender que todos nuestros esfuerzos han de basarse en la oración incesante 106.

* * *

Ese otoño de 1912 comenzó Josemaría sus estudios de bachiller. El horario oficial de las clases era de nueve a doce; y, por la tarde, de dos a cinco. Pero por las mañanas entraban una hora antes, para asistir a misa en la iglesia del colegio. Vestían los colegiales un abrigo de color azul marino con botones de metal, y llevaban una gorra con visera de charol.

El programa del primer año del bachillerato comprendía Lengua Castellana, Geografía, Nociones de Aritmética y Geometría, y Religión. Cuando llegó la hora de examinarse en el Instituto de Lérida, las calificaciones que obtuvo fueron excepcionales 107.

Maduró el carácter del muchacho, que iba haciéndose menos hablador y más reflexivo. Todo parece indicar que fue durante ese curso de 1912-1913, luego de haber perdido a sus dos hermanitas, cuando tuvo un gesto sorprendente. Una tarde estaban sus hermanas —Carmen y Chon— en la leonera, entretenidas con otras amigas. Jugaban a hacer castillos con las cartas de una baraja.

«Terminamos uno —refiere la baronesa de Valdeolivos—, y Josemaría con la mano nos lo tiró. Nos quedamos medio llorando.

—¿Por qué haces eso, Josemaría?

Y muy serio nos contestó: Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira» 108.

Posiblemente, pensamientos largo tiempo reprimidos reventaron, al fin, con violencia. Despuntó así una nueva luz en su mente: Dios es dueño de las almas y dispone de ellas al margen de nuestros proyectos personales.

Al acabar el verano Chon cayó gravemente enferma. Tenía ocho años. Uno de esos días en que se esperaba el desenlace de la enfermedad, «jugando conmigo y otros niños —habla de nuevo la baronesa de Valdeolivos—, nos dijo:

—Voy a ver cómo está mi hermana.

Preguntó por ella y su madre le contestó: “Asunción ya está bien, ya está en el cielo” » 109.

Era el 6 de octubre de 1913. No querían los padres que Carmen y Josemaría entrasen en la alcoba donde se velaba a la pequeña Chon, amortajada. En un descuido consiguió entrar el muchacho para rezar y despedirse de su hermanita. Por primera vez veía Josemaría un cadáver 110.

Mucho reflexionó sobre todo ello: la inocencia de las niñas; su desaparición escalonada de menor a mayor; la inquietante cercanía de las tres muertes. Revolvió largamente en su imaginación los pormenores del caso. De seguir el curso natural de las muertes, tras la reciente partida de Chon, él sería el próximo en morir. Y no se recataba de manifestarlo abiertamente: — El año próximo me toca a mí, decía 111. Entonces, doña Dolores, para darle sosiego, le recordaba cómo la Virgen le había librado de pequeño y cómo le llevaron en peregrinación a Torreciudad. — «No te preocupes, que yo te he ofrecido a la Virgen y Ella cuidará de ti» , terminaba asegurándole. Josemaría cesó de repetir lo de su próxima muerte, por la confianza que le inspiraban las palabras de su madre y por el sufrimiento que le causaba con tan funestos presagios. El año académico de 1913-1914 fue un sedante para su alma, una breve pausa ante las tribulaciones que se avecinaban. Se metió de lleno en los estudios.

Los escolapios eran muy piadosos y bien preparados. Josemaría sintió por ellos un sincero afecto. Admiraba su paciencia. Y, lo mismo que conservó en sus oídos la musiquilla al recitar el silabario o las plegarias en el parvulario de las monjas, de aquel curso 1913-1914 le quedó bien grabada la tonadilla del qui—quae—quod latino 112. Su asignatura preferida, sin embargo, eran las Matemáticas, en las que obtuvo Premio todos los años. La exactitud, la disciplina mental, la lógica de las deducciones, el modo de razonar, ordenado y preciso, le atraían. Se llevaba bien con el profesor. Era el mejor alumno de la clase. Pero el maestro no contaba con la fogosidad de carácter del muchacho, que estallaba impetuosamente ante la más leve injusticia. Un día le sacó a la pizarra para preguntarle sobre materias anteriormente explicadas, aunque la pregunta que le hizo no era de las ya tratadas en clase. Insistió el profesor. Se indignó el alumno y, arrojando violentamente contra la pizarra el borrador, se dio media vuelta y, de camino para su banco, protestaba en voz alta: Esa pregunta no la ha explicado 113.

