Los pecosos

Marcela Paz

Premio Municipal de Literatura 2009

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1

IVÁN y Panchoco iban camino a la farmacia. Habían instalado su laboratorio y clínica, y al tiempo de estrenarla se daban cuenta de que hacía falta lo más importante: el cloroformo. Iban muy decididos a comprarlo, trenzados en aburrida discusión:

—Para que te convenzas de que no pasará nada, me cloroformarás a mí primero —decía Panchoco.

—Te cloroformo si me dejas operarte. Si no, no le veo el chiste.

—¡Bah! Qué gracia. No vamos a operar a todo el mundo. Le vamos a sacar las verrugas a la Juana y la vamos a cloroformar para que no le duela. El cloroformo no es nada. En Estados Unidos cloroforman a todo el mundo.

Panchoco venía llegando de norteamérica y se creía la muerte. A cada rato escandalizaba a sus primos chilenos. Vivían juntos. Tenía Panchoco nueve años e Iván ocho y se defendían de los cuatro hermanos menores de Iván, que estropeaban siempre sus aventuras.

—En Chile, también cloroforman. A mi mamá la han cloroformado seis veces. Pero siempre fueron médicos…

—Allá no, lo hace cualquiera. Por lo demás, yo tomo la responsabilidad. Y por último, ¿qué te importa a ti si la Juana quiere que la cloroforme?

—¡Mira! —interrumpió Iván, apuntando algo en medio de la calle.

Era un perro; los dos se acercaron a mirarlo. Estaba muerto y la actitud de sus patas expresaba el dolor que su cara de perro no podía expresar. Panchoco se encuclilló para tocarlo. No estaba frío y apenas tenía un poco de sangre en el hocico.

—A lo mejor está aturdido —dijo Iván, no muy convencido.

—¡Shock! Está shoqueado… —Panchoco lo levantó en sus brazos. Un barredor de la calle se acercó al grupo y lo quedó mirando con una pizca de risa en sus ojos cansados.

—¿Es suyo? —le preguntó a Panchoco.

—No. ¿Vio usted cuando lo atropellaron?

El hombre asintió con la cabeza.

—Le pasó por atravesar la calle sin mirar. No lo hará nunca más —el barredor sonrió ante su chiste.

Apoyado en el palo del escobillón, miraba a los niños esperando que celebraran sus palabras.

—¿Hace mucho rato?

—Reciencito, no más. Era un autazo lindo y coludo…

—¡Algún salvaje!

—Llevémoslo a casa. Podemos hacerlo volver del shock —dijo Iván.

—Parece muerto… —Panchoco acariciaba al perro, tratando de sentir el optimismo de su primo, que siempre veía algún remedio a los desastres.

Apuraban el paso de regreso, Iván con la esperanza de volver a la vida al animal; Panchoco, temiendo que de pronto apareciera alguien a reclamarlo. Sentía por el perro un verdadero cariño, una enorme ternura, y le había arreglado las patas de manera que pareciera dormido en sus brazos.

Llegaron por fin a la casa y entraron corriendo, sin hacer ruido para no ser descubiertos por los chicos. Pero eso era imposible. Junto con entrar en el laboratorio, asomó por la ventana la cabeza de Andeco, rubio y chascón, con sus enormes ojos negros, siempre intensos.

—¡A tomar té! —chilló con su vocecita destemplada—. ¡Hay galletas! —pasó el dato, pero se interrumpió—: ¿Qué tienen ahí?

—¡Lo que a ti no te importa! —la ventana se cerró de golpe. Pero el intruso fue tan rápido que alcanzó a pasar medio cuerpo por la puerta justo cuando Iván iba a ponerle llave.

—¡Lárgate! —y la puerta se encargó de que la orden se cumpliera. Andeco quedó afuera, furioso por no tomar parte en el “misterio” que estaba sucediendo en el cuartucho de herramientas que tenía ese letrero de

LABORATORIO Y CLÍNICA
¡Se prohíbe entrar!

