El cetro del niño rey

Albeiro Echavarría

ILUSTRACIÓN DE PORTADA Y MAPA
Juana Medina

 

 

 

A mi hijo Jacobo, por iluminarme el camino.

Un misterioso hallazgo

 

LA SEMILLA DE LA vergüenza la sembró mi bisabuelo Jeremías alrededor del año 1923. ¿Será verdad que los hijos pagan por los errores de los padres? Si eso es cierto, ¿por qué tendría yo que pagar por lo que hizo mi bisabuelo hace casi cien años? Alguna vez oí que uno no escoge a su familia. Esa debe ser una verdad tan grande como la catedral de Cali, que no contenta con lo enorme que es, contiene otra iglesia dentro de sus paredes. No lo digo por Bernardino ni por Consuelo. ¡Ni más faltaba! Ellos han sido buenos padres. Se esfuerzan mucho por asegurarme un buen futuro. Lo paradójico es que fui yo, un muchacho de apenas nueve años, quien vino a desenterrar el secreto más oculto de la familia Renoblanco. ¿Una jugarreta del destino? Lo que descubrí fue que mi bisabuelo era un ladrón de tumbas. Pero detrás de eso, emergió la verdad. Una verdad sobrecogedora que nadie había sospechado. En todo caso, ¿por qué la vida me premió con un bisabuelo como Jeremías Renoblanco?

Para empezar, debo decir que nunca llegué a imaginar que un simple juego de pelota fuera a cambiar el curso de mi vida. Esperaba eso del traslado a Bogotá que mis padres planearon durante tres años y después abortaron por razones que desconozco. Muchas veces soñé con que mi vida se iba a transformar cuando me picara eso que algunos llaman el bichito del amor. He visto en el cine y escuchado por ahí, que cuando uno se enamora siente mariposas en el estómago y anda cantando y haciendo planes maravillosos. Yo lo único que he sentido es cucarachas en el estómago cuando comienza la clase de Matemáticas. Todavía no me he enamorado —soy muy niño para eso—, aunque confieso que una niña del salón de clases, que se sentaba en primera fila logró sacar a flote la timidez que disimulo con tanto éxito. Se llama Manuela y usa frenillos. La pobre tiene los dientes muy torcidos. Debo ser el único en la clase que odia esos horribles ganchos en los dientes. Algún día se los quitará y se verá más hermosa que Anabela, la más bella del colegio, que a mí no me gusta porque es muy creída. Pero nada de eso definió el antes y el después. Lo que vino a cambiar mi vida fue un acto trivial.

Era un martes, vísperas de Semana Santa. Habíamos concluido una difícil prueba de Ciencias Naturales. Yo quedé tranquilo. En cambio Aníbal y Federico —mis mejores amigos— salieron cabizbajos y meditabundos. Di una vuelta por el patio y me detuve en la cafetería. No había desayunado bien, así que me compré un buen trozo de pizza y un jugo de mango. “¡Salgamos de aquí rapidito!”, me dije al ver a Pereztrejo, el muchacho más odioso que he conocido en mi vida. Recibe clases de karate y cree que por eso puede intimidarnos a todos. A mí no me ha molestado, pero me mira con un aire de superioridad que me saca de casillas. Sus víctimas son Ronaldo y Augusto de la Salle. Por ahí se dice que Pereztrejo les quita el refrigerio y el dinero que les dan en su casa. Yo no soy amigo de esos pelados, pero me caen bien. ¡Algún día le daré su merecido a ese Pereztrejo! Pero no será a golpes ni nada de eso. ¡Ya veremos cómo me las arreglo! Cuando me di vuelta me encontré a boca de jarro con mis dos amigos. Llevaban —como cosa rara— una pelota de fútbol.

—¡Vamos antes de que nos quiten la cancha! —gritó Aníbal—. Los gomelos andan rondando por ahí.

—Espérenme allá —dije mientras me abría paso entre la multitud—. Apenas termine, los alcanzo.

