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La terapia familiar
de las psicosis

Entre la destriangulación y la reconfirmación

Por

Juan Luis LINARES

Con la participación de:

Adrián HINOJOSA, Dora ORTIZ, Vicky RANGEL, Vitor SILVA, Jose Antonio SORIANO, UNIDAD DE PSICOTERAPIA y ESCUELA DE TERAPIA FAMILIAR DEL HOSPITAL DE STA. CREU I ST. PAU (Universitat Autònoma de Barcelona)

Y la colaboración de:

J. BUENO ÁLVAREZ; J. M. HIGÓN SANCHO y E. MARTÍNEZ SAPENA

Juan Luis LINARES

La terapia familiar
de las psicosis

Entre la destriangulación y la reconfirmación

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Fundada en 1920

Nuestra Señora del Rosario, 14, bajo

28701 San Sebastián de los Reyes – Madrid - ESPAÑA

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© Juan Luis LINARES


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© EDICIONES MORATA, S. L. (2019)

Nuestra Sra. del Rosario, 14, bajo

28701 San Sebastián de los Reyes (Madrid)

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Derechos reservados

ISBNebook: 978-84-7112-939-0

Compuesto por: M. C. Casco Simancas

Imagen de la cubierta: Equipo TARAMO

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Prólogo. Por Roberto PEREIRA

CAPÍTULO 1. Introducción. Por Juan Luis LINARES

CAPÍTULO 2. Historia de las ideas sistémicas sobre las psicosis. Por Adrián HINOJOSA y Juan Luis LINARES

CAPÍTULO 3. La triangulación desconfirmadora. Por Juan Luis LINARES y Adrián HINOJOSA

CAPÍTULO 4. La personalidad del psicótico. Por Juan Luis LINARES

CAPÍTULO 5. La organización y la mitología familiares del psicótico. Por Juan Luis LINARES

CAPÍTULO 6. La terapia familiar en las psicosis. Por Juan Luis LINARES

CAPÍTULO 7. El abordaje individual en la terapia familiar de las psicosis. Por Dora ORTIZ

CAPÍTULO 8. Grupos terapéuticos con psicóticos: Redes reconfirmadoras. Por Vitor SILVA

CAPÍTULO 9. Manejo sistémico de la medicación en los trastornos psicóticos. Por José A. SORIANO

CAPÍTULO 10. Jesús, María y José. El delirio místico como metáfora relacional. Por Juan Luis LINARES

CAPÍTULO 11. Datos de una investigación. Por Dora ORTIZ, Virginia RANGEL y Juan Luis LINARES

CAPÍTULO 12. El niño invisible y el espejo mágico. Intervención grupal en esquizofrenia. Por J. BUENO ÁLVAREZ, J. M. HIGÓN SANCHO y E. MARTÍNEZ SAPENA

CAPÍTULO 13. Reflexiones finales. Por Juan Luis LINARES

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Por fin llegó. El esperado. Un libro que se ha hecho de rogar toda una vida profesional. Porque su principal autor, Juan Luis Linares, un autor prolífico e indispensable, de referencia en el campo de la Terapia Familiar Sistémica, lleva escribiendo este libro desde su infancia, cuando de la mano de su padre Antonio Linares, eminente psiquiatra malagueño —autor, por cierto, de numerosas traducciones especialmente de psiquiatría alemana publicados en esta editorial— recorría los pasillos del Hospital Psiquiátrico de Málaga, o se formaba como residente en el Instituto Mental de la Santa Cruz de Barcelona. O cuando visitó Trieste en plena efervescencia desinstitucionalizadora, o el MRI de Palo Alto para entender las raíces comunicacionalistas de la esquizofrenia y encontrar al fin la forma de comprender lo que ocurría con las familias de los pacientes que había conocido en el frenopático y que se comportaban de una manera tan compleja y a menudo paradójica.

