Cubierta

Aprender a investigar,
aprender a cuidar

Una guía para estudiantes y
profesionales de la salud

Ramon Bayés

Plataforma Editorial

Índice

  1.  
    1. Prólogo, Érase una vez en el lejano Oeste...
    2. Introducción
  2.  
    1. Aprender a investigar
      1. 1. Investigar no sólo es necesario, es divertido
      2. 2. ¿Por dónde empezar?
      3. 3. ¿En qué consiste el método científico?
      4. 4. Razonar como un investigador
      5. 5. Establecer objetivos
      6. 6. Sobre «cortar y pegar»
      7. 7. El arte de hacer preguntas
    2. Aprender a cuidar
      1. 8. Conocimiento, ¿para qué?
      2. 9. Narración y experiencia
      3. 10. Aprender de historias individuales
      4. 11. El cine, instrumento de cuidado
      5. 12. Alrededor de una taza de café
  3.  
    1. Referencias
    2. Anexo. Películas para la reflexión y/o el debate

Prólogo Érase una vez en el lejano Oeste…

Los que a principios de los años ochenta del pasado siglo empezamos a cursar la carrera de Psicología en la Universitat Autònoma de Barcelona, que por aquel entonces era aún una licenciatura en Filosofía y Letras, teníamos en primer curso una asignatura llamada Principios y Métodos en Psicología, en la que utilizábamos como manual del primer trimestre un libro titulado Una introducción al método científico en Psicología, escrito por un tal Ramon Bayés, que, según se nos dijo, era uno de los profesores de la facultad, concretamente aquel que caminaba a velocidad de vértigo por los pasillos del edificio, sorteando con agilidad y precisión las masas de alumnos que a las horas del cambio de clase atestaban corredores y vestíbulos en complejos movimientos migratorios de aula a aula. Como el tal Ramon Bayés impartía sus clases en los cursos superiores, uno no podía tener contacto directo con él en el primer curso y tenía que limitarse a verle de lejos o a notar una corriente de aire cuando, a esa velocidad de vértigo antes descrita, se cruzaba contigo por los pasillos esquivándote por milímetros y evitando así una colisión con tu aterrorizada persona que había asumido ya la inevitabilidad del choque.

El caso es que, a medida que iba discurriendo aquel primer trimestre de carrera y avanzábamos en la lectura del libro, veíamos perfectamente claro que el libro y el autor eran un binomio inseparable, y que sólo una persona así, con ese aspecto de científico sabio, bonachón y algo despistado, podía haber sido capaz de escribir un texto que, de manera clara, didáctica, divertida (como en el estudio sobre las relaciones entre el número de mulas y el número de investigadores en Estados Unidos que el lector también encontrará en este libro) y educada, te enseñaba lo que era el método científico, y te demostraba que la psicología era una ciencia en la que se podían hacer experimentos, para desagrado de muchos estudiantes de cursos superiores de la carrera que, más aferrados a conceptualizaciones más próximas al psicoanálisis y a una perspectiva de la disciplina con un cierto aire de Mayo del 68 (a pesar de que estábamos en 1980, pero ya se sabe que en este país siempre llegamos tarde a casi todo), renegaban de las visiones cientifistas diciendo que no se podía ir así por una Facultad de Filosofía y Letras y, menos aún, tener laboratorios y hacer experimentos. Añadían, no sin un cierto tono entre el horror, la estupefacción y la convicción de que el hecho demostraba inapelablemente lo sacrílego de esa forma de entender la psicología de Ramon Bayés y otros profesores de la facultad, que sus despachos estaban en un recóndito y misterioso lugar del edificio llamado Laboratorio de Conducta, en el que no sólo existían extraños aparatos, sino que también albergaba (aunque nadie las había visto) ¡ratas blancas! ¿Ratas en una Facultad de Filosofía y Letras? ¿Cómo podía entenderse semejante despropósito? Y eso por no hablar de las asignaturas de estadística, que tenían el mismo halo de anatema aunque, eso sí, sin laboratorio.

O, al menos, así lo viví yo en aquel primer curso.

