Perico trepa por Chile

Marcela Paz y Alicia Morel

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1 El fueguino

—¡Perico, vuelve a contar!

—Pero si conté bien, señorita.

—Contaste solo hasta treinta… —la profesora parecía a punto de enojarse—. Escucha, Perico, ya es hora de que pongas atención. Sabes leer y escribir, pero cuentas solo hasta treinta. ¿Qué te pasa? Toda la clase sabe contar hasta mil…

Perico miró al suelo. Tenía sus razones para no saber contar como los otros. Pero no podía decirlas. Empezó a pasar el dedo en torno al pupitre.

—¡Perico!

—Sí, señorita —se levantó y miró de frente a la maestra.

—¿Tienes alguna preocupación? ¿Hay problemas en tu casa?

Perico miró a sus compañeros que reían y también rió. Sus grandes dientes blancos separados brillaban en su cara morena, más morena por el acholo. En realidad, no sabía si todos se reían de él y tampoco entendía las preguntas de la profesora.

Por fin se decidió a contestar:

—Sí, señorita, hay problemas… —dijo.

—Bien, Perico, hablaremos después —y continuó la clase.

Perico tenía ocho años y le gustaba mucho ir a la escuela y jugar con los compañeros. Su vida era muy sola en el rancho de su padre, tan lejos de todo. Tan lejos que para ir a la escuela tenía que hacerlo en el caballo de su padre y salir de noche en invierno. Pero el animal conocía el camino a ciegas y ni siquiera tropezaba.

Vivían en Tierra del Fuego, la zona más austral de Chile, donde los días son tan cortos en invierno que apenas hay cinco horas de luz. Al revés, en verano son tan largos que todos se acostaban en pleno día, porque la noche era la corta.

En sus pequeñas tierras de lomas suaves, el padre de Perico criaba ovejas finas, que él mismo pastoreaba. Le había dicho a Perico que el día que pudiera contar hasta cincuenta, tendría que hacerse cargo del rebaño. Pero Perico prefería continuar yendo a la escuela, aunque para llegar a ella tenía que salir a veces con dura lluvia y el viento helado que lo traspasaba más que la nieve. Y por eso Perico no aprendía a contar hasta cincuenta.

—Si mi padre me pone de pastor, tendré que estar toda mi vida contando ovejas, como él —pensaba Perico mirando el largo mapa de Chile que colgaba en un muro de la sala de clases—. No. Algún día treparé por mi tierra igual que una araña. Recorreré hasta el último rincón…

Pero esa misma noche, durante la comida, su padre le dijo:

—Perico, desde mañana cuidarás mis ovejas. Empieza el buen tiempo y es hora de que me ayudes.

—Pero papá, usted tiene cincuenta ovejas. Yo sólo sé contar hasta treinta…

—Contarás las treinta y luego veinte más. Así sabrás que están ahí mis cincuenta borregas.

A Perico se le alargó la cara. Ya no volvería a la escuela, no vería las fiestas de fin de año, no galoparía a todo lo que daba el caballo de su padre para llegar a tiempo. Se aburriría atrozmente cuidando y contando ovejas, solo, entre lomas.

Sintió ganas de llorar, porque no podía adivinar las sorpresas y aventuras de su nueva vida.

—Al menos podré ir a despedirme de los amigos y de mi maestra… —moqueó.

—Irás sólo a eso. Luego vuelves al monte, donde estaré esperándote…

Desde ese momento, la escuela se convirtió en lo más maravilloso y alegre de su vida. Soñó toda la noche con sus compañeros que corrían y gritaban jugando. Parecían tener alas y volar sobre los patios…

Se despertó y partió corriendo a ensillar su caballo. Galopaba pensando en la soledad que lo esperaría un par de horas después.

No quiso decirles a sus amigos que ya no volvería. No quería que lo compadecieran. Quizá se lo contaría a la profesora. Llegó hasta su pupitre y se sentó como todos los días. Trataba de no pensar que al salir a recreo se iría para siempre de ese mundo y sería un pastor. Solo. Mudo. Con disimulo, sacó un clavo de su bolsillo y grabó su nombre en su pupitre: “Perico el trepador”.