Aníbal y Federico me invitaban por cortesía. Siempre me ha gustado el fútbol, pero soy un desastre con la pelota. Mis amigos lo saben y solo me invitan a picaditos. Cometerían un error fatal si me convocaran a un partido de campeonato. Aunque Federico dice que si entrenara con juicio sería un excelente delantero porque tengo mucha fuerza en el pie izquierdo. Además, soy muy veloz. En serio: el año pasado me gané una medalla en un campeonato intercolegiado de atletismo. No es que sea un modelo de deportista, pero algunas tardes —cuando papá llega temprano del trabajo— salgo a trotar por la orilla del río. Me encanta la brisa de la tarde y el sonido estrepitoso de las aguas. Aunque últimamente —en verano—, apenas corre un hilillo de agua por el cauce del río. Por eso me gusta el invierno; porque el río recobra su majestuosidad.

Soy muy afortunado de vivir en Santa Rita. Es un buen barrio, muy distinguido, con apartamentos antiguos donde no viven muchos niños. ¡Mejor para mí! Me gusta más conversar con los viejos que escuchar bobadas de chicos deslumbrados con su último viaje a Orlando. Yo he ido dos veces a Disney con mis padres. Ellos disfrutan ese viaje más que yo. ¡Hay que ver a mamá abrazando a Mickey Mouse! Es como si no se diera cuenta de que detrás del disfraz hay un señor que debe estar asándose de calor.

No hay niños en mi barrio, pero en cambio abundan los viejitos. Al otro lado del río, en Santa Teresita, hay una señora que se pasa horas enteras observando las flores de un guayacán. Debe ser que le traen algún recuerdo. Eso es lo que más me gusta del lugar donde vivo: hay muchos árboles —en especial esos guayacanes de flores amarillas y rosadas— y la brisa es tan fuerte que entra por la ventana como un vendaval. Y en las noches me arrulla el sonido del río.

Nuestra cancha de fútbol se encuentra escondida entre un árbol de caucho y una ceiba, lejos del patio y de los salones de clase. El lugar lo descubrió Aníbal cuando estábamos en primer grado. Con la ayuda de Efrebio —uno de los vigilantes— lo acondicionamos hasta que el terreno se hizo apropiado para que rodara el balón. Para llegar hasta nuestro escondite hay que saltar una cerca de púas y sobrepasar un riachuelo. Todo iba muy bien hasta que los gomelos la descubrieron. Nos toca dejarlos jugar porque si nos oponemos amenazan con denunciarnos ante el rector. Ese día, cuando llegué a la cancha después de haberme comido el refrigerio, Federico estaba celebrando un gol. No tenía ganas de jugar, así que me senté debajo de la ceiba, contrariando los deseos de mis amigos.

Reconozco que soy algo raro. Aníbal dice que debo tener alguna pieza desajustada porque todo lo critico y con nada estoy contento. Ese martes era uno de esos días en los que no me encontraba a gusto con nada. Mientras veía jugar a mis amigos, cogí un trozo de madera y empecé a escarbar en el suelo.

El recreo estaba a punto de terminar. Seguía sacando tierra del pequeño hueco con mi improvisada herramienta cuando sentí un golpe seco y contundente. Pensé que había chocado contra una piedra y extendí el brazo para aflojarla. No pude remover nada, así que seguí apartando la tierra con las dos manos. De repente, fue tomando forma lo que había interrumpido mi excavación. No era una piedra como yo pensaba, ¡eran unos huesos de animal!

Federico y Aníbal me hacían señas para que me apurara, mientras me preguntaba qué hacían unos huesos en ese lugar. ¿A qué clase de animal pertenecían? Por lo visto eran de un animal de dos dedos. Sin tiempo para más conjeturas, tapé el hueco a toda prisa. Después salí corriendo hasta alcanzar a mis dos amigos.