Ni que decir tiene que en los dos últimos años de carrera cursé las asignaturas de Ramon Bayés y me metí de cabeza en el Laboratorio de Conducta a hacer experimentos con ratas y con todo lo que se pusiera por delante. Estábamos entonces a mediados de los años ochenta y ya Ramon Bayés, siguiendo lo que nos había transmitido en su libro, nos enseñaba que el conocimiento científico se puede utilizar en Psicología de muchas maneras y en muchos ámbitos, y no solamente en el laboratorio. Y un ámbito que él nos mostraba como perfectamente adecuado y, además, con un amplísimo abanico de preguntas que responder y un no menos amplísimo repertorio de problemas que solucionar, era el de la salud y las enfermedades en general, tanto en el aspecto preventivo como en el de intervención. A pesar de nuestra formación y nuestra convicción total de que la psicología era una ciencia, los que asistíamos a sus clases aún arrastrábamos mucho del lastre del que Ramon se había desprendido totalmente. Aceptábamos que una rama de la psicología se dedicaba a la psicopatología, pero… ¿psicología de la salud? ¿Qué pintábamos los psicólogos investigando en algo como el cáncer? ¿No sería que Ramon se había pasado no tres, sino muchos pueblos?

Un buen día de aquella época, los escasos alumnos de la promoción que habíamos optado por hacer las prácticas en el Laboratorio de Conducta, orgullosos de nuestras batas blancas e intuyendo que estábamos iniciando nuestro camino de investigadores hacia una tesis doctoral que aún no sabíamos sobre qué versaría, coincidimos en el cuchitril que, dentro del Laboratorio de Conducta, se destinaba a biblioteca y sala de reuniones. Como era la hora de la sobremesa, surgió la conversación distendida y, con ella, las bromas y las risas en una de esas situaciones irrepetibles en las que sólo la complicidad del momento que comparten los protagonistas puede permitir generar y vivir con la máxima plenitud. El caso es que empezamos a bromear imaginándonos que el Laboratorio de Conducta era un pueblo del Far West. Por supuesto, las ratas eran los indios y, después, íbamos asignando a cada uno de los profesores y estudiantes de doctorado los diferentes papeles típicos de una historia del Oeste: el sheriff y su ayudante, el pistolero, el mejicano de la siesta perenne, la maestra de la escuela, las chicas del saloon, el jugador de póquer… Es una verdad como un pilar de grande, y, por tanto, es cosa segura, que la mejor ocurrencia de todas no fue la mía. De pronto, alguien dijo: «¿Sabéis qué? Ramon Bayés es el buscador de oro». Y todos estuvimos de acuerdo en que así era porque, igual que ese personaje entrañable de las películas del Oeste, Ramon estaba buscando pepitas de conocimiento donde nadie hubiera dicho ni por asomo que podían estar. Traía sus pepitas al saloon y las compartía, invitándonos a unas rondas de conocimientos. Y no sólo eso. No quería guardar para sí las pepitas ni el secreto de dónde estaba la mina de oro de donde las había sacado. A quien quería escucharle, le explicaba dónde estaba la mina y cómo habría que trabajar en ella para sacar el máximo. Y cuando convencía a alguien, no sólo le llevaba a la mina, sino que le animaba a seguir hurgando en ella para que encontrase la máxima riqueza que allí se ocultaba. Poco a poco, la fiebre del oro se extendía y otros empezaban a acudir a la mina y a continuar lo que él empezó. Entonces, él cogía sus bártulos y se marchaba a buscar nuevas pepitas y nuevas minas, y la historia volvía a comenzar de nuevo.

Desde entonces, he visto a este buscador de oro seguir el sendero que él mismo trazó en aquel libro que yo leí en el primer curso de carrera y, gracias a ello, y también gracias a que ha sabido adaptarse a los cambios que necesariamente el paso de los tiempos impone, descubrir muchas minas. También he visto cómo muchos (yo también) se contagiaban de su fiebre del oro. Debemos, en buena medida, a las aportaciones de Ramon Bayés y de los que siguieron la pista de sus pepitas, el que la psicología aplicada al campo de la salud en nuestro país creciera, generara conocimiento, aportara soluciones, y se convirtiera en la profesión sanitaria que por fin, hace escasos días, las instancias gubernamentales han reconocido como tal.