No acabó ahí la historia. Porque algunos días después , —refiere— iba yo con mi padre, por la calle, y vino a nuestro encuentro ese mismo fraile. Pensé: ¡adiós!, ahora se lo cuenta a mi padre... Efectivamente, se detuvo, le comentó una cosa amable... y se despidió sin decir nada. Le quedé tan agradecido por su silencio, que todos los días rezo por él 114.

A final de curso se desplazó a Lérida con sus compañeros de colegio para presentarse a examen en el Instituto. En esas circunstancias, lejos del colegio, sin vigilancia, no era raro que surgiesen entre sus condiscípulos conversaciones inconvenientes. Josemaría procuraba atajarlas, o se apartaba a rezar el rosario en reparación. Más de una noche le cogió el sueño repasando las cuentas del rosario 115.

El resultado de los exámenes fue brillante. “Juventud” , el semanario de Barbastro, se hizo eco de las notas obtenidas por Josemaría 116.

* * *

Considerada a bulto, la ruina económica de los Escrivá aparece como una nueva desdicha en la serie ininterrumpida de desgracias familiares. «En unos pocos años —resume una persona que presenció los hechos—, pasarían de una situación económica desahogada a la quiebra del negocio que les sostenía. Y en aquellos mismos años irían falleciendo, una tras otra, las tres niñas que habían nacido después de Josemaría» 117.

Posteriormente, descubriría éste la clave sobrenatural y el significado íntimo de aquellos sucesos, que caían, espesos como un aguacero, sobre toda la familia:

Yo he hecho sufrir siempre mucho a los que tenía alrededor. No he provocado catástrofes, pero el Señor, para darme a mí, que era el clavo —perdón, Señor—, daba una en el clavo y ciento en la herradura. Y vi a mi padre como la personificación de Job. Perdieron tres hijas, una detrás de otra, en años consecutivos, y se quedaron sin fortuna. Yo sentí el zarpazo de mis pequeños colegas; porque los niños no tienen corazón o no tienen cabeza, o quizá carecen de cabeza y de corazón... 118.

Carmen y su hermano no se enteraron de la crisis en que se hallaba el negocio del padre hasta que don José y doña Dolores se lo dieron a entender. El matrimonio no quería hacer partícipes a los hijos, de golpe y porrazo, en sus sufrimientos. Les retrasaron la noticia por un tiempo; corto, porque fue imposible ocultar la inminente ruina del negocio de don José. Todo se desarrolló en el breve trecho entre dos otoños: el de 1913, en que muere Chon, y las semanas finales de 1914, en que se produce definitivamente la quiebra de “Juncosa y Escrivá” .

Durante ese año sobrevino, en toda la región, una recesión económica que causó cierres y liquidaciones de muchas empresas mercantiles, como le sucedió a Mauricio Albás, uno de los hermanos de doña Dolores. Pero el caso de la quiebra de “Juncosa y Escrivá” fue diferente 119.

Primero hubo incumplimiento de compromisos por parte de Jerónimo Mur, antiguo socio de don José, que «sufrió un gran quebranto económico, debido, según he oído a mis padres —explica Martín Sambeat—, a que el socio del comercio no se portó como buen socio» . Y, haciéndose eco de los rumores que circulaban por Barbastro, Adriana Corrales refiere que «los amigos consideraban que era la última consecuencia de una mala pasada hecha a aquel hombre bueno que era don José Escrivá» 120.

