Terror bajo tierra

Jacqueline Balcells y Ana María Güiraldes

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Cuando el dios de los ojos azules
baje a la tierra honda
encontrará la Quinta Puerta:
la puerta de la libertad.

(Libro de los hombres de abajo, capítulo XI)

1

Sobre la acera iluminada por un farol se levantó la tapa de una alcantarilla. Unos segundos después caía hacia un lado con un sonido seco. Dos inmensos ojos amarillos se asomaron. Un cuerpo cubierto de pelos blancos saltó al pavimento y se deslizó en silencio hasta la esquina.

La figura rechoncha y baja se detuvo. Miró hacia arriba. Su pelaje se estremeció al contemplar ese cielo estrellado en el que brillaba un pedazo de luna. Emitió un gruñido y cruzó rápidamente la calle, a esa hora solitaria. Tras una empalizada, bajo la garra de acero de una grúa, se elevaba un cartel. Sus letras gigantescas se encendían y se apagaban: AQUÍ SE CONSTRUYE LA TORRE CENTRAL, LA MÁS ALTA DE SUDAMÉRICA. El peludo corrió, tomó impulso, su cuerpo cruzó como una bola blanca de cuatro extremidades extendidas hasta el otro lado de la cerca. Contempló las enormes maquinarias y sorteó sacos de cemento y maderas apiladas. Olisqueó por unos segundos el aire y caminó directo hacia una enorme excavación. Cuando llegó al borde miró hacia el fondo: desde lo más profundo brotaban cientos de fierros aguzados.

De su garganta brotó un sonido largo y ronco.

—¿Quién anda? —gritó el guardia.

El pelaje blanco volvió a sacudirse y antes de que el hombre saliera de su caseta, el intruso elevaba otra vez su cuerpo y saltaba como un felino la empalizada.

En el silencio de la noche, el chasquido de las uñas contra el pavimento resonó como un fuerte golpeteo de teclas, pero esta vez el ruido de la tapa de la alcantarilla al caer casi no se escuchó.

A esa misma hora, en otro lugar de la ciudad, Hernán Monsalve se sacó la chaqueta y la lanzó sobre el sillón. Suspiró hondo, como si el aire le ayudara a echar fuera todo el cansancio.

—Isabel, me muero de hambre, ¿qué hay de comida?

—Pollo con puré.

—¿Llegó Tomás?

—Sí, debe estar hablando por teléfono con Laura, para variar.

El hombre se dejó caer sobre los cojines del sofá y cerró los ojos.

—¿Problemas? —preguntó su mujer.

—Vengo de una larga reunión: eso de cavar decenas de metros bajo el suelo se está complicando.

Ella se encaminó hacia la escalera y llamó:

—¡Tomás, a comer!

—¡Ya voooy! —respondió el muchacho.

Pero no fue. Siguió hablando por teléfono echado en su cama, con sus largas piernas enfundadas en unos jeans desteñidos y las zapatillas apoyadas sobre la colcha.

—¿Tú crees que te van a dar permiso para lanzarte desde un puente con un elástico?

Tomás reía y sus enormes ojos azules se convertían en dos rayitas brillantes.

—¿Escondida?… oye, tú sí que eres loco…

Isabel volvió a gritar.

—Laura, me están llamando a comer, después seguimos…

Lanzó un beso al auricular y colgó con un golpe. Se enchufó los audífonos del iPod, salió de su habitación y bajó a saltos las escaleras.

Entró al comedor tarareando.

—¡Sácate eso, Tomás! —dijo Isabel, señalando sus orejas.

El muchacho obedeció.

Hernán desordenó con cariño el pelo oscuro y rizado de su hijo.

La fuente de loza blanca resplandecía con ensaladas verdes, mientras el vapor del pollo ondeaba bajo las seis luces de la lámpara que colgaba del techo.

—¡Mmmm! ¡Qué hambre! —exclamaron padre e hijo.

En medio de la gruta, apenas iluminada por el fuego, se sintió una fuerte vibración. Polvo y tierra comenzaron a caer del techo y a ensuciar el albo pelaje de App, Prila y la pequeña Tistis. También caían sobre la piedra plana alrededor de la cual estaban encuclillados y sobre el plato de greda, repleto de gusanos y raíces humeantes. La blanca y casi transparente mano de Prila levantó entre dos uñas el terrón que se hundía entre los alimentos y lo arrojó con fuerza contra la pared. Tistis emitió un chillido y la imitó lanzando su tazón. Los trozos de barro cocido saltaron por todas partes.

—¡App! —reclamó Prila, dando pataditas contra el suelo.

—¡Paciencia, más paciencia! Nem nos dirá qué está pasando arriba —respondió App.

—¿Más paciencia? esperemos que las piedras no caigan sobre Tistis, como la otra vez —gimoteó ella dirigiendo sus ojos amarillos y redondos hacia el techo. Luego levantó con la punta de sus garras una porción de comida y la sirvió a su hombre sobre un cuenco. Hizo lo mismo para ella y quedándose muy quieta inclinó la cabeza.

