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El Enanífero

El resplandor del horizonte

El Hombre de los Cuatro Vientos

Alegres se desplazaban por el cielo los nuevos Hombres del Sur, desplegando sus brazos membranosos, dominando las distancias con sordos aleteos.

Y las estrellas, desde la profunda cuenca del espacio, se convirtieron en los únicos testigos de cómo unos hombres en el sur del mundo fueron capaces de recolectar el resplandor del horizonte.

–Por algo soy el Viento Oeste y saben que conozco mucho mundo. Pocas veces me aburro como ustedes: me gusta experimentar. Les prometo que hacer cosas diferentes, nuevas, es bastante entretenido.

–¡Acordado! –exclamaron todos los vientos impulsivamente.

Y de nuevo el eco regresó de las montañas, pero ahora con voces animadas y alegres.

Pronto comenzó la fiesta de los cuatro vientos. Cada uno retrocedió a su lugar de origen y desde allí se abalanzó hacia el centro del valle; hacia el punto donde se encontrarían para reventar en un poderoso abrazo.

El cielo se iluminó y nació por primera vez el relámpago. Un rayo recortó con violencia el espacio y se enterró en los arenales.

–¡Allá vamos! –gritaban los cuatro vientos. Y la Tierra se estremecía con las tormentas eléctricas, con los relumbrones de energía desbocada.

Nadie había para asustarse. Nadie estaba para admirarse. Nadie se sentiría dañado, porque nadie existía todavía. ¿Nadie? Un momento: cosas extraordinarias estaban sucediendo en todas partes. El cielo se empezó a nublar, no con polvo, sino con diminutas partículas de agua.

Los cuatro vientos decididamente habían perdido la compostura. Empujaron las nubes, se recostaron sobre su mullido lomo o se ocultaron en su espesura preparándose para otro encuentro.

Y de nuevo los relámpagos, los rayos, pero ahora algo más… ¡la lluvia! La primera lluvia sobre la reseca faz de la Tierra. A lo lejos las montañas se cubrieron de nieve, por las quebradas bajaron limpios hilos de agua que fueron uniéndose como brazos amistosos para formar los primeros ríos. Fue entonces cuando la Tierra se sintió palpitar como si fuera el único corazón con vida del Universo.

Pasaron los días, los años, los siglos, los milenios y los cuatro vientos se sentían muy regocijados cuando veían crecer las plantas, los árboles, las flores, los animales, siempre cerca de los riachuelos. Los cuatro vientos estaban muy dichosos por su nueva obra. Pero había mucho que hacer todavía. Era tal el trabajo pendiente, que casi no tenían tiempo para conocer en su totalidad la nueva creación que se multiplicaba por la Tierra, sola y maravillosamente.

Hasta que regresaron a sus conciencias las preocupaciones. Comprendieron que no serían capaces de cuidar lo que habían hecho, solos jamás lo lograrían. Entonces convinieron que debían colaborar para que naciera alguien que los ayudara a cuidar lo que tanto amaban. No querían por nada regresar a los ingratos tiempos de los turnos, cuando todo lo que hacían desaparecía sin dejar huellas ni recuerdos.

Y se reunieron de nuevo en el lugar que acostumbraban cuando había problemas importantes: en las montañas andinas, tan hermosas con sus cimas nevadas. Porque todo estaba cambiado: las quebradas recogían las vertientes y numerosos arbustos y animales convivían alrededor de aquellas aguas frescas y perfumadas. También los pájaros ensayaban los vuelos aprendidos de los vientos.

–¿Quién protegerá lo que hemos hecho? –comenzó a hablar el Viento Este, sintiéndose dueño de casa, porque había nacido en la cordillera de los Andes.

–No creo que lo sepamos todavía. Pero pienso que si en la Tierra ha crecido todo lo que hemos hecho, la Tierra es el lugar preciso para que formemos a nuestro guardián y nuevo compañero.

Así reflexionó el Viento Oeste, siempre muy sabio y conocedor de tantas cosas.

–¿Pero qué forma tendrá? –preguntó el Viento Norte, muy dispuesto a colaborar.