James no está en casa

Constanza Martínez Camacho

ILUSTRACIÓN DE PORTADA
Roger Icaza

III PREMIO DE LITERATURA INFANTIL EL BARCO DE VAPOR — BIBLIOTECA LUIS ÁNGEL ARANGO, 2010

 

 

 

 

 

A mi hijo Gabriel, por su seria convicción de creador de ensueños.

1 James está en casa… pero ¿quién es James?

 

¡Quién iba a pensar que una vieja lavadora iba a ser la responsable de toda esta historia! Honestamente, cuando llegó a mi casa, en un camión de mudanzas que parecía fabricado muchos años antes de Cristo, no imaginé que cambiaría nuestras vidas para siempre. Era una caja cuadrada gigantesca, de color verde crema, llena de hojas secas, lianas, musgos, líquenes, caracoles, babosas, insectos, larvas y otros moluscos dignos de figurar en mi libro de Ciencias.

Cuando el ayudante del camión la descargó en el centro de la cocina, pensé que mi Ma había enloquecido por tantas vibraciones musicales en su cabeza. Para los que no la conocen, mi Ma es cantante de ópera y pasa el tiempo entre el salón de clase, el teatro y nuestro pequeño apartamento. Podía ser que de tanto cantar en tonos tan agudos, su cabeza sufriera algún daño.

—¿Estás segura de que “esa cosa” funciona? —le pregunté.

—Es una ganga que nos dio la Señora Doyle —me respondió algo contrariada—. Agradece que tenemos lavadora y no volveremos a llevar la ropa a donde tus abuelos.

Como sé cuándo no conviene discutir con mi mamá porque se pone muy susceptible, decidí seguirle la cuerda mientras le pasaba la emoción de la nueva compra. Además, tenía razón; llevar la ropa a casa de mis abuelos era una tarea que yo prefería no hacer. No era agradable mostrar mi ropa interior a todo el barrio, ni que las niñas del conjunto conocieran el estado de mis medias después de una clase de gimnasia, así que comencé a aceptar que la compra de la lavadora era lo mejor que nos podría pasar… Claro, después de la obtención del horno microondas.

Al parecer íbamos a tener que limpiarla... sin guantes.

—¡Guácala! Esta lavadora debería pasar por el Jardín Botánico antes de venir a nuestra casa —le dije con cierto asco—. Contiene todas las especies de animales de jardín que existen. Hasta ratones tendrá...

—No seas tan exagerado —replicó mi Ma—. ¿Cuántas veces te he dicho que no hables mal de nuestras cosas? Es cierto que está un poquito abandonada, pero ya verás cómo va a quedar cuando la limpiemos… Y hablando de limpiar, voy a buscar unos trapos…

De manera que las opciones eran: ayudarla a limpiar el armatoste o apuntarme a un sermón de dos horas que no iba a llevarnos a nada, o quizás peor, que me iba a enviar castigado directamente al cuarto.

En eso pensaba cuando mi mamá reapareció con un par de camisetas viejas, un brilla-metales y un desinfectante: —Yo me encargo de la parte delantera y tú de los lados, mi amor —dijo, mientras me alcanzaba una camiseta y el tarro de brilla-metales—. Apurémonos porque no tengo mucho tiempo.

Yo pensaba: “Quién pudiera sacarme de este rollo. Ojalá apareciera un mayordomo o una ama de llaves, así como en las películas, alguien que me sacuda los caracoles y babosas que suben por mi pierna. Dios, si existes, sálvame de limpiar esta máquina del mugre, por favor”. Pero ni la vida es igual a las películas ni Dios se ocupa de hacer nuestros deberes, así que resignado comencé a pasar el trozo de camiseta vieja por la superficie de la lavadora.

Lo que sucedió después nos dejó perplejos: a medida que limpiábamos la máquina, la cubierta se iba calentando. Era como si la máquina… ¡estuviera viva! Pensé que podría ser el sol que entraba por la ventana, pero de pronto, para mayor sorpresa, escuchamos unos golpes que venían de dentro: ¡Toc, toc, toc! Mi Ma y yo quedamos paralizados. ¡Toc, toc, toc!

—¡Las ánimas del purgatorio! —logró decir, presa del miedo—. Recemos mijito, que vienen por nosotros.

Yo me arrodillé y empecé a rezar el Padrenuestro, cuando vi que la tapa de la lavadora comenzó a abrirse sola… Entonces apreté los ojos muy fuerte y recé más duro para que lo que saliera no nos comiera vivos.

Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no lo creería: de la máquina emergió la cabeza canosa de un anciano y, poco a poco, el cuerpo largo y espigado de alguien parecido a un mesero elegante, que usaba un gracioso lente en su ojo derecho.

Se trataba de un hombre delgado, de unos setenta años, un metro con ochenta de estatura, perfectamente peinado, con una camisa de mancornas, chaleco, pantalón a rayas, corbatín de seda y sacoleva negro. Se dirigió a mi mamá:

—Buenas tardes, señora. ¿Es esta la residencia del Marqués de Carabás? Iba camino a su castillo y, al parecer, me perdí.

El hombre tenía acento extranjero y parecía que llevara una tabla en la espalda, de lo recto que se paraba. Mi mamá seguía paralizada, con la boca y los ojos abiertos. El agua hirviente rebosaba la olla y el vapor calentaba el ambiente.

—No, señor. Esta es la casa de mi mamá y la mía —le respondí, mientras mi Ma comenzaba a frotarse una ceja con el dedo pulgar, señal de que estaba aterrorizada.

—¡Oh, disculpe joven! —dijo, volviéndose hacia mí—. A lo mejor, podría usted responderme una pregunta... ¿Alguien frotó la máquina con algún paño o tela?

—Sí, sí, señor. P-pero solo para quitarle la mugre —le respondí, señalando la tapa de la lavadora.

—Ummm… Eso lo explica todo —murmuró, con tranquilidad. Y luego, acercándose a mi Ma, dijo con tono ceremonial—: Perdonen la intromisión, mi nombre es James Anthony Joshua Samuel Stoker Fiorentini, mayordomo de profesión y único viajero de este vehículo giratorio. A partir de ahora, estoy enteramente a su servicio...

“¡Es genial!”, pensé emocionado, “tenemos un mayordomo que salió de una lavadora. ¡Nadie me lo va a creer!”.

En ese momento mi mamá cayó desmayada y mi vida cambió para siempre.

2 Un científico loco y un invento genial

 

Mi Ma despertó media hora después. James la abanicaba con una revista de modas mientras yo le alcanzaba un vaso con agua. La impresión había sido muy fuerte, y mi mamá era demasiado sensible a las novedades como para resistir la llegada de… nuestro mayordomo.

Una vez regresó al mundo de los despiertos, mi Ma dio un salto al ver a James tan cerca.

−¿Quién es usted y qué hace en mi lavadora? —le preguntó, amenazándolo con un sartén.

James la miró con tranquilidad, sonrió y le dijo:

−Si me lo permite, señora, fui convocado a esta bella estancia por una petición del joven Gabriel mientras frotaba un paño sobre la superficie de este artefacto. Atendiendo a su llamado, he venido a cumplir sus solicitudes. Le ruego que baje el sartén. Podría lastimarse si hace un mal uso del mismo.

−¿O sea que estás acá… por mí? ¡Yupi! —exclamé, feliz de tenerlo conmigo. Le iba a pedir que hiciera mis tareas, que recogiera el desorden de mi cuarto, que organizara mis juguetes… en fin, ahora sí podría jugar en el parque por más tiempo. Suena divino, señor James, pero ¿de veras espera que alguien le crea esa sarta de mentiras? —le preguntó mi mamá tratando de armarse de valor y sin soltar el sartén—. Me parece que usted está algo mayorcito para venirnos con ese cuento.

−Le explicaré: esta máquina, que usted denomina “lavadora”, es un invento del doctor Christopher Jekyll, nieto del científico J.J. Jekyll, que sirviera de inspiración para una novela de misterio escrita hace muuuchos años.

Y prosiguió:

—La máquina tiene cinco velocidades que le permiten desplazarse a diferentes espacio-tiempos, al gusto de la tripulación: solo hay que girar la perilla hacia el tiempo deseado, teniendo cuidado de precisar el lugar que selecciona, y listo. Su mecanismo está hecho con la misma aleación de la lámpara de Aladino, que fuera fundida por el doctor para dicho fin. Al ser frotada, la máquina cumple las mismas funciones de la lámpara, aparte de otras de autoría del doctor Jekyll, como, por lo que ustedes afirman, lavar ropa —explicó James, con la mayor naturalidad, como si fuera normal tener una máquina del tiempo en forma de lavadora con una lámpara de Aladino integrada.

−¡Guauuu! ¿Eso quiere decir que puedo pedir lo que quiera, James? Pues, entonces, deseo...