Salió con todos al recreo, y de pronto se acercó a su profesora y, sin mirarla, le dijo:

—No volveré. Desde ahora cuidaré las ovejas de mi padre… —y sin esperar comentario, corrió hacia el cobertizo, apretó la cincha a su caballo y, montando de un salto, partió a todo galope.

Llegó al lugar del pastoreo.

—No has traído almuerzo y es tarde —dijo su padre—. Será mejor que empieces desde mañana…

—No, papá, tú dijiste que empezaría hoy…

—Debiste llegar más temprano para eso. Lleva al rosillo a casa. Está todo sudado, llévalo al tranco. Almuerza.

Por un momento, Perico sintió rabia. ¿Por qué lo habían hecho volver de la escuela a media mañana? Luego reaccionó, al torcer la rienda y encaminarse paso a paso a su rancho. Tenía que olvidarse del colegio. Al fin y al cabo, un día u otro, todos dejan la escuela para irse a trabajar. Ahora le tocaba pensar en algo para no aburrirse de pastor… Y vio la imagen del pastorcito del nacimiento con su flauta. Sí, él podía hacerse una de caña. Con su flauta llamaría a las ovejas, inventaría una melodía para ellas y para el mundo entero. Quizá sería un flautista famoso y entonces viajaría por todo Chile hasta llegar a Arica. Bien caminados, quizá podría hacer el recorrido en una semana.

El rosillo alargaba el camino con su lenta marcha. A él no le pasaría eso —pensaba Perico—; nunca se había cansado. Seguramente el rosillo era viejo…

Lo dejó pastar un rato y luego sintió sonar sus propias tripas.

—Yo también tengo hambre —le dijo tirándolo de la rienda—. ¡Andando!

Esa noche, cuando Perico se metió a la cama junto a su hermano chico, su padre le indicó:

—Mañana tendrás que levantarte más temprano. Yo te despertaré. Y llevarás tu almuerzo en el morral con lo que te ha preparado tu madre.

Perico se tapó con la frazada y apretó bien los ojos que querían llorar.

—Ella no es mi madre —murmuró bajo la ropa—. Mi madre está en el cielo. Ella es puramente mi madrastra, la madre de mis hermanos chicos. Pero no mía. Mi madre es linda, mucho más buena y me quiere tremendo porque yo soy su único hijo y ella es mi única madre. ¡Entera mía!

Sorbió con fuerza y apretó la cabeza contra el colchón, tratando de dominar su pena. Más le valía pensar en las melodías de su flauta, en ser famoso por su música, en llenar Tierra del Fuego con el poder de sus canciones… No miraría demasiado a las ovejas. Las cuidaría, sí, pero estaría mirando mucho más lejos. Flautista famoso y trotatierras de Chile; esa era su ambición…

2 ¡Falta una!

Le pareció que recién se había dormido cuando su padre lo despertó remeciéndolo. Salió de la cama sin despertar a su hermano chico. Su madrastra y la hermanita menor dormían aún.

La cocinilla estaba encendida y el cuarto olía a café y pan tostado. Su padre removía unas tortillas sobre las brasas y la leche subía en la olla. El desayuno tenía un sabor especial; así, compartido entre él y su papá.

—Te pondrás mi poncho viejo. El frío pica mucho a esta hora —le dijo su padre.

—¿Puedo llevarme un cuchillo? Quiero hacerme una flauta de caña —explicó Perico.

El padre eligió uno. No tenía mango ni filo, pero eso no era problema, ya que lo afilaría en una piedra. El poncho, al ponérselo, llegó al suelo. Mejor, así lo calentaba entero.

—No te entretengas demasiado con la flauta. Recuerda que estarás trabajando y cuidando del ganado. No puede perderse una oveja.

Salieron juntos y levantaron la tranca del corral. Las ovejas se empujaron impacientes por salir a comer y partieron atropellándose en la escasa claridad.

