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Prólogo

Me enamoré de él antes de conocerle. No sé precisar con exactitud en qué momento. Pudo ser la primera vez que leí los cuentos de Perrault, que escuché cantar a Édith Piaf o que descubrí a mis padres besándose en el rincón de la cocina. Me enamoré del amor mucho antes de que él apareciera. Lo convertí en el motor que movería mi mundo en cuanto descubrí la magia que despertaba en mi interior soñar con ser la receptora de un sentimiento tan intenso. Lo idealicé durante gran parte de mi infancia y mantuve una estrecha, monógama y satisfactoria relación con esa quimera hasta los doce años. El divorcio de mis padres me obligó a bajar de la nube de los sueños y a enfrentarme con la realidad: no todas las historias de amor tienen un final feliz.

Me costó bastante asimilarlo. Lo ignoré, lo negué, lo grité, lo lloré y, después del luto y del duelo, me resigné a aceptarlo. No pude hacer mucho más.

Mi padre volvió a casarse, se mudó a Barcelona, le fue muy bien. Tiene una empresa que le permite conservar un tren de vida elitista, una mujer encantadora que bebe los vientos por él y dos hijos estupendos que deberían ser mis hermanos, pero la distancia no ha terminado de propiciarlo.

Mi madre conoció a un señor viudo, padre de tres chicas, y también pasaron por el registro civil unos años después. Por evidentes cuestiones logísticas, nos fuimos a vivir con ellos a su chalet de Aravaca, una población de la zona noroeste de Madrid famosa por sus urbanizaciones de lujo y sus campos de golf.

Y yo me despedí de nuestra casa de Vallecas y durante muchos, muchos años no encontré un lugar al que llamar «hogar». Ese concepto quedó ligado a mi ideal del amor; les vi darse la mano antes de evaporarse frente a mis ojos. La belleza, la felicidad y los sueños se quedaron en mi infancia como las muñecas, los cereales azucarados y los besos de buenas noches.

Las hormonas descontroladas de la adolescencia fueron las culpables de que me replanteara si era amor aquello que sentía; entre las piernas, sobre todo. Curioseé, probé, perdí, gané, herí y fui herida, pero no saqué ninguna conclusión. El sexo me pareció la bomba, aunque también confuso y falto de lo que hoy puedo llamar «madurez». No se puede disfrutar al cien por cien si estás más pendiente de tus brackets que de sus caricias. Me faltaba averiguar mis gustos y me sobraba inseguridad. Cuando sostuve en mis inexpertas manos el carnet de la universidad, dejó de sobrarme nada.

Puede parecer una bobada, y tal vez lo sea, pero, para mí, graduarme en el instituto fue el pistoletazo de salida. Lo vi muy negro cuando me tocó repetir curso el primer año que viví en Aravaca. Llegué a creer que era verdad lo que decían las hijas del marido de mi madre: que era una fracasada. Pero tuve la suerte de que cambiaran la profesora de francés; ella me enseñó la lengua más bonita del mundo y que yo podía ser tan buena como me lo propusiera.

Convertirme en alumna de Filología francesa fue mi primer logro importante, el primer paso en el camino hacia la mujer que quería ser. Sentí que ya nada me detendría, y lo demostré sacando las mejores notas de mi vida. Hasta aprobé el carnet de conducir a la primera. Fueron años totalmente positivos. Y encima conocí a la que hoy es mi mejor amiga, mi hermana del alma, Natalie. Cuánto aprendí de ella… Me revolucionó de pies a cabeza. Hicimos el camino juntas, descubriendo lo que éramos, creciendo, definiéndonos, pero luego se marchó de Erasmus a Irlanda y yo…, yo volví a refugiarme en los sueños, y empecé a fabricar uno nuevo: París.

Eso era. Allí era. Mi hogar debía de encontrarse en la ciudad del amor.

Me reconcilié con mis fantasías más antiguas y me di cuenta de que haber renunciado a ellas era la peor decisión que había tomado. Me sentía preparada para asentarme, para enamorar y enamorarme. Solo imaginarlo ya me hacía más feliz.

Aunque me moría de ganas por correr hacia mi nuevo destino, retrasé la marcha por Natalie. Ella se tropezó con Cupido una noche en un bar, pero el golpe contra el suelo se lo dio veinte meses más tarde. Fue durísimo verla caer, ser testigo de su hundimiento y no poder hacer nada para evitarlo, porque no me lo permitió, pero ya la he perdonado. Nunca he sido capaz de guardar rencor a la gente que quiero.

Le comuniqué mi mudanza a París en medio de una borrachera legendaria en el Vida Festival, cuando gran parte de sus heridas ya habían sanado. Ella trabajaba por entonces en un camping de la sierra de Madrid y, con el primer sueldo, compró dos abonos. Era pleno verano y llevábamos varias horas bebiendo cantidades ingentes de cerveza pagada a precio de oro para sofocar el bochorno. Hacía un rato que habían tocado los Woods, su grupo favorito, y ella había conseguido colarse en el camerino, que le firmaran una camiseta y besar en la boca al bajista. Estaba eufórica. Y yo también, por ella, por el alcohol, por mi sueño…

—¡Tía, cuantísimo te quierrrro! —Me abracé a su cabeza y ella se enroscó en mi cintura.

—¡Edes mi hedmana! ¡Mi hedmana!

Nos tambaleamos a izquierda y a derecha.

—¡Y tú, la mía! —Doblé las rodillas para estabilizarnos—. ¡Y te quierrrro, tía! ¡Te quierrrro! ¡Aunque me pirrrre a París te seguirrrré querrrriendo!

—¡Y yo aunque me pide a Madte!

Ahí se quedó la cosa: a las dos nos pareció estupendo que yo me mudara a Francia y ella al planeta rojo; pensamos que era lo normal, lo lógico… Por la mañana, cuando nos vino un flash del momento mientras luchábamos contra la resaca, tuvimos que aclararlo. Y nos siguió resultando coherente. Era nuestro sueño, ¿no? Pues no había más pretextos que buscarle.

Yo cogí un avión unas semanas después; Nat continúa esperando que algún día se decidan a construir la estación espacial. Eso es lo malo que tienen los sueños: que, a veces, no dependen solo de la voluntad de uno. En mi caso, llegué a París con las maletas llenas de propósitos, y el único que cumplí fue aprobar el posgrado. El resto… fue para olvidarlo.

