NGEN MAPU

EL DUEÑO DE LA TIERRA

I. C. TIRAPEGUI

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EL NACIMIENTO

EL GRAN TOQUI

EL GOBERNADOR DE CHILE

LA BATALLA FINAL

1

Corría el año 1536 cuando Diego de Almagro llegó a esta zona. Avanzó desde el Virreinato del Perú hacia el sur. Su objetivo era dibujar la cartografía del territorio desde Lima hasta el estrecho de Magallanes. En su camino no encontró nada de lo que buscaba. No halló oro ni plata. Tampoco nativos a quienes conquistar y evangelizar. Hasta que llegó al río Itata, donde tuvo su primer encuentro con los mapuches. Esa primera cita tuvo la forma de una sangrienta batalla donde resultó victorioso, merced a las armas de acero y a las armaduras. Pero lo que desniveló el combate fueron los caballos, que transformaron a los españoles en monstruos de cuatro piernas y dos cabezas. A pesar de la victoria, Diego de Almagro decidió no incursionar más en las tierras de indios tan belicosos. No había riquezas que justificaran tales expediciones.

Pasaron los años y los mapuches no olvidaron su primer encuentro con los españoles. Posteriormente, con la llegada de Pedro de Valdivia en 1540, el recuerdo de los invasores se transformó en una realidad cotidiana. Al principio, los conquistadores europeos seguían siendo seres sobrenaturales para los mapuches. Eso hasta que apareció Lautaro.

Raptado cuando niño y mientras vivió en cautiverio, Lautaro se dio cuenta de que los españoles no eran dioses y que los caballos eran solo animales. Conoció la pólvora, las armas de fuego y la estrategia de guerra española. Luego huyó y llevó este conocimiento a su pueblo.

Aun así, la superioridad militar española seguía siendo evidente. Los mapuches no se dejaron amedrentar y obtuvieron algunas victorias importantes, como la captura y posterior ejecución del primer gobernador de Chile, Pedro de Valdivia. A pesar de esto, el ejército español seguía actuando como una célula, siguiendo una rigurosa cadena de mando, mientras los mapuches combatían disgregados, obedeciendo a diferentes líderes que peleaban entre sí. Cada cacique perseguía sus propios objetivos. No obstante, la esperanza crecía en el corazón de la gente de la tierra, pues una machi se estaba erigiendo como su líder espiritual y político. Su influencia aumentaba entre su pueblo y los toquis de los diferentes rehues y aillarehues se congregaban a su alrededor. Su nombre era Quintuqueo y con ella renacía la esperanza de un único ejército mapuche. El único problema era que una mujer nunca podría ser el líder militar que necesitaban. Tendrían que pasar otros diecisiete años para la realización de este sueño.

2

El imponente percherón negro corre despavorido por la ribera. La luna apenas alumbra el camino que bordea el río Callecalle, pero él conoce bien el trayecto. Muchas veces lo ha recorrido. A pesar de su carácter orgulloso y valiente, galopa aterrorizado, como si quisiera arrancar de la fusta de su jinete. No entiende qué sucedió, pero sabe que es malo. Y por eso ahora corre como rajadiablos.

Su jinete, una mujer embarazada, aguanta el duro andar de su montura. Con una mano toma las riendas y con la otra sujeta su barriga, que sube y baja al ritmo del galope. Tiene treinta y cuatro semanas de embarazo. En su angustia, recuerda el día en que le regalaron el caballo, cuando el percherón era apenas un potrillo de meses. En ese entonces se acababa de casar y la joven pareja vivía en un nido de rosas. Si hubiera sabido cómo acabaría… Pero no se mortifica por ello. Por el contrario, hacía tiempo que deseaba que aquella farsa terminara. Él iba a los burdeles y desaparecía por semanas. Cuando regresaba, desahogaba su impotencia en su cuerpo. Ella lo soportaba todo, porque así la habían criado. Porque era su marido y estaba en su derecho.

El percherón desde potrillo destacó por su gran tamaño. De pelaje negro azabache, una mancha amarilla destaca en el centro del pecho. Parece un carbón encendido con brasas bajando desde su cuello. Esa llama amarilla combina perfecto con los hermosos ojos color miel de la mujer.

Después de dos horas al galope, la mujer empieza a dormitar. El caballo, sudoroso, disminuye su loco andar. Al cabo de un rato, el percherón camina siguiendo sus instintos mientras su carga duerme. Avanza por la ribera hasta que el negro cielo comienza a teñirse de azul. Al llegar a una zona donde el río es bajo, cruza al otro lado. Luego sigue un angosto sendero por entre la espesa selva sureña. Avanza sin descansar hasta que el sol se asoma por la cordillera.

