UnasemanaenNuevaYork_cubierta_RGB_HR.jpg

Primera parte

Una semana en Nueva York

1

Anna

—¿Ha intentado ponerse en contacto contigo?

Apenas podía oír a Leah por culpa del estruendo del bajo. Estábamos sentadas en los taburetes de la barra del pub «Oh-so-cool» en TriBeCa y teníamos que echarnos hacia delante para poder saber qué decíamos, aunque no sé si oírla mejor me hubiera ayudado a entender sus palabras, ya que nos habíamos bebido tres cócteles cada una. Pero sabía que estaba hablando de Ben: no había mencionado otra cosa en toda la noche.

Leah era mi mejor amiga. Nos habíamos conocido en la facultad de Derecho, y habíamos compartido piso hasta hacía poco tiempo. Se mostraba superprotectora conmigo, y yo con ella. Lo que más nos gustaba era hablar de hombres y tomar copas, algo que hacíamos muy bien. El tema central de la conversación esa noche era Ben, mi último ex.

—No se atreve. Estoy segura de que sabe que le arrancaría las pelotas. —Me encogí de hombros y tomé un sorbo de Manhattan. Era lo más adecuado, dado que estaba en Manhattan, ¿no?

—No me lo puedo creer —dijo Leah por enésima vez en la noche.

Volví a encogerme de hombros mientras revisaba el local por encima del hombro de Leah, fijándome en unos ojos ocultos en las sombras que me miraban. El propietario de aquellas pupilas alzó la copa e hizo un gesto en mi dirección. ¿Lo conocía? Me resultaba vagamente familiar. Miré a Leah.

—¿Y no te imaginabas nada? —preguntaba en ese momento.

—A ver, estaba claro que era diferente de otros chicos con los que he salido. Pero no, nunca se me ocurrió pensar que estaba metido en un lío y que debía dinero a mala gente.

Ben, el motero, se había convertido en un ángel del infierno, o en «Ben, el capullo», como Leah lo llamaba ahora. Siempre había sido muy tierno conmigo. Pensaba que esta vez iba a ser diferente; que por fin había elegido bien después de no tener precisamente suerte con los hombres durante años. Pero cuando me enfrenté a la realidad, me llevé un buen batacazo, porque Ben, el capullo, era sin duda un capullo auténtico. Unos locos a los que les debía dinero habían entrado en nuestro piso y habían dejado escrita una amenaza en el espejo del baño de la habitación de Leah. No se habían llevado nada, lo que nos hizo pensar mucho. Una semana después, Ben decidió confesar, y fui a la policía.

La policía me había llamado a primera hora y me había confirmado que Ben los había puesto al tanto de que el asalto al piso había sido una amenaza para asustarlo y que les pagara lo que debía.

—Entonces, ¿vas a vender el apartamento?

—Bueno, yo sigo llamándolo «piso», pero sí, voy a venderlo —sonreí. Leah había comenzado a llamar «celular» al móvil en cuanto aterrizamos en el JFK. Y yo no podía pasar por alto la oportunidad de burlarme de su repentina americanización.

Había decidido en el avión que, efectivamente, iba a vender el piso. No me había sentido a gusto allí desde el allanamiento. Daniel, el novio de Leah y hombre perfecto para todo, se había encargado de que instalaran una alarma. Pero Leah se había mudado a vivir con él, y yo odiaba estar sola. Aunque sabía que la policía recibiría un aviso si ocurría algo, ya no quería vivir allí. No le había dicho nada de ello a Leah porque me habría obligado a mudarme con ellos, pero por mucho afecto que sintiera por ellos, no me apetecía hacerlo y convertirme en un incordio. Especialmente porque casi no tenían tiempo para estar a solas.

Leah —como no dejaba de decirme— no podía creérselo, pero yo no había vuelto a saber nada de él desde el momento del robo. Al pensarlo, comencé a tener lástima de mí misma; nunca había tenido mucha suerte con los hombres. Mis relaciones siempre empezaban muy bien, pero cuando llevábamos juntos alrededor de tres meses, siempre había algo que se torcía. Me alejaba de ellos, o se volvían muy pegajosos, o allanaban mi piso por su culpa… Lo mismo de siempre.

Cuando Leah me invitó a acompañarla en el viaje de una semana que iba a hacer con Daniel a Nueva York, aproveché la oportunidad. Era un buen momento para desconectar de Londres, de lo del piso y de cualquier complicación masculina. Al parecer, Daniel iba a estar trabajando todo el tiempo, así que podríamos hacer cosas de chicas. Y hacer cosas de chicas era justo lo que necesitaba. Después de la última ruptura de Leah, habíamos ido a México a pasar unas vacaciones; ir a América había conseguido que superara su angustia, así que esperaba que este viaje tuviera el mismo efecto en mí.