Natalie lo vivió conmigo desde la distancia —forma también parte de su historia—, incluso vino a visitarme a la ciudad del Sena y conoció a mi entonces novio, Clément, pero ya nunca lo mencionamos. No merece la pena. Es un capítulo cerrado que no dejó huella en mí. Es cierto que en su día me dolió ver cómo mi sueño se convertía en pesadilla, pero gracias a esa decepcionante relación reafirmé lo que quería: a mí.

Pese a todo, después de romper con Clément, mi situación no mejoró. Decidí marcharme de París, pero, como mi madre se había cansado de advertirme —que regresaría con una gran decepción y las manos llenas de tiempo perdido, y tuvo razón—, no volví a Madrid. Probé suerte en Barcelona.

Mi padre y su mujer trataron de acogerme lo mejor posible, y se lo agradecí de corazón…, pero fue muy extraño. No compartía techo con él desde hacía demasiados años, nunca había convivido con Inmaculada y apenas había tenido contacto con los niños. No pude integrarme con ellos, por muy familia mía que fueran. Me alquilé un piso, porque empecé a sentirme como un estorbo, trabajé hasta deslomarme… y la nostalgia terminó aplastándome. Si tuviera que definir aquella etapa con una canción, sería Saltan chispas, de Rozalén:

«Lo confieso: no me aguanto en soledad.
Necesito que me rocen los demás.
Duele dentro.
Me perdí y no me encuentro en esta ciudad
que me parece tan inmensa.
Y yo me siento tan pequeña…
Y me enfado, me enrabieto, me cabreo,
pierdo cierta compostura,
quiero todo siempre aquí y ahora.
Y no sé ni por dónde empezar».

Echaba demasiado de menos a Natalie, a mi madre por mucho que me regañara, a los pocos amigos que conservaba…, a Madrid. Allí estaban mis raíces y yo necesitaba, más que nunca, agarrarme a ellas para no extraviarme en el camino.

A mediados del mes de marzo hice la maleta una vez más y volví a Aravaca. Mi madre suspiró con alivio cuando me vio instalarme. Su marido la felicitó por haber logrado convencerme de que regresar era la mejor opción. Paula, la hija más joven, me regaló un par de palmaditas condescendientes en la espalda; si sus hermanas hubieran vivido todavía en aquel chalet, seguramente no habría recibido ni palmaditas: se les daba de lujo eso de hacerme el vacío. Y yo me descubrí de nuevo habitando una casa que no era mi hogar, con veintinueve años, sin oficio ni beneficio, desubicada, desmotivada, muy harta de dar vueltas, de ser una maldita peonza, pero sin encontrar la manera de convertirme en cuerda.

Dediqué los primeros doce días a buscar trabajo de forma intensiva. Mi madre se ofreció a preguntar en su amplio círculo de amistades, pero preferí conservar la poca autosuficiencia que me quedaba. Las opciones que aparecieron fueron… desilusionantes.

Llamé a Natalie para anunciarle que iba aceptar un puesto como teleoperadora en el departamento de ventas de una empresa de seguros; mi amiga me lo prohibió y me ordenó que metiera algo de ropa en una mochila. Dijo que me hacía falta una escapada, un chute de naturaleza y montaña, que no podía encerrarme en casa durante el finde de Semana Santa, que era de loser total, que no había discusión posible al respecto… y me colgó sin dejarme opción a réplica, su forma de actuar habitual.

El viernes por la tarde, Dani —el hombre que ganó la heroica batalla de conquistar su corazón herido— y ella me recogieron en el chalet de Aravaca. Les agradecí muchísimo el esfuerzo por animarme, pero me monté en el coche con el convencimiento de que en el camping de la sierra de Madrid no residía la solución a mis problemas.

Lo que no sabía entonces es que allí se aloja de forma permanente una vieja conocida: la magia.

1

The London Bridge

Si alguien me hubiera pedido en aquel tiempo que eligiera un lugar donde desconectar unos días, en el top 10 de destinos no habría aparecido un camping. Tampoco en el Top 100. Quizá ni en el Top 1.000. Yo era una hembra de Homo sapiens sapiens, de la subespecie urbanita. Una criatura adaptada al asfalto y a los aires cargados de dióxido de carbono. Me veía sobreviviendo a una guerra nuclear en medio de una ciudad arrasada, incluso liderando algún clan de extrarradio, pero no montando una tienda de campaña. Mi lado salvaje y primitivo tenía el mismo tamaño que el minúsculo lunar de mi mejilla, el que había eliminado con láser de última generación en el mejor centro estético de París.

Lo único que me consolaba de camino a la sierra era que nos íbamos a alojar en bungalós con baño privado. Natalie se había encargado de reservar los que, según ella, eran los mejores. No dudé de su criterio, porque mi amiga conocía a fondo cada rincón de aquel camping. Trabajó en él dos temporadas estivales consecutivas que la llevaron a encontrar su pasión por el mundo del turismo y al amor de su vida. El primer verano conoció a Lara, una ingeniera biomédica que se vio obligada por la falta de oportunidades laborales a aceptar un puesto como recepcionista, y a Asier, un profesor de tenis ocasional en plena crisis existencial. Ellos dos terminaron siendo novios, él invitó una noche a su amigo Dani al camping para que conociera a Lara, pero Dani le prestó más atención a Natalie. Es un hombre muy inteligente. Cuando el noviazgo de Lara y Asier se convirtió en matrimonio poco más de un año después, se desató la locura: Nat y Dani se reencontraron y ya no hubo fuerza de la naturaleza capaz de separar sus caminos. Me pareció lógico que ambos desprendieran una estela de felicidad que iluminaba la grisácea carretera de montaña que estábamos transitando. Me pareció tan coherente, tan justo, tan real… que tuve que cerrar los ojos para poder asimilar los celos.

—Bombón, despierta —me dijo Nat—. Ya casi hemos llegado.

Mi amiga giró su pequeño cuerpo sobre el asiento del copiloto y miró hacia el trasero, donde yo estaba encogida. El Porsche de su pareja era ideal, hasta que tenías que viajar en él de paquete.

—No estaba dormida —musité.

—¿Soñando entonces? —Me guiñó uno de sus ojos marrones.

—Ya ni eso.