Ya digo, toda una vida profesional trabajando siempre en un hospital público con los psicóticos y sus familias, desarrollando una comprensión relacional de la esquizofrenia que en este libro se recoge, explica, y desmenuza, con el acompañamiento de un puñado de magníficos colegas que de forma magistral le ayudan en el esfuerzo de hacer compresible un fenómeno tan complejo como las bases relacionales del que es, sin duda, el trastorno más grave al que se enfrenta la salud mental: Jose Antonio SORIANO, Dora ORTIZ, Víctor SILVA, Virginia RANGEL, Adrián HINOJOSA, y la colaboración de Javier BUENO, José Manuel HIGÓN, y Ester MARTÍNEZ.

Es también un libro que va, en buena medida, a contracorriente de las principales vías por donde ha transitado, en los últimos años, la psicoterapia sistémico-relacional, la terapia familiar o el modelo sistémico, distintas variantes de la nueva orientación terapéutica que durante el tercer cuarto del pasado siglo trató, justamente, de encontrar una explicación al origen y un tratamiento efectivo de las psicosis, particularmente de la esquizofrenia.

No fue un camino sencillo, aunque el comienzo fue muy prometedor. Las teorías comunicacionalistas y la evolución del psicoanálisis incluyendo las relaciones actuales en el triángulo madre-padre-hijo/a generaron grandes expectativas en la comunidad psiquiátrica y psicoterapéutica, que todavía caminaban unidas. Sin embargo, diversas circunstancias muy bien explicadas en los primeros capítulos del libro, hizo que cundiera el desánimo, también entre los terapeutas familiares, que dirigieron su interés hacia otros campos más prometedores.

Este abandono del esfuerzo por resolver el problema que había llevado a los pioneros a introducir a la familia en el tratamiento de las psicosis, no se debió solamente a que el esfuerzo teórico realizado no se correspondía con resultados prácticos sustanciales, sino a que poco a poco fue instalándose en la Terapia Familiar Sistémica un rechazo al lenguaje psicopatológico, o a la utilización de términos como diagnóstico o pronóstico.

Fueron pocos los autores señeros que continuaron utilizando estos términos denostados por las nuevas ideas socioconstruccionistas, aunque nunca se abandonó del todo el lenguaje psicopatológico: es difícil entenderse sin usar términos como delirio, psicosis, angustia o depresión. Estos autores se esforzaron, eso sí, por desarrollar un lenguaje relacional que complementara los diagnósticos clínicos de origen fenomenológico, entrecruzando las disfunciones en las relaciones familiares con la psicopatología, en un ingente esfuerzo por describir, acotar y organizar las raíces relacionales de los trastornos psiquiátricos. Y en ese esfuerzo fundamental para los que creen firmemente en la importancia de la relación y la comunicación disfuncional en la génesis de estos trastornos es donde se inscribe este libro. En concreto, en la importancia fundamental de un fenómeno comunicacional complejo como es el de la desconfirmación como base de la Esquizofrenia.

No es fácil entender en qué consiste la desconfirmación, esa negación de la existencia comunicacional del otro. Pero quien lea este libro, va a poder comprender su sentido más sutil, el que realmente hace daño en las relaciones con aquellos que nos importan. La desconfirmación burda de hacer como que alguien no existe, no mirarle, no escucharle (“bloquearle” en términos actuales de las redes sociales digitales), molesta, incomoda, irrita o desconcierta, angustia, si el que lo hace es verdaderamente importante para nosotros, pero no “ata” al que la padece a una relación imposible de eludir que nos acaba enloqueciendo. Para eso es necesario que la desconfirmación no se note, no sea evidente, se niegue si es preciso. Solo así llegará realmente a “alienar” al que es objeto de ella de manera pertinaz y reiterada. Y que se una a otro fenómeno relacional disfuncional abundantemente descrito y utilizado en la etiología relacional de los problemas de conducta: la triangulación, bien conocida y que no es necesario explicar aquí. Pero no una triangulación cualquiera, sino la que termina en una “traición” del progenitor aliado es la que, unida a la desconfirmación, acaba generando el trastorno identitario que caracteriza a la psicosis.

Pero la desconfirmación ya formaba parte de la descripción sistémica de la “familia esquizofrénica”. Hay otra propuesta más novedosa y que merece una lectura atenta y una reflexión cuidadosa: para el autor, la desconfirmación incluye otras disfunciones relacionales descritas también en la familia esquizofrénica, que han recibido diferentes nombres: la pseudomutualidad, la mistificación o la desviación comunicacional.