El barman nos puso delante una ronda más de cócteles; un Manhattan para mí y una réplica del brebaje asquerosamente dulce que Leah había pedido antes. La miré, y ella se encogió de hombros y cogió su vaso. Le agarré la muñeca, intentando que lo dejara de nuevo en la barra.

—No hemos pedido nada —le dije al camarero.

Señaló al hombre que me estaba observando antes.

—Son cortesía del caballero del final de la barra.

En mi cabeza comenzó a sonar una alarma. ¡Oh, no! No podía estar ocurriendo… No quería atraer ninguna clase de atención masculina. No quería complicaciones. El desconocido ya familiar reclamó mi atención volviendo a levantar su copa. Por supuesto, puse los ojos en blanco y me arrellané en el taburete. Leah me miró suplicante.

—A la mierda —me rendí y me tomé el nuevo cóctel. No pasaría nada si me lo bebía, ¿verdad? No quería decir que tuviera que hablar con él.

—Pues Daniel tiene un amigo que… —dijo Leah.

—No estoy interesada.

—Es un tipo muy agradable.

Negué con la cabeza.

—Pero siempre me has dicho que la forma de superar la ruptura con un hombre es ponerse debajo de otro.

—Yo nunca diría algo así.

—Lo hiciste y lo sabes.

Sonreí. Claro que lo sabía.

—No pienso salir con nadie.

—¿Qué? ¿Nunca?

—Mira, acabo de descubrir que mi último novio estaba metido en un montón de problemas. No estoy de nuevo en el mercado. Necesito esperar un tiempo. Tengo un gusto terriblemente malo para elegir a los hombres.

—No es cierto.

—¿Qué me dices del que se puso a ligar con la camarera mientras yo iba al baño?

—Bueno, era idiota. Pero, aun así, necesitas un poco de diversión en tu vida.

—Tiene razón —dijo una voz detrás de mí. Cuando me di la vuelta me encontré allí al extraño que me había estado observando.

Leah se levantó del taburete, sonriente.

—Tengo que ir al váter.

—¿Al váter? ¿No será al cuarto de baño? —Me burlé poniendo los ojos en blanco. Era tan sutil como un elefante en una cacharrería.

El desconocido se sentó en el taburete que dejaba libre Leah. Noté que me miraba mientras yo estudiaba mi bebida.

—Tengo reglas —anuncié en voz alta.

No respondió, así que levanté la vista para ver si estaba prestándome atención. Tenía clavados en mí unos ojos azules muy brillantes. Bajé la cabeza, nerviosa. Bien, no se podía negar que era guapo, un hombre alto y moreno, pero también sería una complicación, porque estaba hablando conmigo, y yo era un imán para los casos problemáticos.

—¿Reglas para divertirte?

Asentí.

—Reglas si quieres tener sexo esta noche.

—Soy todo oídos —dijo, sin perder comba.

«¿De verdad tengo reglas? Bueno, ahora me toca idearlas».

—No quiero saber tu verdadero nombre. Invéntate otro…

Negó con la cabeza.

—No. No, eso no me convence. No vas a gritar el nombre de otro hombre esta noche. Me llamo Ethan.

Nuestros ojos se encontraron, y me quedé sin respiración.

—Mira, estoy harta de que me mientan. Si no espero nada de ti, no me sentiré decepcionada.

—Te prometo que no te decepcionaré.

Tomé aire profundamente.

—No quiero saber nada sobre ti. Y no te diré mi verdadero nombre.

—Sin duda las chicas británicas tenéis cierto encanto.

—Si no te gusta, puedes irte por donde has venido. —No estaba de humor para tonterías.

—No voy a ir a ninguna parte. Quiero ver cómo se desarrolla esto. —Cuando me sonrió, sentí que no podía reprimir una media sonrisa, pero yo quería odiarlo—. Bueno, ya sabes que soy Ethan. Y ¿trabajo en la construcción? —preguntó en vez de afirmarlo.

Era evidente, por su bronceado de las islas Caimán y el Rolex que lucía en la muñeca izquierda, que no trabajaba en la construcción, pero estaba mintiendo porque yo se lo había pedido, así que no podía quejarme. Sentí que me bajaba un escalofrío por la espalda. Podía ser divertido.

—Yo soy Florence.

Negó con la cabeza.

—No. No eres Florence.

—Lo sé, pero no voy a decirte mi nombre de verdad. Te lo he dicho ya: tengo reglas.

—Vale, pero tu nombre inventado no será Florence. Es tan sexy como un zapato viejo, y eres una chica muy sexy, así que necesitas un nombre sexy.

Arqueé las cejas.

—Vale —dije con cautela—. ¿Kate?

Negó con la cabeza otra vez.

—Pues elige tú uno.

Lo observé mientras pensaba. Sentía curiosidad por ver qué nombre se le ocurría. ¿Cuál le gustaría para mí?

—Anna —concluyó.

«¿Qué?».