Nat revolvió las ondas frontales de mi media melena castaña; me fijé en que su pelo corto brillaba más que nunca, su negrura reflectaba con intensidad el sol que se colaba por la ventanilla.

—Olvídate de todo —me ordenó—. Aunque solo sea por este finde. Deja que el camping te llene de buena vibra y el lunes… ya veremos.

Asentí con la cabeza. No perdía nada por intentarlo. Y lo cierto era que lo necesitaba. Un respiro. Una tregua. Cargar las pilas antes de reinventarme por enésima vez en mi vida. Dios…, qué cansada me sentía.

—Mira alrededor, Greta —me pidió Dani con su característica voz templada, antes de reducir la marcha—. Campos de cereales verdes, árboles caducos volviendo a florecer, el cielo así de azul, pese a las nubes…

—El ciclo de la vida —resumió Natalie.

Sonreí. Ellos dos por separado eran grandes personas, pero juntos, además, eran una fuente de esperanza. Desvié la vista hacia el cielo al que aludía el abogado de porte aristocrático y sinceros ojos verdes; su pelo castaño se agitó al bajar la ventanilla. La brisa húmeda refrescó el ambiente del coche. Una frase que había leído se reprodujo en mi cabeza.

—Dice Caitlin Moran —comenté— que «si vuelas lo bastante alto, si subes por encima de las nubes, allí siempre es verano».

—Me flipa esa mujer —dijo Nat—. Y acabas de recordarme a Lara. Ella asegura que aprendió a volar aquí el verano que conoció a Asier. Es una tía supermoñas. Te va a caer fenomenal.

Le dediqué una peineta, estirando el dedo corazón, un gesto muy nuestro, y seguí mirando al cielo. Con algo de envidia. O toneladas de ella. Yo también quería volar en compañía. Que alguien me demostrara que el amor existía y podía ser tan infinito como el cielo. Mi final feliz.

—Hemos llegado —anunció Dani antes de activar del freno de mano. Apagó el motor y señaló el coche que había aparcado al lado—. Y, por lo visto, la cumpleañera y su marido, también.

La que cumplía años era Lara, dos días después, el 1 de abril. Por eso estábamos todos allí: porque le apeteció celebrarlo en el lugar donde más feliz había sido. Moñas o no, me cayó bien solo por ese gesto.

—¿Sergio venía con ellos? —preguntó Nat antes de abrir la puerta del copiloto.

—Creo que sí, pero con él nunca se sabe —contestó Dani.

—Ve sujetándote las bragas, hermana. Vas a flipar.

—¿Perdona? —Rio él.

—Bueno, luego comentamos…

Mi amiga salió del coche, lo rodeó y abrió el maletero. Yo luché contra el mecanismo de su asiento, conseguí vencerlo y también salí.

Me estiré junto al capó sin sujetarme nada. Con mi ex, Clément, que era modelo, ya había cubierto el cupo de guapos. No tenía intención de volver a caer en la frívola trampa de la belleza exterior. Aunque, según los informes periódicos que me suministraba la vena Celestina de Natalie, el atractivo del amigo de Dani y Asier no residía en la armonía de sus rasgos y sus formas; palabras textuales de ella: «Sergio no es guapo, pero es capaz de carbonizarte al instante la ropa interior que llevas puesta, la que guardas en el cajón y la que tienes pensado comprarte durante el resto de tu vida». Debo reconocer que semejante poder ígneo me provocaba, al menos, cierta curiosidad morbosa.

—¿Qué carajo has metido en este chisme? —Nat pegó un par de tirones, estilo bruto, y soltó mi maleta Fendi sobre la arena mojada que cubría el aparcamiento.

—No deberías coger peso —le recordó Dani.

—Mierda, es verdad, se me había olvidado.

—¿Cómo se te puede olvidar que estás embarazada? —Sonreí, rescatando a Fendi.

—Pues, ya ves… Como no me noto nada —acarició su vientre plano—, ni con la media docena de Clear blue que me he hecho me convenzo.

—¿Cuándo tienes cita con el ginecólogo?

—El miércoles que viene.

—Voy a registrarnos —dijo Dani.

—Ya lo hago yo, que quiero dejarle un recado a Goyo.

—¿Quién es Goyo? —pregunté.

—El gerente del camping. Dani y tú id tirando. Él ya sabe dónde están las chozas.

Natalie le guiñó un ojo a su pareja y nos abandonó junto al Porsche antes de entrar en un edificio pequeño rotulado con un cartel de «Recepción». Seguí a Dani, maleta en ristre, hasta un camino empedrado que separaba un parque infantil de un descampado bastante inhóspito donde había instaladas un par de mobil homes.

El viento frío arremolinaba pequeños montones de hojas mortecinas esparcidos aquí y allá y silbaba con tono siniestro entre las caravanas, cerradas a cal y canto; algunas tenían las ventanas cubiertas por cartones castigados por un invierno que había sido demasiado largo.

—No creo que pudiera dormir ahí tranquila.

Dani sonrió.

—Ahora da un poco de miedo, porque apenas hay campistas, pero en verano esto es genial.

—Tú conociste aquí a Nat. No puedes ser objetivo…

—No, no lo soy. —Sonrió antes de señalar una construcción grande y rectangular que parecía el centro del camping—. Ese es el edificio polivalente. Supermercado, restaurante, discoteca, club… —El camino nos obligó a girar a la izquierda—. Aquello de la derecha, como podrás apreciar, son las instalaciones deportivas. Gimnasio, canchas de tenis y baloncesto, campo de futbol… Y esto de aquí —apuntó con el dedo índice en dirección contraria—, lo que tiene agua verde y trampolines, es la piscina.

Me reí. Con Dani era muy sencillo. Todas las veces que habíamos coincidido había conseguido sacarme unas carcajadas sin esforzarse un mínimo. Él escondió sus ojos verdes con otra sonrisa que arrugó sus párpados y continuó hablando:

—Lo que tenemos justo enfrente es la zona de bungalós. Si no me equivoco, los nuestros están al fondo. —Su sonrisa se ensanchó hasta enseñar sus dientes—. Y eso que hay plantado en medio del camino, lo que está en la penumbra y parece un obstáculo enorme, no es el puente de Londres; es mi amigo, Sergio. Cuidado con las bragas.

Hice que me las sujetaba por encima del abrigo y los dos nos reímos mientras el obstáculo empezaba a moverse.