App alzó sus dos palmas rosadas hacia lo alto.

—Gracias al que fluye y al que brilla por estos alimentos que llenan el hambre.

—Gracias ecuax por esta agua que moja la sed y por esta luz que achica las sombras —siguió Prila.

Luego de la alabanza, App comenzó a engullir su cena. Prila, en tanto, eligió con cuidado un gusano pequeño y lo depositó en la diminuta boca de su hija.

El polvo en suspensión siguió cayendo, imperceptible. Y siguió cayendo sobre la mesa, sobre los jergones de paja, sobre un pequeño ratón de madera y sobre los cuerpos peludos y los rostros pálidos.

App, pensativo, miraba subir el humo del fogón hacia el ducto que desembocaba en galerías superiores. El sonido de sus dientes triturando insectos se unía al canturreo de Prila, que intentaba adormecer a su pequeña. Cuando Tistis se durmió abrazada a su ratón de juguete, el padre fue hacia ella.

—Cuidado, que no abra los ojos —advirtió Prila.

—Tranquila —el hombrecillo se inclinó, olió la cabeza de su hija y sus labios chasquearon contra la redonda mejilla—. Es hora de ir al Consejo —dijo incorporándose.

Al final de un largo corredor en el que confluían dos pasadizos se abría la Caverna del Consejo. Un mural pintado en la cúpula mostraba dos inmensos ojos azules que flotaban en un agua clara entre un mar de peces. Muchas piedras de colores se habían desprendido del techo, dejando innumerables huecos grises y negros; algunas estaban diseminadas por el suelo, partidas o pulverizadas. App caminó hacia un grupo de hombrecillos peludos que rodeaban a un viejo desdentado y de mirada severa, sentado sobre un sitial de roca, cuyo respaldo semiderruido también acusaba la violencia del temblor de la tierra. A su lado, en un atril cincelado en la piedra, descansaba un libro con tapas de cuero carcomidas. En su portada relucían unos signos dorados de amplios y ondulados trazos.

Al gesto del anciano, un intraterrestre avanzó. Portaba una bandeja de madera sobre la que reposaba un báculo coronado por una esfera de piedra negra de la cual salían cinco largas puntas. Llegó junto al jefe y se lo ofreció con una reverencia.

El viejo se puso de pie y levantó el báculo al tiempo que exclamaba:

—¡A ecuax su protección!

—¡A ecuax! —respondieron las voces chillonas.

Luego bajó el báculo y habló con gran autoridad:

—La tierra cae y sigue cayendo. Los caminos del aire se obstruyen. Las narices respiran polvo y las piedras hieren y matan. La Hospedería de los enfermos se hace pequeña para recibir a los heridos y la de los Muertos está llena. Nem regresó de arriba y vio lo que sucede: están cavando muy hondo. ¡Ya casi están sobre nuestras cabezas!

Encuclillado junto a los demás, el aludido volvió a emitir ese gruñido ronco y doloroso que había soltado bajo el cielo de luna brillante al ver la excavación salpicada de fierros que se clavaban tierra abajo. A su gruñido se unieron otros y el clamor se intensificó. Y como si esos sonidos roncos hubieran alterado de nuevo a la tierra, se escuchó el ya habitual bramido que anunciaba un remezón. Pero ahora el movimiento subterráneo fue más violento que otras veces. Una de las paredes se empezó a desmoronar, mientras piedras y lagartijas rodaban entre el polvo. Un peñasco voló y cayó sobre la espalda de uno, lanzándolo de bruces sobre el suelo. La tierra se elevó como una bruma gris y las toses se confundieron con los quejidos.

El viejo se puso de pie tambaleándose. Elevó las manos, sus dedos arañaron el aire y una orden rabiosa brotó de su garganta:

—¡Vigía de la Palabra! ¡Tu hora de subir ha llegado!

App, que ya salía a ver a su familia, detuvo sus pasos, se volvió hacia el jefe y asintió con la cabeza, antes de seguir su camino. Ahora solo le interesaba saber si Prila y Tistis estaban bien.

Corrió por los pasadizos oscuros escuchando gritos de mujeres y niños. Contempló con ira los nuevos derrumbes y saltó sobre un par de cuerpos heridos. Llegó a la puerta de su caverna con las narices dilatadas por la ansiedad.

—Todo bien, todo bien —sollozó Prila al verlo entrar. La pequeña Tistis descansaba entre sus brazos cubierta por una piel.

A través de la tierra en suspensión, App contempló el fogón humeando sin llamas y el pequeño jergón donde ahora reposaba un pedrusco en el lugar donde había estado el cuerpo de su niña.

—¡Subiré mañana! —exclamó, enterrando las uñas en sus palmas.

2

LA TAPA de la alcantarilla volvió a sonar contra el cemento al ser descorrida. El transeúnte que caminaba a toda prisa hizo un rodeo para seguir y en su apuro no vio las pequeñas manos ni tampoco las tres cabezas albinas que asomaron.