En pocos meses las adversidades fueron desmantelando lo que de superfluo bienestar pudiera existir en el hogar de Josemaría. El proceso era visible y precipitado. Las amigas de Carmen lo describen. Al principio, dice una de ellas, «tuvieron que desprenderse de muchas cosas» 121. A poco de morir Chon despidieron a la niñera. Luego tuvieron que prescindir de la cocinera, y más tarde de la doncella de servicio. Carmen ayudaba a la madre en las tareas domésticas; y se acomodaron a las estrecheces sin una queja. Comparados con los sufrimientos morales y las humillaciones que tenían que soportar, los inconvenientes de la pobreza material representaban muy poca cosa. Explicó el matrimonio a sus hijos cómo era preciso aceptar con gozo la nueva situación económica, permitida por el Señor. Y un día, teniendo reunida a toda la familia, don José les mostró cómo debían comportarse ante la pobreza:

«Debemos ver todo con sentido de responsabilidad, porque no hay que alargar el brazo más que la manga y, por otra parte, hay que llevar con decoro esta pobreza, aunque sea humillante, viviéndola sin que la noten los extraños y sin darla a conocer» 122.

Lo sorprendente del caso no consistía en la entereza mostrada por don José, ni en el espíritu de sacrificio de los Escrivá para encajar serenamente un revés de fortuna. A fin de cuentas, la quiebra del negocio venía, en parte, impuesta, por las circunstancias y por la crisis general económica del país. Lo que realmente asombró a parientes y extraños fue la heroica decisión tomada por don José, quien, perdido el negocio —nos dice el hijo—, había podido quedar en una posición brillante para aquellos tiempos, si no hubiera sido un cristiano y un caballero 123.

Esa cristiana caballerosidad se fundaba en que perdonó, desde un primer momento y con la mejor voluntad, a los causantes de la ruina. Rezó por ellos y no sacó el tema a relucir, para evitar que naciese rencor en la familia contra esas personas. Además, una vez decretada la quiebra por sentencia judicial, y como el patrimonio social resultaba insuficiente para compensar a los acreedores, consultó sobre si existía obligación, en justicia estricta, de resarcirlos con sus bienes particulares. Claramente le contestaron que no estaba moralmente obligado a ello 124. A pesar de lo cual el caballero se acogió a su personal entendimiento de la justicia; y «liquidó todo lo que tenía para pagar a los acreedores» 125.

Dispuso, pues, de sus bienes. Vendió la casa. Satisfizo todas sus deudas, y quedó arruinado. Pero no hasta el extremo de no tener qué comer o no tener dónde caerse muerto; expresiones que los amigos de Josemaría oirían en sus casas, tomando al pie de la letra su sentido, como indica una anécdota que relata la baronesa de Valdeolivos: —«Recuerdo frases que oía, y que se me quedaban grabadas, por eso me extrañó ver una tarde a Josemaría merendando pan con jamón. Le dije a mi madre:

— Mamá, ¿por qué dicen que los Escrivá están tan mal? Josemaría ha merendado hoy muy bien.

Mi madre me hizo ver que, efectivamente, tan mal, tan mal como para no poder merendar no estaban...» 126.

Enseguida surgieron incomprensiones y críticas por parte de algunos parientes de doña Dolores, que consideraban una ingenuidad el comportamiento de su marido. ¿A qué venía ese rasgo romántico y liberal de desprenderse de unos bienes que necesitaba la familia?

Josemaría, comenta Pascual Albás, «tuvo que sufrir bastante, pues su familia pasó por trances difíciles y dolorosos; algunos de los tíos se distanciaron a fin de no tener que ayudarles» 127. Uno de estos era don Carlos Albás, hermano de doña Dolores, que propalaba la conducta de su cuñado como una gran necedad: «Pepe ha sido un tonto —decía—, podía haber conservado una buena posición económica y, por el contrario, se ha reducido a la miseria» 128.

Las desdichas, sin embargo, unieron más estrechamente a los Escrivá. Hijos y esposa se sentían orgullosos de la noble decisión tomada por el cabeza de familia. Tan cristiano proceder suscitaba en Josemaría sentimientos de admiración, que le harían exclamar, a muchos años de distancia:

Tengo un orgullo santo: amo a mi padre con toda mi alma, y creo que tiene un cielo muy alto porque supo llevar toda la humillación que supone quedarse en la calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana 129.