Las sombras que proyectaban las cabañas de madera solo me permitían adivinar su envergadura, que ciertamente era monumental. Cuando alcanzó la última línea de bungalós y los rayos del sol se volcaron sobre él, tuve que darle la razón a Dani. Su amigo era el fucking London Bridge: a oscuras impresionaba, pero a pleno día…, vaya…, era brutal.

2

El imán

Natalie estuvo en lo cierto cuando afirmó que Sergio no era un chico guapo. No lo era de la manera tradicional. Ni siquiera era un chico. Era un hombre… magnéticamente atractivo. Los más peligrosos, porque al ser menos obvios provocan intriga, y te enredas en intentar desentrañar qué demonios es eso que los hace tan especiales, y, cuando quieres darte cuenta, te has colado como una ilusa.

Es verdad que lo primero que me impresionó de él fue su monumental altura y la anchura de tórax, aumentada por la cazadora de esquí que llevaba, y lo segundo, que tenía pelazo —oscuro, abundante y rizado—. Su cara de «a mí nadie me jode» también era admirable, pero lo que me dejó ko fue su mirada. No el tamaño o el color de sus ojos, nada de eso, fue la expresión que condensó en esa parte de la cara cuando se fijó en mí. Sus cejas se retorcieron, marcando dos pliegues verticales en su ceño; sus párpados se contrajeron para ganar enfoque, sus ojeras ligeramente oscurecidas se arrugaron. Y yo sentí un golpe en medio del esternón. Me desarmó. Me derribó sin tocarme.

Más tarde averigüé que el secreto de su intimidante mirada residía en una anomalía de sus córneas. Tenía varias dioptrías en cada ojo, pero solo usaba gafas cuando era imprescindible porque no le resultaban cómodas, las lentillas no le gustaban y le daba exactamente igual ir por la vida pareciendo un poco topo. El descubrimiento consiguió que su atractivo creciera. No hay nada que me resulte más sexy que un hombre tan seguro de sí mismo que no se preocupe en ocultar sus defectos.

—Hola. Eres Greta, ¿verdad? —me preguntó en medio del camino, después de saludar a Dani con un abrazo y varias palmadas en la espalda.

—Sí. Hola, Sergio. —Sonreí—. ¿A ti también te han advertido de que vigiles tu ropa interior en mi presencia?

—Me han amenazado con no poder usarla en mucho tiempo si se me ocurre quitármela. Tenemos unos amigos encantadores —dijo con sarcasmo.

Chocamos un par de veces las mejillas, el viento se llevó cuatro besos que no eran suyos y mi atención abandonó sus ojos para centrarse en su boca.

Su boca…, vaya… Era la más sensual que había visto en un chico. Arrebolada y carnosa. Su dentadura, imperfectamente encantadora, un pelín bailona, lo justo para demostrar que no se había sometido a ataduras, me incitó a deslizar la lengua entre el pequeño espacio que me separaba los incisivos delanteros. Mi diastema había sido corregida durante años, pero siempre regresaba. Era una parte más de mí, que yo ahora tampoco ocultaba.

—¡Pero si ya ha llegado mi fucker favorito! —gritó Natalie a nuestra espalda.

Dani se dio la vuelta.

—Como te escuche Asier, vamos a tener un problema.

—Asier perdió el título cuando se volvió monógamo —dijo ella.

—Entonces tu chico también… —replicó Sergio.

Natalie le pegó un puñetazo en el hombro y un par de besos muy sonoros.

—Él no puede perder nada porque no compite con simples mortales.

Dani se mordió el labio y la miró con tal deseo… que palpitó en mi cuerpo. Me infundieron esperanza mientras se besaban sin censura, intercambiando no solo saliva, sino una sincera declaración de intimidad.

—¿Y tú vas a dormir con ellos en la misma cabaña? —Sergio me lanzó una mirada de soslayo.

—Es que sola me da miedo —admití sin tapujos.

Si algo había aprendido en veintinueve años de existencia era que mis debilidades no eran un motivo de vergüenza. Por lo menos para mí. Para Sergio sí debieron de serlo, porque me dedicó una mueca muy extraña y, después, me dio la espalda.

—Bueno, ¿qué? ¿Nos instalamos? —preguntó mi amiga.

Caminamos hasta la última línea de bungalós y giramos a la izquierda. A los pies de la escalera de uno de los porches, Dani cogió en brazos a Natalie y entraron en la cabaña como dos recién casados. Sergio lo hizo después, con los ojos en blanco. Y yo me retrasé un par de segundos, lo que tardé en inspirar hondo y llenarme del aroma del campo en primavera. Olía a vida nueva. La misma que a mí me tocaba estrenar. Otra vez. Dios…, qué perdida me sentía.

Con pasos lánguidos atravesé el vano de la puerta y la entorné a mi espalda. Frente a mí, a apenas cuatro metros, había dos puertas más, que supuse que eran las de los dormitorios. Junto a la de la izquierda, en perpendicular, había otra… ¿La del cuarto de baño? A continuación, en el rincón que formaba un par de tabiques, había una cocina americana. Oí el chirrido de unos goznes cuando miré hacia la derecha; encontré un sofá de madera cubierto por cojines, una mesita baja y un aparador con una televisión de pantalla plana encima.

—Vaya, qué pequeña… —musité.

—Es lo que le dicen todas a Sergio.

Sonreí y me di la vuelta. Solo había coincidido en una ocasión con Asier, pero su tono me resultó inconfundible. Era particularmente descarado y vacilón, y matizaba a la perfección la sensibilidad de la que hacía gala.

—Tu madre nunca me lo dice —replicó Sergio.

—¡Eh, un respeto a las madres! —chilló Nat antes de abrazar a Asier.

El informático de piel canela cerró sus expresivos ojos oscuros mientras la estrujaba; la besó en la coronilla y lo intentó en la barriga, pero ella se lo impidió a base de manotazos.

—¿Y Larita? —le preguntó Natalie.

—Enganchada al móvil. La han llamado del trabajo. —Bufó.

—Luego se lo robo.

—No, déjala. No es culpa suya…

—Eso cuenta ella de ti. Y el uno por el otro y la casa sin barrer… Al final tanto curro os va a traer un problema.

Asier asintió con la cabeza y le dio un apretón en el hombro.

—Hablamos después —susurró antes de dirigirse a mí—. Me alegro de verte.