Nos tocaba clase de Geografía —una de mis favoritas—, pero no pude concentrarme. Si mal no estaba, había descubierto los dedos y el metacarpo de un animal. Pensé que podrían ser de una vaca o un caballo. ¿Ahí estaría enterrado Pegaso, el famoso caballo de mi abuelo Cipriano Renoblanco? Porque esas tierras donde ahora se levanta el colegio Renoblanco pertenecieron a mi bisabuelo Jeremías y después a mi abuelo Cipriano. En su testamento, el abuelo las donó a la fundación Renoblanco para que allí se construyera un colegio. ¿Cuántos dedos tenían la vaca y el caballo? No estaba realmente seguro. Porque también cabía la posibilidad de que el animal tuviera más dedos y los hubiera perdido.

La curiosidad me dominó por completo. Quince minutos antes de que concluyeran las clases, salí corriendo hacia la ceiba. Tomé una pala que encontré en la huerta, desenterré los huesos y los deposité en el maletín. Después me subí al bus como si nada hubiera ocurrido.

En búsqueda de la verdad

 

DESPUÉS DEL ALMUERZO me encerré en la habitación. Dispuse los huesos sobre la cama y empecé a examinarlos. Hacía varios meses que me interesaban las prácticas forenses, en especial la búsqueda de pruebas. No sé de donde me salió ese gusto, creo que fue de ver tantos programas en Discovery Channel. Mi papá, Bernardino Renoblanco, es lo que se llama un alto ejecutivo de una empresa donde fabrican crema dental. Y Consuelo, mi mamá, es la sicóloga del colegio donde estudio. Mamá ha hecho tantas cosas en la vida que no tendría espacio para enumerarlas. Fue desde salvavidas en las costas de Malibú hasta cocinera en un hotel de lujo de Mónaco. No creo que ella, ni mucho menos papá, haya pensado que quiera pasarme la vida entre cadáveres y husmeando en una escena del crimen. Lo que ellos no saben es que se me hace muy atractivo descubrir a un asesino que, creyendo haber cometido el crimen perfecto, no puede evitar que uno de sus cabellos caiga al suelo. Y entonces el cabello, descubierto por un hábil investigador, es sometido a una prueba de ADN con la que logra identificarlo.

Al observar nuevamente los dos huesos reparé en que el extremo del metacarpo se bifurcaba dando paso a los dos huesos que debían pertenecer a los dedos. La pieza estaba completa y no parecía alterada por el tiempo. Siendo de dos dedos, podría tratarse de un animal de granja, como las vacas que tuvo mi abuelo. No pude conocer en vida al abuelo. Papá dice que tenía tantas vacas y caballos que los trabajadores se demoraban tres días contando todos los animales. ¡Debe ser una exageración! Al morir mi abuelo, durante una tormenta en el mar, la finca se dividió en dos: un pedazo para la fundación y el otro para papá, quien lo vendió a los pocos días.

Me conecté a Internet y empecé a buscar esqueletos de toda clase de animales. Me considero bueno para encontrar algo porque no me limito a los motores de búsqueda más conocidos, sino que indago en motores especializados. Además, conozco muchos trucos para lograr que la búsqueda sea selectiva. Tampoco es que sea el mejor en eso. Sin duda, Federico es más hábil. Al cabo de un largo rato hice una selección de huesos con similitudes y los fui guardando en un archivo. Después empecé a descartar. Definitivamente no eran huesos de vaca ni de caballo. La última falange de la vaca termina en forma triangular y ¡el caballo apenas tiene un solo dedo! Tampoco de otros animales conocidos en estas tierras como los cerdos, las cabras o las ovejas.

Al final de la tarde logré establecer con certeza que los huesos pertenecían al grupo de los mamíferos artiodáctilos ungulados. Artiodáctilos porque tienen un número par de dedos y ungulados porque tienen las patas terminadas en pezuñas como el cerdo y la oveja. Y dentro de este grupo, los huesos que había encontrado se asemejaban mucho a la familia de los camélidos. Leyendo sobre el tema en varios portales pude descubrir que estos animales tienen dos dedos únicos que son soportados por un hueso compuesto, conocido como cañón. Lo que hasta hoy se sabe de los camélidos es que tienen su origen en América del Norte. Unos emigraron a Asia por el estrecho de Bering y otros bajaron por todo el continente hasta llegar a América del Sur. ¡Y yo que creía que los camellos eran originarios de Egipto!