Por otro lado, sentía una fuerte rebelión interior, por lo dura que resultaba la prueba y por las dolorosas humillaciones que le salieron al paso. De manera que, más adelante, pediría perdón al Señor, confesando su resistencia a aceptar la situación del hogar : me rebelaba ante la situación de entonces. Me sentía humillado. Pido perdón 130.

Consideró y reconsideró los designios de la Providencia, que echaba por tierra los proyectos de los hombres y que, sin miramientos, enviaba la ruina económica, y otros pesares, a los fieles cristianos. Solamente la fe viva y ejemplar de los padres mantuvo al hijo por encima de las contradicciones.

* * *

Durante 1914, meses antes de que se dictase la sentencia de quiebra, andaba preocupado don José con el futuro de la familia. La condición económica de los Escrivá había descendido a límites incompatibles con su antigua condición social y, aunque de puertas adentro estaban preparados a vivir en la estrechez, las circunstancias les impedían continuar como antes. Barbastro era una pequeña ciudad en la que difícilmente se podría rehacer un negocio a raíz de la quiebra. Don José no contaba con ahorros o fortuna que le avalara. El convivir con la incomprensión, o el darse de cara con quienes habían abusado de su confianza llevándoles a la ruina, era cosa muy dura para su dignidad de caballero. De forma que, después de consultar el caso con su mujer, trató de abrir nuevos horizontes a la familia, pensando principalmente en el futuro de los hijos 131.

No le fue difícil conseguir trabajo en otro lugar. Tenía muchos amigos y conocidos entre los comerciantes del ramo textil. Además, la honradez de don José era de dominio público; y la pérdida de sus bienes, resultado de una encomiable generosidad. Por lo que pronto se puso de acuerdo con el propietario de un negocio de tejidos en Logroño, don Antonio Garrigosa y Borrell. El puesto que éste le ofreció, aun siendo de confianza en cuanto a la gestión de la empresa y relaciones con la clientela, estaba muy lejos de la condición de socio 132. En los primeros meses de 1915 don José se fue a trabajar a Logroño.

Por primera vez vivieron separados los padres. Doña Dolores se quedaría en Barbastro con los hijos, hasta que éstos acabasen el curso en los colegios. El infortunio económico había dejado marca implacable en aquella sufrida mujer: «Yo recuerdo muy bien a dofia Lola en los ultimos tiempos que estuvo en Barbastro, ya sin servicio, hacienda trabajos domesticos -cuenta Adriana Corra­ les-: Ia veo planchando, sentada en una sillita baja. Nosotras creiamos entonces que no estaba bien de salud y que tenia mal el corazón» 133.

El mal que padecfa dofia Dolores nada tenia que ver con una enfermedad cardiaca.


Capítulo 2

6. Sacerdocio y carrera eclesiástica

Los testimonios, precisos y concisos, de los compañeros de seminario sobre Josemaría resultan concordes. «Era muy cuidadoso en su porte exterior —dice de él Amadeo Blanco—: vestía una chaqueta azul, el cuello alto y sujetaba la camisa con un lazo» . Lo mismo refiere Luis Alonso: «vestía siempre muy elegante, con traje completo y oscuro, muy bien cortado» 109.

En cuanto a su carácter, según recuerda Pedro B. Larios: se mostraba «muy abierto y comunicativo, simpático, divertido, alegre y muy agradable» . «Lo que más llamaba la atención —observa

Amadeo Blanco— era su sonrisa abierta y amable: era un reflejo de su alegría interior» 110. Y, tocando otro aspecto de su personalidad, refiere Máximo Rubio que «era un hombre de carácter, de temperamento fuerte» , y que «influyó muchísimo en la piedad y espiritualidad de los seminaristas» 111.