También me abrazó y me besó como si fuera su amiga, lo que agradecí de corazón: sentirme integrada había sido el motivo fundamental de mi vuelta a Madrid. Después, se acercó a Sergio; empezaron a charlar mientras se quitaban las cazadoras. Yo cogí la maleta y le pregunté a Nat cuál era mi dormitorio.

—El de la derecha.

La habitación solo contaba con una cama modestamente amplia, un par de mesillas y una cómoda. Todo era de madera de pino sin barnizar. Todo era muy natural… y espartano. Solo había un enchufe libre. Conecté el cargador del móvil y le envié un mensaje a mi madre.

Ya he llegado.
Estoy bien.
Besos.

Me deshice del abrigo y solté el aire con un gran suspiro. Hubiera agradecido tener un espejo donde mirarme, pero tampoco había. Tuve que utilizar el teléfono para repasarme el pintalabios. Oscuro y mate, como mi estado de ánimo.

Llevaba tantos años utilizando el maquillaje para definirme que ya no me imaginaba sin él. Deslicé los dedos bajo las pestañas inferiores para retirar los residuos del rímel y comprobé que las rayas de kohl todavía tenían punta. Pese al esfuerzo, mis ojos azules siguieron pareciendo los de un cachorrito desvalido. Dios…, cuánto lo odiaba. Detestaba parecer una muñeca rota, una bailarina mutilada dando vueltas dentro de una caja. Yo no era eso. No lo era. Yo solo estaba perdida y cansada, no derrotada. Era mucho más fuerte de lo que mi aspecto sugería. Quizá por eso me empeñaba en modificarlo a base de cosmética y ropa que sí me representaba.

Vacié la maleta con esmero y la coloqué bajo la cama. Tiré de la cinturilla de mis vaqueros Kors, última temporada, y de la caña de mis botas Hunter, y estiré mi jersey de lana tejida a mano. Yo no tenía de nada, pero sí dinero. Y con él podía comprar cosas que me hacían feliz. Tampoco me avergonzaba admitirlo.

3

La primera advertencia

Salí del dormitorio doblando las mangas del jersey de lana, y me percaté de que Sergio y Asier interrumpían su conversación ante mi presencia. Se habían sentado en el sofá y sujetaban un par de cervezas abiertas.

—Hay más —me dijo Asier—. Y también vino blanco. Lara se ha encargado de llenar las neveras antes de que llegarais.

—Qué amable. Ahora le daré las gracias. —Saqué una botella de Rueda frío—. ¿Queréis?

—Vamos servidos. —Sergio alzó su lata.

Asier imitó el gesto de su amigo y además añadió un brindis:

—Por el señor Pedro.

No entendí nada, pero tampoco pregunté. La apatía fue más grande que la curiosidad. Me limité a ponerme una copa de vino mientras ellos seguían charlando y Nat y Dani deshacían su equipaje…, y creo que también la cama.

Me adueñé de un taburete bajo para sentarme junto a la mesita baja. Dirigí la vista hacia la luz crepuscular que entraba por la ventana de doble hoja que había sobre el sofá.

—¿A qué hora vamos a quedar al final mañana? —preguntó Asier.

—Si nos levantamos a las seis —dijo Sergio—, nos da tiempo de sobra a llegar al nacimiento del arroyo y volver antes de comer.

—¿A las seis? Venga, hombre —bufó el informático—. Para un día que no tengo que madrugar…

—Ya dormirás el día que te mueras, joder.

—O de sueño por el camino.

Sergio dejó la cerveza sobre la mesita de mala gana.

—Mira, mejor me voy yo solo.

—Ni de puta coña —dijo Asier—. No te conoces el terreno.

—¿Crees que voy a perderme en una sierra como esta? ¿Yo? —Sonrió con burla.

—Perdóneme, señor alpinista…

—Andinista —replicó—. A los Alpes todavía no he subido.

—¿Cuándo te ibas a hacer El Pital?

—En mayo.

Asier me miró y trató de incluirme en la conversación.

—Ahí le tienes. Su idea de vacaciones paradisiacas es patearse un monte entero en El Salvador.

—También haré más cosas —insinuó Sergio.

—De eso no tengo duda, truhan —rio Asier. Apuró la cerveza y se puso en pie—. Voy a buscar a Lara. Ya la están liando demasiado.

Le vimos desaparecer antes de sumirnos en un silencio incómodo. Los minutos fueron deslizándose con una pereza desesperante delante de nosotros, reptaron por el suelo de madera como caracoles agonizantes hasta arriba de sedantes. Bostecé. Y fue por eso, por puro aburrimiento, por lo que traté de conversar con él. Su magnetismo natural no me influyó. Para nada.

—Entonces… —musité— ¿eres montañero?

Cogió la cerveza, apoyó la espalda en el sofá y bebió un sorbo.

—Me gusta escalar y, por añadidura, la montaña, pero no me considero un experto. El viaje lo hago sobre todo por conocer el país y por ponerme a prueba. Me apetece perderme cuatro semanitas por allí solo con mi cámara y mi mochila, a ver si sobrevivo.

—Espero que sí. —Di un trago largo y otro más corto. El alcohol me calentaba la garganta—. ¿Te gusta la fotografía?

—Bastante.

—A mí también. He hecho algún curso y he posado un par de veces.

—No me extraña. Llamas la atención. Sobre todo, tus ojos. —Me observó, enfocando la mirada—. ¿De qué color son…, turquesa, aguamarina…?

—Azules —simplifiqué.

—Tienen algo de verde —replicó.

—Pensaba que los hombres erais incapaces de distinguir esos matices.

—Yo soy artista —dijo con orgullo—, puedo saltarme la norma.

—¿Qué clase de artista?

—Uno que está licenciado en la facultad de Bellas Artes y que se prostituye por un jornal como diseñador gráfico.

—Podría ser peor…

—Siempre puede ser peor.

Su frase sonó derrotista de más, encendió durante un instante una especie de alarma interior. Después, mi mejor amiga hizo acto de presencia y la luz roja desapareció.

—¿Os habéis quedado solos? —preguntó Nat, saliendo del dormitorio.

—Y todavía llevamos la ropa interior puesta, para que veas —contestó Sergio.

—A mí no tienes que darme explicaciones. Sois mayorcitos para revolcaros a conciencia.

—Pues díselo a tu marido.

—Soy soltera, bombón.