Perico las siguió y en el camino ubicó a tientas unas cañas que cortó para llevar consigo.

—Mientras esté oscuro, no te preocupes. Las ovejas estarán juntas y no se moverán comiendo el pasto con rocío. Cuando terminen de ramonear, ya habrá aclarado.

Trotando junto a su padre, sintió Perico que se calentaba, a pesar del aire helado. Los días empezaban a alargarse cuando llegaba el verano.

Por fin se detuvo el rebaño. El padre de Perico se despidió repitiendo sus recomendaciones y volvió a casa.

Perico se dejó caer sobre los cojines de pasto áspero y húmedo y afirmó su cabeza en el morral para dormir otro poco. El poncho tenía un olor familiar y casero que lo hacía sentirse acompañado mientras miraba al cielo, donde, entre vapores de niebla, navegaban las estrellas. Descubrió entre ellas unas que parecían un volantín gigante y pensó ponerles nombre, pero el sueño le cerró los ojos.

Lo despertó un extraño cosquilleo. Algo corrió sobre su cuerpo y llegó a rasguñarle su nariz. Perico dio un salto justo a tiempo para ver desaparecer un cururo en su pequeña cueva.

—¡Especie de ratón! —lo insultó—. Me sacaste de un lindo sueño… —y se puso a escarbar con la caña la cueva del cururo.

Ya era de día y Perico recordó de pronto su trabajo. Con espanto se vio solo en el llano. Ninguna oveja se divisaba por ningún lado. Creyó vivir una horrible pesadilla.

—¿Estaré despierto? —se preguntó dándose un pellizco en la mejilla, que le dolió harto.

Corrió de un lado a otro, pero no había una sola oveja a la vista. Quizá cuánto dormiría… Su corazón tamborileaba de susto.

—¡Si al menos tuviera un perro ovejero! Mi padre debe dármelo. Se me pierden las ovejas cuando ni siquiera he fabricado mi flauta… ¡No pueden estar muy lejos!

De pronto le dio calor y se sacó la manta, dejándola caer. Fue entonces cuando divisó muy lejos un grupito del rebaño y más allá otras pocas ovejas. Impaciente comenzó a contarlas.

En un grupo contó diecisiete, treinta en el otro y dos que pastaban muy lejos. Treinta y dos y diecisiete, se dijo maravillado de contar más de treinta. Luego contó otra vez las treinta y dos, y siguió hasta contar cuarenta y nueve. Volvió a contar y una vez más resultaban cuarenta y nueve las ovejas. ¡Faltaba una!

Corrió con su larga caña a reunirlas, arreándolas con gritos hacia el sitio donde dejó su manta, la recogió y llevó el piño al lugar donde había dormido. Ahí estaba su morral y las demás cañas. Quiso abrir el morral porque tenía hambre, pero se aguantó porque primero tenía que encontrar la oveja perdida. ¡Qué diría su padre si fallaba el primer día!

Buscó en las quebradas, entre los arbustos achatados por fuertes vientos… ¡Pero nada!

Allá abajo, camino del rancho, donde su padre apilaba el coirón enfardado, le pareció ver algo.

—Podría ser… ¿Pero por qué se ha ido sola? O quizá quedó atrás desde un principio.

Se deslizó por la loma y a medida que se acercaba, el bulto se parecía más a una oveja.

Por fin estuvo cerca y, ya seguro, le extrañó la rara actitud del animal: estaba inmóvil, con la cabeza levantada y no comía.

Perico llegó hasta ella y comprendió lo que pasaba: estaba dando vida a una ovejita, pero tenía problemas. Vio en sus ojos una terrible angustia: lo miraba como pidiendo su ayuda. El corderito tenía solo la cabeza y una pata afuera y se esforzaba inútilmente en tratar de adelantar su otra patita. Perico había visto muchas veces a su padre ayudando a una oveja en situaciones como esta y no vaciló en imitarlo. Solo que le faltaban fuerzas… Logró alcanzar la patita doblada y sus manos inseguras pudieron sacarla de su aprieto.