Fatigado por el largo viaje, el percherón se detiene a pastar en las faldas del volcán Domuyo. Tal es su talla que no siente a la mujer en su lomo. En ese instante, Quintuqueo divisa al gigantesco animal. Ha visto caballos antes, pero aun no se acostumbra. Siguen siendo criaturas desconocidas para ella. Pero este corcel negro es impresionante. Es casi el doble del tamaño de los que recuerda. Su sudorosa piel refleja la luz como un espejo negro. El vapor que exuda en la fría mañana primaveral lo hace ver más majestuoso. El percherón nota la presencia de la extraña y reacciona nervioso. Quintuqueo sale de los árboles que la ocultan y trata de acercarse. Al hacerlo, el animal huye por un sendero del volcán. La joven española despierta solo lo necesario para sujetar las riendas y dejarse llevar por el brioso equino. Un traro chilla girando en círculos sobre la machi. Ella mira al ave y esta agranda los círculos en una espiral que enfila hacia la cima del Domuyo. El sol hace relumbrar al traro.

El caballo llega hasta un claro bordeado por un arroyuelo. Sus aguas son alimentadas por la nevada cima del volcán. El animal, agotado, se recuesta lentamente. Entre sueños, la mujer reacciona y se baja del caballo justo antes de que la aplaste. Está sucia, cansada y con fiebre. A pesar de la montura, el percherón se echa sobre sus costillas y se queda dormido.

La machi sube por el sendero del volcán, cuya parte más alta termina en curva, en el vértice de la ladera. Está cerca de la cima. Ahí se detiene a descansar, cuando el traro chilla sobre su cabeza. “Tranquilo, Pelantaro”, dice la machi, a la vez que se sienta sobre una roca. Suspira mientras observa el infinito manto de verde que se extiende a sus pies.

La magia verde siempre la ha acompañado, ya que desde muy niña aprendió el arte de su maestra. Pero Quintuqueo va mucho más allá: descubre secretos y magias que su mentora ni siquiera imaginó. Estudia sistemáticamente las plantas y sus características. Las cataloga y anota sus propiedades. Inventa brebajes para aliviar el dolor de muelas, basados en ajo y hongos silvestres. También mejora las pócimas que su maestra le enseñó. Incluso crea un poderoso veneno que al ponerlo en una herida que pronto se infecta y la víctima muere. Gracias a estos conocimientos, Quintuqueo se gana el respeto de su pueblo. Los enfermos la visitan para que los sane, los caciques y loncos, para solicitar su consejo. Con los años, su influencia ha ido creciendo. Nadie sabe cuántos años tiene, pero representa unos cincuenta, aunque sus ojos digan otra cosa.

El traro se posa en una roca junto a la machi. Quintuqueo recuerda el día que vio a Pelantaro por primera vez. Iba caminando por el bosque, cuando el ave comenzó a volar en círculos sobre su cabeza. Ella no hizo caso y siguió buscando los ingredientes para su pócima analgésica. Desde la llegada de los españoles que los mapuches caían enfermos con nuevos males, desconocidos para la mujer. Sin remedios para sanar a sus pacientes, Quintuqueo se conformaba con aliviar su dolor dándoles analgésicos naturales. Pero esa vez no encontraba el ingrediente más importante: un hongo de color rojo que crece en los troncos caídos. El traro continuó rondándola. Cuando ella se detuvo, el ave hizo lo mismo, reposando en una rama cercana. Desde allí le chilló mirándola fijo a los ojos, como si hubiera querido hablarle. Quintuqueo simuló no notar su presencia. Después de mucho andar, encontró lo que buscaba. Tomó un pequeño cuchillo y con habilidad cortó las rojas setas que necesitaba. Las guardó en una pequeña bolsa, que cerró con un cordón y dejó sobre el tronco. Un viento helado rozó su mejilla. Era el traro, que tomó con sus garras la bolsa y voló con ella. Ese fue su primer encuentro con Pelantaro y su entrada a un mundo mayor.

Habiendo descansado, Quintuqueo se levanta para seguir su camino. Apenas dobla la curva, encuentra lo que busca. El gigantesco caballo negro está acostado a unos cinco metros de la mujer que lo montaba. Ambos duermen en un amplio claro bordeado por un arroyo, abrigados por el cálido sol de noviembre. Avanza con cuidado para no despertar a los extraños. Al llegar junto a la mujer se da cuenta de que está embarazada y con la ropa rasgada. Su vientre está desnudo mirando al cielo, y en él, tatuado con fuego, un gran sol dividido en cuatro por dos líneas perpendiculares. El anca del percherón tiene el mismo símbolo. Pelantaro vuela en círculos sobre ellos.