—Porque quieres —bromeó él como si fuera un flirteo.

—Porque queremos los dos —dijo Dani; cerró la puerta de la habitación y se sentó en el sofá.

—Pecadores… —masculló Sergio.

—Y encima van a traer al mundo a una criatura… —seguí con la broma.

—Si tanto os apetece ir de boda, podemos organizar la vuestra —dijo Nat.

Cogió una cerveza sin alcohol, dos normales y la botella de vino. Dejó las bebidas sobre la mesita y arrimó un taburete.

—A mí me parece un buen plan —dijo Sergio—. ¿Cuándo te viene bien, cari? —Me guiñó un ojo.

—Contigo siempre, gordi.

Sergio alzó las cejas.

—¿«Gordi»? ¿Me vas a obligar a enseñarte el eight-pack?

—Ya serán seis —dijo Nat.

—Son ocho —dijo Dani—. Se los he contado en las duchas del gimnasio. Varias veces.

Todos reímos.

—No me lo creo —insistió ella.

Y tuvo su recompensa. Sergio se descubrió el abdomen, tirando hacia arriba de su sudadera negra. Mi amiga le señaló con el índice.

—Uno, dos, tres… ¡La Virgen! Pues era verdad. Bonitos oblicuos, por cierto.

—Más abajo son todavía más bonitos.

—Tampoco nos calentemos… —murmuró Dani.

—Los tuyos son mejores, cariño —le dijo Nat.

—Mucho mejores. —Sergio asintió—. Yo también me he fijado en las duchas. Varias veces.

—Ya te estás cambiando de gimnasio —le ordenó ella a su pareja.

La puerta de la cabaña se abrió y apareció una coleta rubia; la de Lara, supuse. Entró de espaldas, enganchada al cuello de Asier, que consiguió avanzar y cerrar la puerta sin dejar de besarla ni tropezar.

—Llevo aquí una puta hora y ya los he visto darse el lote media docena de veces —gruñó Sergio.

—Y las que te quedan… —murmuró Dani.

—¡Soltaos ya, marranos, que tenemos visita! —dijo Nat.

Lara se separó de su marido, se limpió la boca con el reverso de la mano y soltó una risita.

—Mil perdones —dijo alternando la vista entre Sergio y yo—. Es que este sitio es demasiado especial.

—Lo que Larita quiere decir —me aclaró Nat— es que chingaron aquí hasta en la última tabla.

—En tu habitación no lo hicimos —se defendió Asier.

—Y en el porche tampoco —dijo Lara.

—Y parad de contar —dijo Nat—. En el resto, sí.

Sergio se revolvió en el sofá.

—Me están entrando picores.

—Pues no te arrimes a la cocina —se rio Nat.

—¿En la cocina, tíos? ¿Teniendo cama?

—Solo llegamos hasta la encimera. —Lara alzó los hombros; todavía no los había bajado cuando sonó su móvil—. Otra vez no, por favor…

—No lo cojas —le dijo Asier.

Lara dudó, le miró a los ojos y rechazó la llamada.

—Pagarás mi ataque de mala conciencia el lunes —le advirtió—, pero tienes razón. Hemos venido a desconectar.

Asier la besó con ímpetu y colocó a mi lado el último taburete antes de hacerse un hueco en el sofá entre sus amigos. Lara me dio un par de besos y se sentó.

—Qué bien que hayas venido. Estaba deseando conocerte. Y el camping te va a encantar, ya verás. —Su teléfono volvió a sonar. Esta vez no dudó en apagarlo—. Otra vez del hospital. Me tienen todo el día así: en guardia perpetua. Es un suplicio.

—Más lo es no trabajar. —Hice un mohín.

—¿No has encontrado nada? Me dijo Nat que estabas buscando… —Negué con la cabeza—. Bueno, acabas de llegar a Madrid, es normal.

—A ver…, he encontrado cosillas, pero muy poco atractivas. Solo para ir tirando.

—Menos da una piedra…

—¿Qué estás buscando exactamente? —me preguntó Sergio.

Me giré un poco hacia la derecha y vi que estaba inclinado sobre las rodillas, más pendiente de nuestra conversación que de la de sus amigos.

—Nada del otro mundo. Solo algo que no me condene a morir en vida.

—Entonces no sé si va a interesarte. —Torció la boca.

—¿El qué?

—En la agencia de eventos para la que trabajo hay una vacante de auxiliar administrativo. El curro es rutinario y aburrido, pero la oficina está bien y el sueldo no es de vergüenza. ¿Hablas inglés, sabes algo de ofimática?

—Sí y sí. Y… Vaya… —Sonreí. Una agencia de eventos sonaba mucho mejor que lo de los seguros—. ¿Adónde te envío el currículo?

—Mejor hablo con la jefa y se lo das en la entrevista. No puedo garantizarte nada, yo allí soy un currante más, aunque…, y esto es información confidencial —se acercó y el movimiento me trajo un leve aroma a té verde—, sé de buena tinta que Irene está bastante desesperada por cubrir el puesto. Van cuatro candidatos en lo que llevamos de año.

Alcé las cejas.

—¿Qué les hacéis?

—Qué no hicieron ellos, deberías preguntar. Uno vino diez días y estuvo seis de baja por gastroenteritis. Los otros no se adaptaban a las tareas. Si se hubieran dedicado a ellas tanto como a sus redes sociales… —Se apartó un par de rizos de la frente—. El curro no es complicado, en serio. Además, hay otra auxiliar. Ella formaba un buen equipo con Gabriela, la predecesora de la panda de vagos y, con suerte, la tuya.

—¿También la despidieron?

—Se fue ella. Por mi culpa.

Fruncí el ceño.

—Eso ha sonado a latigazo —musité.

—Lo ha sido…, y también una advertencia.

Parpadeé, un poco perpleja.

—¿A mí? ¿De qué?

Sergio negó con la cabeza y desvió la mirada.

—A mí. De ti.

4

¿Hombre o lobo?

Esa noche de viernes hubo luna llena, una que no se cohibió de exhibirse, altanera, a través de la única ventana de la cocina de la cabaña, iluminaba los platos que estaba secando. Yo era el último eslabón de la cadena de lavado que habíamos organizado después de la cena. Asier enjabonaba, Dani aclaraba y yo pasaba el paño. Las chicas estaban colocando el Trivial; Sergio, barriendo. Con bastante salero. Canturreaba entre dientes I was made for loving you, de los Kiss, mientras dejaba impoluto cada rincón del salón.