Estos recuerdos adquieren relieve al contrastarse con la opinión que los Superiores del seminario tenían, por aquel tiempo, del alumno y de su comportamiento. Opinión expresada, con laconismo, en un breve informe del Rector, don Valeriano-Cruz Ordóñez: «El exponente procede del bachillerato del Instituto y es bachiller en Artes, es muchacho de muy buena disposición y de muy buen espíritu» 112. Josemaría se confesaba probablemente con el Director de Disciplina, don Gregorio Fernández Anguiano, al que siempre recordará como aquel sacerdote santo 113. Don Gregorio, además de piadoso, era hombre de sorprendentes dotes de mando. En 1921 se le nombró Vicerrector del seminario y, en breve, con mano firme, se puso a cultivar las almas de los seminaristas, que durante largo período habían estado en barbecho, por lo que se refiere a la dirección espiritual.

Dentro del seminario la disciplina era muy vigilada. Los externos, en cambio, vivían una existencia un poco diferente. Los fines de semana tenían tiempo libre para sus amigos y aficiones.

Llevaba Josemaría una intensa vida de piedad. Algún compañero recuerda «haberlo visto, durante los ratos de paseo, con el rosario en la mano» 114. Era también frecuente que, al salir por las tardes del seminario, se fuera a La Redonda, a acompañar al Santísimo 115. Su vida de piedad, nada sensiblera, era fruto de la inquietud divina que le consumía, impulsándole a arrastrar apostólicamente a sus compañeros. De forma que «su modo de pensar y obrar tuvo también peso sobre los mismos seminaristas» , por la fuerza del ejemplo 116.

Los días laborables se dedicaba al estudio. Y llenaba los domingos con la catequesis a los niños, por la mañana, y los paseos en familia por la tarde, rehuyendo toda ocasión de acompañar o conversar a solas con las amigas de Carmen. «A pesar de nuestro trato — dice Paula Royo, cuyos padres salían de paseo con los Escrivá —, yo no llegué a tener amistad con Josemaría» 117. Máximo Rubio, condiscípulo, refiriéndose, en concreto, a los años del seminario, da a entender el exquisito cuidado que ponía en proteger la pureza de sus sentimientos: «todos tenían un alto concepto de él en esta materia de pureza. Y yo también lo tenía» 118. Pero su cultivada delicadeza no estaba reñida con el sentido común. De ello es prueba una anécdota que nada tiene de gazmoña.

Las instituciones castrenses en Logroño eran tan abundantes como las eclesiásticas. Conventos y cuarteles daban una nota severa de reglamentación a la ciudad, que contaba con dos Regimientos de Infantería: “Bailén” , nº 24, y “Cantabria” , nº 39; un Regimiento Montado de Artillería, nº 13; Hospital Militar y Factorías Militares. Junto a estas comunidades de la Patria y de la Iglesia, a una manzana de “La Gran Ciudad de Londres” , en la calle del Mercado, estaba la Fábrica de Tabacos. Empresa en la que trabajaba una abigarrada tropa de cigarreras.

En la Redonda o en la iglesia de Santiago el Real, Josemaría veía, entre los fieles devotos, gente con cara o aspecto familiar, reconociendo a cigarreras de la Fábrica de Tabacos o a militares de los regimientos. Aquellos oficiales, que ya peinaban canas, y aquellas cigarreras, que habían perdido el garbo de su Juventud, trasportaban imaginativamente al muchacho a la otra vertiente de la vida. Veía a militares y cigarreras en la cuesta de la caducidad, borrando con el arrepentimiento frivolidades y desvaríos viejos. Y, posiblemente, de las reflexiones de esa época arranque la devoción que siempre tuvo por María Magdalena, la santa penitente, ejemplo del amor contrito:

— Cuando sentía los barruntos de la Obra, pero todavía no sabía con claridad qué es lo que el Señor quería de mí, comencé a asistir a la Santa Misa diariamente. Pronto me di cuenta que, a la iglesia que frecuentaba, acudían bastantes cigarreras ya entradas en años y militares con bigotes blancos. Se adivinaba que, unos y otras, estaban reparando sus pecados de Juventud. Aquellas cigarreras y aquellos coroneles arrepentidos me recordaban a María Magdalena 119.