Pero el libro no se queda en esta reflexión teórica, de extraordinario interés, sino que avanza a lo que desde el punto de vista práctico es imprescindible: ¿Qué hacer con todo esto? ¿Para qué nos sirve esta comprensión de las raíces comunicacionales de las psicosis? Los autores no rehúyen el desafío y ofrecen un abordaje completo de la esquizofrenia, que centrada en la terapia familiar “como un proceso de reconfirmación”, incluye un abordaje individual magníficamente explicado por Dora ORTIZ, otro grupal con esa interesante propuesta de los grupos terapéuticos como “redes confirmadoras” —Víctor SILVA—, o con la intervención grupal desarrollada con pacientes que no contaban con apoyo familiar —Javier BUENO, Jose Manuel HIGÓN y Ester MARTÍNEZ—, y la necesaria utilización de medicación pero siempre integrada en el proceso terapéutico global tal y como lo explica de forma magistral Jose SORIANO.

Finalmente, de nuevo ORTIZ y LINARES junto con Virginia RANGEL presentan una extensa investigación sobre 45 familias tratadas a lo largo de 7 años en la que se analiza el resultado del tratamiento reconfirmador con unos excelentes resultados.

El libro está salpicado de viñetas clínicas que hacen más amable la lectura a la vez que ilustran magníficamente los conceptos teóricos que el texto va describiendo.

Y finaliza con una frase que debería figurar en el frontispicio de los hospitales psiquiátricos: “Los psicóticos se curan”. Este libro, imprescindible para todos los que trabajamos con patologías graves, explica cómo hacerlo.

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Lo he contado muchas veces a quien quisiera oírme. Los psicóticos entraron en mi vida cuando, apenas un niño y de la mano de mi padre, director del hospital psiquiátrico de Málaga, visitaba en ocasiones dicha institución. Entre fascinado y asustado, contemplaba con los ojos como platos a los personajes que desfilaban ante mí, mientras mi padre me tranquilizaba con su serena voz: “Mira, Juan Luis, ese señor es un parafrénico y tiene un delirio cosmológico. Dice que él creó el mundo en tres días, la mitad del tiempo que se tomó Dios.”

Mi vocación psiquiátrica se despertó en ese contexto, y se consolidó quince años más tarde, trabajando como médico residente en el Instituto Mental de la Santa Cruz de Barcelona. Residente entonces quería decir que, de verdad, se residía en el hospital, por lo que viví allí más de dos años, sumergido físicamente en el mundo de las psicosis. Más adelante referiré alguna anécdota de las infinitas que jalonaron aquella etapa de mi vida, así como los años posteriores, ya formado como psiquiatra y trabajando siempre en entornos hospitalarios.

Aunque continúen siendo el principal desafío de la psiquiatría, y no digamos de la psicoterapia, hace tiempo que las psicosis han dejado de estar de moda, o, al menos, de ocupar la posición emblemática que ostentaron desde los inicios de la era psiquiátrica moderna. Un contrasentido semejante, que ni merece ser calificado de paradoja, solo es posible por la frivolidad mercantilista que preside la aparición y desaparición de “productos de gran actualidad” en un terreno como la salud mental que, por definición, debiera estar a salvo de tales fluctuaciones.

Parece que los mercados, tanto el de los psicofármacos como el de las servidumbres mediáticas que inevitablemente los acompañan, necesiten una periódica renovación de las entidades psicopatológicas que dan de qué hablar. Es así como florecen entidades como la “dependencia a Internet”, la “ludopatía” o la “vigorexia”, que permiten sabrosas entrevistas a sesudos psiquiatras, empeñados en desvelar los arcanos de problemáticas de rabiosa actualidad. Se asiste también a la eclosión de pandemias, que encuentran complicidades en sectores significativos de la opinión pública, fascinados colectivamente por la evidencia de que ciertos fenómenos, debidamente etiquetados, resultan fáciles de comprender. Los disléxicos de ayer son los hiperactivos de hoy, y todos contentos.