¿Me conocía? No. Vivíamos a seis mil kilómetros de distancia. ¿Tenía aspecto de llamarme «Anna»? Debía de ser una extraña coincidencia. De todas formas, ¿qué importaba si usaba mi verdadero nombre? No pensaba volver a verlo después de esa noche.

Leah volvió del cuarto de baño en ese momento, interrumpiendo cualquier debate que pudiera tener con Ethan sobre el nombre que se había inventado para mí.

Ethan le tendió la mano a Leah.

—Soy Ethan. Ya nos íbamos, pero te llevaremos a casa.

Me reí. Estaba muy seguro de sí mismo, eso estaba claro.

—Pero yo…

—El chófer de mi novio está fuera. Puedo irme sola. —Sonrió como una idiota.

—De acuerdo, entonces te acompañaremos —soltó Ethan, como si fuéramos una pareja o algo así.

Cuando salimos, el chófer de Daniel estaba hablando con un hombre que resultó ser el chófer de Ethan. Me despedí de Leah, aunque le prometí que la llamaría en un rato para decirle dónde estaba y que estaba bien. Ethan abrió la puerta de su limusina e hizo un gesto para invitarme a entrar.

—¿Conoces a Daniel? —me interesé.

—¿A Daniel qué?

—Daniel Armitage.

—De oídas, pero no me lo han presentado. ¿Por qué lo dices?

—Tu chófer parece conocer al suyo.

—¿El novio de Leah es Daniel Armitage?

Asentí, y él hizo un gesto en respuesta.

—¿A dónde vamos? —pregunté, sintiendo un poco de pánico. ¿Por qué no me había informado antes? Acababa de subirme a un coche con un desconocido sin poner ningún pero. ¿Estaba loca o qué?

Saqué el teléfono para enviarle un mensaje a Leah.

—Columbus Circle. Mandarin Oriental —le dijo al conductor.

Le comuniqué a Leah a dónde íbamos y que le enviaría un mensaje más tarde para que supiera que estaba bien. Tragué saliva y me eché hacia delante para bajar la ventanilla y dejar que el aire cálido del verano neoyorquino se filtrara en el interior del coche. Bien, parecía que íbamos a un hotel. Él hablaba en serio. Y cuando digo «en serio», me refiero al sexo. Nunca me habían gustado las aventuras de una noche. No me acababa de convencer la idea de que me viera desnuda un extraño. Pero este era particularmente atractivo, y yo estaba ahí, en Nueva York, para desahogarme y divertirme, ¿verdad? Era la ciudad que no dormía, y allá donde fueres…

Empecé a mover la pierna derecha; era un tic nervioso. Solo lo percibí cuando me fijé en que Ethan se daba cuenta. Subió la mirada desde mi rodilla hasta mis ojos y sonrió.

—No tienes por qué estar nerviosa. No haremos nada que no me pidas que te haga —me susurró al oído.

«¡Guau!».

Me dio un vuelco el corazón, y me rebullí en el asiento mientras volvía a mirar por la ventanilla.

2

Anna

Ethan ya tenía la llave de nuestra… habitación. Subimos en el ascensor sin hablar. Sin tocarnos. Estaba más nerviosa de lo que me apetecía estar. Iba a disfrutar del sexo sin ataduras, ¿cuál era el problema?

Cuando llegamos a la puerta, la abrió para mostrarme una sala enorme con vistas a Central Park. Era la habitación más romántica que había visto nunca. El techo estaba decorado con lo que parecía ser pan de oro. Los suelos eran de madera oscura, y brillaban reflejando las luces de la ciudad. Parecía un lugar digno de un dios romano.

—Joder —solté, sin reprimir lo que pasaba por mi cabeza.

—Bonitas vistas, ¿verdad?

Asentí con la cabeza y fui hacia la ventana, donde apoyé las manos en el cristal mientras miraba hacia fuera. Quería saber quién era ese tipo. Era evidente que no trabajaba en la construcción. Tal vez era un gánster. Me recordé a mí misma que no me importaba. No estaba ahí para tener un romance ni para conocerlo, sino para divertirme. Diversión sin complicaciones.

—¿Quieres beber algo mientras disfrutas de la vista?

—Un whisky, por favor —respondí sin darme la vuelta. Escuché algunos tintineos detrás de mí mientras trataba de distinguir ciertos puntos de referencia—. Creo que estoy viendo el edificio Dakota —dije, como si estuviera de turismo, olvidándome momentáneamente que estaba hablando con un desconocido con el que estaba a punto de mantener relaciones sexuales.

—Es inusual que las mujeres beban whisky —comentó Ethan.

—Supongo que sabes de lo que hablas. —Me había pasado de nuevo, y no, no quería decir aquello en voz alta. O tal vez sí. Tal vez quería conocer la respuesta. Pero no la hubo.