La oveja madre se levantó del pajar en que estaba echada, mientras Perico recogía en sus brazos al corderito que respiraba mal. Sujetó su cabeza en sus brazos, que caía sin aliento, y poco a poco logró que la sostuviera. Los ojos asustados se calmaban y cuando la acercó a la madre, ella lengüeteó el hociquito negro y fue limpiando a la ovejita. La recién nacida hizo un esfuerzo por levantarse, pero no pudo tenerse en pie.

Por un rato Perico olvidó sus deberes de pastor; confiaba en que el piño reunido siguiera comiendo y que no llegara su padre a sorprenderlo lejos del rebaño.

Al fin la ovejita baló y respiró tranquila. Perico la levantó en brazos para darle calor y se encaminó hacia donde estaban las otras. La madre los siguió.

Con el animalito en sus brazos, Perico sentía una rara felicidad. La corderita se acurrucaba contra él, parecía quererlo y aceptar su cariño.

—Eres mía —le decía Perico—, yo te ayudé a vivir. Quizá te hubieras muerto si no me acerco en este momento. Vas a ser mía toda la vida, mía propia. Yo te cuidaré siempre… Cuando tenga mi flauta te enseñaré el llamado y tú me ayudarás a arrear el piño. Nadie nos separará, ¿quieres?

La recostó sobre su manta, porque la pobre no podía sostenerse. Tenía las patas blandas y se doblaban. La madre se acercó y logró darle su leche. Le costaba tragar y demoró su primer almuerzo.

Perico echó una rápida contada a las ovejas y no se admiró de contar cincuenta y una. ¡Ahora sí eran cincuenta y una! Sonrió mientras abría su morral y devoraba su almuerzo.

Apenas empezó a oscurecer, el pastor arreó el rebaño camino del corral. Cogió en sus brazos a la recién nacida, mientras la oveja madre lo seguía muy de cerca. La acomodó en un rincón del corral para que las otras no la atropellaran, colocó la tranca y se fue al rancho.

Su padre no había regresado, de modo que decidió guardarse el secreto de su ovejita propia. Al verla tan debilucha podían querer sacrificarla.

Comieron sin su padre y cuando terminó de lavar los platos se metió en la cama en que ya dormía su hermano. Estuvo un buen rato desvelado pensando si le diría o no a su padre su secreto.

Pero el padre no llegó y finalmente se quedó dormido.

3 Una sorpresa

No necesitó que lo despertaran esa mañana. Funcionó su reloj invisible. Le pareció escuchar el balido de su ovejita y, en un momento, se caló la manta y los zapatos. No había desayuno, pero sí estaba lleno su morral. Seguramente su padre no regresó; muchas veces tenía que quedarse en el pueblo.

Aunque estaba oscuro, no le costó ubicarse. Las ovejas, impacientes, parecieron saltar hacia afuera. Atrás, en un rincón, como si temiera ser atropellada por las otras, estaba la oveja madre con su hija. En la oscuridad, Perico pudo palpar que la pequeña trataba de arrodillarse sin lograrlo. La tomó en sus brazos y partió tras el rebaño.

Brillaban todavía en el cielo las estrellas que él ya conocía y a las que bautizó sin más con los nombres de los tres magos: Gaspar, Baltasar y Melchor. A la cuarta le puso Pastor, ya que ahora lo guiaba a él.

Perico caminaba con la corderita sobre sus hombros. Las ovejas corrían delante, desdeñando el lugar donde pastaran el día anterior, y trepaban las lomas.

Por fin se detuvieron en la más alta y para entonces ya estaba claro y el volantín de estrellas se había escondido en el cielo. Acomodó a su ovejita junto a la madre y decidió tallar su flauta.

Afiló el cuchillo en una piedra y fue en busca de las cañas que dejó olvidadas el día antes.

—Mis compañeros deben ir llegando a la escuela —pensó—. No el Lucho, que siempre llega atrasado, pero sí los demás, con sus caballos viejos, la mayoría. Yo estoy mejor aquí, después de todo, sin que nadie me pregunte y me mande al pizarrón.