Todavía hace algunos decenios, la sociedad moderna se regía por patrones económicos y culturales basados en la producción. Eran los tiempos del florecimiento de la industria pesada, de los grandes imperios coloniales, del capitalismo de Manchester y de la construcción de una imponente red de manicomios. Como emblema psiquiátrico de la productividad, la esquizofrenia imperaba indiscutida con su deslumbrante riqueza de síntomas. Pero pasaron los años, y el postmodernismo impuso un cambio de paradigma que, de la producción, pasó a basarse en el consumo. Tan fácil era producir, que los países emergentes y del tercer mundo se ocuparon de ello sin mayores dificultades. Lo verdaderamente importante era consumir, y a estudiar el fenómeno se dedicaron las grandes universidades, mientras lo ponían en práctica los más sofisticados países del primer mundo. En el campo de la psiquiatría, las posiciones emblemáticas fueron ocupadas por las entidades que demostraban su vigencia como abanderadas del consumo: las drogodependencias, los trastornos de la conducta alimentaria y, muy especialmente, las depresiones. El fenómeno Prozac se sigue estudiando seguramente en las más prestigiosas escuelas de negocios.

Y no es que las psicosis no produzcan pingües beneficios a la industria farmacéutica. Los nuevos medicamentos antipsicóticos alcanzan precios astronómicos y generan espectaculares márgenes comerciales. Pero el psicótico no es un buen consumidor. A diferencia del depresivo, que baja la cabeza y dice “Sí, doctor, como usted disponga”, teniendo incluso la exquisita delicadeza de culpabilizarse si no mejora, el psicótico se muestra siempre rebelde y respondón y, a la primera de cambio, suspende la medicación o trampea con ella, desarrollando una dinámica con su psiquiatra de continuo tira y afloja. Esa es, probablemente, una razón de que su popularidad haya disminuido en el ranking psiquiátrico.

También es digno de consideración el impacto de la ofensiva que, en Estados Unidos, protagonizaron las asociaciones de familiares de esquizofrénicos hace ya varias décadas. Ellas, en efecto, reaccionaron airadamente a los planteamientos acusatorios que atribuían a la terapia familiar, apoyados en expresiones como “madre esquizofrenógena” (acuñada, por cierto, por una autora psicoanalista y no sistémica, FROMM-REICHMANN, 1959) y trataron de conseguir que las autoridades sanitarias norteamericanas sacaran la esquizofrenia de la psiquiatría para integrarla en la neurología. Aunque no se llegó a realizar semejante dislate, lo traumático del proceso aún influye en la actualidad en la inseguridad con la que la terapia familiar aborda el dominio de las psicosis.

Pero no todas las culpas del abandono del campo de las psicosis por parte de la terapia familiar vienen de fuera. No hay que minusvalorar la importancia de la cómoda autocomplacencia de los propios sistémicos, que han encontrado en problemáticas menos comprometidas, como las dificultades de comunicación o los conflictos de pareja, territorios de proyección más confortables. La ortodoxia postmoderna, que ha impuesto, con base principal en Estados Unidos, un modelo hegemónico apoyado en la conversación colaborativa, la improvisación y otras trivialidades por el estilo, no se siente a gusto con los psicóticos, a pesar de que éstos fueran la musa inspiradora de la terapia familiar sistémica y de que en su nombre se escribieran otrora sus más bellas y estimulantes páginas.

Porque, efectivamente, así fue.

No fue casual que la terapia familiar naciera en Palo Alto en los años sesenta del siglo XX, en torno a la figura de Gregory BATESON e inspirada por la comunicación del esquizofrénico y sus familiares. No lejos de allí, en el Silicon Valley, en aquellos momentos, se estaba inventando la informática, lo cual suscitaba la presencia en la región de los grandes nombres de las ciencias de la comunicación. Y, en ese contexto, Gregory BATESON aterrizó llevando en su maleta sus experiencias con los Iatmules en Nueva Guinea y la principal consecuencia de las mismas para la teoría de la ciencia: el libro Naven y la cismogénesis (BATESON, 1958).