—Dime dónde estás mirando —dijo, deteniéndose detrás de mí, muy cerca. Podía sentir el calor corporal que emanaba de él. Me entregó el whisky y colocó casualmente el brazo alrededor de mi cintura para apretarme contra su costado. Me puse un poco rígida, pero luego me relajé. Resultaba agradable. La bebida, la vista, el dios romano… Olía a algo, algo embriagador. No podía definir lo que era. Quizá dinero, sexo, poder…

Cerré los dedos con fuerza alrededor del vaso.

—Allí… ¿Es ese el edificio Dakota? —Señalé con la otra mano el edificio con el tejado verde al oeste de Central Park.

—Me parece que no. El Dakota está al este.

—Ahh… —Eché la cabeza un poco hacia atrás y la apoyé en su pecho. Era alto. Muy alto.

Frotó la mejilla contra la mía y bajó la boca hasta mi cuello, donde me hizo cosquillas con su aliento. Lo deseaba. Lo deseaba de verdad.

—Tengo más reglas.

Me besó el cuello.

—Cuéntamelas.

—Tienes que usar condón.

—¿Quieres que me lo ponga ahora mismo? —se burló.

—No, más tarde cuando…

—¿Qué más? —Me besó el cuello otra vez.

—No vamos a darnos los números de teléfono ni los correos electrónicos, y tampoco vamos a decirnos que nos vamos a ver de nuevo.

Se movió al otro lado de mi cuello y me besó de nuevo la piel. Notaba que me relajaba cada vez más bajo el contacto de sus labios.

—De acuerdo —respondió—. ¿Eso es todo?

—Por ahora sí —dije. Se me nublaba la mente y no podía pensar en nada más.

—Muy bien. —Se alejó de mí, y yo me volví para ver cómo se sentaba en el sofá delante de la ventana—. Desnúdate…

Hice una pausa; solo fueron un par de segundos, pero no había manera de decirle que no, aunque tampoco quería decirle que no. Me tanteé el botón superior de la blusa y luego, con la mano firme, me desabroché el resto. Me quité la prenda de seda azul ajustada y la dejé caer al suelo. Lo miré mientras tenía los ojos clavados en los míos al tiempo que tomaba un sorbo de su vaso. Sentí que mojaba la ropa interior.

Era simplemente perfecto, el tipo de hombre que se ve en un cartel publicitario en Times Square, pero no en el sofá delante de mí esperando que me desnude. Busqué la cremallera de mi falda y me di la vuelta para que mirara mi espalda mientras me la bajaba. Me doblé por la cintura, empujando el trasero hacia él para quitármela. Le lancé una rápida mirada por encima del hombro. Sus ojos se habían oscurecido y se lamía los labios. En realidad se los relamía, como si se estuviera preparando para devorarme. Me volví para enfrentarme a él, vestida solo con ropa interior y tacones.

—Yo me encargaré del resto. Ven aquí —gruñó. Sentí que mi sexo se veía envuelto en una oleada de calor. Me acerqué a él y me puse entre sus rodillas—. ¿Por dónde quieres que empiece contigo? Eres preciosa. Como un regalo perfectamente empaquetado que se vuelve más excitante a medida que se desprenden las capas que lo envuelven.

Tuve que dejar de disfrutar de sus palabras. No estaba ahí para disfrutar de un romance: estaba ahí para divertirme.

Se echó repentinamente hacia delante y hundió la mano en mis bragas, para encontrar con el pulgar mi clítoris al instante.

—Ya estás mojada —dijo mientras deslizaba los dedos entre mis pliegues, explorándome con las yemas mientras seguía haciendo círculos con el pulgar en el punto más sensible. Noté que se me aflojaban las piernas, y tuve que ponerle las manos en los hombros para mantener el equilibrio.

Me miró.

—¿Te gusta lo que te hago?

Jadeé y asentí, sin poder hablar.

—Lo sabía. Lo supe cuando te vi al otro lado de la barra, mirándome. Sabía que era esto lo que querías, lo que necesitabas. —Movió los dedos con más rapidez, y retorcí las caderas intentando ofrecer una especie de resistencia inútil—. Quédate quieta mientras te llevo al orgasmo.

Eché la cabeza hacia atrás mientras el pulgar y el resto de los dedos continuaban su labor. Notaba todo el cuerpo caliente, en llamas. El calor parecía surgir de entre mis piernas, y se extendía por todo mi cuerpo. Sentía los pezones tensos contra el encaje del sujetador, reclamando su atención. Sin pensar, llevé los hombros hacia delante.

—Quítatelo —ordenó—. Quítate el sujetador ahora mismo.

Me estremecí con sus palabras. Me sentía flotar, medio ida, cuando me desabroché el sujetador y me lo quité.

—¡Oh, sí! Eres perfecta. Tetas perfectas. Coño perfecto.

—¡Oh, Dios! —gemí—. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios…! —jadeé sin control.

Me sujetó por detrás y me apretó con más fuerza contra su mano mientras hundía los dedos en mi interior.