Eso le trajo el recuerdo del mapa de Chile que miró tanto el último día para no olvidarlo nunca. ¿Por qué su país sería así, tan largo y angosto? Claro, ahora recordaba: estaba apretado entre el mar y la montaña, la inmensa cordillera de los Andes.

—¡Mar! —se dijo—, algún día lo conoceré de verdad, porque ahora lo conozco de cuento no más. Sé que tiene olas como los lagos y tesoros de piratas. ¡Ah! ¡Y también ballenas! Le haré punta a mi otra caña para que me sirva como lanza para cazarlas, por si acaso…

Terminó su flauta y ensayó un sonido. Sí, le salió algo con más ruido de soplo que de melodía.

—Suena. Las ovejas y yo aprenderemos juntos a tocarla —sonrió.

De pronto vio correr a una oveja y luego a otras; parecían huir, lejos de él, atropellándose. Por un momento creyó en la magia de su flauta, pero dio un salto al ver que en realidad arrancaban de un animal. Era un perro no demasiado grande, un ovejero, mezcla de razas inglesa y chilena; precisamente el perro que deseaba pedirle a su padre para juntar el piño con silbidos, como había visto hacer a los arrieros en las estancias.

—¡Caramba! Apenas quiero una cosa, la tengo —pensó mirando con atención las maniobras del ovejero. Pero en ese momento sucedió lo inesperado: el perro se lanzó a morder a una oveja y la echó al suelo, enfurecido. Era un animal salvaje, de aquellos que se crían solitarios y rabiosos, y que cuando se juntan en manadas pueden comerse un rebaño entero.

Se desató el lazo que llevaba siempre consigo amarrado a la cintura y se lanzó contra el perro a latigazos, dispuesto a vender cara la vida de sus ovejas.

—¡Ah, ah, salvaje! —gritaba a todo pulmón—. ¡Yo te las voy a dar!

Sus gritos asustaron momentáneamente al animal, que soltó su presa. Y el carnero, como si comprendiera su obligación, agachó la cabezota y empezó a escarbar el suelo y a dar topetadas en el aire.

—¡Vamos, macho, ayúdame con tus mujeres! —seguía gritando Perico, haciendo girar el látigo como una hélice. Las ovejas se apiñaban lejos, trotando hacia el llano y, entre ellas, iba la oveja madre. La corderita nueva había quedado atrás, balaba débilmente y en vano quería levantarse, mientras el perro salvaje se le acercaba al galope.

De dos saltos, Perico estuvo junto a ella y sacándose la manta la tiró sobre el perro sin dejar de dar gritos raros que asustaban al animal. El perro se debatía envuelto en la manta y Perico aprovechó para lanzarle una piedra. El perro quedó quieto; la piedra, de buen tamaño, lo había aturdido.

Tomó en brazos a la ovejita y la acarició para alejar sus temores.

—Estoy para cuidarte —le decía—, no debes tener miedo de los perros salvajes cuando yo estoy cerca.

Entretanto, miraba sin pestañear el bulto del perro, cubierto con su poncho gris. En cualquier momento podía recuperarse, lanzarse de nuevo al asalto. Bajó al suelo a la oveja y le estiró las patas, tratando de que se sostuviera; pero sus piernas eran débiles y miraba a Perico con sus ojos de botones tratando de explicárselo. En un impulso, volvió a levantarla en sus brazos.

—Oye, Mirasol, ese será tu nombre, porque no hay otro más lindo para ti. Yo, al igual que tú, me demoré en aprender a caminar. Pero lo estuve ensayando hasta que me resultó.

Le pareció que Mirasol sonreía, aunque seguía temblando.

—No debes tenerme miedo —la acarició suavemente—. Debes confiar en mí. No quiero que me tengas miedo… —y sin saber por qué, besó a la corderita y ella le lamió la cara. Perico sintió una extraña alegría. Era la primera vez que alguien le hacía cariño. No recordaba los que seguramente le hizo su madre, porque ella murió antes de que él tuviera memoria.