BATESON no era un clínico ni, menos aún, un psicoterapeuta, pero su refinada curiosidad intelectual le hacía detectar fácilmente lo que podía resultar relevante para su principal área de interés: la comunicación. Y así fue como entró en contacto con Don JACKSON, psiquiatra formado con SULLIVAN (1953) y su teoría de las relaciones interpersonales. Es interesante recordar que este autor, psicoanalista norteamericano de la generación culturalista, revisó la obra de Freud desde la perspectiva social y cultural, ocupándose especialmente de la esquizofrenia. Para SULLIVAN, y por extensión para el primer Jackson, ésta no era sino el resultado de un prolongado asalto al yo interno del individuo (“self system”), en situaciones de agresión psicológica extrema.

BATESON y JACKSON se encontraron en el común interés por la comunicación entre el esquizofrénico y su familia, quedando vinculados con lazos de la más exquisita complementariedad. Lo que en el primero era profundidad teórica y eclecticismo pragmático, que lo llevaría de los iatmules a los esquizofrénicos y de éstos a los delfines, en el segundo era agudo espíritu clínico. De su colaboración surgiría una de las más importantes empresas intelectuales de mediados del siglo XX: la raíz comunicacionalista de la terapia familiar y su construcción emblemática, la teoría del doble vínculo. Ambas inconcebibles sin su musa inspiradora, la esquizofrenia.

Quien haya trabajado con psicóticos sabe lo que es quedar seducido por su comunicación.

Sebastián solía rondar la puerta del hospital psiquiátrico en el que residía desde hacía más de treinta años. No pretendía escaparse, sino que se había especializado en la recepción de los visitantes. Y lo hacía siempre de la misma manera, como quien pone en escena un espectáculo muy ensayado. Y también, como un gran actor, conseguía siempre arrancarle a su representación matices nuevos e insospechados.

Se limitaba a mirar fijamente a su desconocido interlocutor y, enarcando sus pobladas cejas sobre el brillo de sus chispeantes ojos azules, pronunciar una frase, siempre la misma:

“Te considero un buen chico.”

Luego soltaba una carcajada y se alejaba, sin dejar de mirar al atónito visitante.

Sebastián padecía una forma especialmente grave de lo que entonces se conocía como “esquizofrenia hebefrénica”, ahora llamada “esquizofrenia desorganizada”. Llevaba treinta años internado y había recibido todo tipo de tratamientos: comas insulínicos, electroshocks, abscesos de fijación con trementina y, por supuesto, todos los neurolépticos existentes hasta el momento. No se le conocían familiares vivos y presentaba todos los síntomas primarios típicos de la modalidad más destructiva de esquizofrenia, que le afectaba desde la adolescencia: intensa disgregación, incongruencia ideo-afectiva, risas inmotivadas, profunda alteración del curso del pensamiento y, desde luego, pobrísima sociabilidad. Pero, tras el misterio que envolvía su breve vida anterior al manicomio, Sebastián era una paradoja con forma humana. Las risas inmotivadas dejaban de serlo si se reparaba en la tremenda ironía que transmitían sus ojos chispeantes, capaces de comunicar que se reía del mundo y de sí mismo. Oyéndole pronunciar su frase talismán, “te considero un buen chico”, se podían detectar abundantes matices, desde “sé bueno conmigo” hasta “no estoy seguro de nada”. Y en cuanto a la pobre sociabilidad, Sebastián era un gran seductor, con innumerables aventuras homosexuales… en una institución que le impedía el acceso a las mujeres.

En el mismo hospital psiquiátrico y aproximadamente en la misma época, justo antes de las reformas que, a principios de los años setenta del pasado siglo, cambiaron el panorama de la asistencia psiquiátrica en España y en otros países, se podían contemplar curiosas escenas con motivo de las visitas de los familiares a sus pacientes internados.

En uno de los grandes patios ajardinados que constituían los lugares de encuentro habituales, se reunían una o dos veces por semana una madre y sus dos hijos gemelos, de algo más de cuarenta años de edad. Pepe y Paco, que así se llamaban, estaban, ambos, diagnosticados de esquizofrenia paranoide. Pero, mientras Pepe llevaba internado casi veinte años y ocupaba plaza en una sala de crónicos, Paco acababa de ingresar en la sala de agudos. Al parecer, el retraso en la irrupción y en el desarrollo de su proceso psicótico le había permitido permanecer más tiempo en casa manteniendo un estatus de privilegio con respecto a su hermano, ahora ya insostenible.