—Esta noche tu dios soy yo, preciosa. Quiero que te corras…, ahora.

Y no pude evitarlo: se me cerraron los ojos y una cegadora luz blanca explotó en mi cabeza mientras el clímax me atravesaba. Sentí que me debilitaba y, luego, que los brazos de Ethan me rodeaban. ¿Me había caído? Sentí algo suave a mi alrededor. Ethan estaba inclinado sobre mí… Me había llevado a la cama.

—Hola —dijo bajito.

—Hola —repuse, apenas consciente. ¿Qué demonios acababa de pasar? Siempre había asociado el buen sexo con la intimidad y, tal vez, el amor, pero este hombre arrancaba sensaciones alucinantes de mi cuerpo y acababa de conocerlo.

—Cuando te corres estás espectacular. —Inclinó la cabeza y capturó un pezón entre los dientes. Yo me retorcí en el colchón mientras él alternaba las caricias de la lengua con la succión en uno de mis pechos y luego en el otro. Hundí las manos en su pelo, y me levantó para que nuestras cabezas estuvieran a la misma altura. Me miró durante un segundo antes de acercarse para apoderarse de mi labio inferior con los dientes. Lo deseaba de nuevo, desesperadamente. Quería verlo encima de mí, embistiéndome, llenándome. Llevé las manos a su espalda, le saqué la camisa del pantalón y le arañé la piel. Gimió antes de hundir la lengua en mi boca, con urgencia, con hambre. Busqué la bragueta, impaciente por más, y él se arrodilló, llevando mi boca con él mientras se quitaba la camisa. Lo aparté y me puse a cuatro patas.

—Deprisa. Te quiero sentir dentro de mí —dije.

—¡Joder, preciosa!

Oí susurros a mi espalda, primero de su ropa y luego del envoltorio del condón. Me giré y miré por encima del hombro para pillarlo admirando mis nalgas. Se arrodilló, y sentí sus manos en mis caderas. Mi piel se erizó cuando me tocó y me eché hacia atrás, queriendo más.

—Vuelve a la misma posición —gruñó—. Voy a follarte de tal forma que no vas a recordar ni tu propio nombre. —Y me penetró con tanta fuerza que me cedieron los codos y tuve que equilibrarme de nuevo. Me sentía repleta, tan llena que era casi incómodo. No estaba segura de si sería porque era grande o porque se había metido muy dentro. Muy profundamente. Se retiró lentamente, haciéndome ser consciente de cada parte de él. Luego me buscó el hombro con la mano, para sostenerme con firmeza, y se sumergió de nuevo, con fuerza y profundidad.

—¡Dios…! —grité cuando lo sentí en lo más hondo.

—Sí, preciosa. Ya lo tienes todo. Vamos a estar follando toda la noche.

Buscó el ritmo, y yo no pude más que seguirlo. En ese momento, habría hecho cualquier cosa que me hubiera pedido. Y era el tipo de hombre que lo pediría todo.

—Toda la noche. Vamos a follar hasta que estés saciada pero sigas rogándome más. ¿Me has oído?

—Más. Más fuerte —jadeé.

Gruñó e incrementó su ritmo, hundiéndose más y más en mí. El eco del orgasmo comenzó a invadirme desde algún lugar lejano.

—Te siento. Es alucinante. Y estás a punto, ¿verdad? —preguntó.

—Sí, a punto.

Y luego se retiró y alejó las manos de mi cuerpo. Presa del pánico, lo miré por encima del hombro.

—Tengo que verte la cara. Tiéndete de espaldas.

Me tumbé, desesperada por volver a sentirlo, y él me arrastró por la cama, más cerca de él, y me empaló de nuevo.

«¡Oh, sí, así…, justo ahí!».

No me quitó los ojos de encima mientras mi orgasmo crecía de nuevo. Me puso una pierna en su hombro y el cambio de posición me hizo volar hacia esa luz otra vez. Me levanté de la cama cuando el orgasmo se apoderó de mí. El ritmo de Ethan no se alteró ni por un segundo, y cada envite me llevaba a otro nivel de placer, hasta que estuve segura de que me iba a desmayar. Cuando por fin se sosegó lo suficiente como para que yo abriera los ojos, él seguía todavía encima de mí, penetrándome, mirándome.

Un segundo después de que nuestros ojos se encontraran, lo sentí tensarse y vi que su mirada se nublaba cuando alcanzó su propio clímax. Se quitó de encima de mí, se deshizo del condón y luego me buscó con las manos para abrazarme, acercándome a él. Me levanté y fui al baño. Estaba ahí para divertirme, no para acurrucarme contra nadie.

Me senté en el borde de la bañera, todavía débil por el orgasmo, sin entender todavía cómo podía disfrutar de un sexo tan asombroso con un hombre que acababa de conocer. Gemí mientras me pasaba las manos por el pelo. Tuve que salir de allí antes de que las cosas se pusieran incómodas. Cogí un albornoz de la parte de atrás de la puerta del cuarto de baño y me envolví con él.