La oveja madre estaba ahora a su lado. Puso a Mirasol en el suelo para juntarlas. Luego, armándose de valor, se acercó al bulto del perro para recuperar su poncho. Recogió la misma piedra grandota y la caña que pensaba un día usar para las ballenas. Al levantar la manta, el perro salvaje despertaría para atacarlo y tendría que defenderse…

Se acercó poco a poco. Mirasol mamaba lejos, moviendo su colita de felicidad. El rebaño se había tranquilizado y pastaba a distancia. Tendrían tiempo de huir si el animal enloquecido atacaba de nuevo.

Con mucho cuidado cogió la punta del poncho y lo levantó. Las patas rígidas del perro no se agitaron. El aturdido no despertó y esto dio confianza a Perico.

—¡Caramba! Le pegué en la cabeza. Soy bastante capo en puntería a ciegas.

El perro tenía el hocico abierto y un hilo de sangre goteaba entre sus dientes.

—¡Pareces bien aturdido! —exclamó inclinándose sobre el cuerpo—. No me digas que te maté… No lo pensé, solo quise defender a mi rebaño.

Se atrevió a tocar al animal y luego lo dio vuelta.

—Te maté sin querer —dijo como disculpándose—. Lo que se llama en defensa propia.

Sentía una rara sensación de remordimiento, una tristeza. Quizá no era de hombre apenarse así. Si el perro no hubiera estado loco, habría sido su mejor compañero. Sacudió la cabeza para tirar lejos la confusión que lo llenaba:

—No debo olvidar que soy el de mejor puntería en toda Tierra del Fuego. Quizá en todo Chile.

Y miró al cielo, triunfante. Entonces…

4 ¿Ovnis o marcianos?

Vio un punto en el espacio azul. Se acercaba desde gran altura. Podía ser un marciano en su platillo volador, o quizá un ovni. Eran cosas que contaban en la escuela sus compañeros, y cuando la profesora los oía, explicaba: “Hay gente que dice haberlos visto, incluso en Punta Arenas, pero están en estudio”.

—Puede ser uno de esos —exclamó alborotado— y yo lo veré y podré estudiarlo.

Rió al darse cuenta de que hablaba en voz alta.

—Se nota que estoy solo todo el día, ya hablo conmigo y no me aburro.

El “platillo” brillaba y se acercaba a gran velocidad. El pastoreo lo estaba poniendo imaginativo, además de hacerlo hablar solo, porque lo que se aproximaba era un simple avión, uno de tantos que van de Cerro Sombrero a Manantiales y a Punta Arenas en los afanes petroleros. Su Tierra del Fuego era muy importante con sus “pozos de oro negro, por la escasez mundial”, como decía la profesora. Pero este avión que se acercaba parecía más chico, frágil e inseguro. No surcaba el cielo como una bala, como algunos que viera; vacilaba igual que un volantín o un pájaro que está aprendiendo a volar, dando brincos.

—Diría que está en apuros —murmuró Perico—. Quizá no tiene bencina y como esta es la tierra del petróleo trata de aterrizar…

Todo se produjo más rápido que su pensamiento. El avión se vino a tierra, no muy lejos, clavándose de nariz.

Perico corrió hacia el sitio donde cayó. Desde la loma vio que el aparato empezaba a incendiarse. Llamas y humo lo envolvían. Mientras corría, pensó: “Debo ir a casa a pedir auxilio, tengo que avisar… pero entretanto se puede quemar el piloto. Quizá pueda ayudarlo”.

Y corrió más rápido hacia el avión caído.

Ya sentía el calor de las llamas, pero siguió acercándose y, envuelto en humo, vio al piloto que trataba de salir del aparato.

Perico se metió el gorro hasta los ojos para disminuir el calor y cogió la mano del piloto, tirándolo hacia él; pero estaba amarrado por una fuerte correa y no podía zafarse. Sacó su cuchillo y, aunque le costó bastante, soltó la amarra entre toses y ahogos por el humo venenoso. El hombre, al verse libre, se arrastró hacia afuera medio asfixiado y quejándose. Perico comprendió que no era capaz de alejarse de ese montón de fierros que ardían bulliciosamente y, con todas sus fuerzas, lo fue tirando hasta dejarlo lejos de la hoguera. El piloto parecía aturdido; ahora no se quejaba. El niño se apresuró a apagar los pedazos del buzo que vestía el hombre y le corrió el cierre de arriba a abajo, tratando de sacárselo. El piloto abrió los ojos, pero no dijo nada.