Habían tendido al perro sobre la mesa de operaciones cubierta por un saco, y mientras Iván preparaba una inyección, Panchoco frotaba la pierna del perro con un algodoncito con parafina.

—¡Listo! —dijo Iván, pasando la jeringa más llena de aire que de otra cosa—. Yo iré mientras tanto a buscar un poco de café.

—¡Tonto! A los perros no se les da café. Quizás aguardiente…

Panchoco clavó la aguja con toda su energía en la pierna del perro. Al comprimir el émbolo, la pierna se estiró.

—¡No está muerto! —gritó triunfante—. ¡Ha estirado la pierna! Yo te decía que era un simple shock. Trae bolsas calientes…

Voló el practicante a cumplir las órdenes del médico jefe y en un momento estaba de vuelta, haciendo friegas, masajes, aplicando respiración artificial. No faltó alguien que echara gotas de vino en el hocico del perro.

En su alboroto, ya no importaba que se llenara de gente el laboratorio. Los chicos se empujaban cooperando con remedios, teteras, algodones y demases.

Por fin, Panchoco, con trágico desaliento, tiró lejos su instrumental salvador:

—Está más muerto que el “soldado desconocido” —dijo—. Recibió el golpe en el cerebro…

Los grandes ojos de Iván se pusieron brillantes. Hasta ese momento había tenido la seguridad de que el perrito viviría y alcanzó a imaginar el cariño y agradecimiento del animal resucitado.

—El té debe estar frío —dijo la voz de Juana, que miraba la maniobra por encima de sus cabezas.

—¡Quién quiere té! —exclamó Panchoco, dejándose caer sobre el diván de la clínica (un cajón de fruta)—. ¡Váyanse todos y déjennos pensar!

Partió Juana llevando de la mano a los dos chicos, pero antes de desaparecer ya estaban ellos de vuelta, contemplando al perrito.

—¿Lo vas a enterrar, Iván? —preguntaba Marcela, un año menor que él.

—No sé… Creo que deberíamos embalsamarlo, Panchoco.

Al oír esto, el médico fracasado se animó. Saltó del diván y con violencia echó fuera a la multitud.

—¡Por favor, déjame quedarme a mí solo! —suplicaban uno a uno los expulsados.

Pero Panchoco era inflexible, y otra vez funcionó la llave en la cerradura y los galenos se juntaron frente a su víctima.

—¿Tú sabes embalsamar? —preguntó Iván.

—¿Yo? Claro. En Estados Unidos embalsaman a todo el mundo… Desinfecta el cuchillo. Con parafina, claro. ¡Quémalo!

Iván obedeció y el cuchillo quedó negro al instante.

Panchoco miró al perro, luego al cuchillo. La idea era rellenarlo con algo incorruptible… Pero para eso…

El embalsamador se daba tiempo, pensando con calma.

—No lo embalsamemos, mejor… —propuso Iván.

—Trae el bombín de insecticida —ordenó Panchoco—. Será una operación a cuerpo cerrado —explicó.

—Yo iré a buscarlo —dijo una voz inesperada, y de entre las mangueras y palas de jardín surgió Paula, la más pecosa.

—¡Tú estabas ahí! —exclamó Panchoco—. ¡La más copuchenta del lote! ¡Pero te callarás, porque si hablas no te quedará un diente de los que se te asoman!

Los ojos castaños respondieron a la amenaza y su cuerpecito chico desapareció como relámpago en busca del pedido.

Apenas había partido cuando estaba de vuelta enarbolando el bombín. Panchoco lo cogió en el preciso momento en que una multitud de pasos se atropellaban. Con todo el cuerpo cerró de golpe la puerta, con tan mala suerte que alguien quedó cogido y una garganta lanzó destemplados gritos.

—¡Bruto! —Paula, chica y todo, abrió la puerta amenazante. Pero eso no conmovió a los galenos. Cuatro manos la cogieron, la puerta volvió a cerrarse y la dejó prisionera en el laboratorio.

—¡Apenas vuelva la mamá le contaré todo! —alegó roja de indignación.