Cuando asomé la cabeza por la puerta, Ethan estaba tendido en la cama mirando al techo, como si estuviera exhausto. Sonreí al tiempo que iba a la sala de estar.

—¿Anna? —oí que me llamaba desde el dormitorio. Lo ignoré mientras recogía mi ropa de los distintos puntos de la habitación en los que había ido cayendo—. ¿Qué estás haciendo? —preguntó; su voz sonaba ahora más cerca. Levanté la vista y lo encontré mirándome desde la puerta.

—Mmm… Estoy buscando mi ropa. Tengo que irme…

Ethan cruzó la habitación, me agarró por el culo, me puso sobre su hombro y me llevó de vuelta al dormitorio, donde me lanzó sobre la cama.

—No vas a irte a ninguna parte. Te he dicho que íbamos a follar toda la noche, y apenas hemos empezado.

3

Ethan

Hacía calor. Incluso a horas tan tempranas, hacía demasiado calor. Ya estaba sudando y ni siquiera había llegado al estanque de las tortugas. Había estado a punto de despertarla y hundirme en ella de nuevo por la mañana, pues tenía un aspecto jodidamente sexy mientras dormía. Pero no había habido nada de sexo matutino; la había dejado allí tranquila, a pesar de mis impulsos, y ahora tenía que aguantarme con una erección.

«Has hecho una mala elección, amigo», me susurró mi polla. No mantener sexo matutino era una regla mía, y me gustaba que también ella tuviera las suyas. Sonreí cuando la recordé tratando de inventárselas en el momento. Las mías las tenía como grabadas en piedra en mi cabeza, y no tener sexo por las mañanas encabezaba la lista. La regla número dos era nada de fiestas de pijamas: todo parecía diferente por la mañana. Más real. Y lo que yo hacía con las mujeres no entraba en la realidad. Era solo sexo. Sexo salvaje. Sexo desenfrenado con muchas mujeres y nada más, o se convertiría en algo complicado. Y la regla número tres era que no quería complicaciones.

No estaba seguro de quién se había dormido primero, si ella o yo, pero yo había conseguido salir del hotel antes. Había reservado la suite el día anterior porque no llevaba a ninguna mujer a mi casa —regla número cuatro—, y estaba cansado de tener que atravesar puentes y túneles para llegar a Nueva Jersey. ¿Es que ya nadie vivía en Manhattan? El Mandarin Oriental siempre me había gustado, y además me encantaba la vista que había desde la Suite Oriental.

Comenzó a vibrar mi móvil y respondí a la llamada, encantado de tener una distracción.

—Scott —respondí.

—Hola. ¿Qué tal anoche? —Era Andrew. Nos conocíamos desde la universidad y manteníamos una sana competencia entre nosotros con respecto a todo lo que hacíamos.

—Bien. Estoy corriendo…

—Vaya, hombre, siento que no hayas mojado. —Me estaba poniendo un cebo que yo no pensaba morder—. Quizá eres ya demasiado viejo para las jóvenes y ardientes chicas de hoy en día. Deberías pensar en retirarte antes de que el número de las mujeres dispuestas a follar contigo sea demasiado bajo.

—No me hagas reír, capullo.

Él sabía que ella era sexy. Y también sabía que me la había tirado, tal como le dije que haría cuando la vi en el bar por la noche. Cuando me acerqué a ella, Andrew se fue a casa con Amanda, su esposa —se habían casado hacía cinco años, aunque estaban juntos desde la universidad—. Llevaba diez años follándose a la misma mujer. Aunque, como Andrew puntualizaba a menudo, lo que ellos hacían no era follar. ¡Dios!, era consciente de que eso no iba conmigo. Ni siquiera fingía que fuera una opción. Tenía reglas, y no las guardaba en secreto. Siempre hablaba claro con las mujeres con las que me acostaba. No pretendía que fuera algo más que sexo. No había promesas rotas, ni ambigüedades. Nunca se preguntaban si las llamaría…, porque nunca les pedía el número de teléfono.

Había unas cuantas mujeres que tenían el mío, mujeres a las que veía de forma casi regular. Y cuando digo «veía», quiero decir «follaba». Joan, que me llamaba cuando estaba entre dos novios, y yo me sentía más que feliz de ayudarla. Phoebe, que vivía en Boston pero venía a Nueva York una vez al mes y tenía un polvo fantástico. Y Fiona, que llevaba tiempo sin llamarme; tal vez se había casado o algo así. Pero yo nunca las llamaba, nunca. Esa era la regla número cinco.

—Mandy quiere saber si aún vendrás a los Hamptons este fin de semana. Creo que quiere presentarte a una amiga.