Ella es española, eso lo sabe la machi, pero qué hace ahí. Por qué subió al Domuyo, la montaña de fuego. Y ese negro animal quizá sea el guardián que el Sol ha enviado para protegerla a ella, su amante. Quizá la profecía del Domuyo se cumpla por fin. El Sol envió a su hijo para liberar al pueblo mapuche del invasor venido del minchemapu. Estas y otras ideas cruzan por la cabeza de Quintuqueo cuando el caballo despierta y comienza a relinchar asustado. Se levanta en sus dos patas traseras y sus gigantescas pezuñas la hacen retroceder hasta tropezar y caer. De pronto, partida en dos, la montura del caballo cae al suelo y el animal huye libre.

Con tanto ruido, la española despierta y ve a la ma-chi junto a ella. Lo único que sabe de los araucanos es lo que le han dicho: “Son animales salvajes que no creen en Dios ni en el rey. Si os atrapan, os torturarán hasta la muerte”. Con esta única referencia, la mujer intenta retroceder asustada, pero está demasiado débil. Quintuqueo trata de calmarla con gestos y palabras de alivio. De pronto, fuertes puntadas en el estómago hacen que olvide su temor. Comienza a retorcerse en el suelo y la machi reconoce de inmediato los síntomas. Desde siempre ha ayudado a las mujeres de su pueblo a dar a luz y sabe exactamente qué hacer. Toma a la mujer del tronco y la sienta. Ella se da cuenta de que la araucana quiere ayudarla y se deja llevar. Abre las piernas y las flecta. Con un brazo se apoya en el suelo y con el otro sujeta su estómago. La machi se arrodilla delante de ella y con gestos le indica que debe pujar. La joven española lo hace, en medio de gritos y respiraciones agitadas. Las manos de Quintuqueo toman con destreza la cabeza del bebé que ya empieza a asomarse. Ella sonríe mientras trae a la vida al infante. Tras quince minutos nace un niño con marcados rasgos indígenas, aunque sus ojos rasgados son del color del fuego, idénticos a los de su madre. Amarillos como el sol. La española cae rendida por el esfuerzo.

Quintuqueo lava al bebé en las gélidas aguas del río. Luego lo abriga entre sus ropas y lo deposita con ternura en el suelo. Observa a la mujer, que sangra profusamente. La machi sabe que no hay mucho que pueda hacer. Le toma las manos y la recuesta sobre su regazo. Lenta e inexorable, la vida escurre roja por entre sus piernas. La mujer deja de sangrar y ahora parece descansar en un plácido sueño. La machi la observa con detención. La ganadera marca de la muchacha desapareció entre los pliegues de su ahora vacío estómago. También el fuego de sus ojos se ha desvanecido.

3

Con el bebé en brazos, Quintuqueo camina pensativa hacia su ruca. Su hogar está ubicado en un cañón que se forma entre la muralla sur del volcán Domuyo y el cerro vecino. Muy pocos conocen ese lugar, pues su entrada está oculta a las miradas curiosas.

Quintuqueo descubrió el cañón gracias a Pelantaro, quien la guió después de robar su bolsa en su primer encuentro. Pelantaro sabía que la mujer lo seguiría para recuperar los hongos, así que voló sobre ella acercándola cada vez más al volcán. La machi pensó en dejar al ave en paz y buscar hongos en otro lugar, pero su curiosidad pudo más. El traro no actuaba por instinto, sino que tenía un propósito y ella debía averiguar cuál era. Así avanzaron hasta las faldas del Domuyo, donde Pelantaro se posó sobre una roca, al final de una alta pendiente. Ella lo vio a la distancia, pero al acercarse, el ave desapareció de su campo visual, como si la montaña lo hubiese tragado. La machi sabía que el traro estaba ahí, esperando, así que avanzó hasta llegar al inicio de la pendiente. No era difícil subir aquella ladera, pero no tenía ningún sentido hacerlo, pues tras ella continuaba la montaña, subiendo imponente hasta el cielo. Al menos eso era lo que veía la machi hasta que llegó a la cima y comprobó que al otro lado había un cañón oculto. Pelantaro, con la bolsa en sus garras, se elevó chillando por los aires.