En todos estos años ha aumentado muchísimo el conocimiento científico sobre los problemas de salud. Las publicaciones surgen por centenares cada año, y el abordaje de cualquier tema para desarrollar una investigación requiere la revisión de una importante cantidad de trabajos que, además, hay que actualizar constantemente si se quiere estar al día. Yo diría que, incluso, hay una saturación de información y cuesta diferenciar lo esencial de lo secundario e incluso de lo irrisorio. Además, y como simple ciudadano, he tenido la sensación de que un sector importante de nuestra sociedad mira con recelo algunos avances de ese conocimiento científico en el campo de la salud y no les da demasiado crédito, poniéndose, a veces, incluso abiertamente en contra. Me recuerdan a esos alumnos de cursos superiores que conocí en el primer año de mi carrera y que desconfiaban de los laboratorios y de la estadística. Me ha costado entender esa actitud pero, una vez más, ha sido Ramon Bayés quien, con una de sus nuevas pepitas (esta que tienen entre las manos), me ha transmitido el conocimiento necesario para comprender el misterio.

Este libro surgió a partir de una petición que hice a Ramon hace ya algún tiempo. Le pedí que hiciera una «versión siglo XXI» de aquel entrañable libro suyo que me guió durante el primer trimestre de la asignatura de Principios y Métodos en Psicología, con el objetivo de que ese nuevo texto nos ayudara a todos los que estamos en esto de las ciencias de la salud a saber calibrar adecuadamente los conocimientos que surgen de la investigación y de la práctica clínica, y, no menos importante, nos ayudara también a saberlo transmitir a aquellos futuros profesionales en cuya formación participamos. Cuando he leído el texto que se reproduce en las siguientes páginas, me he sentido satisfecho porque me ha mostrado que, si bien la forma de investigar y de saber reconocer y criticar las buenas investigaciones no ha variado mucho, sí se ha producido un cambio importante a la hora de aplicar ese conocimiento al campo de la salud (conocimiento de cuya génesis se ocupa la primera parte del libro bajo el título de «Aprender a investigar»), al dejar claro que dicho conocimiento no tiene sentido si no se apoya en la consideración, desde una perspectiva humana, de aquello que se quiere investigar: el ser humano (lo cual queda patente en la segunda parte del libro: «Aprender a cuidar»). Y ahí está la clave, para mí, que explica el misterio al que antes aludía: aquellos que recelaban o recelan del método científico y del conocimiento que genera cuando se obtiene a partir del comportamiento de las personas y se revierte en las mismas, en realidad quizá no están oponiéndose a él, sino pidiendo que se garantice que ese conocimiento en el campo de la salud, que puede ser frío en sí mismo, se va a aplicar con la calidez, la ternura, el cariño, la compasión y el respeto que debe conllevar el trato con el ser humano. Armonizar esas dos formas de conocer y tratar es el reto a superar, y algunos elementos que hay que tener en cuenta para ello se pueden encontrar en las páginas que siguen. Quizá no sabemos todavía cómo hacerlo o cómo hacerlo bien, pero está claro que ese mensaje es una de las pepitas, entre otras muchas, que el autor nos dice en la introducción que espera que encontremos en el texto.

Déjenme, para acabar, y al igual que hace Ramon Bayés al final del libro, que les sugiera una película. Una película sobre la fiebre del oro que, además, es una comedia musical y les proporcionará momentos divertidos y buenas canciones. Su título es Paint Your Wagon y en castellano se tradujo por La leyenda de la ciudad sin nombre. En ella encontrarán al buscador de oro, cuyo sino parece ser el de estar siempre intentando encontrar nuevos filones, mientras vaga de un lado para otro siguiendo una estrella errante cantando la balada que lleva ese mismo nombre y que escucho mientras escribo estas palabras. En la letra de esa balada está el mensaje que yo creo que este libro quiere transmitir. Snow can burn your eyes, but only people make you cry (algo así como: «La nieve puede abrasar tus ojos, pero sólo la gente puede hacerte llorar»). Que investigadores y cuidadores sepamos distinguir los ojos que lagrimean porque algo irritó sus tejidos, de aquellos otros que lloran porque el sufrimiento se apoderó de ellos, y que sepamos investigarlos y cuidarlos como merecen.