—No puedes acusarnos —dijo Panchoco, sonriendo despreciativo—. Tu mamá está a doscientos kilómetros y no volverá hasta dos días más. Para entonces ni te darán ganas de acusarnos.

Iván y Panchoco volvían a interesarse en su trabajo, y Paula aprovechó de salir dando un portazo.

—¡Qué alivio! Ahora, a trabajar. Le vamos a insuflar anticorrosivo. No porque se le acabó la vida va a dejar de funcionar su distribuidor interior.

Panchoco empezó a insuflarle al perro el insecticida, mientras explicaba que este sistema mantendría al perro casi como si estuviera vivo, aunque sin movimiento. Y échale y échale con el bombín por todos lados, mientras les lloraban los ojos a los dos.

Por fin decidieron abrir la ventana, porque tampoco ellos podían respirar.

—Estamos tan embalsamados como el perro… —tosieron hacia afuera.

—Yo creo que cualquier microbio se arranca de nosotros y no nos enfermaremos nunca más —tosía Iván.

Panchoco revolvía los ojos, sintiéndose un tanto raro.

—¿Sabes? Creo que estoy un poquito envenenado.

—No te mueras, Panchoco —rogó Iván—. Tengo una idea. A lo mejor si esto mata a los vivos, quizá resucite a los muertos… —los galenos se rieron.

—Mañana lo sabremos —dijo Panchoco—, porque yo no entraría hoy a ese cuartucho ni por un millón de dólares…

2

—¿Y DÓNDE está el perro? —la voz de flauta de Andrés sacó a Iván de su sueño. Tras él venía Pepe, el menor, de tres años, también medio dormido en su pijama demasiado chico.

Al oírlo, Iván y Panchoco saltaron de la cama. Recordaron de pronto la tragedia del perro. Se calaron la ropa en un segundo y corrieron a su clínica.

La puerta y la ventana estaban abiertas, pero el perrito embalsamado había desaparecido. Naturalmente, sospechaban de Juana.

Y la enfrentaron. Seis voces interrogaban a un tiempo, pero Juana estaba armada para dar la batalla y volaban por el aire las palabras “crueldad”, “barbaridad”, “sin corazón cristiano” y muchas otras. Iván trataba en vano de explicar; Panchoco, siempre práctico, solo quería saber qué había hecho Juana con el perro embalsamado.

Era inútil. Juana no cedía ante el interrogatorio y guardaba su secreto como una piedra.

—Lo habrá tirado a la basura —dijo Iván apenado.

Pero el hambre es cosa viva y, a pesar de todo, los seis niños partieron a tomar desayuno.

—¿Quién se comió mi pan? —gritó furioso un hambriento al ver su plato vacío.

—Fue Andeco —dijo Pepe, con cara de juez.

—¡No es cierto! ¡Lo comimos los dos! —se defendió el acusado.

—Ah, pero tú dijiste que lo comiéramos —alegó el chico.

—¡Men-ti-ra! Dijiste que él lo había de-ja-do. Eso no más.

—Pero tú lo agarraste…

—Porque tú te lo ibas a comer.

—“Porque tú te lo ibas a comer” —remedó el otro.

—¡Tonto creído! —las manos de ambos se empuñaron.

Iván intervino autoritario:

—O me consiguen pan o les pego a los dos.

Los chicos patinaron para cumplir la orden. Volvieron triunfantes, trayendo cada uno la marraqueta para el hermano mayor que se había enojado. Iván se echó una al bolsillo, mordió la otra y, sin decir palabra, se alejó con rumbo desconocido.

Y salieron a la calle. En la puerta estaba el tarro de basura. Sin vacilar, lo vaciaron en el suelo, lo hurguetearon ansiosos, y luego, al convencerse de que no estaba lo que buscaban, empezaron a vaciar el tarro vecino. Claro, a los chicos les tocaba volver a llenar los tarros.

Así lograron escarbar toda la basura de la calle, hasta que por fin se aburrieron y despreciaron una caja donde zumbaban las moscas como en una colmena.