El bebé llora rabioso, maldiciendo al mundo. No sabe que su madre murió, pero lo presiente. Maldice porque todo lo caliente y acogedor que conocía ha desaparecido para siempre. Llora hasta quedar agotado y luego, sigue llorando. Pero cuando la machi termina de subir la pendiente, en la entrada al cañón, se calla. Siente de nuevo el calor del vientre de su madre. Otra vez está acogido y seguro.

La mujer avanza por el cañón hasta llegar a su ruca. Al entrar, se dirige a una cama, donde acuesta y arropa al bebé. El hogar de Quintuqueo no tiene la arquitectura clásica mapuche. Su ruca es una gran habitación rectangular, con cuatro ventanas, cada una orientada a un pun-to cardinal. Hay una puerta que da a otra pieza, que tiene un boquete al medio del techo y dibujadas a su alrededor están las constelaciones y sus nombres. En la habitación principal, el fuego está junto a la pared y el humo sale por un agujero encima de él. En la mesa están Millaray y Curamil, dos huérfanos de la guerra contra los españoles. También está Saqui, hija de Guacolda.

—¿Qué hacen ahí mirando como tontos? —los niños se observan—. Vayan a buscar a Guacolda —y con un gesto de su mano, la machi los hace salir del lugar.

Millaray tiene un año y recién empieza a caminar. Curamil y Saqui tienen siete y, tras la orden de la machi, parten de inmediato. Les gusta echar carreras y como siempre, llegan casi al mismo tiempo hasta la alta muralla de piedra en la entrada del cañón. En medio de la pared hay tallada una escalera llena de adornos. Imágenes de la luna, las constelaciones y varias figuras geométricas están esculpidas alrededor de los peldaños. En la mitad de la pared de rocas hay tallado un sol de cuatro metros de diámetro, cuya circunferencia está partida en cuatro partes iguales por dos líneas rectas. Casi igual a la cicatriz que la mujer española tenía en su estómago.

Curamil llega hasta la escalera y comienza a trepar a toda velocidad. Saqui sube a una tarima atada por cuerdas y unida a un alambicado sistema de poleas. Comienza a tirar la soga hacia abajo y la tarima empieza a subir. Cuando llega hasta la cima, Curamil está esperándola agotado. Ambos bajan la pendiente, riendo y desafiándose a otra carrera.

De una fuente llena de pequeñas piedras de colores, Quintuqueo recoge siete rojas y las mete en un saco, que también incluye una nota. Se lo da a Pelantaro, que lo toma con sus garras y se eleva veloz por los cielos.

Un par de horas después, Guacolda y los niños llegan hasta la ruca de la machi. Guacolda es una mapuche joven y robusta, que acaba de dar a luz. Apenas ve al bebé acostado en la cama, adivina lo que Quintuqueo necesita pedirle.

—Otro huérfano que criar, mi amiga —dice sonriendo Guacolda.

—Siento molestarte, pero él es muy especial —Guacolda se acerca al bebé y queda atónita al ver los ojos del infante.

—¿Crees que sea…? —mira incrédula a Quintuqueo.

—Estoy segura —contesta la machi.

La planicie de los grandes toquis es un claro junto a la ribera. Desde tiempos inmemoriales los mapuches la han usado para sus fiestas y competencias. Ahí es donde, al atardecer, Quintuqueo se reúne con otros siete mapuches. Ellos son los caciques más importantes y líderes de los grandes aillarehues de la región. Cada uno de los hombres le entrega una piedra roja a la machi. Luego se sientan en el suelo formando un círculo.

—Amigos —inicia Quintuqueo—, ha llegado el día anunciado. Pronto la profecía del ngen mapu habrá de cumplirse. El Sol ha enviado a su hijo para expulsar al invasor de nuestras tierras.

—¿A eso nos convocas, vieja bruja? —interrumpe Acañir—, ¿a hablar de profecías y cuentos de niños?

—No. Los convoco a respetar su palabra —la machi fija su vista en Acañir, luego continúa—. A cumplir la promesa que me hicieron hace tanto tiempo —los hombres guardan silencio.

—Y así lo haremos —dice Lonkopán. Los demás asienten.

—Está bien —dice Acañir—, pero quiero ver a ese hijo del Sol.

—Y lo harás —contesta la machi—, mañana en la noche. En el lugar donde nacieron los grandes espíritus. Ahí también nació el ngen mapu. Ahí celebraremos el bautizo de Anganamón.

—Que así sea entonces —concluye Lonkopán.