Pero sí los vio un niño.

—¡Mira los monos blancos! —gritó tironeando a su madre.

—¡Camina! —fue la respuesta.

La mujer siguió calle arriba a paso rápido, mientras su hijo la seguía al trote mirando hacia atrás.

Los protuberantes ojos de App, Nem y Luk parpadearon encandilados bajo la tímida luz del atardecer. La ráfaga de viento que sopló en ese instante les llegó en una bocanada que los atragantó. Demoraron unos segundos en reponerse y saltaron a la superficie. Guiados por Nem, el Vigía de los Caminos, corrieron con pasos cortos y rápidos sobre el pavimento, haciendo danzar las faltriqueras que colgaban de sus cinturas. Se encogieron ante los vehículos que pasaban con estruendo y alzaron las cabezas para contemplar con asombro los múltiples edificios que se alineaban a lo largo de la calle.

Se taparon los oídos mientras corrían. El ruido de las máquinas de la construcción, que se sumaba al sonido de bocinas y motores, retumbaba en sus cabezas. Llegaron hasta el cerco tras el cual se alzaba el cartel que decía Torre Central. Nem indicó la pared a tiempo que su mano viajó en un gesto curvo por el aire.

Segundos después, el que los hubiera visto habría pensado que tres enormes gatos saltaban sobre la empalizada que resguardaba las obras del edificio más alto que se construía en el país.

Cayeron al otro lado en silencio y comenzaron a caminar rodeando máquinas y cerros de escombros.

Dos obreros interrumpieron su faena y una enorme retroexcavadora dejó de bramar.

—¡Jefe, tenemos compañía! —rió uno de ellos.

Hernán Monsalve levantó la cabeza del plano que consultaba y abrió la boca desconcertado. Frente a él, tres hombrecillos cubiertos de pelaje blanco se acercaban a saltitos.

—En… paz… —pronunció con lentitud App, en esa lengua que había aprendido de su padre y este, a su vez, de su propio padre, de generación en generación. Y con orgullo, volvió a pronunciar “en paz”. No en vano pertenecía a la familia de los Vigías de la Palabra.

Monsalve no solo escuchó la voz desafinada y aguda, sino que contempló con desconfianza las cinco uñas curvas que se elevaban frente a él.

—¡Seguridad! —gritó.

A su alrededor ya se había reunido un grupo de hombres con mamelucos y cascos amarillos premunidos de palas y chuzos.

Los intraterrestres esperaban quietos y en silencio, pero sus orejas se movían atentas.

—¿Jefe… tú? —preguntó finalmente App a Monsalve.

—¡¿Qué broma es esta?! —el desconcierto del constructor era evidente.

—Venimos de abajo —siguió el Vigía de la Palabra. Luego se dirigió a los obreros que los rodeaban—: ¡No excaven más; tierra honda se destruye!

Un hombre vestido de azul y con un revólver en la mano llegó corriendo. Los trabajadores le dieron paso y el guardia se detuvo en seco a la vista de los peludos.

—¡¿Qué es esto?! —exclamó mirando a su jefe.

—¡Miren, hay enanos disfrazados! —gritó alguien.

—¡Sácalos inmediatamente de aquí! —ordenó Monsalve al guardia.

—¡Ya, muévanse, mamarrachos! —el hombre de seguridad apuntó a los intrusos con su revólver.

Pero App, impertérrito, siguió con su discurso. Las palabras surgían una a una con dificultad.

—¡Somos de aquí! —su índice apuntó al suelo—. Nunca los hemos molestado, pero ustedes nos están matando.

Las palabras de App terminaron en un chillido cuando su barriga fue punceteada por un chuzo. Al mismo tiempo, otro de los obreros hundió su pala en el suelo justo bajo los pies de Luk y luego la levantó como si el hombrecillo fuera un montón de tierra. El agredido cayó al suelo, pero su reacción fue inmediata: hincó los afilados incisivos en el tobillo de su atacante, que aulló de dolor.

—¡Rata asquerosa! —gritó el hombre dejando caer la pala sobre la cabeza de Luk.

Animados por la acción del obrero, otros dos se abalanzaron sobre App y su compañero y los agarraron por los pelos. Al verse inmovilizado, App mordió con todas sus fuerzas las manos que lo aprisionaban y su amigo hizo lo mismo. Los hombres soltaron sus presas entre gritos y el guardia disparó al aire. El instante de desconcierto fue aprovechado por App y Nem que en dos saltos veloces levantaron al aturdido Luk y sujetándolo por ambos brazos lo arrastraron hacia el foso, con la velocidad de animales asustados.

El guardia apuntó cuidadosamente hacia los que huían y apretó el gatillo. La bala alcanzó la espalda de Luk antes de que los tres desaparecieran en la inmensa boca abierta en la tierra.

Cuando los perseguidores llegaron al lugar de la excavación, el ascensor de madera y cuerdas ya se había perdido de vista.