—Voy a buscar ayuda —le explicó el pastor, sacándose el gorro y apartando el humo.

Partió a toda carrera hacia su casa pensando que su padre podría hacer algo por el herido. O él mismo partiría al galope en su viejo caballo a dar aviso al retén de carabineros.

José, su hermano chico, salió a su encuentro.

—Se cayó un avión —gritó—, mi mamá y yo lo vimos.

—Sí, casi me cayó encima. ¿Ha vuelto papá?

—No.

Perico fue en busca de su madrastra, que había dejado de cocinar y se arreglaba para ir a dar aviso a los carabineros de lo que habían visto.

—Tía, el piloto está herido y bastante mal —dijo Perico.

—Llévale esto mientras tanto —la tía le pasó la botella del “fuerte”—. Menos mal que está vivo —continuó—. Iba saliendo para ir a pedirle al compadre que dé aviso por radio… Llévale esto al piloto y dile que vendrá pronto la ambulancia. José quedará cuidando la casa y a tu hermana mientras vuelvo…

José alargó sus labios a punto de hacer pucheros; se moría de ganas de ir a ver el desastre: era el primer accidente que vería en su vida y estaba loco de curiosidad. Perico, entretanto, se tomaba un enorme vaso de agua. Luego llenó una botella y, cogiendo la que contenía el “fuerte”, partió corriendo con ellas por las lomas. Aunque le dio una puntada, siguió, acortando apenas el paso. El camino le parecía interminable… Menos mal que ya divisaba el humo de los restos del avión y eso lo animaba a continuar sin darse un descanso.

El piloto estaba menos aturdido y aceptó el trago de aguardiente.

—La tía fue a pedir ayuda —dijo Perico, viendo la mirada del piloto.

—Gracias, me salvaste la vida. Pero me temo que tengo una pierna quebrada y no puedo moverme.

—Hay un hospital en Porvenir y otro en Cerro Sombrero. En todo caso, pronto vendrán a buscarlo, porque lo vieron de muchas partes.

Esa era la ventaja de aquella parte plana de la isla, que todo se veía.

El piloto bebió otro poco. Tenía las manos quemadas, no podía moverlas y Perico le acercaba la botella a la boca.

—Yo lo estaba mirando cuando volaba alto —le dijo— y entonces lo vi caer como un pájaro al que le han pegado un hondazo.

—No pude evitarlo. Algo le pasó al motor. Perdí altura con mucha rapidez… Fue terrible. Vi venir el suelo. Alcancé a dar aviso por radio.

Cerró otra vez los ojos. Ojalá se hubiera dormido. No se quejaba, aunque sus piernas debían dolerle y las manos y todo el cuerpo.

Entonces divisó a los lejos algo que se acercaba: era el jeep de los carabineros. Seguramente vieron caer el aparato o quizá oyeron el llamado por radio, porque era imposible que su madrastra hubiera logrado comunicarse tan pronto.

Perico sonrió al ver los brincos que daba el jeep por las lomas. Alcanzó a distinguir que venían tres personas en él y una ¡era su madrastra!

—¿Vive todavía? —preguntó el carabinero practicante que tenía una cruz roja en la manga. Saltó al suelo al ver que Perico asentía y corrió hacia el piloto.

—Les avisaron desde Cerro Sombrero por radio —explicó la madrastra—. Yo los encontré por el camino y les serví de guía.

Todos se acercaron mientras el practicante examinaba cuidadosamente al piloto preguntándole “¿le duele?” a cada rato. Luego le clavó una inyección y armando una camilla de lona, recostaron al herido en ella y lo llevaron al jeep.