TOMÁS BLASCO, profesor titular

Departament de Psicologia Bàsica

Universitat Autònoma de Barcelona

Rubí, Barcelona, 14 de octubre de 2011

Introducción

Desde el momento en que, a mediados de la década de los setenta, decidí dedicarme al campo de las ciencias de la salud he pasado por diferentes etapas que ahora, con la perspectiva de los años, veo que, básicamente, pueden dividirse en dos: la primera de ellas, dominada por el deseo de investigar y conocer, que podría enmarcarse dentro de la denominada «medicina basada en los datos»; y la segunda, más tardía, desde finales de los años ochenta, en la que, paulatinamente, empiezan a predominar valores centrados en la «ética del cuidado». Ahora, en la etapa tardía de mi vida, me doy cuenta no sólo de que ambos son componentes ineludibles del quehacer de todo profesional de la salud, sino que los primeros deben subordinarse a los segundos; es decir, que el conocimiento debe encontrarse siempre al servicio del cuidado.

En el presente libro, de tamaño y ambiciones modestas, me gustaría incidir en la necesidad de que ambos valores se constituyan y consoliden lo antes posible en el estudiante de bachillerato, licenciatura o doctorado que desee emprender –o haya emprendido ya– el camino de la medicina, la enfermería, la psicología de la salud, la farmacia, la asistencia social, la fisioterapia, etc. Es posible que bastantes de sus páginas también puedan ser de utilidad a algunos profesionales sanitarios no iniciados en la investigación clínica, al importante contingente de personas que conforman el generoso mundo del voluntariado e incluso a muchas otras que, al margen de la profesión o la vocación, tengan a su cuidado personas enfermas, discapacitadas o al final de la vida.

He dividido el libro en dos partes. En la primera, que llamaré «Aprender a investigar», trataré de la lógica, objetivos e instrumentos de investigación necesarios para entender y avanzar en el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades y sus secuelas. En la segunda, a la que he puesto por título «Aprender a cuidar», me ocuparé de lo más importante: del para qué se investiga, ya que, en último término, el conocimiento conseguido en cada momento está, o debería estar siempre, al servicio de las necesidades de los enfermos. Y la principal de éstas, aunque a veces no aflore a la superficie, no es curarse, ni siquiera aliviar el dolor; es la misma a la que apuntan las personas sanas y los mismos agentes de salud: sobrellevar el sufrimiento y alcanzar la felicidad.

Analizar y ser consecuente con los fundamentos que guían la atención a las personas enfermas o con discapacidades supone, a mi juicio, tanto conocer las enfermedades, saber lo que significa sentirse enfermo o vulnerable y contribuir a ampliar el conocimiento (investigación y habilidades), como aplicar las estrategias y tecnologías de que se dispone, desde la empatía, la compasión y la esperanza (ética del cuidado). En el presente texto he tratado de aunar conocimientos, valores y actitudes.

Es posible que en algún momento el lector se desconcierte porque los materiales que lo integran no están estructurados de forma académica sino un poco ácrata. Quizás el texto se entendería mejor en forma de entrevista con preguntas y respuestas y por ello Tomás Blasco, autor del prólogo y verdadero instigador del libro –por cuya existencia y sugerencias quiero mostrarle mi más profundo agradecimiento–, me ha propuesto libremente, como lector, algunas cuestiones que he tratado de responder al final de cada capítulo de la mejor manera que he sabido, como suele ocurrir en las intervenciones del público tras una conferencia.

Honestamente creo que si lo lee con atención, el lector podrá descubrir entre la copiosa arena de sus páginas alguna de las pepitas doradas mencionadas en el prólogo; aunque sean de pequeño tamaño confío en que lo animen a no cejar en el camino emprendido y consiga algún día descifrar el mapa que lo conduzca hasta las lejanas y maravillosas minas del rey Salomón.

«Todo es puerta
basta la leve presión de un pensamiento.»

OCTAVIO PAZ

Aprender a investigar

Aprender a cuidar