La buena presencia de Josemaría y sus cualidades —educación, alegría e inteligencia— le daban indiscutible prestigio ante los seminaristas. Fuera del seminario, por el contrario, se habían vuelto las tornas. En sus idas y venidas el joven seminarista se tropezaba a veces con antiguos compañeros de estudios. Cambiaban un saludo, un gesto jovial. En otras ocasiones se encontraba con una provocadora mirada de ironía o desdén, que se le quedaba dolorosamente ahincada en el alma:

Yo recuerdo con qué cara de lástima —y como mirándome por encima del hombro— se fijaban en mí los compañeros de Instituto, cuando, al terminar el bachillerato, comencé la carrera eclesiástica 120.

Esta simple observación —dolorosa para el seminarista— refleja la situación social del estamento eclesiástico e, indirectamente, de la Iglesia en España a principios del siglo XX. Aquellas miradas irónicas de los condiscípulos del Instituto no provenían, evidentemente, de una particular enemistad. Expresaban, más bien, junto con un ligero toque de anticlericalismo, el desprecio de la burguesía liberal por el “seminarista” . Raro era encontrar entonces en los seminarios estudiantes con título de bachiller. Más raros aún los sacerdotes con carrera civil. Los hijos de familias con prestigio intelectual, social o económico, si acaso sentían una llamada vocacional, preferían ingresar en alguna Orden religiosa o Instituto de mayor distinción 121. En tal contexto se explica que gran parte del clero secular sintiera una latente e injusta humillación por parte de ciertas capas de la sociedad, que aireaban, a la par que el descreimiento religioso, el fatuo prestigio de unos saberes civiles. Para muchos, ingresar en un seminario equivalía, humanamente hablando, a sacrificar futuras posiciones de bienestar material. Porque era de pensar que pararían en curas de pueblo, párrocos en una ciudad, capellanes de convento o curas castrenses. Acaso llegaran a obtener una canonjía, una cátedra u otras prebendas, por su mayor capacidad intelectual o por otras dotes personales. En el caso de Josemaría, la incorporación al seminario suponía la renuncia a una carrera de superior nivel social y económico, como prometían los estudios de Arquitectura y Derecho. Bien patente estaba a sus ojos la perspectiva eclesiástica cuando, una vez ordenado, se incorporara al engranaje de la vida:

Salían de allí para seguir su carrera... Se comportaban bien y procuraban ir de una parroquia a otra mejor. El que estaba preparado, hacía oposiciones a una canonjía. Cuando pasaba el tiempo, los metían en el Cabildo, de donde procedían los elementos necesarios para ayudar en el gobierno de la diócesis, para la formación del clero en el Seminario... 122.

Para algunos clérigos, en fin, ser sacerdote significaba algo así como una ocupación administrativa. Idea que Josemaría no compartía, en absoluto. El joven seminarista no se sentía llamado a una carrera así:

Aquello no era lo que Dios me pedía, y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, el cura que dicen en España. Y tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así 123.

Si Josemaría decidió hacerse sacerdote fue porque juzgaba que, de esa manera, tendría mayor facilidad para realizar el oculto designio de Dios, presintiendo también que ése era el camino adecuado para conocer su Voluntad 124.
No fue el ejemplo familiar —el hecho de que tanto por parte de don José como de doña Dolores tuviese varios tíos eclesiásticos— lo que le llevó al sacerdocio. Bien claramente nos lo dice:

Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, ni en dedicarme a Dios. No se me había presentado ese problema, porque creía que no era para mí. Más aún: me molestaba el pensamiento de poder llegar al sacerdocio algún día, de tal manera que me sentía anticlerical. Amaba mucho a los sacerdotes, porque la formación que recibí en mi casa era profundamente religiosa; me habían enseñado a respetar, a venerar el sacerdocio. Pero no para mí: para otros 125.