—¡Ahí no cabe! —decretó Panchoco. Pero Iván revolvió el contenido con el pie y entonces vio brillar algo entre las cáscaras y demases. Iván lo recogió. Aunque les pareció increíble, era una moneda de oro. Y brillaba entre sus manos.

Al verla, cinco pares de ojos brillaron tanto como ella.

Una moneda de oro encontrada en la calle es casi igual a una varita mágica.

—¿Qué haremos con ella? —se preguntaron maravillados, rojos de felicidad.

Y discutieron si comprarían una moto, un supermercado o un perro vivo, que bien enseñado llegaría a valer como una mina.

La idea cayó bien y los proyectos funcionaban a mil por hora. Para algunos, el perro ya volaba en el espacio. Para otros, hablaba y hasta veía la suerte, y para los más chicos, jugaba fútbol y hacía goles que aturdían al arquero.

La moneda estaba caliente en el bolsillo de Panchoco, que caminaba orgulloso seguido por sus cuatro primos. Pero antes de llegar a la casa vino a encontrarlos Paula, nadie sabe desde dónde, como un pelotazo anónimo.

—¡Lo encontré! —gritó sin aliento.

—¿Qué encontraste? —los demás habían olvidado lo que salieron a buscar.

—El pobrecito estaba tapado con unas ramas en el sitio que se vende. ¡Lo enterré!

—Carrilera… no te creo capaz de abrir una sepultura —dijo Panchoco.

—Claro que sepultura de hoyo, no. Pero sepultura de cerro, sí.

—Así que lo tapaste con basura… ¿Y no encontraste nada? ¡Mira lo que hallamos nosotros… en la basura! —y le enseñó la moneda reluciente.

A Paula le dio hipo de la impresión. No se atrevió a tocarla, pero sentía como una espina por no pertenecer al grupo de los descubridores.

—Oye —le dijo a Pepe en la oreja—. Si tú me ayudas a encontrar algo, te prometo que será de los dos, tuyo y mío.

A Pepe le pareció fantástica la idea. Los mayores no le llevaban el apunte y ese “algo” que Paula ofrecía encontrar, tenía un sabor mágico.

Con la vista clavada en el suelo, se encaminaron los dos por otro lado:

—La pura tontera de oro… ¿Para qué sirve? Para tapar los dientes. La Juana se va a poner uno entero de oro —decía Paula.

—Mejor sería encontrarse un caramelo —alegaba Pepe—. Al menos se puede comer.

Entonces, miraron hacia atrás y vieron que los otros se habían detenido en la panadería. Antes de pensarlo, ya estaban en el grupo. Pero Panchoco no quería entrar, aunque entre todos lo arrastraban.

—¡Cómpranos pan! —gritaban todos a coro.

—¿Están locos? ¿Cómo se les ocurre que vamos a gastar una moneda de oro en pan?

—Te darían vuelto…

—Necesitaríamos una maleta para llevar ese vuelto —Panchoco se desprendió de la cantidad de manos y con gesto heroico apretó las narices para no oler el tentador aroma a pan fresco que salía por la puerta.

—¿A dónde vamos ahora? —a Paula se le enredaban los pies tratando de alargar el paso para seguir a los mayores.

—¡Nada de preguntas! Oye Iván, ¿a dónde vamos?

—¡A comprar el perro, claro!

—Pero ¿dónde?

En ese momento pasó remeciéndose una carretelita chueca, tirada por un viejo caballo chascón que levantaba la cabeza a cada paso. Llevaba atrás un letrero que decía: “SEBENDE”.

—¡Oye! —gritaron a coro todos los que sabían leer—. Se vende esa carretela… ¡Comprémosla! —y se lanzaron a detener el apacible vehículo.

—¿Cuánto vale? —preguntó Iván al viejo dueño.

—Depende. La carretela sola vale diez melones y el caballo unos veinte…

—Ese animal tiene casi cuarenta años —dijo Panchoco negociando.

—Apenitas treinta —corrigió el anciano.

—La carretela está agonizando —alegó Iván.

—Si estuviera nueva, valdría cien —el hombre escupió y tiró la rienda. Andrés se había acercado al animal y acariciaba su triste cabeza.