Pensé que no le pegaba nada, ni el rollo metal ni el disco Stu ni el doméstico, y, entre plato y plato, intenté etiquetarle obteniendo… ningún resultado. Solo dudas. Más intriga. «A mí. De ti».

«Hola, soy Sergio. Me presento, juzgo tus miedos y paso de ti media hora; luego te digo que me parece buena idea casarme contigo y que tus ojos y tú llamáis la atención, y vuelvo a ignorarte; después te ofrezco un trabajo y me insinúo, pero, durante la cena, ni te miro siquiera. ¿Cómo no eres capaz de pillar mi rollo?».

Solté el trapo y me alboroté la melena. Me dieron ganas de revisar la altura de mis braguitas, pero me convencí de que Michael (Kors) y su tejido stretch se asegurarían de que fuera la adecuada.

—¿Te apetece otro vino? —me preguntó Dani.

—¿Hay algo más fuerte?

—Tengo vodka en la cabaña —dijo Sergio.

Asier cerró el grifo.

—No sé cómo puedes beber esa mierda.

—A mí me sirve —dije.

Sergio soltó el cepillo, se puso la cazadora, sacó de un bolsillo un gorro de lana y se marchó.

—Encima me deja ahí en medio lo barrido. —Asier agarró el recogedor y terminó la faena entre protestas.

Yo me dirigí al baño. Cuando regresé al salón, Sergio cerraba la puerta principal.

Cagüen la hostia. ¡Qué frío!

Soltó una botella sobre la encimera y se frotó las manos. Después tiró de su gorro.

—Adiós, bragas… —musité.

Por suerte nadie lo oyó. Ni a mi vagina dando palmas. Qué pelazo, madre mía. Ya de por sí era sugerente, pero despeinado era brutal. Era un pelo que no pedía a gritos ser tironeado con pasión: lo jadeaba. De repente, me apeteció hundir las manos en él y disfrutar de la sedosidad de esos rizos entre mis dedos hasta pasado el verano. Quise ser yo la causante de ese caos oscuro y salvaje durante un par de estaciones, al menos. Sentí en mis propias y alteradas carnes lo que Natalie me había referido cada vez que Sergio se había colado en nuestras conversaciones: aquel hombre rezumaba energía sexual, una tan potente que era capaz de descruzar las piernas de la más puritana. Era imposible resistirse a su extraño atractivo porque no era fruto del esfuerzo, era natural, peculiar, arrolladoramente imperfecto. Él no era el hombre que le presentarías a tu padre sabiendo que iba a recibir su beneplácito, pero sí al que le permitirías atarte a la cama con la certeza de que, hiciese lo que hiciese, iba a terminar en el mejor orgasmo de tu vida. No parecía inteligente poner el corazón en manos de alguien así, pero el resto del cuerpo…

—¿Lo tomas con refresco o a palo seco? —me preguntó señalando el vodka.

—A pelo… Digo, a palo… seco. —Me aclaré la voz, que sonaba un poco ronca—. Lo bebo solo…, ya sabes: a chupitos.

Me miró con la sorpresa dilatando sus pupilas. Media sonrisa incrédula acompañó a su pregunta:

—¿Aguantas muchos?

—Los que le eches —contestó Nat—. Yo aprendí a empinar el codo con ella, no te digo más.

—Depende un poco de lo que haya comido —aclaré; no era una alcohólica, solo tenía un metabolismo agradecido.

—Pues después de cómo te has puesto en la cena… —dijo Sergio—. ¿Voy a por otra botella?

Me quedé parada en medio de la cabaña. Mis cejas se arquearon solas.

—¿Me has estado contando las calorías?

Las dos arrugas aparecieron en su ceño.

—¿Por qué te ofendes?

—No sé… —Crucé los brazos bajo el pecho—. Ese «cómo te has puesto» no me ha sonado muy allá…

—Solo quería evidenciar que has comido mucho, cosa que aprecio, porque yo también soy de buen comer y gozo viendo disfrutar a otros de la comida. ¿Te lo tengo que decir así para que no te mosquees?

Apreté los dientes

—Es que no entiendo tu rollo.

—Nadie te ha pedido que lo hagas.

—Greta, ¿por qué no pones algo de tu Spoty? —preguntó Nat—. Una de esas listas eternas tuyas…

Acepté a regañadientes la interrupción de mi amiga; el cuerpo me pedía marcha, discutir, desfogarme, pero entendí que no iba a ser una situación agradable para el resto. No eran el momento ni el lugar. Ya le pillaría a solas…

Cuando entré en el dormitorio para coger el móvil, oí cómo Nat le decía:

—Ojito, en París bajó de los cincuenta kilos, y mide cerca del metro ochenta. No andemos jodiendo, ¿vale?

Aunque sé que su intención era buena, no me gustó el comentario. Yo no necesitaba ser protegida, no quería vivir entre algodones, ya había aprendido a librar mis batallas. Y ningún tipo —por magnéticamente atractivo, aventurero y bestia sexual con pelazo que fuera— iba a conseguir amedrentarme. Mi cuerpo era un templo, ahora sí lo era, y yo era muy capaz de defenderlo sola.

Regresé al salón, y las dos horas siguientes las dediqué a beberme su vodka, a reír con sus amigos y a machacarle al Trivial desde una posición lejana y fría. Mi indiferencia causó en él… ningún resultado. Solo que me quitara el jersey reclamó su atención. Solo mis tetas envueltas en una camiseta estrecha. Pasada la medianoche, cuando terminamos la última partida, me dispuse a desaparecer un rato. Él, no supe si a propósito o no, estaba consiguiendo hacerme sentir incómoda. Muy incómoda.

Entré en el dormitorio, me puse el abrigo y cogí el tabaco.

—Salgo a fumar —dije cruzando el salón.

En el porche me cubrí con la capucha para protegerme de la helada que estaba cayendo, bajé los escalones y dudé: ¿izquierda o derecha?

Saqué un cigarrillo mientras me decidía y oí unos pasos a mi espalda. Busqué el mechero en los bolsillos del abrigo; también, en los delanteros y traseros del vaquero. Sergio se paró a mi lado.

—¿Qué te falta? —preguntó.

—Fuego. —Le enseñé el cigarrillo.