De la “inquietud divina” , del desasosiego interior, había pasado Josemaría a la certeza de que el Señor “le quería para algo” . Barruntaba el Amor; y, conforme a ese amor, se entregaba, arrastrando en sacrificio todas las apetencias humanas encerradas en el corazón. Por su modo de reaccionar, por la prontitud y alegría con que decidió hacerse sacerdote, probablemente no consideró aquella entrega un sacrificio sino una alegre donación de todo su ser.

Su ut videam! era una súplica de enamorado impaciente, un querer saber más para dar todo lo que se le exigiera, una petición de luces para encaminarse rectamente al cumplimiento de la Voluntad de Dios. Su vocación al sacerdocio la entendía como parte integral de otra llamada, de momento fuera del alcance de su vista. Se hallaba, pues, no en el límite, en la meta, sino en los comienzos del camino por el que presentía la voluntad de Dios. Así se abrió entonces en su vida la etapa de los “barruntos” , como él mismo cuenta: Barruntos, los tuve desde los comienzos de 1918. Después seguía viendo, pero sin precisar qué es lo que quería el Señor: veía que el Señor quería algo de mí. Yo pedía, y seguía pidiendo 126.

Josemaría, enemigo de mediocridades, había puesto toda su alma en disposición de recibir la plenitud específica de su vocación al sacerdocio, que concebía como un ideal de amor. De manera que, así como algunos condiscípulos no entendían su marcha al seminario, tampoco debe extrañarnos que algunos seminaristas se asombrasen, más adelante, de su indiferencia por todo lo que significaba “hacer carrera” . Su alto aprecio por el sacerdocio nunca perdió lozanía, como lo evidencia una anécdota de 1930:

Hace pocos días — escribe— una persona, indiscretamente, me preguntó, desde luego sin que se le diera pie para ello, si los que seguimos la carrera sacerdotal tenemos retiro, al llegar a viejos... Me indigné. Como no le contestara, insistió el importuno. Entonces se me ocurrió la contestación, que, a mi juicio, no tiene vuelta de hoja: —El sacerdocio —le dije— no es una carrera, ¡es un apostolado! —Así lo siento. Y he querido ponerlo en estas notas, para que, con la ayuda del Señor, jamás se me olvide la diferencia indicada 127.

Volviendo pasos atrás en esta historia, se comprende mejor la reacción de don José, que, conociendo al muchacho y sus ardores juveniles, le aconsejaba prudencia y reflexión: hijo mío, piénsalo bien —le decía—. Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré 128.

La noticia, dada así, de sopetón, con los cambios y reajustes que obligaba a hacer en el hogar y, sobre todo, percibir el ideal deslumbrante de que parecía infundido el hijo, arrancaron a don José dos emotivas lágrimas. También él tuvo que vencerse interiormente y tomar una decisión: yo no me opondré . Tal vez pensara en los heroicos sacrificios que la perseverancia en ese camino de santidad demandaría al hijo. De todos modos, el caballero no alcanzó a ver en este mundo la ordenación sacerdotal de Josemaría.

Pasaron los años y el 23 de enero de 1929, en Madrid, junto al lecho de una moribunda con santidad de vida, Josemaría le daba este encargo: ¡Si no he de ser un sacerdote, no bueno, ¡santo!, di a Jesús que me lleve cuanto antes! 129.

* * *

Todo parecía indicar que el sitio más a propósito para estudiar Derecho, tal como había sugerido don José, era Zaragoza. En Zaragoza vivían también algunos hermanos de doña Dolores: Mauricio, casado con la tía Mercedes; Carlos, que era canónigo arcediano de la catedral; y con él, Candelaria, ya viuda, con su hija Manolita Lafuente. En Zaragoza había una Universidad Pontificia y una Universidad Civil. Hasta la distancia y buenas comunicaciones con Logroño parecían señalar a Zaragoza como el lugar más indicado para hacer estudios eclesiásticos y civiles.