—Joder, Andrew. No me voy a tirar otra vez a una de las amigas de Mandy. —Mandy me había presentado a Susie en diciembre. Había sido claro (muy claro) con ella; le había dicho que yo no salía con nadie. Había parecido estar de acuerdo con ello, y tenía unas piernas estupendas, así que la llevé al hotel. El sexo había sido muy normalito, y luego ella trató de darme su número, algo que rechacé educadamente, y se había vuelto loca. Después, Mandy se cabreó conmigo y Andrew había intentado convencerme de que fuera a cenar con ella. Vamos, un puto desastre.

—Si voy a los Hamptons este fin de semana, no me acostaré con ninguna de las amigas de Mandy bajo ningún concepto. ¿Puedes decírselo? ¿Puedes dejarle claro que no es que no haya encontrado a la mujer adecuada, sino que hay demasiadas mujeres adecuadas para que me limite a una sola? Díselo, tío, o acabaremos mal.

—Eres un capullo.

Sonreí.

—Lo mismo digo.

—Hasta luego.

Y colgué.

El sexo con Anna había sido cualquier cosa menos normalito. Había resultado excepcional. Ella se había mostrado agresiva, exigente, voraz, receptiva… Mi polla palpitó ante las imágenes que invadían mi mente, así que incrementé el ritmo para tratar de borrármelas de la cabeza. Cuando las mujeres entendían que solo iba a ser una noche, todo iba mejor. Se soltaban. Para mi sorpresa, la noche anterior había sido Anna la que había dejado claro que no íbamos a mantener el contacto, y eso nunca me había pasado. Sonreí al pensar en ella; tenía un acento sugerente y un culo estupendo. Perfectamente redondo, suave, firme. Volví a sentir aquella palpitación. Seguro que estaba una semana en Estados Unidos de vacaciones. No íbamos a mantener el contacto, y, total, ya había roto la regla de no quedarme a dormir. También podía usarlo a mi favor. Me detuve de golpe: Anna estaría desnuda ahora mismo y todavía era temprano. Miré el reloj; solo llevaba fuera quince minutos. Tenía pensado correr durante una hora para darle tiempo para irse antes de que yo volviera. Si volvía en ese momento, ella todavía estaría allí, y podría despertarla hundiendo la lengua entre sus piernas.

¡Joder!

El sexo matutino no contaba como tal si nos separaban más de seis mil kilómetros en una semana. Empecé a correr de vuelta al hotel.


Anna

Me desperté dolorida. Sabía que me iban a salir moratones en el cuello, en los muslos, en los pechos. Sonreí al recordar la causa y luego me quedé paralizada. Mierda, no quería dormirme. Estaba a punto de vestirme para volver a casa de Daniel cuando Ethan me había llevado a la cama, y fiel a su palabra, me había follado durante toda la noche. ¡Oh, Dios!, nunca había tenido tanto sexo en una noche, nunca había disfrutado un sexo tan asombroso, y nunca había suplicado más, como él me dijo que haría, una y otra vez. Me retorcí, sintiendo que me humedecía solo con el recuerdo. ¿Él todavía estaba aquí? No me atrevía a mirar. No le oía respirar, pero la cama era enorme, así que no era de extrañar que estuviera. ¿Viviría allí? ¿En un hotel? Tenía muchas preguntas sin respuesta. Pero, como me recordé a mí misma, estaba allí por diversión, no por respuestas.

Me di la vuelta y puse los pies en el suelo. La cama estaba vacía, así que contuve la respiración, tratando de no hacer ruido, para poder escuchar si había algún sonido al otro lado de la puerta.

Nada.

Cogí el albornoz, que él había lanzado a un lado de la cama, y me envolví con él. Hice un gesto de dolor cuando el movimiento me hizo ser consciente de la molestia que sentía en la espalda. Fui al cuarto de baño y una vez allí me bajé el albornoz, acercando la espalda hacia el espejo para ver si podía ver la razón del dolor. Tenía un arañazo. ¡Oh, sí!, había sido cuando lo hicimos contra la pared, cuando tenía las piernas enredadas en la cintura de Ethan mientras él me follaba, empujándome cada vez con más fuerza contra la pared. Arañazos por la fricción. Me sonrojé e intenté reprimir una sonrisa.

Con cautela, abrí la puerta que comunicaba el dormitorio con la sala de estar; ni un sonido. Se había ido, pero su ropa seguía desparramada por la sala. Me sentí un poco decepcionada y luego me avergoncé de mi reacción. Había sido solo sexo. Recogí mi ropa, me la llevé al dormitorio y me vestí con rapidez. ¿Debía dejar una nota? ¿Qué era lo que dictaba la etiqueta después de una noche de sexo? No, había sido solo sexo… No era necesaria ninguna nota.

Llamé a Leah y ella me respondió al primer timbrazo.

—No digas nada; ya sé que soy un putón —dije antes de que ella incluso saludara.

Soltó un grito.