La escena, que se repetía una y otra vez con asombroso parecido, era la siguiente. La madre se sentaba en el extremo de un banco, extendiendo junto a ella un paño de cocina, mientras que Pepe se sentaba en el otro extremo y Paco permanecía al lado de pie. La madre iba extrayendo alimentos de un cesto y distribuyéndolos sobre el improvisado mantel, dirigiéndose a sus hijos con total naturalidad:

—“El atún es para ti, Paquito, que sé que te gusta mucho, para que te prepares un buen bocadillo. Y el salchichón para ti, Pepe, que nunca te gustó el pescado. ¡Aunque aquí en la sala te tienes que comer todo lo que te pongan! Tú también, Paquito, que eres bien melindroso con la comida, y eso no puede ser. Aquí tenéis naranjas y chocolate, para que os lo repartáis todo como buenos hermanitos. Y estas galletitas rellenas se las dais al hermano Agustín para que os las administre… Bueno, ya se las daré yo, que si no vosotros os las coméis de un atracón…”

Pero lo que confería a la escena un carácter único era el comportamiento de los gemelos. Desde que la madre abría la boca, Pepe comenzaba a reír, apostillando cada una de sus frases con estentóreas carcajadas. Paco, mientras tanto, convertido en la viva imagen de la desesperación, daba vueltas alrededor del banco retorciéndose las manos y llorando con la misma estridencia con que su hermano reía. Concluido el reparto de vituallas, la madre se levantaba y ambos se tranquilizaban como si nada hubiera pasado, acompañándola en un paseo final hasta la salida.

¡Era un verdadero espectáculo doble vincular, representado por tres personajes que nada tenían que envidiar a los de Pirandello en cuanto a intensidad dramática! La desesperación de Paco ante la pérdida de su estatus de privilegio y la diversión de Pepe al sentir a su hermano, quizás por primera vez en su vida, equiparado a él mismo en el infortunio, tenían algo de razonables desde la perspectiva del sentido común. Sin embargo, la manera como representaban sus respectivos papeles, con rigurosas entrada y salida de escena y con no menos precisa repetición en las sesiones semanales, confería a la situación un sesgo paradójico de corte teatral. Que también era compartido por la madre, ajena en su serena indiferencia a la expresión de cualquier tipo de sufrimiento.

No es de extrañar que la reiterada contemplación de esta escena indujera en mí la imperiosa necesidad de incluir a los familiares en el tratamiento de los psicóticos, que se convertiría más adelante, al conocer que esa era ya una práctica habitual en Palo Alto, en un decidido interés por la terapia familiar sistémica.

Y tampoco debe sorprender a nadie que personajes así, y situaciones comunicacionales como las descritas, sentaran las bases de la colaboración de BATESON y JACKSON, generando un modelo que, por su inspiración en la esquizofrenia, no podía sino ser comunicacionalista.

Si, por contraste, pensamos en la otra gran raíz de la terapia familiar, nacida en los guetos de marginalidad de las grandes ciudades de la costa Este americana, entenderemos que se llame estructural, puesto que, inspirada en la familia multiproblemática, se dejaría seducir por su estructura y por sus características organizacionales, pero nunca por su pobre comunicación. Pero esa es otra historia.

Este libro pretende aportar unos elementos de reflexión sobre las psicosis, que parten de la evidencia clínica de su compleja realidad. Son loables los innumerables intentos que, desde que existe la psiquiatría como rama de la medicina, se han realizado para describirlas y comprenderlas. El hecho de que el modelo médico presente, a tal efecto, significativas limitaciones, no debe empañar sus meritorios logros, entre los cuales quizás el mayor sea haber generado un discurso vibrante y polémico sobre la naturaleza de las psicosis. Con el ánimo de insertarnos en él, vaya por delante nuestra más sincera expresión de respeto por una lógica médico-biológica que solo asumimos parcial y críticamente.