La posibilidad y condiciones del traslado de Logroño al seminario de Zaragoza había ido madurando durante 1919, por lo que cuenta la baronesa de Valdeolivos. Su relato tiene por escenario la estancia veraniega de los Escrivá, que habían ido, como otros años, a descansar en Fonz: «Algún verano después, posiblemente en el verano de 1919, vino D. José —padre de Josemaría— a Fonz, a ver a sus hermanos. Traía fotos de sus hijos: de Santiago, que acababa de nacer, de Carmen y de Josemaría. Nos las enseñaba muy orgulloso de sus hijos [...]. Después, señalando a Josemaría dijo pensativo: Este me ha dicho que quiere ser sacerdote, pero a la vez va a estudiar para abogado. Nos costará un poco de sacrificio...» 130. Indudablemente, costear estudios fuera de Logroño era un sacrificio económico que recaía sobre toda la familia. De todos modos, era evidente que el anterior empeño de Josemaría por hacerse arquitecto, en Barcelona o en Madrid, hubiera supuesto un mayor gravamen.

Avanzado el curso, Josemaría manifestó sus intenciones al Rector del seminario. El cual, conociendo las cualidades intelectuales del alumno y su buena disposición vocacional, le prestó su apoyo. Luego, en la primera mitad de junio de 1920, y posiblemente por mediación de su tío Carlos, a quien la madre pediría que se interesase por su sobrino, consiguió del Cardenal Arzobispo de Zaragoza la eventual incardinación en su archidiócesis.

El siguiente paso fue solicitar el exeat para trasladarse de Logroño a Zaragoza, y continuar allí sus estudios eclesiásticos. Elevó, pues, una instancia al Obispo de Calahorra y la Calzada al objeto de obtener la excardinación 131. Petición que se le concede, previo informe favorable del Rector del seminario de Logroño en los términos, ya conocidos, de «muchacho de muy buena disposición y de muy buen espíritu» 132. Con lo cual pasó a depender del Cardenal Arzobispo de Zaragoza, según consta en el “Libro de Decretos Arzobispales” , donde, con fecha de 19-VII-1920, se registra la siguiente entrada: — «Dn. José María Escrivá Albás. — Letras de incardinación en este Arzobispado, a su favor» 133.

Con fecha del 28 de septiembre de 1920 hay otro conciso asiento, en virtud del cual el Cardenal Arzobispo da permiso al alumno para ingresar en el seminario de San Francisco de Paula 134. Comienza así una nueva etapa en la vida del seminarista.


Capítulo 3

8. La primera misa

Dos semanas antes de la muerte del padre, Josemaría había solicitado recibir el diaconado, por sentirse llamado al estado sacerdotal 172. Y, poco después, al tiempo de la defunción de don José, el Secretario de Cámara del arzobispado preparaba la requisitoria para Órdenes, que el Vicario Capitular envió con fecha 5 de diciembre a la diócesis de Calahorra-La Calzada. Tanto el párroco de Logroño, don Hilario Loza, como el presbítero castrense don Daniel Alfaro, y otros testigos, hicieron las declaraciones pertinentes sobre la conducta y buena fama del subdiácono. Cumplimentados los papeles, el 20 de diciembre, don Miguel de los Santos confería a Josemaría el Sagrado Orden del Diaconado en la iglesia de San Carlos 173.

Es muy probable que pasara unos días en Logroño antes de volver al San Carlos a recibir el diaconado, pues Paula Royo recuerda las incidencias que con buen humor le contaba Josemaría sobre la búsqueda de casa en Zaragoza 174. La situación familiar aconsejaba, evidentemente, el traslado. Dentro de unos meses se ordenaría sacerdote, permaneciendo incardinado en Zaragoza; económicamente le era imposible mantener dos casas y, además, se le hacía intolerable estar lejos de los suyos, en las nuevas circunstancias.

La casa que, con carácter provisional, alquiló Josemaría era un tercer piso de una vivienda estrecha y ahogada de la calle Urrea. De allí se trasladaron, semanas más adelante, a un modesto piso de la calle Rufas, nº 11 175.

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