—No te atrevas a decir eso. Solo te has divertido un poco. Quiero que me lo cuentes todo, pero antes tenemos que entonarnos con un poco con alcohol. Ven aquí a cambiarte. Quiero ir a ese sitio que me dijiste, el que estaba a la vuelta de la esquina.

—¿Quieres ir al Frick?

—Sí, ahí.

—¿Y vamos a hablar de polvos en el museo Frick? No parece muy apropiado… —Nos reímos.

—Puedes contármelo todo allí, y luego puedes repetírmelo de nuevo en el almuerzo y con los cócteles. Vamos a algún lugar elegante. Cuando salgas de ahí, di en recepción que te reserven algo.

Al terminar la llamada me escabullí de la suite, bajé en el ascensor y, sin una sola pizca de vergüenza a pesar de mi atuendo nocturno, hablé con el recepcionista, que me reservó un almuerzo para dos en lo que yo suponía que era un restaurante muy caro. Y salí a la húmeda mañana neoyorquina de julio. Eran apenas las siete de la mañana, pero ya hacía un calor sofocante. Una vez que me orienté, me di cuenta de que estaba a unas diez manzanas del piso de Daniel, pero no podía ir andando hasta allí con los zapatos de tacón. Diez manzanas fue una caminata de la vergüenza muy larga, aunque no me sentía nada avergonzada. Estaba muy bien, como si me hubiera quitado de encima una capa de algo desagradable de mí, y ahora estuviera como nueva, y preparada para el próximo capítulo.

—Apuesto a que fue increíble. Él. Me dio toda la impresión de que lo era —divagaba Leah mientras andábamos por Central Park con unos cafés en la mano como otros muchos paseantes matutinos, matando el tiempo mientras esperábamos a que abriera el Frick.

Sonreí. El sexo había sido increíble. Impresionante.

—No tengo ninguna queja.

—Así que, ya ves, deberías seguir tu propio consejo: ¡funciona! —Me dio un golpe en el hombro con el suyo—. ¿Vas a volver a verlo?

—Ya te lo he dicho, Leah: ha sido solo sexo. Nada de besos en la boca.

—Mmm, ¿no lo has besado en la boca pero has permitido que su polla entrara dentro de ti?

—No, lo digo en sentido figurado. —De hecho, Ethan besaba de una manera increíble. Había sido espectacular en todo—. Ya sabes, sin implicaciones emocionales.

—Ah, como en Pretty Woman —concluyó. Asentí—. ¿Qué te pasa con esa película?

Me encogí de hombros.

—¿Y si llama y te invita a salir otra vez?

—No hemos salido, ergo no podemos salir otra vez, y, de todos modos, no tiene mi número. —¿Debería haberle dejado mi número o una nota o algo? No, solo había sido sexo.

Leah arqueó las cejas mientras me miraba. No supe si de incredulidad o desaprobación. Seguramente un poco de cada cosa.

—Ya deberían haber abierto. Vamos. —Quería cambiar de tema. ¡Estaba en Nueva York, quería disfrutarlo! Aceleré el paso mientras nos dirigíamos al Frick. Las calles parecían relativamente tranquilas. Los residentes de la ciudad estaban trabajando, lo que dejaba las calles a la gente que tenía que soportar el calor de julio: turistas como Leah y yo, mensajeros, estudiantes, niñeras que empujaban cochecitos, escolares de viaje…

—¿Así que te vas a casar con Daniel? —pregunté. Había aceptado su propuesta hacía unas semanas, pero no había oído nada al respecto desde entonces.

Leah no respondió de inmediato.

—Sí, pero no hay prisa.

—Pensaba que cuando lo sabes, lo sabes, ¿sabes?

Nos reímos.

—Lo sé —respondió Leah siguiéndome el juego—. No puedo imaginarme con nadie más. Me hace feliz y quiero hacerlo feliz para siempre. No importa si estamos casados o no.

—Me alegro —dije, y era en serio.

—A ti también te pasará.

Le sonreí y me encogí de hombros.

—Ahora mismo solo busco diversión. He tratado de encontrar a mi media naranja, y no lo he conseguido, así que es oficial: me rindo. Quiero divertirme. Nada de complicaciones.

El aire acondicionado en el museo fue un regalo de Dios.

—¿Nos quedamos aquí todo el día? Podemos estar fresquitas y ser cultas al mismo tiempo.

—Sin duda, pero el carísimo restaurante donde tenemos la reserva también tendrá aire acondicionado y podemos ir en taxi. Hace demasiado calor para ir andando. —Leah siempre tenía un aspecto perfecto, pero incluso su pelo liso y brillante estaba comenzando a encresparse. Hacía mucho tiempo que yo me había rendido con el mío: la humedad se cebaba en mis rizos naturales y acababa pareciendo Diana Ross.

—Vale, mientras pueda beber de día, dejaré que me lleves a comer.

—Me siento muy honrada.

—Deberías, sin duda…