La clasificación de los trastornos mentales y sus supuestas raíces biológicas han sido dos bestias negras de la epistemología sistémica que, referidas a las psicosis, se convierten en sendos problemas insoslayables.

La nosología psiquiátrica tiene mucho, efectivamente, de sistema clasificatorio de la conducta desviada que, a falta de un proceso articulado de comprensión, sirvió durante siglos de cobertura justificadora del encierro y de la marginación de los pacientes. Pero, a la vez, organizar y ordenar son movimientos intelectuales necesarios para comprender y, en tanto que tales, imprescindibles para la actividad terapéutica. Aún hoy, las sucesivas propuestas diagnósticas de la AMERICAN PSYCHIATRIC ASSOCIATION (2000) participan de similares contradicciones. Por una parte, permitiendo el diagnóstico en varios ejes y, especialmente, autorizando la distinción entre el nivel de los síntomas y el de la personalidad, introducen una flexibilidad y una riqueza de matices notables en un discurso abocado tradicionalmente a la simplificación y al reduccionismo. Por otra parte, esa misma distinción ha acabado dando paso a una intolerable dicotomización del psiquismo que, en la práctica, se traduce en una especie de doble diagnóstico: el de los síntomas, que es el “importante”, puesto que, entre otras razones, genera prescripciones farmacológicas vagamente específicas, y el de la personalidad, que se tiende a utilizar como elemento cosmético a falta de recursos terapéuticos con que abordarlo (hablamos obviamente de un discurso que acaba en el DSM IV y que no incluye al benjamín de la serie, el DSM V).

La ideología biologicista ha hecho estragos en la psiquiatría en las últimas décadas, generosamente financiada por la industria farmacéutica. Y por ideología no se debe entender la investigación biológica honesta, sino la deformación de la teoría en beneficio de determinados intereses. Las bases del proceso se sentaron en el siglo XIX, cuando se descubrió la etiología sifilítica de la Parálisis General Progresiva. Causó honda impresión a los psiquiatras, razonablemente interesados en consolidar la naturaleza médica de su saber, comprobar que aquella enfermedad, que tantas especulaciones metafísicas y supersticiosas había suscitado, respondía a causas infecciosas que legitimaban plenamente su filiación médica. De ahí a establecer el principio de que todas las misteriosas enfermedades mentales seguirían el mismo patrón, no había más que un paso. No importaba que incluso la aplicación del concepto mismo de enfermedad resultara epistemológicamente abusiva. Se aplicó… a la espera de que el tiempo resolviera los “pequeños” problemas de encaje, como la ausencia de una etiología, una patogenia o una anatomía patológica objetivables. Y, sin embargo, y en tanto que hardware, sería absurdo discutir la importancia del substrato neurobiológico para el psiquismo, normal y patológico en general, y para las psicosis en particular. Nosotros lo respetamos, aunque huelga decir que de lo que nos ocupamos es del software.

Por lo demás, afortunadamente, los avances en las neurociencias han acabado por desactivar la vieja polémica entre geneticistas y ambientalistas. ¿Qué sentido tiene pelearse en los foros profesionales sobre el carácter genético o adquirido de los trastornos mentales y, muy especialmente, de las psicosis, si la epigenética nos informa de que la relación es capaz de activar algunos genes dejando a otros en estado latente? Es desde esa posición integradora que están escritas estas páginas, aunque nuestra condición de psicoterapeutas nos conduzca a “ocuparnos de la relación”. Y, por cierto, a sacarle el máximo partido a lo que ello comporta, tratándose de los complejos y fascinantes procesos relacionales del universo psicótico.

Bibliografía

AMERICAN PSYCHIATRIC ASSOCIATION (2000). Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders: DSM IV-TR. Washington, APA.

BATESON, G. (1958). Naven. Palo Alto, Stanford University Press.

FROMM-REICHMANN, F. (1959). “Notes on the mother role in the family group”. En: BULLARD, D. M. y WEIGRT, E. V. (Eds.) Psychoanalysis and Psychotherapy. Selected papers of Frieda Fromm-Reichmann. Chicago, University of Chicago Press.

SULLIVAN, H. S. (1953). The Interpersonal Theory of Psychiatry. Nueva York, Norton.