A la mañana del día siguiente, Quintuqueo va a pedir consejo a su amigo Huenupán, el inulpamahuida. Siguiendo un sendero ubicado a metros de su ruca, Quintuqueo se adentra hasta el fondo del cañón. Ahí enfrenta un acantilado rocoso. Comienza a subir por un camino invisible de apenas medio paso de ancho. A medida que avanza, la senda se va haciendo más amplia y cómoda. Desde el suelo, la imagen de la machi es la de alguien caminando en el aire junto al acantilado. El sendero sube zigzagueante hasta terminar en una saliente ubicada a unos setenta pasos de altura, protegida por un pequeño techo de piedra. En el rincón, Huenupán crece imponente sobre roca sólida. Pareciera que sus raíces sostuvieran toda la montaña. Basta mirarlo para saber que tiene cientos de años, tal vez miles. Quintuqueo se sienta a su lado y le pregunta qué piensa al respecto. Varias horas después, se pone de pie. Recoge algunas hojas y ramas recién arrojadas por Huenupán. “Estoy de acuerdo contigo”, dice Quintuqueo y comienza a descender por el acantilado.

Quintuqueo conoció a Huenupán siguiendo a Pelantaro, el que después de guiarla hasta el cañón del volcán Domuyo, voló para posarse sobre sus ramas. La machi lo observó desde la entrada del cañón, pero sin saber cómo seguir, ya que la ladera terminaba en un precipicio de unos veinte metros de altura. Quintuqueo recorrió la cima hasta llegar al rincón sur, donde colgaban dos cuerdas paralelas. Tomó una para probar si resistía su peso y la jaló hacia abajo. Para su sorpresa, la cuerda cedió de inmediato, por lo que volvió a intentarlo. Lo hizo hasta que la soga se trancó después de que una tarima llegara hasta donde estaba ella. La mujer se subió y trató de seguir tirando de la cuerda. Como no pudo, hizo lo mismo con la otra soga, y la tarima comenzó a descender. Sorprendida, bajó lentamente, desconfiando de aquel extraño mecanismo. Al llegar al suelo, corrió hasta estar a unos diez metros de distancia. Ahí giró para ver la pared de piedra y se dio cuenta de que la roca había sido tallada. Lo que más llamó su atención fue un sol gigante que lucía imponente en el centro de la imagen. La mujer miraba embelesada aquel grabado cuando el chillido del traro la hizo reaccionar. Siguió por un sendero hasta el fondo del cañón, donde enfrentó el acantilado. Desde las alturas, Pelantaro chilló con fuerza. La machi no sabía por dónde subir, no veía ningún camino, así que decidió escalar. El ascenso fue lento y dificultoso, pero su curiosidad podía más y continuó trepando hasta llegar a un sendero de un paso de ancho. Desde la altura, la machi vio claramente un camino que llegaba al suelo. Luego, subió hasta donde estaba el ave.

Cuando llegó a la saliente, Quintuqueo descubrió el cadáver de una anciana. Junto al cuerpo estaba el inulpamahuida, creciendo imponente sobre la roca. Los inulpamahuida son, desde siempre, los aliados de las machis en su lucha contra los espíritus malignos. Son los trepadores de la montaña, aquellos que con sus raíces, ramas y hojas conectan esta tierra con el mundo de los espíritus. Eso lo sabía Quintuqueo, pero nunca había visto uno y hasta ese día pensaba que era solo un mito.

La joven machi observó el rostro de la anciana muerta y la reconoció de inmediato. Era Amuillán, una poderosa machi conocida en toda la región. Quintuqueo había sido su aprendiz durante unos años, hasta que un día la anciana desapareció y nadie volvió a verla. Eso había sucedido hacía muchos años y a pesar del tiempo transcurrido, la mujer lucía igual. Quintuqueo la tomó en sus brazos y lloró por la partida de su vieja mentora. Cuando sus lágrimas tocaron la piel de la anciana, sintió como si pusieran un velo verde frente a su rostro. Desde ese momento vio el mundo diferente, con colores más vivos. Observó cosas que antes eran invisibles para ella. De pronto, el sonido del viento rozando las hojas y ramas del árbol dejó de ser solo un ruido y se transformó en conceptos. Palabras simples que significaban mucho. Ideas completas resumidas en sibilantes sonidos. Poco a poco comenzó a descubrir el lenguaje del inulpamahuida. Pelantaro dejó caer la bolsa que contenía los hongos. Luego alzó el vuelo. “Gracias”, contestó la machi.