Se alejaron muy lento para no dar tantos corcoveos. Su madrastra partió con ellos. Y Perico, con sus ovejas, otra vez se quedó solo.

5 Terrible amenaza

Cuando volvió a su casa, su padre había llegado. La madrastra le contaba la caída del avión y el rescate del piloto. Sería tema para muchas tardes, ahí donde casi no sucedía nada.

—Hola, hijo, ¿es verdad que lo viste caer?

—Sí. Lo había divisado cuando todavía era un punto en el cielo. Al verlo bajar tan brusco, pensé que era un águila, pero en ese instante se convirtió en avión, viniéndose abajo, cerquita de mí.

—¿Te dio miedo?

—Ni me acuerdo, porque corrí altiro al verlo arder…

—¿Te acercaste?

—Claro. Ayudé al piloto que no podía salir, porque estaba amarrado. Con el cuchillo corté la correa.

—¿No te quemaste las manos?

Perico se las miró.

—Chamuscadas no más. Me dolían los ojos con el humo, pero me metí la gorra para taparme hasta las narices.

—¿Y el piloto?

—Tuve que hacer harta fuerza para sacarlo. Después dijo que tal vez tenía una pierna quebrada.

—¿Y entonces?

—Vine corriendo a casa a dar aviso y pedir ayuda. La tía me dio un frasquito con fuerte para llevarle. Le costó tragarlo, pero abrió los ojos.

La tía sonreía esperando alabanzas.

—Supongo que registrarías el avión después que se llevaron al piloto —preguntó su padre.

—Primero recogí las ovejas. Luego volví donde humeaba todavía. Era el primer avión al que me acercaba, aunque ya no quedaba mucho de él. Estaba casi oscuro, pero le eché otra mirada antes de venirme. Los fierros retorcidos ya se habían enfriado. Encontré esto y lo guardé de recuerdo.

Perico alargó a su padre una pistola medio fundida.

—¡Caramba, un recuerdo sólido! —rió su padre.

—¿Sirve? —preguntó el niño.

Su padre se la devolvió sonriendo.

—Sí, como recuerdo solamente. El calor la fregó. Nunca podrá funcionar, Perico.

—Da igual, no había pensado matar a nadie…

—Te portaste bien hombre, hijo. Porque ya eres hombre. Bien mereces tu recuerdo… Pero ahora tengo que contarte mis negocios. Eres parte de mi equipo. Vendí las bestias a un gringo y vendrás conmigo a entregárselas. Es un viaje de esfuerzo para ti, pero si trabajas conmigo…

Perico sintió algo raro, como ganas de llorar. Por un lado le halagaba que su padre lo tomara en cuenta. Pero… se llevarían a Mirasol y eso le dolía tremendo. Con un esfuerzo grande, se tragó la pena.

—¿Las vendiste todas, papá? —preguntó al fin.

—Clarito. Las cincuenta. Son finas, están preciosas y me pagaron bien. Compraré nuevas que crecerán y engordarán a tu cuidado.

—Y entonces las venderás —murmuró Perico tristemente.

—¡Bravo! Entendiste el negocio. No todos son capaces de formar un ganado de selección. ¡Y tú vas como socio! —rió el padre, sin darse cuenta de la pena de Perico.

Había vendido a la oveja madre y con ella se iría la cría recién nacida. La pobre no podía separarse de su madre y se iría con ella… Aunque le explicara a su padre la verdad y su pena, igual se iría Mirasol. No iba a deshacer el negocio por eso.

Esa noche, mientras todos dormían, Perico tomó una decisión: partiría con su ovejita, fuera ella donde fuera. Lo necesitaba para no morir aplastada por las otras y él la necesitaba a ella porque era su única cosa propia.

A la mañana siguiente, su padre lo esperaba con el desayuno como el primer día de trabajo. Le gustaba estar solo con él, sin los hermanos chicos ni su madrastra. No medían el pan, ni la leche ni el azúcar mientras hablaban de muchas cosas que interesaban a los dos.

—Iré contigo a ver las ovejas y el avión caído —dijo el padre sopeando el pan en su jarro.