Sacó un encendedor de su cazadora, pero, antes de prestármelo, tuvo que abrir la maldita boca:

—No deberías fumar. Es un hábito asqueroso.

Aquello me pareció el colmo. ¿Quién le había preguntado su opinión? ¿Otra vez me juzgaba? ¿Por qué se creía con el derecho a hacerlo?

—Si quisiera un consejo, habría llamado a mi madre, pero solo quiero fuego. ¿Me lo dejas o no?

Se aproximó, invadiendo mi espacio personal. Su expresión se avivó. Su sugerente boca se abrió un centímetro y exhaló algo similar a una risa seca mientras paladeaba la respuesta:

—Si me lo pides así, no. Prueba a decir «por favor» la próxima vez.

Se dio media vuelta y se marchó.

—Menudo gilipollas —dije en voz alta.

—Gilipollas, pero con mechero —replicó antes de desaparecer en la oscuridad.

Lo último que vi de él fue una llama anaranjada cerca del cigarro que sujetaban sus labios.

5

Fraternidad

Regresé a la cabaña furiosa y sin la dosis de nicotina. Cerré la puerta con más energía de lo que se considera cortés, muy tentada de encerrarme en el dormitorio…, pero no me dio la gana. Ese imbécil no tenía la capacidad de manejar mis apetencias, no me influía en absoluto más allá de lo carnal, no era nadie, nada, la noche seguiría sin él, y, después, una nueva mañana, él no era el centro de ningún universo, ¿qué demonios se creía? ¿Qué pensaba que era yo?

—¿Qué te pasa?

Natalie me escrutó con sus ojos marrones cargados de intriga.

—Que Sergio es gilipollas.

—Cada vez me cae mejor esta chica —dijo Asier.

Dani puso mala cara. Me quité el abrigo.

—Siento decirlo así, porque es vuestro amigo y eso…, pero…

—Puede ser un gilipollas, es verdad —confirmó Asier.

—Solo a veces —dijo Dani—. Al principio es difícil de entender.

Asier rio.

—Cuando los conocí, estaban discutiendo a voz en grito en la puerta del hospital.

—Si no llegas a aparecer, nos habríamos pegado. —Dani sonrió con nostalgia al evocar el recuerdo.

—Estoy seguro.

Dejé el abrigo sobre la cama y me senté junto a Dani. Era el único que todavía ocupaba un taburete. El sofá lo habían acaparado Natalie, Lara y Asier.

—¡Pero, abogado! —Reía Nat—. No te tenía yo por pendenciero.

—Estábamos en plena revolución hormonal y bastante jodidos por el cáncer de nuestros padres —explicó Dani—. Supongo que era más fácil liarnos a puñetazos entre nosotros que con los equipos de quimio.

—¿El padre de Sergio también…? —pregunté con cautela.

—La madre. De mama. Lo superó poco antes de que mi padre falleciera.

—Vaya. Me alegro por ella.

—Yo también. Es una mujer estupenda.

—¿Sergio ha salido a su padre? —bromeé.

—Qué va —dijo Asier—. Su padre también es muy majo. Es el típico hombre de pueblo, albañil, fuertote, risueño, hablador…, muy campechano. Como el padre de Lara.

Ella sonrió y le preguntó a su marido:

—¿Cuánto tiempo los estuvo tratando tu madre?

—Cuatro o cinco meses a la madre de Sergio y hasta el final con el padre de Dani.

Dani le dedicó una mirada de agradecimiento, de pura fraternidad, cálida y sentida.

—¿Tu madre era su oncóloga? —le pregunté a Asier.

—Era enfermera —contestó Dani—. Cuidaba de nuestros padres y de nosotros. Un día vino el capullo de su hijo a buscarla… y hasta ahora. Seguimos siendo una piña. Asier y yo hemos llegado a vivir juntos. Sergio estuvo a punto de unírsenos, pero prefirió irse a Londres.

—Es así de despegado… La oveja negra —bromeó Asier.

—Yo también me piré fuera y no me considero una oveja —protestó Nat—. Y tú también te fuiste. Y Greta. Y Dani…, porque no le ha dado la gana.

—Y yo, porque no he podido —murmuró Lara.

Pese a lo liviano de su tono, su frase convocó un silenció atronador. Duró solo unos segundos, pero fue tan absoluto que pude oír la saliva de Asier deslizándose por su garganta, las respiraciones contenidas de Dani y de Natalie, un par de grillos cerca de las mobil homes y al gilipollas fumando en su cabaña.

—Será mejor irse a la cama —dijo la rubia. Acarició la nuca de su marido y le besó en los labios—. Tú quédate si quieres. Voy a dormirme en cuanto roce la almohada. —Él entornó la mirada, la observó con atención un instante y terminó accediendo. Ella sonrió—. Te cielo.

La peculiar forma de verbalizar su amor me recordó a Frida Kahlo. La tristeza que ensombreció la cara de Asier cuando Lara se marchó también me hizo pensar en la pintora.

—¿Qué ha sido eso? —le preguntó Natalie.

—Eso han sido sus alas —dijo él—. Cada vez son más grandes. Y fuertes. Y se merece volar… Joder, claro que se lo merece.

Dani se inclinó sobre la mesa y le dijo en voz baja:

—Lara te ha elegido como compañero. Si quisiera volar sola, ya lo habría hecho.

—Exacto. —Nat le pasó un brazo sobre los hombros—. No se te ocurra dudar de eso. Solo… busca la manera de ayudarla.

—Cómo os quiero, cabrones —susurró Asier con una sonrisa que me pareció preciosa; una que contagió a mi boca.

Tenía delante de mí el vivo ejemplo de la amistad, la que tanto me había faltado y ahora estaba más que dispuesta a recuperar.

En ese instante, supe que mi hogar debía cimentarse cerca de personas como aquellas. El lugar debía ser Madrid. Mi tierra. Eso era. Allí era. En cuanto consiguiera un trabajo, me pondría a buscar en cada calle, barrio y plaza hasta encontrarlo.

Al pensar en mi futuro laboral, el gilipollas de Sergio regresó a mi cabeza. ¿Era oportuno acudir a la entrevista después de nuestro… pequeño desencuentro? Si no me daba ni fuego, ¿cómo iba a creer que fuera a interceder por mí en su agencia? ¿Me merecía la pena ganarme su simpatía a cambio de una oportunidad laboral?